Siguió otra mano, que le agarró del pelo. Yo subí mi ventanilla.
—Un movimiento en falso y te arranco la jodida cabeza —dijo una voz en la oscuridad.
Richie se quedó completamente quieto. Las dos manos retorcieron poco a poco su cabeza hacia la ventanilla, obligándole a mirar hacia fuera.
—Oh, hola, míster Finlayson —dijo—. ¿Todavía no se ha levantado Tam?
—¿Y quién pregunta por él? —dijo la voz.
—Soy yo, Rich.
Las manos soltaron a Richie, y al momento siguiente míster Finlayson metió la cabeza por la ventanilla.
—¿Cómo está usted? —dijo.
—Bien —murmuré yo.
—Me alegra oírlo —contestó él.
—Un bonito campo de golf tiene usted aquí —añadí.
—¿Cómo sabe eso? —preguntó.
—Perdone.
—¿Que perdone qué?
—No… nada —dije yo.
—¿Todavía no se ha levantado Tam? —insistió Richie.
—Iré a ver; esperen aquí. —Míster Finlayson se perdió en la noche.
—¿Qué quería decir? —pregunté.
—Todavía es de noche —señaló Richie.
Miramos el contorno de la casa. En cualquier momento aparecería luz en una de las ventanas. Luego Tam saldría y nos podríamos marchar. O eso pensé yo, en cualquier caso. Sin embargo, no pasó nada. No hubo señal alguna de movimiento, y también había desaparecido el padre de Tam. Me pregunté qué hacía rondando por el exterior de la casa a aquellas horas de la mañana, a oscuras.
—Venga, Tam —murmuré.
La casa siguió en silencio. Empezaba a estar harto de aquello y volví a tocar el claxon. Cuando el sonido se desvanecía, de repente mi puerta se abrió y apareció una cara gritando:
—¡¡RAAAAH!!
Por el rabillo del ojo observé que Richie daba un salto en el asiento.
—¡Os tengo! —gritó Tam—. ¡Os tengo a los dos! ¡¡RAAAAH!!
—Que te den por el culo —soltó Richie.
Se movió para dejar sitio a Tam a su lado.
—Siento el retraso —dijo Tam—. Me he pasado toda la noche haciéndomelo con Morag Paterson.
Richie pareció impresionado.
—¿De verdad?
Tam le sonrió descaradamente.
—Claro que de verdad, joder.
—Entonces ¿todavía está dentro de la casa? —pregunté yo.
—¿Qué? Bueno, no… —contestó Tam—. En realidad, no.
Después de todas estas vueltas para recoger a Tam y Richie, teníamos que volver al depósito de la empresa y coger la caravana.
—¿Traéis comida y todo eso? —pregunté, cuando salíamos del campo de golf.
—No —contestaron los dos.
—¿Habéis desayunado?
—Yo he tomado un té —dijo Richie.
Todavía era de noche cuando volvimos al depósito y todo el lugar estaba en silencio. Nos convenía largarnos lo más rápido que pudiéramos. Donald vivía en las instalaciones y ocupaba la casa del final del patio. Aunque no había luces encendidas, sin duda estaba despierto, escuchando nuestros movimientos. Si nos demorábamos demasiado con nuestros preparativos, había muchas probabilidades de que saliera a preguntarnos a qué se debía el retraso. La sola idea de que Donald pudiera aparecer de repente, hizo que Tam y Richie se movieran con algo más de prisa. Resultó que la caravana era especialmente difícil de enganchar en la barra de atrás. £1 mecanismo de sujeción parecía haberse oxidado y estaba atascado desde la última vez que lo usaron. Sólo después de prolongados esfuerzos en la oscuridad, en que cada uno de nosotros estuvo dando órdenes apresuradas en voz baja a los otros, conseguimos engancharla por fin.
—A propósito —le dije tranquilamente a Tam—. Ayer me dijiste que habías revisado la caravana.
—Y la revisé —contestó él.
—Entonces ¿por qué estaban deshinchadas dos ruedas?
Dio una vuelta y apretó la bota contra los neumáticos.
—En mi opinión están bien —anunció.
Después de lo que parecieron siglos, por fin nos fuimos. Calculé que tardaríamos unas diez horas en llegar a nuestro destino, antes de que cayera la noche, como exigía míster Perkins. Sonaba a mucho tiempo, pero había varios cientos de kilómetros que hacer, y tendríamos que coger carreteras secundarias con una caravana a remolque. Debíamos ir a una media de sesenta y cinco kilómetros por hora. En principio no parecía mucho, pero poco a poco empecé a darme cuenta de que era un objetivo casi inalcanzable. Se había hecho de día mucho antes de que yo lo quisiera admitir y apagase los faros. Nuestra partida supuestamente tan tempranera no había sido tal, y aquel viejo cacharro de caravana que remolcábamos no nos iba a ayudar a recuperar el tiempo. Con todo, empezamos el viaje bastante bien. Yo sabía que no pasaría mucho tiempo antes de que uno de ellos recordara que no había desayunado, y los dos se pusieran a hablar de parar en algún sitio a tomar algo. De momento, sin embargo, parecían contentos con fumar los pitillos de Richie. Y así fue como llegamos a discutir sobre los desperdicios. Tam dijo:
—¿Tienes un cigarrillo, Rich?
