—Hoy pondremos postes —dije.
—Vale —dijo Tam.
—Entonces vas a tener que levantarte de la cama.
—Ni hablar.
Era el día que le tocaba a Tam. El día en que íbamos a clavar un poste en el suelo cada tres metros a todo lo largo de la cerca. Tam era al que mejor se le daba lo de clavar postes y él lo sabía. No levantarse era el modo que tenía de explotar su posición. Ni Richie ni yo nos habíamos levantado tampoco, pero ésa no era la cuestión. Ese día Tam era el elemento más importante del equipo, de modo que tenía que ser el último en levantarse. Así eran las cosas.
Le dejé disfrutar de su momento de gloria un poco más. Luego dejé colgar las piernas fuera de la litera y dije:
—Muy bien, entonces lo tendremos que hacer Rich y yo.
Eso funcionó. Al instante Tam estaba fuera de la cama y decía:
—No, no, vosotros no la haréis, cabrones.
Y así fue como conseguí que estuvieran en lo más alto de la colina a las ocho de la mañana. Quería empezar pronto con la cerca porque las interrupciones del día anterior significaban que, en realidad, no habíamos hecho mucho. Donald probablemente habría calculado que ya llevábamos las dos terceras partes de un día de retraso con respecto al plan de trabajo. Yo no estaba seguro de eso, pero era indudable que teníamos que ponernos al día.
Iba a ser un día de trabajo duro. Una vez que tuviéramos tirante el alambre del suelo y establecida una línea recta, teníamos que clavar todos los postes en punta para formar la estructura principal de la cerca. El proceso era sencillo. Uno clavaba una barra de acero en el suelo para que el agujero sirviera de «guía» y después otro mantenía el poste en la posición adecuada (con la punta hacia abajo) mientras el otro lo golpeaba con el mazo. Cuando estaba lo suficientemente hundido en el suelo, y se verificaba que estaba en línea, nos trasladábamos al poste siguiente. Y al día siguiente. Y al que venía después. Una y otra vez.
Empezamos al pie de la colina y fuimos subiendo, Tam y Richie ponían los postes mientras yo les proporcionaba otros nuevos. El dominio del mazo por parte de Tam se había perfeccionado durante los años que llevaba instalando cercas. Utilizaba el método del «golpe directo», que es el más eficaz si se hace correctamente, pero de consecuencias desastrosas si se hace mal. Dependía de la habilidad del que martillaba para pegar con la cabeza cuadrada del mazo en el poste a cada intento. Tam terna esa habilidad. Hacía girar el mazo trazando un círculo completo en torno al brazo y lo dejaba caer con fuerza y en el sitio preciso todas las veces. Si fallaba, probablemente partiría el poste, rompería el mazo o le haría daño a Richie. Normalmente no fallaba, y Richie parecía totalmente confiado mientras sujetaba los postes.
Era muy gratificante verlos avanzar colina arriba. Por fin tuve la sensación de que lo conseguiríamos. De acuerdo, resultaba bastante trabajoso llevar todos aquellos postes ladera arriba, en especial porque cada vez había que recorrer un trayecto mayor, pero era parte del asunto. Incluso cuando Tam y Richie se detuvieron a media colina para fumar un pitillo, me pareció bien. Hice un alto para contemplar el rito familiar desde lejos. Tam dejó descansar el mazo en el suelo, se estiró y habló con Richie. Luego Richie se sacó algo del bolsillo de la camisa, se lo tendió a Tam, y comenzó a retorcerse mientras rebuscaba en sus pantalones vaqueros. Por qué no tenía las dos cosas en el bolsillo de la camisa seguía resultándome un misterio. Sus pantalones vaqueros eran evidentemente demasiado ajustados para él, y siempre libraba un auténtico combate para hacerse con el encendedor. Finalmente lo consiguió; encendieron los cigarrillos y se quedaron quietos uno junto al otro mientras el humo se deslizaba por la ladera de la colina. Cuando yo subí con esfuerzo en dirección a ellos con otros postes más al hombro, volvieron a trabajar.
