Seis

—¡Te dije que eran ellos! —gritó Tam.

Bailaba prácticamente alrededor.

—Deben de haber sido cuatro —señaló Richie.

Sí, pensé yo, en efecto, debían de haber sido cuatro. ¿Cómo, si no, habían terminado el trabajo tan deprisa? No sólo habían construido aquella nueva cerca, sino que también habían arrancado la que estaba allí antes, vieja y deteriorada, y se habían llevado todas las astillas y el alambre que sobraba. Lo más desconcertante, sin embargo, era que habían estado ahí mientras nosotros trabajábamos en la colina, y no nos habíamos enterado de nada. Toda aquella lluvia hizo que las nubes estuvieran muy bajas, por lo que nos pasamos el día entero más o menos aislados del resto del mundo. Además, había sido la primera vez que no habíamos bajado de la colina para almorzar. Normalmente bajábamos todos al mediodía para descansar, aunque eso iba en contra de las normas de Donald (él decía que era una pérdida de tiempo inútil). Ese día, sin embargo, como empezamos tarde, nos llevamos unos sándwiches. (Si se los podía llamar sándwiches, la verdad. Los había preparado Richie: rebanadas de pan separadas por queso sería una descripción mejor.) Habíamos cargado la camioneta con postes y alambrada suficientes para un día de trabajo» y no volvimos hasta la tarde. ¿Cuánto había sido? Siete horas. Y ahí teníamos una alambrada nueva y reluciente, instalada en un abrir y cerrar de ojos mientras nosotros estábamos de espaldas. ¡Aquellos tipos eran unos caraduras del carajo! Los Hall Brothers habían actuado como si fuesen los dueños de aquel lugar. ¿Y si al volver les atrapamos con las manos en la masa? Tenían que saber que nosotros andábamos por allí: había un gran montón de troncos y material justo a la entrada del terreno. ¿Y qué era eso de que míster Perkins hubiese contratado a dos instaladores distintos para que trabajaran en la misma granja? ¿Quería que compitiéramos? Supongo que los Hall Brothers tenían tanto derecho como nosotros a estar allí, pero con eso y con todo allí estaban tres preocupados instaladores de cercas dándole vueltas a esas ideas dentro de la caravana aquella tarde. El asunto parecía haber afectado mucho a Tam, que no paraba de hacer suposiciones.

—¿Crees que les pagaron más, o menos, al ser cuatro? —preguntó.

—No lo sé —contesté.

—Porque si dividen el dinero en cuatro partes tocará a menos para cada uno, pero pueden ganar más en el mismo tiempo, conque tienen más para repartir.

—Ni siquiera sabemos si eran cuatro —observé.

—Mira, seguro que fueron cuatro. Los cuatro hermanos.

—¿Estás seguro de eso?

—Siempre vienen de cuatro en cuatro —dijo Tam—. Con un año entre cada uno.

—Podrían haber sido tres hermanos y su padre —sugerí.

—No —replicó—. Entonces serían Hall and Sons, Hall e hijos, no Hall Brothers, los hermanos Hall.

Richie se unió a su colega.

—¿Cómo pudo mandarnos Donald aquí abajo y encima ganar dinero, cuando había gente como los Hall Brothers por aquí?

—Sólo es una cuestión de escala —expliqué—. Nosotros hacemos un trabajo importante al cercar toda esa colina. La cerca de los Hall Brothers sólo es una cosa sin importancia, ¿o no?

Hubo señales de aprobación con la cabeza.

—Probablemente ni siquiera sepan instalar cercas altamente tensionadas —continué—. Al fin y al cabo, se supone que nosotros somos especialistas.

Esto pareció satisfacer a Tam y a Richie. Después de tanta pregunta, fue un alivio observar que la conversación volvía a la charla habitual sobre adonde ir, y Tam me preguntó cuándo estaría listo yo. Decidí que sería buena idea evitar el Queen’s Head aquella noche. Además, Tam y Richie habían dejado claro que les apetecía ir a aquel último pueblo por el que habíamos pasado al llegar. Sin duda, a Donald no le gustaría que nos alejáramos tanto del tajo, pero yo pensé: «¿Cómo se va a enterar?».

De todos modos, podíamos añadir sin dificultad diez litros más de gasoil a los que gastamos en el trayecto sin que se notara. De modo que me adelanté a ellos y propuse que fuéramos al pueblo, siempre que condujese Richie. Éste tampoco puso la menor objeción, así que estuvimos de acuerdo. Para entonces Tam ya se había quitado el saco de abono, de modo que pusimos la olla a hervir y repetimos lo de la noche anterior con el cubo, uno después de otro, hasta que todos estuvimos listos para salir. Cuando nos alejamos de la granja tratamos de salpicar de barro la cerca nueva de los Hall Brothers.