Y Richie realizó el ritual con el paquete de pitillos del bolsillo de su camisa y el encendedor de los vaqueros. Tuvo problemas especiales para sacar el encendedor mientras estaba sentado, encajado entre Tam y yo, y se retorció mientras trataba de sacarlo, golpeándome el codo varias veces. Eran los dos últimos cigarrillos del paquete, de modo que a continuación Tam lo tiró por la ventanilla.
Yo dije:
—No se debe tirar basura, ya lo sabes.
—¿Por qué no? —preguntó Tam.
—Bueno —contesté—, está mal, ¿no? Estropea el campo y todo eso.
—Ya está lleno de mierda, ¿no lo ves? —soltó él.
—No, no lo está —repliqué—. No se puede andar tirando basura por todas partes.
—Se puede si a uno le da la gana —dijo Tam—. Todo eso sobre la basura sólo son gilipolleces inglesas y… —Se quedó sin palabras, y luego empezó de nuevo—. Esto es Escocia. Estamos en Escocia y esas montañas llevan millones de años ahí. Les da igual otro paquete de tabaco más, joder. Eso sólo son gilipolleces inglesas, joder.
—Tienes razón —terció Richie.
—Sí… eso parece —dije yo.
No veía ninguna montaña.
Algo después pasamos delante del cartel que daba la bienvenida a Escocia si se venía en el otro sentido.
—¿Adónde vamos? —preguntó Tam.
—Échale un vistazo a la carpeta —contesté yo.
Donald siempre nos daba una carpeta que teníamos que llevar a cada encargo, y el día anterior había preparado una que contenía los detalles sobre míster Perkins. Estaba en el estante metálico de debajo del salpicadero. Dentro había una dirección, un plano de carreteras, un inventario (lo que necesitábamos para construir la cerca del míster Perkins) y un plano del terreno (donde la debíamos construir). También una fecha de terminación del trabajo. Tam cogió la carpeta y sacó un puñado de papeles, que examinó durante unos momentos.
—¡La hostia! —murmuró, y volvió a meterlos dentro.
Así, con un solo movimiento, Tam transformó los ordenados documentos de Donald en unos papeles arrugados. Después Richie agarró los papeles y los hojeó.
—Upper Bowland —dijo finalmente.
—¿Upper Bowland? —preguntó Tam—. ¿Se llama así el sitio?
—Sí —dijo Richie, volviendo a poner la carpeta en el estante.
Y con eso se calmó su curiosidad. Tam y Richie siguieron sentados tranquilamente uno al lado del otro en el asiento doble corrido del acompañante, mirando la carretera desplegarse delante mientras nos dirigíamos a Inglaterra.
Yo superaba el límite de velocidad permitida al remolcar una caravana, y el sol empezaba a ponerse cuando entramos en la comarca de Hereford y Worcester. Si hubiéramos tenido más tiempo, habríamos podido parar un momento en alguno de los muchos pueblos por los que pasábamos y aprovisionarnos de comida a precio razonable en un supermercado, e incluso echarles una ojeada a los prometedores pub para ulteriores visitas. Pero teníamos prisa. Habíamos ido con prisas el día entero. Pisé a fondo el acelerador de aquella camioneta por todo tipo de autopistas y carreteras nacionales en mi esfuerzo por llegar a Upper Bowland a tiempo. Sólo nos detuvimos una vez, y fue para el almuerzo, unas horas antes. Entonces salió a relucir que Tam había venido sin nada de dinero. De hecho, tenía muy poco de todo. Lo que quedaba de su equipo personal de herramientas para instalar cercas estaba en alguna parte de la parte trasera del vehículo. Aquella mañana nos comunicó que sólo había traído la ropa de trabajo, más otros pantalones vaqueros y sus botas de vaquero, todo ello hecho un amasijo en una pequeña mochila. Richie parecía estar ligeramente mejor equipado, pero ninguno de los dos había pensado en la comida para el tiempo que estuviéramos fuera; y ahora Tam había manifestado que tampoco tenía nada de dinero. Richie dijo que él pagaría el almuerzo de Tam y que no tenía objeciones que poner a subvencionarle en el futuro; lo que me venía bien. Recordé la cantidad de huevos, beicon, salchichas, tomate, judías, patatas fritas y champiñones que consumía Tam, y me pregunté cuánto tiempo podría cumplir Richie con el acuerdo.
En todo caso, de eso ya hacía horas. Ahora marchábamos por una carretera comarcal y se estaba haciendo tarde. Me acerqué a la cuneta y consulté el mapa de Donald.
—Según esto, debemos encontrar un desvío a la derecha —dije.
No es que yo esperara atraer el interés de Tam y Richie. Se habían pasado el viaje entero mirando en silencio por el parabrisas, fumando de vez en cuando y haciendo turnos para echar unas cabezadas a mi lado. No creo que tuvieran la menor idea de qué parte de Inglaterra estábamos recorriendo, ni que eso les importase. A ellos les daba todo igual. No obstante, al acercarse el final del viaje, empezaron a prestar atención otra vez.