Según se iban haciendo progresos con la cerca, nuevamente me fui dando cuenta de lo mal que se transmitía el sonido. Veía la pequeña y lejana figura de Tam blandiendo el mazo, golpeando el poste, lo veía levantarlo una y otra vez, mientras el clop del impacto me llegaba un segundo después. Aquello producía la extraña sensación de que Tam y Richie se movían en un mundo diferente del mío. Como he dicho, fue un día de trabajo duro. Finalmente llegamos a la cima y empezamos a bajar por la otra ladera de la colina. Cuando aquella tarde estuvimos de vuelta en la caravana, estábamos destrozados. Después de cenar nos estiramos en las literas y dormitamos. Richie intentó seguir con A Thompson le dan un baño pronto, pero pronto se puso a dar cabezadas. Yo cerré los ojos.
De lo siguiente que me enteré fue de que Tam me daba sacudidas para despertarme. Estaba a oscuras dentro de la caravana y en su voz había pánico.
—¿Qué hora es?
Richie murmuró algo desde su litera y se las compuso para encender una de las luces. ¡Eran las diez y media!
—¡Hay que joderse! ¡El pub! —exclamó Tam, y al instante todos chillábamos dando vueltas por la caravana en busca de nuestras botas y nos apresurábamos para salir a la noche. La camioneta no arrancó al primer intento y se oyeron muchos gritos y tacos. Finalmente nos pusimos en marcha. Llegamos al Queen’s Head antes de que cerraran, gracias a Dios, porque si no la noche se habría echado a perder del todo.
—Ya creía que os habíais olvidado de nosotros —dijo el dueño, mientras nos servía las seis pintas que pedimos.
—No, que va —dijo Tam.
Teníamos dos pintas por cabeza, y eran las mejores cervezas que había tomado cualquiera de nosotros. Y mejor aún, las dos mujeres jóvenes estaban apoyadas en la barra, mirando la partida de dardos que se celebraba. Como llegamos tarde, nuestra mesa habitual ya estaba ocupada, por lo que Tam y Richie se dirigieron a un estrecho banco de madera que había en un hueco de la pared. Todavía llevaban puestas las botas de agua del trabajo, y cuando se sentaron uno al lado del otro, me recordaron a dos enanitos en el estante de un vivero de plantas.
A la mañana siguiente, cuando eligió un plato del fregadero y lo rascó para limpiarlo, Richie anunció algo.
—Hoy me ocuparé yo del mazo —dijo.
Tam me lanzó una mirada. Acto seguido, se dirigió a la entrada y se quedó mirando hacia fuera.
—Y eso ¿a qué viene? —le pregunté a Richie.
—Tengo que practicar —contestó él.
Estaba bien expresado. A pesar de sus otras habilidades como instalador de cercas, Richie nunca había dominado el mazo para clavar postes. En el mejor de los casos, su puntería era discutible. En el peor… bueno, hay que recordar que el mazo tiene una cabeza de hierro que pesa varios kilos. En las manos inadecuadas podía ser peligroso. El día anterior, Tam sólo había estropeado un poste de todos los que instalamos: un solo golpe equivocado y lo había astillado al golpearlo de lado. Además, había ido a tal velocidad que sólo quedaban unos veinte postes que liquidar de esa primera cerca. Richie quería clavar esos últimos. Estaba completamente decidido, así que le dejamos que la emprendiera con ellos, lo que significaba que Tam tenía que sujetarle los postes. Debo admitir que admiré el modo en que ni siquiera pestañeó cuando Richie dio el primer mazazo del día. Calculé mentalmente cuántos postes nos quedaban; con ellos habría que reemplazar los que Richie iba a estropear.
Mientras ellos terminaban con ese tramo, yo tenía que hacer ciertos ajustes. Había que reforzar los postes guía de cada extremo de la cerca con unos puntales, y eso era normalmente tarea mía. Donald siempre especificaba que los puntales tenían que ajustarse adecuadamente usando martillo y escoplo. Algunos de los instaladores de cercas se limitan a mantener el puntal en posición con clavos de diez centímetros, pero la empresa desaprobaba ese sistema. El puntal tenía su buena longitud de 4x4, y debía afirmarse en el suelo y proporcionar a la cerca altamente tensionada su fuerza y durabilidad. Me gustaba mucho ese trabajo, y siempre disfrutaba cuando la junta quedaba bien hecha y ajustada.
Richie logró completar la hilera de postes sin dañar ninguno ni hacerle daño a Tam, de modo que nos las arreglamos para mantener un buen ritmo durante la instalación del resto de los alambres, su tensado y fijación, hasta terminar la primera cerca.
Esa tarde decidí llamar por teléfono a Donald para que supiera cómo iban las cosas.
—¿Cómo os va? —preguntó.
