Siete

Un aire lúgubre se cernía sobre nuestro campamento cuando volvimos aquella tarde. En realidad, yo habría sido capaz de arreglármelas sin esa herramienta. Mientras el mazo para clavar postes estaba roto, podríamos haber dedicado el tiempo a cavar agujeros para los postes guía. Eso significaba que Tam y Richie tenían que trabajar por separado, y yo ya había descubierto que les iba mucho mejor cuando uno estaba a la vista del otro. (Aunque parasen para echar un cigarrillo cada vez que sus caminos se cruzaban.) Cabía la posibilidad de hacerles trabajar a los dos en un agujero, pero ésa era otra práctica que Donald tenía prohibida por improductiva. Yo me hacía cargo del peligro que el trabajo se atascase a no ser que repararan rápidamente el mazo. El tiempo que hacía tampoco facilitaba las cosas. Se había impuesto lo que se podría llamar llovizna, y cada día oscurecía un poco antes.

El contratiempo no favorecía un ambiente en el que discutir sobre qué íbamos a hacer aquella noche; y Tam y Richie parecieron notarlo. Permanecimos sentados en nuestras tres respectivas esquinas de la caravana, con la música de fondo de la cinta de Richie. A mi alrededor todo era una creciente mugre. Por suerte, la mayor parte de esa mugre no se notaba porque las luces de gas eran muy tenues. Por lo cual, presumiblemente, Richie había abandonado A Thompson le dan un baño pronto. Noche tras noche luchaba con el libro, manteniéndolo en todo tipo de posiciones debajo de su lámpara mientras trataba de leerlo. Finalmente renunció y lo volvió a meter en la taquilla de donde había salido.

—Vaya una jodida manera de pasar una tarde de domingo —soltó.

Todo eso marcó la pauta de los días siguientes. Después de encargarles a Tam y Richie unas tareas muy concretas, a la mañana siguiente fui en busca de alguien que reparara el mazo. Lo único que tenía para orientarme era el plano de carreteras que Donald había fotocopiado. Me resistía a hacer todo el camino de vuelta hasta el pueblo, así que tomé otra dirección a la espera de encontrarme con algún sitio apropiado. Sí, con sólo seguir carretera adelante, y no mucho, encontraría un taller, un sitio concurrido y competente donde hubiera un artesano momentáneamente desocupado que pudiera reparar el mazo de inmediato. Tenía esa esperanza. Conduje durante kilómetros y no encontré nada. Al final, después de unos cuantos rodeos y preguntas, me mandaron a un local cerrado que compartía el mismo edificio con una panadería reciclada. Al parecer, ellos recurrían a un carpintero que hacía la mayor parte de su trabajo en otra parte, pero podría echarle el lazo si tenía suerte. No la tuve. Un cartel de la puerta decía que el tipo volvería más tarde. Metí una nota en el buzón diciendo que le dejaba un mazo roto detrás del cubo de basura, que si, por favor, podía arreglarlo. No tuve tiempo para hacer nada más. De vuelta me detuve en la tienda para comprar algo más de comida y material, y luego regresé y me encontré a Tam y Richie sentados dentro de la caravana. Estaban almorzando, aunque era pronto.

—Yo creía que queríais terminar el trabajo lo más pronto posible para poder volver a casa —dije.

—¿Por qué íbamos a hacer nosotros todo el trabajo mientras tú andabas por ahí de paseo en la camioneta? —soltó Tam.

—Tenía que conseguir que arreglaran el mazo —señalé.

—Eso no es trabajar —contestó.

Las tardes, entretanto, las pasábamos decidiendo a qué hora iríamos al pub. Si íbamos demasiado pronto, gastaríamos todo nuestro dinero en cerveza. Pese a que eso en sí mismo estaba bien, yo quería que me quedara algo para cuando termináramos el trabajo. De lo contrario, tenía poca gracia hacer tanto esfuerzo. Además, Tam volvía a deberle mucho dinero a Richie, y de hecho no podía permitirse ir a ninguna parte. Por otro lado, no era cuestión de no ir al pub por las tardes. Si no íbamos, nos volveríamos locos de aburrimiento. Las cosas estaban poco animadas en el Queen’s Head los días entre semana, pero eso les bastaba como entretenimiento a los currantes de la caravana.

El martes por la noche, a modo de distracción, fuimos todos a ver si ya estaba arreglado el mazo. Nos acercamos a oscuras al extremo de la panadería reciclada y Richie fue hasta el cubo de la basura. A la luz de los faros contemplé la sonrisa que apareció en su cara cuando levantó triunfalmente el mazo reparado por encima de la cabeza. Los milagros pueden producirse y se producen. Miramos dentro del cubo y metimos la mano en el buzón en busca de una factura, pero no había nada.

Y así pasó otro día, y la cerca más larga creció poco a poco en torno al pie de aquella colina. La siguiente luz al final del túnel era el miércoles por la tarde en el Carmens. No se lo mencioné a Tam y Richie, pero podría asegurar que durante el miércoles por la tarde aquellas expectativas volvieron a hacerse patentes. Ahora que el mazo para postes de nuevo estaba en acción, vigilado de cerca por Tam, conseguimos trabajar en la cerca formando una escuadra de tres hombres compenetrados, tramo a tramo. Hacia las cuatro, como aliciente, les dije a Tam y Richie que terminaríamos lo que estábamos haciendo y nos iríamos. Nunca les había visto trabajar tan deprisa. Media hora después estaban de vuelta en la caravana con la olla calentándose y el champú preparado. Por lo que fuera, habíamos «acordado» que aquella noche conduciría yo, por lo que me resigné a una velada a base de Coca-Cola. Con todo, antes quería afeitarme y me vi obligado a llevar a cabo el ritual observado atentamente por Tam y Richie, que miraban impacientes el espejo.