Encendí los faros, lo que significaba, claro, que no llegábamos a la hora prevista. Según nos acercábamos, nos pusimos a hablar de míster Perkins. Decidimos que probablemente estaría esperando a la entrada de su terreno en aquel mismo momento, y que cuando llegáramos nos reprocharía haber llegado tarde y no haber hecho el menor esfuerzo por ser puntuales.
—Supongo que ya habrá hablado por teléfono con Donald —dijo Tam.
Sí, nos mostramos de acuerdo todos; probablemente habría hablado.
—¡La madre que los parió! —exclamó Richie.
Justo entonces pasábamos delante de un cartel a la izquierda que decía: «Lower Bowland 5 kilómetros». No hice caso del desvío y continué.
—¡Bowland! —gritó Tam—. Es ahí adonde vamos. ¡Te has pasado el desvío!
—Era Lower Bowland —repliqué yo—. Vamos a Upper Bowland.
—Upper Bowland estará más arriba que Lower Bowland, ¿no? —dijo él.
Richie hizo piña con él.
—Upper Bowland está ahí atrás. Acabamos de pasar por delante del cartel.
—Upper Bowland está a la derecha —insistí, pisando y acelerando.
No apareció ningún desvío a la derecha durante varios kilómetros. Pero seguimos viendo desvíos a Lower Bowland a la izquierda, y todas las veces Tam y Richie señalaban a cuántos kilómetros quedaba. Lower Bowland empezaba a quedar muy atrás y no había indicaciones de giro a la derecha. Yo ya estaba a punto de tirar la toalla, cuando de pronto vi un camino estrecho a la derecha. No había cartel indicador, pero de todos modos giré, y oí que Tam le murmuraba algo a Richie. El camino parecía seguir y seguir para siempre, pero finalmente, con gran alivio para mí, los faros iluminaron un cartel: UPPER BOWLAND.
—Ya estamos —dije—. Deberíais tener más confianza en mí.
—Ha sido suerte —soltó Tam—. Te habías perdido.
Me detuve nada más pasar el cartel. No había nada, ni tienda, ni pub, ni casas; sólo la entrada de una granja.
—Por fin; hola —sonó una voz en la penumbra.
—¿Míster Perkins? —dije.
—Sí, veo que nos han encontrado, ¿eh?
—Bueno… sí —contesté.
—Bien, será mejor que se lo enseñe antes de que oscurezca más. Síganme.
Una forma se movió delante de la camioneta y se puso a andar por el camino de la granja. La seguimos, manteniéndola iluminada con los faros. Cuando llegamos a la entrada, nos enseñó dónde podíamos aparcar la caravana y también dónde estaba el grifo exterior. Había una sola luz encendida en la cocina de la granja, por lo que resultaba difícil ver algo con claridad, y no conseguí distinguir bien a míster Perkins. De todos modos, parecía estar perfectamente y hasta el momento no se había quejado de nada.
—Usted no es escocés, ¿verdad? —preguntó.
—No —contesté yo—. La verdad es que no.
—Pero es una empresa escocesa, ¿no? Recurrí a ellos porque dijeron que estaban especializados en cercas de alta tensión.
—Cercas altamente tensionadas —le corregí—. Sí, exacto, a eso nos dedicamos.
—¿Pero usted no es escocés?
—No, lo siento. Estos dos sí lo son; yo no.
—Ya entiendo —dijo.
Tam y Richie estaban en algún punto cercano, entre las sombras. Me fijé en que no habían hablado desde que llegamos, y después de desenganchar la caravana se quedaron por allí sin hacer nada. Necesitaban instrucciones, así que les di algunas.
—¿Podéis instalar la caravana y conectar el gas mientras yo voy con míster Perkins?
Entré un momento en la camioneta para coger la carpeta de Donald. Tardé sólo unos segundos, pero cuando volví a salir míster Perkins estaba a la puerta de la caravana hablando con Tam y Richie. Luego se me acercó.
—¿Hay algo especial que me quiera enseñar? —pregunté.
—Sí, ahí delante —respondió él, precediéndome por el patio y tomando el camino de la granja. Todo estaba a oscuras. La luna, sin embargo, había salido.
Cuando nos habíamos alejado un trecho, míster Perkins dijo:
—Les he preguntado a sus amigos si les apetecía una taza de té, pero creo que ha habido un malentendido.
—¿Qué le han dicho ellos? —pregunté.
—En realidad, nada —contestó.
Anduvimos unos minutos más, y entonces nos detuvimos en lo más alto del camino.
—Ésta es nuestra colina —dijo míster Perkins.
Yo era consciente de que por allí cerca acechaba algo, pero no veía nada.
—Queremos dividirlo en cuatro partes con sus cercas. Para los corderos, ya sabe. Nos vamos a dedicar a las ovejas.
Yo ya sabía todo eso. El día anterior había leído los detalles en la carpeta de Donald.
—¿Hay algo más? —pregunté.
—No, eso es todo —dijo míster Perkins—. Sólo le quería enseñar dónde estaba la colina.