—Bastante bien —contesté—. Según los planes previstos, me parece.
—Perfecto —dijo Donald—. ¿Y cómo se portan esos dos a tu cargo?
—Perfectamente, la verdad —respondí—. No ha habido ningún contratiempo.
—Perfecto —volvió a decir Donald—. Nos gusta que todos nuestros equipos estén bien compensados. —Hubo una pausa y luego dijo—: A propósito, te quería preguntar algo sobre míster McCrindle.
—¿Sí?
—¿Estás seguro de que terminasteis lo que os encargó?
—¿Cómo?… ¿A qué te refieres?
—Es algo bastante sencillo —contestó Donald—. Sólo preguntaba si terminasteis lo que os encargó, sólo eso. ¿Tensasteis bien los alambres, comprobasteis los postes y lo demás?
—Ah —titubeé—. Bueno… sí. Estoy seguro de que la cerca estaba bien terminada cuando nos fuimos.
—¿Y estaba recta?
—Completamente.
—Entiendo.
—¿Qué pasa entonces?
—Pues que míster McCrindle no ha pagado la factura. Creí que había algún tipo de problema.
—No, que yo sepa —señalé.
—Entonces, de acuerdo —dijo Donald—. Nos mantendremos en contacto, ¿eh?
—Vale. Adiós.
Cuando volví a la caravana, Tam y Richie me miraron expectantes.
—¿Qué ha dicho Donald? —preguntó Tam.
—No gran cosa —contesté—. Que míster McCrindle no había pagado la factura.
—¡Joder! —exclamó Tam—. No había pensado en eso.
—Ni yo —dije.
—¿Le has preguntado por nuestros sueldos? —preguntó Richie.
—No, se me ha olvidado.
—¡Que te den por el culo! —espetó Tam.
—Se me ha olvidado, ¿vale? —solté—. Iré a llamarle otra vez.
Así que volví a la cabina telefónica y llamé otra vez. Donald dijo que los sueldos ya estaban listos, y yo le sugerí que los mandara a la tienda de al lado del Queen’s Head, que también hacía de sucursal de correos.
—Hay que retenerle algo a Tam por los días que no fue a trabajar el mes pasado —advirtió.
—¿Se lo has dicho a él? —pregunté.
—Se lo dijo Robert —contestó él.
Era la primera vez que oía eso. La empresa no tenía un día concreto de paga. Ésta dependía de dónde estaba el personal y cuánto se esperaba que durase el trabajo.
El dinero sólo salía a relucir cuando lo pedíamos. Siempre, claro está, que Donald estuviera de acuerdo en que nos debía algo.
Otra característica de trabajar en esta empresa era que no descansábamos los fines de semana. Se suponía que trabajaríamos todos los días hasta terminar el contrato. Desgraciadamente, Tam y Richie no parecían haberse acostumbrado a esta idea, y cuando llegó el viernes empezaron a pensar en «salir». La mayor parte del día fue bien, y empezamos a trabajar en la cerca que debería dividir la colina en el otro sentido. Sin embargo, en cuanto esa tarde volvimos a la caravana, Tam se dirigió a mí y dijo:
—¿No te cambias?
Me examiné los dorsos de las manos. Luego me acerqué al espejo a mirarme.
—Creo que no —contesté.
Tam me miró.
—Ya sabes a qué me refiero —dijo—. ¿No te vas a cambiar para salir?
—Bueno, sí. Una camisa limpia… claro.
—¿Te vas a afeitar? —prosiguió.
—Me afeito todos los días, ¿no? Pues sí, me voy a afeitar.
—Entonces, ¿no tardarás en estar listo?
—No —respondí yo—. En cuanto haya tomado un té.
Tam soltó un suspiro y se sentó en su litera. Miró hacia Richie, que estaba de pie junto al fregadero.
—¿Y tú, Rich? ¿Tardarás mucho?
—Desde luego que no —contestó Richie.