Al final no pude retrasarlo más, de modo que nos dirigimos al pueblo. Como de costumbre, llegamos demasiado temprano. Aquella noche no había manadas de gente en marcha de pub en pub. Como en la mayor parte de los demás pueblos ingleses, la gente se iba a dormir durante los días laborables. Pasamos una larga y lenta noche esperando que ocurriese algo. Sólo cuando se acercaba la hora del cierre empezaron a aparecer personas que evidentemente iban a seguir después en otro local. Ese lugar era el Carmens Nightspot, para decir su nombre completo. Resultó que no era tan atractivo como sonaba; pero ya nos iba bien. Al final de unos escalones pagamos y nos dejaron entrar. Había una barra a un lado y una pista de baile al otro. Yo todavía estaba acostumbrándome a la oscuridad cuando una chica me dio un golpecito en el brazo y dijo:

—¿Tienes fuego?

—¿Cómo? No, lo siento —contesté—. Él sí tiene —añadí, señalando a Richie.

Atraje su atención y él se vio obligado a sacar el encendedor de sus pantalones vaqueros. Aparte de beber cerveza embotellada, y no de presión, Tam y Richie hicieron lo que siempre hacían cuando yo salía con ellos. Encontraron donde sentarse a mirar lo que pasaba, y allí se quedaron. Probablemente pensaron que habían elegido un buen sitio porque estaba cerca de la barra y desde allí se veía la pista de baile. Sin embargo, tuve la sensación de que si al club acudía más gente, ésta pronto tropezaría con sus piernas, que mis colegas tenían recogidas debajo de una mesa muy pequeña. Ya no había sitio para mí, de modo que me coloqué junto a una barandilla de encima de la pista de baile. Durante las dos horas siguientes miré ocasionalmente hacia donde estaban ellos sentados. Excepto para ir a la barra y al servicio por turnos, no se movieron un ápice. Entretanto, un bosquecillo de clientes del club creció a su alrededor, de modo que poco a poco fueron desapareciendo de mi vista, excepto sus coronillas. La música sonaba fuerte y la pista de baile estaba llena. Miré un rato y luego fui por otra Coca-Cola. La barra estaba atestada, y cuando me detuve allí noté la inconfundible forma de unos pechos de mujer que se aplastaban contra mi espalda. Me giré a medias y vi que la chica del encendedor estaba de pie detrás de mí.

—¡Oh, hola! —dijo—. Nos hemos visto antes, ¿no?

Se llamaba Marina. Trabajaba de enfermera con un dentista.

—Estabas en el Six Bells el sábado, ¿verdad? —preguntó ella—; con dos amigos. ¿Por dónde andan?

Señalé con la cabeza hacia donde había visto por última vez a Tam y Richie.

—Por allí.

Fue la conversación más larga que mantuvimos. Había tanto ruido que no se podía hablar. Cuando la música se hizo un pelín más lenta fuimos a la pista de baile, y allí ella expresó sus sentimientos. Era uno de esos clubs donde las cosas terminan demasiado pronto. Todavía estábamos en la pista de baile cuando cesó la música y se encendieron todas las luces.

Algo que había estado acechando en el fondo de mi mente salió a la superficie. Si yo iba a ir a casa de la chica, antes tendría que llevar a Tam y Richie, lo que significaba que ella tendría que sentarse encima de uno de ellos en la camioneta. Lo alargué lo más que pude, pero al final, como el local se empezaba a vaciar, como quien no quiere la cosa llevé a Marina hasta la mesa de Tam y Richie.

—Te presento a Tam y Richie —dije—. Os presento a Marina.

Nos miraron con expresión gélida. Tam se puso de pie y se tambaleó en mi dirección.

—Entonces, ¿ya nos marchamos? —preguntó.

—Bueno… sí. Os veré fuera dentro de un momento —contesté.

—Vámonos, Rich.

Tam tiró de Richie por la cazadora y los dos salieron por la puerta dando tumbos.

—Tendremos que dejarles en Upper Bowland —le expliqué a Marina.

—Vale —dijo ella.

Debo admitir que Marina controlaba la situación perfectamente bien. Dijo que antes tenía que ir al servicio, de modo que la esperé en lo alto de la escalera.

Cuando salió, bajamos hasta la calle donde tenía aparcada la camioneta, pero no había rastro de Tam ni de Richie. Pasamos un agradable cuarto de hora sentados en la camioneta, a la espera de que ellos aparecieran. Me pregunté dónde habrían ido. Tam y Richie llevaban bebiendo desde las ocho y se estaba haciendo tarde. Un reloj público sonó dos veces. Esperamos un poco más.

Y entonces, de alguna parte del centro del pueblo sumido en el silencio, oímos un fuerte grito en la noche.

—¡Aquí estamos, ingleses hijoputas!

Arranqué el motor y llevé a la chica a casa.