Para esto había tenido que conducir sin parar durante diez horas; para que me enseñasen una colina. Ya había visto en el plano que era la única colina destacable en kilómetros a la redonda. Era una de esas colinas que uno encuentra acá y allá en el campo, levantada por un accidente geológico hacía millones de años y responsable del término paisaje ondulado. Pero míster Perkins evidentemente no me creía capaz de encontrarla solo.
—Muy bien, perfecto. Muchísimas gracias —dije yo, y durante unos momentos me quedé allí con aquel desconocido, al que casi no podía ver, mirando la oscuridad.
—Bueno, ahora será mejor que me vaya —dijo él al fin, y bajamos caminando a la granja.
Cuando pasamos delante de la caravana distinguí dos puntos de luz rojos que se movían dentro en silencio; Tam y Richie fumaban en la oscuridad. Le dije adiós a míster Perkins y él cerró con llave la puerta de la granja antes de alejarse en su coche. Luego, con una sensación de agotamiento, entré en la caravana. Seguramente habíamos olvidado la bombona de gas. Por eso estaban sentados a oscuras.
—Venga —solté—, dadme las malas noticias.
—¿Qué? —dijo Tam.
—Hemos olvidado la bombona de gas, ¿verdad?
—¿De qué hablas? Acabamos de conectarla.
—Entonces ¿no queréis encender la luz? —pregunté.
—Nosotros vamos a salir, ¿tú no?
—¿Adónde vais?
—Al pub.
—Pero si sólo son las cinco y cuarto —señalé.
—Oh… ¿es esa hora?
Sí, sólo eran las cinco y cuarto, y por primera vez me pregunté qué íbamos a hacer de noche si empezaba a oscurecer tan pronto. También me di cuenta de que, al menos por esta noche, iba a tener que compartir algo de mi comida con Tam y Richie. Al día siguiente tendríamos que ir a aprovisionarnos adecuadamente. Entretanto, encendimos las luces de la caravana. Había un tubo fluorescente en un lado, que estaba preparado para recibir la electricidad por un cable que salía por la ventana. Con todo, ese tubo fluorescente zumbaba con tal intensidad cuando lo encendíamos que ni siquiera nos molestamos en traer el cable, y dependíamos únicamente de las luces de gas. Apenas bastaban, pero, a decir verdad, no había mucho que iluminar. La caravana llevaba años siendo usada como casa por los instaladores itinerantes de cercas, y estaba hecha más o menos una ruina. Había una litera en el rincón solicitado por Richie, que ya estaba tumbado en la parte de arriba todavía con las botas de goma puestas, y había dejado su bolsa en la parte de abajo. Por lo visto, me habían asignado la litera de enfrente de la de Richie, mientras que Tam estaba en la que había frente al fregadero. Junto a éste había una cocina de gas, que encendimos para preparar té (aunque no teníamos leche).
Mientras se calentaba el agua dije:
—¿Qué os decía míster Perkins?
—Nos preguntó si queríamos té —contestó Tam.
—¿Y por qué no le habéis dicho que sí? —inquirí—. Habría estado bien. No me habría venido nada mal una taza de té cuando llegamos. Apuesto lo que sea a que tenía leche.
—Supongo que la tendría.
—Entonces ¿por qué no le dijisteis que sí?
—Porque no queríamos incordiar —respondió Tam, echándome una ojeada.
Después de que yo les diera unas judías en lata para cenar, nos estiramos en nuestras literas sin nada que hacer. Richie había traído con él su casete, que intentó hacer funcionar sólo con pilas. Las pilas no eran nuevas y empezaron a fallar en mitad de la cinta de Black Sabbath que había puesto. El sonido de las cintas" de Richie pasando despacio por un casete con pilas casi gastadas se convertiría en una música de fondo familiar durante las semanas siguientes.
—¿Qué otra cosa tienes, aparte de Black Sabbath? —pregunté al cabo de un rato.
Richie rebuscó en su pequeña provisión de casetes.
—Maiden, Motörhead, Saxon.
Pronto llegué a Ta conclusión de que Tam estaba en lo cierto. Tendríamos que salir. Eché otra ojeada al mapa de carreteras de Donald. En realidad era una página fotocopiada de un atlas. Donald había señalado la ruta con un rotulador verde. Al final de la línea verde estaba Upper Bowland, que había resultado ser sólo un cartel. Sin embargo, unos kilómetros más allá de la carretera principal el plano indicaba una zona habitada. También las letras p.h. que indicaban un pub. Bueno, en cualquier caso aquello daba esperanzas. Para entonces ya eran las siete de la tarde y sabía que Tam pronto empezaría con lo de ir al pub. Richie estaba en su litera leyendo un libro de bolsillo que había encontrado en una de las taquillas: A Thompson le dan un baño pronto, de A. D. Young.
—¿Adónde vamos a ir? —preguntó Tam.
—Hay un pub a unos siete kilómetros —contesté.
Richie dejó inmediatamente el libro a un lado y saltó de su litera. Se quitó las botas de agua y se puso las de vaquero. Entretanto, en el otro extremo de la caravana, Tam estaba haciendo lo mismo. Un momento después los dos estaban de pie junto a la puerta, mirándome.