Aquella noche encontramos unos cuantos buenos pub, pero desgraciadamente Tam y Richie no tuvieron paciencia para quedarse en ninguno de ellos más de lo que tardaron en tomar una pinta de cerveza. En esa ocasión olvidaron mencionar que la cerveza era floja, aunque procedía de la misma fábrica que la del Queen’s Head. Parecía que todos los habitantes del pueblo habían salido a la calle, justo igual que en cualquier otro pueblo inglés un sábado por la noche. Había grupos de personas que iban de un pub a otro como animales trashumantes en la temporada de lluvias; y nosotros tres los seguíamos. Al cabo de unas horas de estar en el pueblo casi habíamos hecho la ronda completa. Descubrimos que «el movimiento» de allí estaba en un club nocturno que se llamaba Carmens (sábados y miércoles). Había impresos anunciándolo por todos los sitios, y también lo habíamos oído mencionar en varios pub.

—Iremos allí —dijo Tam, cuando estábamos sentados en el Six Bells.

—Esta noche no —dije yo.

—¿Por qué no? —Tam y Richie me miraron con incredulidad.

—Porque mañana tenemos que trabajar —contesté.

—Que le den por el culo al trabajo —espetó Tam.

—Iremos el miércoles —me oí decir, y ellos aceptaron la propuesta.

Poco después de eso perdimos a Richie. No estoy seguro de cómo pasó, pero iba detrás de Tam y de mí, y de repente advertimos que había desaparecido. Supuse que se había metido en un callejón lateral para echar una meada sin decirnos nada, y volver a ponerse en movimiento le había llevado más de lo que esperaba, por lo que nos había perdido de vista. Cuando nos dimos cuenta de que habíamos perdido a Richie, Tam se puso muy nervioso y quiso volver a todos los pub por los que habíamos pasado aquella noche. Le expliqué que eso tendría tan poco sentido como mirar en los pub a los que todavía no habíamos ido. No, razoné, sería mejor quedarse en un pub hasta que él nos encontrase. Hicimos eso durante un rato, pero Tam fue hasta la puerta y miró fuera tantas veces que al final me harté y accedí a ir a buscar a Richie.

—A lo mejor ha ido al Carmens —sugerí.

Tam me miró.

—¿Él solo? —dijo.

Pensé en ello.

—No, supongo que no —concedí.

Finalmente lo encontramos sentado dentro de la camioneta, solo, a oscuras.

—Llevo una hora aquí —se quejó.

Yo había esperado que el encuentro tuviera el necesario efecto tranquilizador en Tam, pero tanto él como Richie estaban tan molestos por haber perdido todo aquel valioso tiempo para beber, que me di cuenta de que no habría paz hasta que fuéramos a otro pub. Bebimos hasta que el horario habitual llegó a su fin en un pub que sin duda era el más animado del circuito, a juzgar por los empujones de los agitados cuerpos. Todos los del pueblo, aparentemente, iban al Carmens. Como de costumbre, Tam y Richie no hicieron nada por entrar en contacto con ninguna mujer cercana y se limitaron a estar sentados uno al lado del otro con las pintas de cerveza en la mano.

Antes de volver a casa, Tam insistió en comprar pescado y patatas fritas. Para cuando le llegó el turno y le atendieron, la cerveza había empezado a afectar a su entendimiento, de modo que pidió raciones de más y salió del despacho con patatas fritas suficientes para un regimiento.

Nos quedamos fuera, en la acera, tambaleándonos aquella noche de sábado en la calle ventosa y desolada de un pueblo. Enfrente del chiringuito de pescado y patatas fritas había una hilera de locales, todos con las persianas bajadas. El local en que nos fijamos todos era el que tenía un gran cartel encima de la entrada: HALL BROTHERS CARNES DE PRIMERA CALIDAD.

—¡Hay que joderse, además son unos jodidos carniceros! —gritó Tam, y lanzó las patatas fritas que le quedaban al otro lado de la calle.

