Tam miró a míster McCrindle y luego se volvió hacia mí.
—No pretendía hacer eso —dijo.
—Ya lo sé —contesté.
—No debería haber seguido fisgando.
—Eso ahora no importa.
Cualquier observador alejado de la escena probablemente habría supuesto que las tres personas paradas junto a la cerca nueva mantenían una profunda conversación sobre algo. De hecho, sólo dos participaban.
—¿Qué crees que estaba diciendo?
—Ni idea —dijo Tam—. A lo mejor era «buen trabajo, chicos».
—O «bien tensa la de abajo» —sugerí yo—. No pillé lo último.
Aquel día soplaba un poco de brisa. Ésta agitó una hilera de árboles cercana e hizo que míster McCrindle se balanceara ligeramente mientras seguía apoyado en la alambrada.
Tam se estremeció y se subió la cremallera de su pluma sin mangas.
—Ahí viene Rich —indicó.
Seguimos con la vista a Richie, que subía poco a poco el campo en dirección a nosotros, echando una ojeada de vez en cuando a la cerca.
—El alambre de arriba todavía está poco tenso —explicó cuando llegó junto a nosotros, y luego añadió—: Ah, hola, míster McCrindle.
Como no obtuvo respuesta, se volvió y me hizo un gesto de extrañeza.
—Tam acaba de matar accidentalmente a míster McCrindle —expliqué.
—Oh… vaya… Oh —dijo él, y volvió a mirar a míster McCrindle.
—Debe de haber venido a ver si esto evitaría que se le escaparan las vacas —apuntó Tam.
Nos llevamos a míster McCrindle de allí y lo apoyamos en la camioneta para poder terminar adecuadamente con la cerca. Tam enganchó el alambre de arriba y lo sujetó al poste. Reparé en que esa vez no lo tensó tan rápido como antes.
Cuando terminó, los tres nos quedamos mirando la nueva cerca y sus alambres, que brillaban a la fría luz de la tarde.
Al cabo de un largo silencio Richie inquirió:
—¿Qué vamos a hacer con míster McCrindle?
—Bueno —contesté yo—, lo mejor será que lo enterremos, supongo.
Ésta era mi decisión más importante como encargado. Entre las herramientas de la caja de la camioneta había un aparato para cavar hoyos. Estaba hecho con un par de palas de mango largo unidas por el centro para formar una especie de tenaza. Los postes guía que sujetaban una cerca en cada extremo tenían que clavarse en unos agujeros profundos y estrechos, y esta herramienta era perfecta para el trabajo. Si cavábamos un hoyo un poco más profundo y más ancho de lo habitual, habría sitio de sobra para míster McCrindle.
—Deja que cave Richie —dijo Tam—. Es el mejor.
Con una huidiza mirada de concentración en la cara, Richie hizo un corte en la superficie, levantó tepes de hierba y los dejó a un lado. Luego empezó a trabajar en el suelo de debajo. Cada excavación consistía en los mismos movimientos básicos. Hundía la herramienta en el fondo del agujero, movía los mangos para formar una mordaza, y a continuación los cerraba y sacaba la tierra, que depositaba en una pila a su lado.
Me fijé en que Richie estaba trabajando mucho más deprisa de lo que sería normal en este tipo de trabajo.
—Tómatelo con un poco más de calma —le advertí—. Te vas a agotar.
Descansó un momento, pero pronto volvió a apresurarse. No había quien lo parase y rápidamente llegó a una capa más profunda. Cuanto más se hundía el aparato de cavar, más tenía él que hundirse en el agujero, hasta que finalmente agarraba los mangos con los brazos extendidos a todo lo largo y no podía estirarse más. Era lo más que podía alcanzar Richie, de modo que se detuvo y se enderezó.
—Ya está —dijo.
Tam y yo cogimos a míster McCrindle y lo metimos en el agujero, introduciendo primero los pies. Decidimos dejarle puesta la gorra.
Richie empezó a echarle paladas de tierra encima cuando Tam hizo una sugerencia.