—Entonces ya estáis listos, ¿no? —solté.
Cuando me levantaba de la litera y dejaba el plano a un lado, Tam dijo:
—¿Puedes darme un adelanto hasta que nos paguen?
—Ya te dejé algo anoche —respondí—. No lo habrás olvidado, ¿verdad?
—No, no —contestó él—. Pero necesito algo para esta noche.
—Y para comprar comida mañana —añadí yo.
—También para eso —corroboró él.
Así que le presté algo más de dinero. Salimos, y Tam y Richie pasaron su primera noche en un pub inglés. El Queen’s Head se llamaba. No sé lo que esperaban ellos, pero yo sabía exactamente cómo sería. No me sorprendió que sólo hubiera seis personas dentro, y que todas miraran hacia la puerta cuando entramos: primero yo, luego Tam, Richie cerrando el grupo.
—¡Buenas tardes! —gritó el dueño desde detrás de la barra—. Tres pintas, ¿no?
—¿Eh…? vale —contestó Tam.
Richie y yo fuimos a sentarnos a una mesa del rincón y dejamos que Tam pagase las cervezas. Entonces se me ocurrió algo y volví a la barra.
—¿Puede servirlas en vaso? —pregunté.
Tam me miró.
—¿No quieren jarra? —dijo el dueño, volviendo a gritar.
Como yo sospechaba, ya había empezado a servir la cerveza en jarras estriadas con asas.
—No, gracias —dije.
—La mayoría de la gente prefiere jarras —avisó él.
—Vasos, si es que tiene, por favor.
—Como quiera —dijo, cambiando la cerveza a vasos.
Volví y me senté. Momentos después vino Tam con las cervezas.
—Jarras —dijo, con una mueca divertida.
El dueño no pareció oírle.
—¿Dónde está la gente? —inquirió Richie.
—Demasiado pronto —expliqué yo—. Habrá algunos clientes más hacia las diez.
—Entonces, ¿a qué hora cierran?
—A las once.
—¿Qué?
—Tenéis suerte. Solían cerrar a las diez y media.
—Hay que joderse —soltó Tam.
Así que allí estábamos sentados, en la mesa del rincón, mientras los del pueblo jugaban a los dardos y sin duda se preguntaban quiénes éramos.
Por la mañana miré fuera por la ventanilla de la caravana y vi nuestro futuro apilado al otro lado del corral.
—Fijaos en eso —dije.
Tam y Richie, medio dormidos, se apoyaron en los codos y atisbaron por un lado de las andrajosas cortinas. £1 material para la cerca lo habían traído en camión unos días antes de que llegáramos, y todos los postes y los rollos de alambrada estaban allí en un enorme y desordenado montón.
—Hay que joderse —dijo Tam—. Vamos a estar aquí toda la vida.
Parecía como si el conductor del camión se hubiera limitado a entrar en el patio y soltar toda la carga. Había postesguía, postes en punta y puntales, todo mezclado. Era raro que míster Perkins no hubiera dicho nada. A lo mejor creía que lo normal era limitarse a descargar todo el material así. Donald se habría cabreado de haberlo visto. No era su modo de hacer las cosas, en absoluto.
Nos sentamos en nuestras respectivas literas tomando té (sin leche) y pensando en ponernos a trabajar.
Decidimos que Tam y yo ordenaríamos todo el material mientras mandábamos a Richie a comprar cosas de comer. Estaba claro que yo debía desoír unilateralmente la prohibición de Donald de que condujera Richie si queríamos hacer algo.
Hacia las diez Tam y yo habíamos hecho varias incursiones en el montón y éste empezaba a tener un aspecto más ordenado, como le gustaba a Donald. Paramos a tomar una taza de té. Con un poco de suerte, 'Richie estaría de vuelta en cualquier momento con algo de leche para añadir. No apareció. Volvimos al trabajo, y caí en la cuenta de que continuamente estábamos prestando atención al posible sonido de la camioneta acercándose desde la lejanía. Tam, entretanto, iba y venía desde la cancela para mirar el camino que llevaba a la carretera principal.
—¿Dónde crees que estará Rich? —decía sin cesar.
Noté que aquello estaba afectando a su trabajo. Tenía que lanzarme postes del montón para que yo los agarrase, pero su atención empezaba a dispersarse. Yo había cometido el grave error de separar a Tam y Richie. Sólo era por breve tiempo, pero advertí que Tam no iba a ser capaz de funcionar normalmente hasta que volviera Richie. Además, necesitábamos la camioneta para transportar el material hasta el pie de la colina. Se suponía que ese trabajo de ordenar lo del patio en realidad sólo iba a ser «para hacer boca», para meternos en harina, un trabajo de un par de horas en el exterior. Si Richie no volvía pronto, perderíamos el día. Habíamos llegado al punto de que era inútil atenernos al plan de Donald, cuando al fin apareció.
—Has tardado mucho —dije, cuando se apeó de la camioneta.
—Ya lo sé —contestó—. No encontraba ninguna tienda.