Había sacado una gran olla del fregadero y empezó a limpiarla. Luego puso algo de agua a hervir. Mientras esperaba, sacó sus botas de vaquero de la taquilla y las frotó con los calzoncillos que tenía de recambio. Cuando la olla se puso a hervir, echó el agua en un cubo y añadió agua fría hasta llenarlo. A continuación metió la cabeza dentro, se echó champú y se lavó la cabeza. Tenía mucho pelo. Tanto él como Tam parecían participar en una especie de competición para ver quién tenía el pelo más largo. No sé en qué momento habían dejado de cortárselo: probablemente el día en que abandonaron el colegio, a saber cuándo había sido eso. El asunto del pelo encajaba con su imagen de descerebrados. Los dos eran unos «melenudos», aunque Tam iba claramente por delante, lo que al parecer desalentaba a Richie. Sus protestas constantes contra el mundo se referían a que el pelo había empezado a crecerle más despacio en cuanto se lo dejó de cortar. Quería que el pelo le creciera más para que estuviese en consonancia con la guitarra eléctrica que todavía no sabía tocar. Si los dos hubieran vivido en la Edad Media habrían sido vikingos. Pero no lo eran. Eran instaladores itinerantes de cercas. Y los viernes por la noche, estuvieran donde estuviesen, se lavaban la cabeza.
Después del lavado, Rich se secó con una toalla. Después venía la parte final de lo que hacía siempre. Primero se ponía la cazadora vaquera. Luego se doblaba echándose el pelo hacia adelante y se estiraba nuevamente con rapidez al tiempo que echaba la cabeza hacia atrás, de modo que el pelo le caía por encima de los hombros como la melena de un león. Se tomaba todas esas molestias porque era viernes por la tarde.
A continuación le tocaba a Tam. Repitió todas esas actividades, y cuando al final se secó con una toalla, la cabeza le desapareció en una maraña. Me fijé por primera vez en que Tam tenía un tatuaje en el antebrazo. Consistía en una bandera en diagonal y un pergamino donde estaban las palabras «Soy escocés». Con todo, el que hizo el tatuaje no había dejado el sitio suficiente, de modo que las palabras decían «Soyescocés».[1]
Tras cambiarse de pantalones vaqueros y ponerse las botas correspondientes, Tam y Richie se consideraron «listos». Dado que ya no usaban el cubo, calenté algo de agua y me puse a afeitarme. Había un espejo a media altura de la puerta del armario ropero de la caravana, y cada vez que lo miraba, veía a Tam sentado en su litera, mirando y esperando.
—No me puedo afeitar más deprisa —dije.
—No sé por qué te tomas tantas molestias —observó él.
Richie había cogido su ejemplar de A Thompson le dan un baño pront o, de A. D. Young, y empezó a leer otra vez.
—¿De qué va eso? —pregunté.
—No sé —contestó—. Todavía no lo he acabado.
Ya eran las siete y media cuando estuve listo.
—Si vamos a pasarnos la noche entera bebiendo, no debería conducir Richie —advertí.
—De acuerdo —dijo Richie, sin más comentarios, y nos dispusimos a pasar una velada maravillosa en el Queen’s Head.
Yo tenía interés en ver si aquella noche Tam y Richie hacían algo diferente, considerando todas las molestias que se habían tomado con el pelo y lo demás. Me sorprendió, por tanto, que fueran y se sentaran en nuestra mesa habitual del rincón. Se me había ocurrido que acaso sería mejor quedarse rondando por la barra si querían llegar a algo con las dos mujeres que les habían hecho caso omiso durante la semana entera. Sin embargo, su técnica consistía en estar sentados detrás de las pintas de cerveza y esperar a ver qué pasaba. La noche entera, si era preciso. Cuando llegamos, a las ocho menos diez, casi no había nadie, de modo que la espera iba a ser larga. No obstante, al final el local se llenó e incluso adquirió cierto aire de fin de semana. Supuse que yo sería incapaz de beber las cantidades que pensaban tomar Tam y Richie, de modo que no pasé de la tercera ronda y di mi nombre para la partida de dardos. Eso supondría un cambio, y podría hablar con gente distinta. Además, en esa parte del pub había un porcentaje superior de mujeres. Acababa de instalarme junto a la barra cuando el dueño, que había mirado en nuestra dirección un par de veces durante la tarde, de repente se volvió hacia mí y dijo:
—¿Cómo va esa instalación de cercas?