—¿Por qué no ponemos también un poste para que parezca más realista?
—No llevamos postes de sobra —objeté.
—Hay uno caído en esa zanja —contestó.
—¿Qué hace ahí?
—Nos sobró uno cuando instalamos la cerca, de modo que lo tiramos a la zanja.
—Pero lo previsto es que al final de cada trabajo nos llevemos los postes que sobren. Donald lleva la cuenta de todo lo que se usa, ya sabéis.
Tam se encogió de hombros.
—¿Por qué no lo recuperaste?
—No quise molestarme.
Consideré su idea.
—¿No quedaría un poco raro un poste ahí plantado él solo?
—No del todo —respondió—. Podría venir alguien y abrir una portilla ahí algún día.
—¿Quién?
—Y yo qué sé… alguien.
Cuando pensé en ello, reconocí que probablemente él estaba en lo cierto. En el campo había muchos postes que parecían estar allí sin ninguna utilidad aparente. Algunos llevaban muchos años esperando a que fijaran en ellos una puerta medio olvidada. Otros iniciaron la vida como postes guía de cercas que, por una razón o por otra, nunca se terminaron. Ese poste que sobraba se uniría al grupo.
Así que lo sacamos de la zanja donde estaba y lo pusimos en el agujero junto con míster McCrindle. Luego echamos de nuevo la tierra y la apretamos. Tam era muy cuidadoso y volvió a colocar los tepes, prensándolos con la bota. El trabajo terminado quedaba muy bien. Cuando nos erguimos parecía un poste normal. De hedió, a lo mejor algún día venía alguien y colgaba una puerta de él.
Tam descansó la mano en el poste.
—Cosas así tienen que pasar de vez en cuando —dijo.
Después de eso no quedaba nada que hacer, conque metimos todas las herramientas en la parte de atrás de la camioneta y nos dispusimos a irnos. La luz ya había empezado a extinguirse. Mientras caía la oscuridad, los árboles se agitaron y la creciente brisa se puso a cantar en los alambres de la cerca.
Camino de casa se me ocurrió una idea.
—Estaba muerto, ¿verdad?
—Claro que lo estaba —dijo Richie.
—¿Qué va a pasar con sus vacas?
—Estarán bien.
Llegó el momento de ir a Inglaterra. El equipo 3 se marchaba el martes a las ocho de la mañana, y Robert fue el encargado de darnos oficialmente la noticia. Llevé a Tam y Richie a su despacho para que pudiera soltarnos un breve discurso.
—Hasta hoy habéis realizado todo el trabajo en casa —empezó—. Sin embargo, eso no significa que se establezca ningún tipo de precedente. Las fuerzas del mercado no reconocen los límites feudales, y si los contratos surgen muy lejos, es evidente que Mahoma debe ir a la montaña. También debéis tener en cuenta que construir una cerca es una práctica que combina lo social con lo técnico…
Mientras Robert seguía en ese plan, Tam y Richie estaban de pie junto a la puerta. Parecían incómodos y asentían con la cabeza cada vez que él hacía una pausa. Yo paseé la vista por la habitación y me pregunté qué haría Robert allí el día entero. Tenía una silla y un escritorio, pero ningún fichero; tampoco teléfono. Nada que lo mantuviera ocupado. En la esquina había una mesita baja, debajo de la cual estaba tumbado Ralph indiferente ante lo que pasaba. Entretanto, en el despacho de al lado alguien tecleaba irregularmente una máquina de escribir. Yo siempre había encontrado un poco raro que no hubiera una puerta de comunicación entre Donald y Robert, ni siquiera una ventanilla, de modo que para establecer contacto entre ellos tenían que salir fuera, al patio, y entrar por la puerta del otro.
Pronto advertí que se había interrumpido el tecleo. Luego oí pasos detrás del tabique de separación. Era evidente que Donald estaba escuchando lo que se decía. Robert había vuelto al asunto de los futuros progresos en la instalación de cercamientos.
—Las cercas de alta tensión son el siguiente adelanto —estaba diciendo—. El futuro de la empresa depende de eso.