—¿No había una, cerca de aquel pub?
—He ido en la otra dirección.
La sensación de agotamiento volvía otra vez.
—Pero en la otra dirección no había tiendas —dije yo—. Es por donde vinimos ayer.
—Ya lo sé —dijo él—. Han sido muchos kilómetros.
—Y al final, ¿qué has hecho?
—Volver.
Hubo una pausa.
—¿Cómo?… ¿No has traído nada?
—No.
Había poco más que decir al respecto, de modo que cargamos la camioneta de postes y alambre y subimos a la colina. Era un sitio sin árboles, cubierto por una capa de césped y poblado de ovejas, que ramoneaban acá y allá. Míster Perkins quería que lo dividiéramos en cuatro partes, de modo que el aspecto final pareciera un pan con cuatro cuernos. Por tanto, lo primero que teníamos que hacer era dividirlo en dos. Donald había hecho un plan de trabajo, y pusimos unas estacas en el suelo que indicaban dónde empezaban y terminaban las cercas.
La primera cerca se extendería por la cima de la colina y necesitaba un posteguía en cada extremo. Les indiqué a Tam y Richie el trabajo que tenía que hacer cada uno. Luego cogí la lista de la compra y fui en busca de provisiones para ellos. Como esperaba, encontré una tienda a unos ciento cincuenta metros del Queen’s Head. El viaje me llevó treinta y cinco minutos en total, tiempo de sobra para que Tam y Richie hubieran puesto los postes en el suelo.
Aparqué al pie de la colina y, rodeándola, me dirigí hacia el lado de Tam. Había medio agujero cavado, pero Tam no estaba. Me encaminé al lado de Richie. Los dos estaban de pie fumando un pitillo junto al poste de éste, que estaba terminando.
—Sólo he venido a pedirle un cigarrillo a Rich —dijo Tam, cuando me acerqué.
En aquel momento se me ocurrió que probablemente íbamos a estar en Upper Bowland un pelín más de lo que Donald había previsto.
Todas las cercas tenían que estar rectas. Ésa era nuestra misión. Donald las había dibujado como líneas rectas en su croquis: en consecuencia, también tenían que estar rectas en la vida real, incluidas las cercas que iban por la cima de la colina. Una vez que estuvieron listos dos postesguía, lo siguiente que había que hacer era tender un alambre entre ellos. Eso nos proporcionaría una línea recta a partir de la cual trabajar. Queríamos dividir en dos la cima de modo perfecto, así que le pedí a Tam que fuera y se quedara quieto en la cima para servir de punto de referencia. Luego Richie cargó un rollo de alambre en un aparato para desenrollarlo, y nos pusimos a tender el primer tramo. Ese aparato para desenrollar el alambre parecía un molino de viento. Giraba lentamente mientras Richie iba subiendo la colina, tirando del alambre detrás de él. Yo me quedé para prevenir posibles enganches, algo que requería gran paciencia. Cada rollo contenía cuatrocientos metros de alambre, y yo no esperaba que se desplazase con excesiva rapidez. Estaba completamente satisfecho al observar su progreso mientras el rollo se desenrollaba de modo constante. Cuando se acercaba a la cima donde estaba Tam, empezó a flaquear. El aparato para desenrollar el alambre cada vez giraba más despacio y, cuando llegó junto a Tam, se detuvo por completo.
Esperé.
Estaban discutiendo algo. Me pregunté de qué estarían hablando mis dos colegas en el otro extremo del alambre. ¿Tramando mi derrocamiento? Probablemente no. «¿Tienes un cigarrillo, Rich?» Sí, eso sí.
Un momento más y el aparato para desenrollar se volvió a mover mientras Rich superaba la cima de la loma y desaparecía de mi vista. El aparato giraba constantemente, y ganó poco a poco velocidad cuando inició el descenso e intervino la gravedad. Pronto estuvo girando como un tiovivo, lo que significaba que Richie había echado a correr al bajar por la otra ladera de la colina; yo confiaba en que el alambre quedara fijo y le sujetara, evitando que Rich se rompiera la crisma. De repente el rollo terminó y vi que el extremo final subía serpenteando colina arriba. El aparato para desenrollar el alambre giró en silencio hasta detenerse. Supuse que Richie había llegado a salvo a la parte baja. Entonces cargué otro rollo en el aparato y me puse a tirar del nuevo rollo detrás de mí. Encontré el final del rollo de Richie a medio camino de la colina y lo sujeté al mío con un nudo especial de los instaladores de cercas. Ya teníamos una línea continua de alambre que cruzaba la cima de la colina. En cuanto estuviera segura en el extremo de Rich, yo podría tensarla y tendríamos la línea recta. Eché una ojeada a Tam. ¿Veía él a Richie desde donde estaba? Seguramente no. Tenía que cruzar la cima de la colina para poder echar un vistazo, pero no parecía que eso se le hubiera ocurrido. Sólo miraba al vacío. Grité para atraer su atención, pero mi voz no llegaba tan lejos. Este problema de comunicación a lo largo de la cerca no era nuevo. Donald había considerado la posibilidad de proporcionarles walkie-talkies a los equipos para contribuir a hacer más eficiente el avance, pero luego decidió que «se abusaría» de ellos y abandonó la idea. Yo había perdido la cuenta de las veces que estuve en el extremo de una cerca tratando de transmitirle instrucciones a la persona del otro extremo. Tener una colina entre Richie y yo dificultaba las cosas.