En aquello había algo raro. Durante los últimos días había dejado de hacernos preguntas sobre «cómo lo llevábamos», y empezó a tratarnos como a unos parroquianos normales. En ese momento, sin embargo, parecía haber vuelto a su actitud anterior, como mucho con una leve diferencia en el tono. Era como si la pregunta me la dirigiera a mí, pero de hecho la dirigiera al oído de otra persona. Si se volvió alguna cabeza cuando habló, yo no me fijé. Sólo respondí algo como «Bastante bien, la verdad», y seguí contemplando la partida de dardos. Al cabo de un rato eché una ojeada hacia Tam y Richie, y me pregunté si habrían oído la breve conversación. Parecía que no, pues seguían aislados en su rincón, separados de la atracción principal, la partida de dardos, digamos, por un grupo de bebedores de pie. Tam y Richie se limitaban a estar allí con sus cervezas. También reparé en que las dos mujeres habituales que habían sido la atracción original de este pub finalmente aparecieron con unos hombres que sin duda eran sus maridos. Superé la primera ronda de la partida de dardos por eliminación, pero no conseguí sobrevivir a la segunda. El ganador y yo dijimos «mala suerte» y «muy bien» al mismo tiempo, nos estrechamos la mano (cada uno tratando de romperle los huesos al otro), y luego le llené la obligatoria pinta de cerveza.
Me abrí paso entre la multitud hasta Tam y Richie.
—Te han zurrado, ¿no? —soltó Tam.
—Sí, gracias —contesté.
A juzgar por los vasos vacíos de la mesa, estaban teniendo una buena noche. Los dos bostezaban mucho, lo que consideré una señal esperanzadora, porque cuanto antes consiguiese llevarlos a casa, más posibilidades habría de conseguir que se levantasen a trabajar por la mañana. Todavía había tiempo para otra cerveza antes de que cerrasen; por tanto, inevitablemente la tomamos.
—Esto es una puta mierda —dijo Tam—. No hay tías.
Lo que no era el caso. Había unas cuantas mujeres en el pub aquella noche. Yo sabía, sin embargo a qué se estaba refiriendo.
—Mañana por la noche tendremos que ir al pueblo —añadió.
—Es verdad —dije—. Eso mismo estaba pensando.
Finalmente nos lanzamos a la noche. Le di a Richie las llaves de la camioneta y traté de no pensar demasiado en el viaje de vuelta. No pareció que tuviera la menor dificultad para salir del aparcamiento, de modo que le dejé. Tam se había quedado totalmente callado justo antes de que dejáramos el pub, pero después cuando ya íbamos por la carretera, por fin habló.
—¿Qué te ha dicho el dueño?
—¿Cuándo?
—En la barra, has hablado con él mientras jugabas a los dardos.
—Oh, nada —contesté—. Nada. Sólo me ha preguntado cómo iba lo de la instalación de cercas, nada más.
—¿Por qué quería saber eso? —preguntó.
—Ni idea —contesté.
—Sí lo sabes —dijo Tam.
—No, no lo sé.
Lo sabes.
—Mira —dije—. No sé de qué me estás hablando.
—Había unos tipos mirándonos —intervino Richie.
—¿Ah, sí? No me he fijado.
—Los Hall Brothers —indicó Tam.
—¿Cómo?
—Eran ellos.
—¿Y cómo lo sabes? —pregunté.
—Lo sé, basta con eso.
—Pero podían ser otros cualquiera.
Tam se volvió y me miró.
—Entonces, ¿por qué nos miraban?
—No lo sé.
—¡Porque les habían dicho que nosotros estábamos allí!
Después sacó el brazo por la ventanilla abierta y empezó a golpear el techo de la cabina con el puño. Richie, que conducía bastante bien para ser alguien que contenía casi cuatro litros de cerveza, pasó por alto el alboroto y nos llevó de vuelta a casa.
Para cuando llegamos, Tam había dejado de tomarla con los Hall Brothers y se hundió en el olvido. Yo esperaba tener paz para el resto de la noche, pero cuando tratábamos de hacerle entrar en la caravana, se dio la vuelta e insistió en fumarse un cigarrillo. También encendió la estufa portátil de gas. Durante la última semana la temperatura había bajado y no había nada anormal en hacer eso. El problema era que él tenía la costumbre de sentarse pegado a la estufa y luego dar cabezadas. Ya había estado a punto de prenderse fuego un par de veces, y yo había tenido que gritar para despertarle. Ahora era un celoso guardián de la estufa y no conseguíamos que la apagara hasta que hubiese entrado.
Richie dijo:
—Deberíamos dejarle en paz. —Y se fue a la cama.
Finalmente yo hice lo mismo, rezando para que Tam no nos hiciera arder a todos.