Levantarse a trabajar un domingo por la mañana era incluso peor que hacerlo un sábado. La lluvia se había vuelto llovizna, lo que significaba que nunca había la seguridad de si merecía la pena ponerse ropa de agua o no, pues con ella se suda tanto que igualmente se termina empapado. Era un problema sólo para mí, claro. Los pantalones vaqueros que Richie llevaba para trabajar seguían mojados desde el día anterior porque se había olvidado de ponerlos a secar encima de la estufa de gas. De todos modos, no dudó en ponérselos, y se sentó a tomar sus copos de maíz mientras el vapor le subía desde las perneras. Tam optó otra vez por el saco de abono. Estábamos sentados en la caravana tratando de no pensar en que teníamos que salir a mojarnos. La moqueta estaba empapada, pues no había ningún sitio para dejar las botas al otro lado de la puerta, y empezamos a llevarlas puestas también dentro. El fuego de la estufa vacilaba porque Tam había encendido sus cigarrillos tantas veces en ella que la tela metálica tenía quemaduras y no se encendía bien. En cuanto salimos comprendimos que nos iba a entrar agua por el cuello durante el resto del día. Y todavía teníamos la mayor parte del trabajo por hacer.

La cerca transversal debería estar terminada ese día, tan pronto hubiéramos instalado y tensado las alambradas. Después teníamos que levantar una larga cerca que rodeara el pie de la colina para cerrar las cuatro partes que habíamos hecho. También había unas cuantas puertas que instalar, para que el ganado pudiera desplazarse entre las distintas zonas. Decidí terminar la cerca trasversal y luego montar la cerca de alrededor de la colina, tramo a tramo.

Cuando empezamos de verdad eran cerca de las diez, lo que para un domingo por la mañana no estaba mal. Pero todos parecíamos agotados. Me quedé junto al aparato para desenrollar el alambre y miré cómo Tam tiraba del extremo de éste colina arriba. Lentamente, y como por casualidad, resultó que llegó arriba del todo y empezó a bajar por el otro lado. Se detuvo. Luego continuó tirando un poco más y volvió a detenerse. Supuse que debía de haberse encontrado con Richie, que trabajaba en la otra ladera fijando la alambrada anterior en los postes. Me pregunté cuánto tiempo les debería conceder para que se saludasen. Al cabo de unos momentos, cogí el alambre y pegué un tirón. El aparato para desenrollar el alambre volvió a dar vueltas, y se detuvo otra vez. Llegué a la conclusión de que estarían fumando un cigarrillo. En momentos así yo consideraba seriamente la posibilidad de fumar, aunque sólo fuera para pasar el rato.

De ese modo intermitente continuamos hasta la tarde; después nos pusimos a trabajar en la cerca más larga que rodeaba la colina.

Entonces fue cuando Richie se las arregló, inevitablemente supongo, para romper el mazo de clavar postes. Era culpa mía otra vez. Yo debería haber insistido en que Tam clavara todos los postes. Después de todo, como he dicho antes, era el que mejor lo hacía. La especialización hubiera ido mejor; Richie haciendo los agujeros, Tam manejando el mazo y yo controlando (y colaborando con ellos). No obstante, por lo que fuera, Richie se había vuelto a hacer cargo del mazo y había empezado a confiarse. Le vi a cámara lenta cuando daba un golpe muy fuerte con el mango en la parte de arriba del poste, de modo que la cabeza se partió con un potente crujido.

—¡Hostia! —exclamó él, pero creo que estaba más preocupado por lo que diría Tam que por haberse cargado el mazo.

Eso era problema mío. Todavía teníamos que clavar unos cuantos postes de este tramo antes de sujetar la alambrada. Ahora iba a tener que encontrar otras cosas para que hicieran Tam y Richie mientras yo llevaba el mazo a reparar. Eso suponía buscar a alguien que pudiera hacerlo (no habría nadie dispuesto a encargarse de ello hasta el lunes), dejar el mazo para que lo arreglasen, y luego volver por él. Sí, sabía que deberíamos haber traído con nosotros otro mazo de repuesto, pero uno no puede tener todo previsto. Repararlo nosotros mismos quedaba rechazado de antemano. La cabeza ocasionaba que ajustarse a la perfección, y yo ya había visto muchas veces las consecuencias que ocasionaba trabajar con un mazo de postes mal reparado. No. El trabajo debía hacerlo uno que supiera lo que tenía entre manos.

Justo entonces, Tam bajó junto a la línea de la cerca. Echó una ojeada al mazo roto y dijo:

—Ja. Y te consideras un instalador de cercas cojonudo, ¿eh?

—A mí no me mires —contesté.

Tam miró a Richie, que buscaba algo en el bolsillo de la camisa, y no dijo nada más al respecto.