Supongo que en realidad era culpa mía. Debería habérseme ocurrido establecer una especie de señal antes de empezar.
Me pregunté qué estaría mirando Tam. Puede que nada. A lo mejor estaba allí quieto mientras tenía la mente ocupada en otra cosa. Entretanto, yo no tenía ni idea de si Richie había fijado el alambre al otro extremo.
—¡Tam! —grité lo más alto que pude.
Ninguna respuesta.
—¡Tam! —insistí—. ¿Estás sordo o qué? Joder.
Esta vez se volvió hacia mí. Me encogí de hombros, en un gesto que significaba «¿qué pasa?».
Él se encogió de hombros a su vez. ¿Qué significaba eso? Lo único que yo quería era que fuera a echarle una ojeada a Richie, volviera y me hiciese una señal. No obstante, seguía sin moverse de donde estaba. Hice gesto de señalar. Él, aparte de encogerse de hombros otra vez, siguió sin moverse. Yo me resistía a subir la colina estando él allí. Era derrochar energías. Todos íbamos a tener que subir y bajar aquella colina unas cuantas veces antes de terminar con el trabajo. Tendríamos que llevar a mano todos los postes puntiagudos que formaban la estructura principal de la cerca porque el terreno era demasiado empinado para la camioneta. Luego estaba el resto de los alambres, que habría que llevar a cuestas para fijarlos a los postes. Sería un ir y venir constante, y no le encontraba sentido a que yo tuviera que subir la colina para preguntarle a Richie qué estaba haciendo. Tampoco quería decirle a Tam que bajase: él tenía que seguir vigilando el alambre mientras se tensaba para asegurarse de que no se enganchaba en ningún sitio y quedaba recto.
Volví a agitar la mano. ¡Ajá! A Tam se le había ocurrido algo por fin, y empezó a alejarse de mí por la otra ladera de la colina. Esperé unos minutos mientras estaba fuera de mi vista. Pensé que enseguida volvería y me haría una señal de que todo iba bien. Seguí esperando. Tam no volvió.
Finalmente, decidí rodear el pie de la colina para ver si el extremo de Richie estaba listo. Cuando llegué allí lo cierto es que no me sorprendió averiguar que se había ido.
Era culpa mía otra vez. Yo era el encargado, así que debería haberlo organizado mejor. Miré ladera arriba, pero tampoco vi ni rastro de Tam.
Parecía un buen momento para dar por terminada la jornada. En cualquier caso, la luz se iba extinguiendo. Cuando llegué a la caravana ya estaba oscuro. Los dos ya estaban sentados dentro, invisibles a no ser por el resplandor de sus pitillos.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—¿Con qué? —dijo Richie.
—No habéis encendido las luces.
—Ah, eso —contestó él—. Nos da igual.
Hablamos de volver al Queen’s Head aquella noche. La noche anterior, como yo había anunciado, el pub no había empezado a llenarse hasta las diez y media. Los clientes habían sido principalmente tíos, pero justo antes de la hora de cerrar aparecieron dos tías jóvenes. Por el modo en que las saludaron al entrar, evidentemente eran unas chicas del pueblo. No se fijaron en nosotros ni por asomo. Sin embargo, Tam y Richie decidieron que «nosotros» temamos «posibilidades», de modo que en el futuro sería en el Queen’s Head donde pararíamos.
—Una pena que la cerveza sea tan floja —dijo Richie.
—Floja —repitió Tam, mirándome—. Hecha por unos cantamañanas.
Antes de salir aquella tarde, quería afeitarme. Llené el cazo eléctrico con agua del grifo de fuera y la puse a calentar. Afeitarse era uno de los coñazos por los que se tiene que pasar cuando se anda por ahí instalando cercas. No habría sido demasiado complicado si hubiéramos estado en una granja donde tuvieran vacas. Siempre había mucha agua caliente disponible en las granjas lecheras: era algo relacionado con la higiene. Las ovejas, sin embargo, eran diferentes. A los animales los dejaban a su aire la mayor parte del tiempo, y algunos granjeros como míster Perkins ni siquiera vivían en el mismo sitio. Lo único que había era agua fría del grifo, y si alguien quería lavarse y afeitarse tenía que calentarla por su cuenta. Tam y Richie no parecían muy propensos a lavarse, por lo menos no los días de entre semana. Pronto se hartaron de esperar mientras yo me afeitaba, porque el retraso significaba que todavía no se podían ir.
—¿Cuánto vas a tardar? —preguntó Richie, mientras yo vertía el agua caliente en un cubo.
—Diez o quince minutos —contesté. Él gruñó y se estiró con su ejemplar de A Thompson le dan un baño pronto para leer un poco.
Entretanto, Tam no tenía nada que hacer.