En plena noche hubo un estrépito. Me desperté consciente de que el extremo de Tam de la caravana estaba al rojo vivo a causa de la estufa. El propio Tam estaba en el suelo, entre su cama y el fregadero. Me levanté y apagué la estufa. Entonces, por fin, nos quedamos todos dormidos.
Cuando desperté a la mañana siguiente me di cuenta de que, como a Tam y Richie, tampoco a mí me gustaba trabajar los sábados. Sentía punzadas en la cabeza debido a la resaca. Peor aún, caía lluvia sobre el techo de la caravana. Para los que trabajan todo el día al aire libre, ése es uno de los sonidos conocidos más desconsoladores. La lluvia puede convertir la tarea más agradable en un trabajo muy pesado. El único motivo por el que habíamos conseguido atenernos al plan de trabajo (más o menos) era el tiempo, que se mantenía seco. Ahora nos enfrentábamos a un combate con agua y barro desde la mañana hasta que terminara el día. Y, claro, la mugre del interior de la caravana podía alcanzar cotas insospechadas, con ropa mojada colgada por todas partes y barro en el suelo. Lo único que teníamos para calentarnos era la estufa de gas. Me quedé tumbado en la cama pensando en esto y preguntándome cómo conseguiría que Tam y Richie se levantaran.
Con todo, si es que íbamos a marcharnos alguna vez de Upper Bowland, antes o después teníamos que terminar el trabajo. Había que seguir con él. Me levanté y preparé algo de desayunar, a la espera de traer a Tam y Richie de nuevo a la vida. Había pocas señales de movimiento, así que decidí salir y recoger nuestro sueldo en la oficina auxiliar de correos, adonde ya debía de haber llegado. Volví hacia las diez menos cuarto y me los encontré sentados en sus literas, fumando y aparentemente listos para el trabajo. La cuestión de lo que debía Tam resultó menos difícil de lo que yo había esperado. Dentro de la carta certificada (dirigida a mi nombre) había tres sobres separados con la respectiva paga. Las cifras estaban escritas por fuera, con letra de Donald, y se especificaban las diversas deducciones. El sobre de Tam era notablemente más delgado que el mío o incluso que el de Richie.
Los abrimos y comprobamos su contenido. Tam pareció aceptar de inmediato que el suyo iba a ser menor que el nuestro. Richie, entretanto, estaba doblando los billetes que le correspondían con gesto molesto antes de guardarlos en el bolsillo de los pantalones vaqueros (el de atrás, no el del encendedor).
Tam me miró, hizo una mueca y dijo:
—Que le den por el culo… vamos a ver, ¿cuánto te debo?
Se lo dije y contó la suma.
Al cabo de una pausa de duda, Richie habló.
—También a mí me debes algo.
—Es verdad, Rich —contestó Tam—. ¿Cuánto era?
—Dame lo que puedas —dijo Richie.
—No, no, te lo pagaré todo —insistió Tam.
—Bueno… vale. —Y Richie le dio las malas noticias a Tam.
—Me cago en la madre que me parió, estoy igual que antes —dijo Tam, dándole a Richie su sueldo entero, aparte de algunas monedas.
—No te preocupes. Te prestaré algo hasta la semana que viene —prometió Richie.
Y eso hizo, allí mismo, sobre la marcha.
Entonces a Tam se le ocurrió una idea.
—¿Y qué va a pasar con los plazos de tu guitarra, Rich?
—Eso es cuestión de mi madre —contestó Richie—. Los pagará ella hasta que yo vuelva.
De modo que todo estaba arreglado.
Cuando se preparaban el desayuno Tam me preguntó si le podía prestar mi abrelatas para sus judías.
Sí, dije yo, se lo prestaba sólo por esta vez.
Al fin, aquel deprimente sábado de otoño nos arrastramos hasta la lluvia para trabajar un poco. Tuve suerte, ya que yo al menos contaba con las dos prendas de ropa de agua. Richie sólo tenía la parte de arriba de la suya, pero no pareció molestarle nada que se le empaparan los pantalones vaqueros, y probablemente no se habría puesto la parte impermeable de abajo aunque la hubiese tenido. Y quedaba Tam, que sólo tenía su cazadora de cuero. La había comprado nueva en verano, y en principio no tenía intención de ponérsela para trabajar. Sin embargo, en un determinado momento le echó un vistazo a la cazadora de un amigo que había pasado varias estaciones en moto, y decidió que la suya no parecía suficientemente gastada. Estaba demasiado tiesa y brillaba mucho para su gusto. De modo que empezó a «llevarla puesta» en el trabajo, rozándose a propósito contra las cosas y en general tratándola sin el menor cuidado. Como resultado de ello, ahora que las lluvias de otoño habían llegado, ya mostraba señales de desintegración. Como impermeable era casi inútil. Con todo, insistió en llevarla puesta al no tener otra cosa.