De hecho, Robert nunca había conseguido quedarse con el término altamente tensionadas, que prefería Donald para las cercas corrientes, y seguía utilizando el original de cercas de alta tensión. Por ese motivo no sonaba muy convincente. Sospeché que en el fondo estaba en contra de los adelantos técnicos y prefería secretamente las tradicionales cercas de toda la vida. Puede que Donald también lo sospechase.
Mientras yo estaba allí de pie haciendo todas estas consideraciones, tomé de pronto conciencia de que Robert había terminado su perorata y ahora estaba sentado detrás de su escritorio sonriendo vagamente.
—Bien, gracias por haber venido —dijo.
Nosotros respondimos que muy bien y los tres salimos juntos. Cuando lo hicimos, volvió a empezar el tecleo en el despacho de al lado.
La camioneta estaba aparcada al otro lado del patio, de modo que nos subimos y fui marcha atrás hasta el depósito de material.
—¿Tienes un cigarrillo? —dijo Tam.
Y Richie sacó el paquete de pitillos del bolsillo de su camisa y extrajo el encendedor de los vaqueros. Nos quedamos un rato allí sentados mientras ellos fumaban en silencio, y luego por fin Tam habló.
—¿De qué cojones estaba hablando Robert? —preguntó.
Ese mismo día, pero más temprano, yo había visto a Donald a solas para recibir instrucciones. Teníamos que hacer los preparativos para una larga estancia lejos de casa. Según el plan, estaríamos fuera todo lo que durase el contrato.
—Sólo son unas semanas —dijo—. Luego volverás.
La empresa tenía una caravana para ese tipo de trabajos. Era un vehículo azul y blanco, con capacidad para acomodar a cuatro personas, y estaba aparcado a la vuelta del depósito de la madera. Pedí a Tam que fuera a revisar la caravana mientras Richie y yo elegíamos las herramientas y el material que necesitaríamos. Volvió cinco minutos después.
—Vale, ya la he revisado —dijo.
—Caramba; muy bien. Ha sido rápido.
—Entonces, ¿he terminado por hoy? —preguntó.
—Eso parece —contesté—. Nos veremos mañana. A las ocho en punto.
Un poco después de que Tam se marchara se me ocurrió echar un vistazo a la caravana. Estaba parada en mitad de un enorme macizo de ortigas, y dos neumáticos estaban deshinchados. Me las arreglé para abrir la puerta y eché una ojeada dentro. Era un auténtico vertedero. Había taquillas abiertas, colchones vueltos del revés y una botella de leche cortada en el fregadero. Iba a ser nuestra casa durante las siguientes semanas. Salí y me dirigí a Richie.
—Mira esto —dije—. ¿No ha dicho Tam que la había revisado?
—Probablemente lo ha hecho.
Tardamos los dos más de una hora en hinchar los neumáticos y conseguir que el interior de la caravana fuera habitable. Para entonces el interés de Richie empezaba a flaquear, de modo que decidí ocuparme del resto del material yo solo. Unos minutos después de que se hubiera ido, Donald salió de la oficina.
—¿A qué hora les has dicho a Tam y Richie que vinieran mañana?
—A las ocho —contesté—. Eran tus instrucciones.
—Bueno, pues hay un cambio de planes. Acabo de hablar por teléfono con míster Perkins, y quiere que estéis allí antes de que anochezca para así enseñaros el sitio.
Míster Perkins era el cliente inglés.
—¿No me lo puede enseñar a la mañana siguiente? Vamos a llegar después de que anochezca, está a muchos kilómetros.
—Él no va a estar allí —puntualizó Donald—. Vive en otro sitio. Así que tendréis que salir antes.
—¿A qué hora?
—Yo sugiero que a las seis.
—Muy bien, ¿puedo llamar por ese teléfono a Tam y Richie?
—No tienen teléfono.
—¿Qué? ¿Ninguno de los dos?
—No.
—Entonces, ¿qué voy a hacer?
—Sólo tienes que ir a decírselo.
Cuando Donald volvía a su oficina, recordé otra cosa que le quería preguntar.