—¿Por qué no limpias eso? —sugerí yo, haciendo un gesto con la cabeza hacia unas judías estofadas que llevaban en el suelo desde la noche anterior. Estaban allí porque el abrelatas que venía con la caravana estaba estropeado. Richie había intentado abrir unas judías y el abrelatas quedó atascado en la tapa de la lata a medio abrir y se negó a seguir. En este punto, Tam se hizo cargo de la operación y sacó el contenido con su escoplo. Algunas judías, sin embargo, se habían ido al suelo. Cuando fui a la tienda, les pregunté a Tam y Richie si querían participar en la compra de un abrelatas nuevo pagando una tercera parte cada uno. Los dos respondieron que no, de modo que compré uno para mí solo y lo guardé en mi taquilla. En mi taquilla también había un plato, una taza, un tenedor y un cuchillo que yo fregaba aparte y mantenía separados de los suyos. Ya estábamos en nuestro segundo día en la caravana y era evidente que ni Tam ni Richie iban a fregar nada. Todos los demás platos, sartenes y cubiertos ya se habían usado y ahora estaban amontonados en el fregadero, el cual, por cierto, no tenía tapón. Tam dijo que era «patético» que yo fregara mis cosas y no las suyas. Esa misma tarde, me había pedido prestado el abrelatas nuevo. Cuando me negué se limitó a recurrir nuevamente a su escoplo. Yo comprendía que debía mantenerme firme con respecto al abrelatas o me arriesgaba a perder autoridad con Tam y Richie.
Ahora Tam se había quedado quieto mirando las judías. Se libró de ellas abriendo la puerta y echándolas fuera con la bota. Luego se volvió a sentar y me miró mientras terminaba de afeitarme, en tanto Richie seguía tumbado en su litera y leía A Thompson le dan un baño pronto. Cuando estuve listo, salimos.
El dueño del Queen’s Head pareció encantado de vernos.
—Os gusta mi cerveza, ¿verdad, muchachos? —gritó, cuando entramos.
—Es buena —alcanzó a decir Richie.
Las escasas personas de la barra parecían más o menos las mismas que la tarde anterior. No estaban las chicas, pero era temprano, de modo que nos sentamos en nuestro rincón y esperamos que pasara el tiempo. Cuando Tam llevó a la mesa la segunda ronda de cervezas, el dueño decidió que era el momento de hacer averiguaciones sobre los desconocidos. Se dirigió a Tam, que acababa de llevar un vaso lleno hasta nuestra mesa y volvía a la barra por los otros dos.
—Entonces… —dijo, mirando atento la cerveza que caía en el último vaso—. ¿Qué os trae por aquí, muchachos?
—Ponemos una cerca en Bowland —volvió a decir Tam. Pasaron unos cuantos segundos. Por la cara del dueño, yo veía que aún no le había entendido. El momento más complicado sería cuando tuviera que preguntar por tercera vez. Curiosamente, tampoco los otros que estaban de pie junto a la barra parecían haber entendido lo que decía Tam, aunque todos prestaban atención. Debía de tener algo que ver con su acento. Yo ya me había acostumbrado, pues había pasado mucho tiempo con él y Richie, pero en este momento podría estar hablando perfectamente en otro idioma. Por su parte, Tam no contribuía a aclarar la cosa al limitarse a repetir todas las veces «ponemos una cerca en Bowland». No resultaba nada claro, pero, vamos a ver, ¿por qué tenía que resultar claro? Él no había venido al pub para pasar la tarde sometido a un interrogatorio. Sin embargo, allí estaba, de pie junto a la barra, con una pinta en cada mano y todos los ojos clavados en él. No era una situación demasiado cómoda.
El dueño probó otra vez.
—Perdona, todavía no te he entendido.
—Estamos instalando una cerca en Bowland —contestó Tam, alzando la voz, y por fin le entendieron.
—Ah, claro, estáis instalando una cerca por aquí, ¿verdad? —dijo el dueño.
Hubo un murmullo. Y luego una especie de silencio distinto cayó sobre el local. Sólo fue un momento, poco más del necesario para que se notara, pero allí estaba. Los del pueblo parecieron echarse hacia atrás, aunque sólo ligeramente. Uno de ellos estaba sentado en un taburete junto a la barra, y al fin habló.
—Aquí todas las cercas las instalan los Hall Brothers.
Fue todo lo que dijo, pero con aquellas pocas palabras volvimos a convertirnos en unos intrusos. Cuando el silencio se desvaneció, Tam volvió a reunirse conmigo y con Richie. Puso nuestros vasos en la mesa y se sentó de espaldas a la barra.
—¿Qué pretendía dar a entender con eso? —preguntó.
—Nada —contesté yo—. No le hagas caso.
—¿Quién cojones son esos Hall Brothers?
—¿Cómo lo voy a saber yo? —dije—. Déjalo correr.
Y durante el tiempo que siguió, por lo visto lo dejó correr. Tomamos unas cuentas cervezas más y luego, cuando se hizo evidente que las mujeres no iban a aparecer, nos marchamos.
Cuando salíamos el dueño dijo:
—Buenas noches.
Nadie más dijo nada.