Continuamos trabajando en la cerca transversal lo mejor que pudimos mientras la lluvia no daba signos de parar. Hacia media tarde, sin embargo, las discusiones sobre los postes y los alambres empezaron a ser interrumpidas por comentarios sobre «esta noche», aunque yo todavía notaba los efectos de la noche anterior. Richie se había vuelto a hacer cargo del mazo, y esta vez le ayudaba yo mientras Tam iba a buscar los troncos y los traía. Le pregunté a Richie cómo iba su resaca.
Me miró.
—¿Qué resaca?
—Entonces, ¿no tienes? —pregunté.
Por su expresión, podría asegurar que no tenía ni idea de lo que le estaba diciendo, de modo que dejé la conversación.
En uno de los viajes pareció que Tam tardaba en volver más de lo habitual, y empezamos a preguntarnos qué le habría pasado. Por fin, distinguimos lo que parecía un saco de abono con piernas que subía por la colina cargado con unos postes. Los dejó junto a la cerca, sin hacerles ningún caso, y volvió a alejarse colina abajo. Poco después la figura volvió con otra carga. Para entonces a Richie y a mí ya nos resultaba difícil concentrarnos en lo que hacíamos. Era evidente que Tam se había hartado de empaparse y decidió fabricarse un «impermeable» con un pesado saco de abono que había encontrado debajo del asiento de la camioneta. Hizo unos agujeros para los brazos y la cabeza, mientras las piernas le asomaban por el extremo abierto. Había hecho el agujero para el cuello lo más pequeño posible para evitar que le entrara el agua, y luego había pasado a la fuerza la cabeza sin molestarse en pasar todo el pelo, de modo que éste parecía un yelmo medieval.
Y con esa pinta Tam subió hacia donde Richie y yo estábamos quietos, mirando.
—¿Pasa algo? —preguntó Tam.
—No, que va —contestó Richie.
—Bien, entonces seguid con vuestro trabajo —soltó Tam.
Obedecimos, y él volvió a bajar la colina. Poco después de este incidente, Richie perdió el control del mazo en un impulso particularmente violento, y decidí que era hora de cambiar de sitio.
Y así, currando como condenados a trabajos forzados, pasamos la tarde del sábado en una ladera empapada, hasta que ya no pudimos más. Luego seguimos la hilera de postes hasta el pie de la colina, y dimos un rodeo andando hasta donde esperaba la camioneta. Los tres nos quedamos sentados en la cabina unos minutos mientras Tam y Richie echaban su primer cigarrillo «seco» desde hacía varias horas, y acto seguido yo arranqué el motor y fuimos dando tumbos muy despacio sendero abajo hacia la caravana. Íbamos a entrar en el patio de la granja cuando nuestros ojos cayeron sobre algo que no estaba allí aquella mañana. Junto al sendero, que iba desde el patio a la puerta de entrada, alguien había levantado una cerca nueva. Era resistente y estaba recta, y los cables resplandecían en la penumbra del atardecer.
—¿De dónde cojones ha salido esto? —dijo Richie.
Tam golpeó el suelo con los pies.
—¡Aquí han estado los Hall Brothers! —gritó.
—No lo sabes seguro —contesté, pero sospeché que tenía razón.
—Apuesto lo que sea a que han sido ellos —afirmó—. Vamos a echar una ojeada.
Nos apeamos de la camioneta y examinamos la misteriosa cerca. Era un trabajo elegante, con clase. El estilo era distinto del nuestro: ellos habían usado una alambrada de acero templado en lugar de alambres altamente tensionados. Además, los postes eran redondos, mientras que nosotros siempre trabajábamos con postes cuadrados. Sin embargo, no le encontrábamos defecto alguno a la cerca. Estaba perfectamente alineada, los alambres estaban tensos y los postes se mantenían seguros en el suelo.
—Fijaos en esto —dijo Richie.
Había dado con una etiqueta metálica sujeta a uno de los postes, que tenía una inscripción grabada: HALL BROS.
Ahora sí lo sabíamos.