—A propósito —dije—. Tam parece un poco molesto porque ya no es el encargado. Me preguntaba si podrías hacerle ayudante.
—¿Ayudante?
—Sí.
—No es una categoría que tengamos establecida.
—¿No podríais establecerla sólo por esta vez? —sugerí.
—No, lo siento —respondió Donald, y entró y cerró la puerta a sus espaldas.
Richie vivía con sus padres en una pequeña granja a unos quince kilómetros. No me quedaba otra alternativa que coger la camioneta y hacer el camino hasta allí. Era de noche cuando llegué a la granja desierta. Sólo brillaba una luz en la planta baja. Llamé a la puerta y al cabo de un rato la señora Campbell abrió.
—Hola —dije yo—. Vengo a decirle a Richie que mañana nos tenemos que ir antes de lo previsto.
—Será mejor que entre.
Me precedió hasta el cuarto de estar donde el padre de Richie estaba sentado delante de un fuego de leña.
—Richard se tiene que ir mañana muy temprano —dijo la señora Campbell.
—Ya veo —contestó su marido, mirándome—. Tendré que ocuparme yo solo de las vacas.
La madre de Richie desapareció en las profundidades de la casa. Míster Campbell siguió mirándome un buen rato.
—¿Así que es usted el nuevo encargado? —preguntó.
—Sí, así es.
—Ya veo —dijo él, y se volvió de nuevo hacia el fuego.
Estaba sentado en un profundo sillón que tenía los brazos planos, cuadrados. A su lado había otro sillón, idéntico y en aquel momento vacío. Di por supuesto que era el de la señora Campbell. Entre ellos había una mesita de tres patas. Se apreciaban unos montones de carbón en un cubo junto al hogar, pero en aquel momento el padre de Richie quemaba leña. En el estante de encima del hogar un reloj hacía tictac lentamente. El crepitar de las llamas y el tictac eran los únicos sonidos que se oían. Traté de imaginar sin éxito que alguien aprendiera a tocar la guitarra eléctrica en aquella casa.
Al cabo de un rato la señora Campbell volvió a aparecer.
—Richard está preparándose para salir —dijo—. ¿Quiere una taza de té mientras espera?
—No, no. Gracias, de todos modos —contesté yo—. Sólo quería decirle que salimos antes, eso es todo. Tengo que irme enseguida.
Míster Campbell me miró por encima de la montura de sus gafas.
—Tomará una taza de té.
Acepté tomar una taza de té, y la señora Campbell se fue a la cocina. Detrás de los dos sillones había un aparador, y en uno de los estantes distinguí un retrato enmarcado de un niño en un bote de remos. La foto en blanco y negro era de hacía años, pero el niño sin duda era Richie. También había una foto de alguien que seguramente era míster Campbell en sus años mozos. Eché una ojeada a la versión de más edad sentada en el sillón. Por algún motivo, el padre de Richie me recordaba a míster McCrindle.
Al cabo de unos minutos la señora Campbell volvió con el té y un bizcocho diminuto. Yo estaba tomando una segunda taza cuando Richie emergió al fin del fondo de la casa. Su madre había dicho que se estaba preparando para salir, pero no observé diferencia en su aspecto, a no ser el pelo, que ahora estaba lavado y brillaba, y las botas de goma, que había reemplazado por unas de vaquero. Le di la noticia. Él se sentó en una silla del lado contrario del hogar donde estaba el cubo de carbón.
—¿Se lo has dicho a Tam? —preguntó.
—Se lo diré después en el pub —respondí.
—¿A qué hora?
—A las seis.
Pareció apenado.
—Esta noche iba a salir.
—Y yo —dije—. Ha sido idea de Donald.
—Tendré que ocuparme yo solo de las vacas —volvió a decir míster Campbell.
Después de unos cuantos tictac más del reloj, me dirigí a la puerta dejando a Richie y a sus padres sentados en silencio delante del fuego de leña. Cuando crucé la puerta me detuve un momento y escuché. Nada. En un campo cercano mugió una vaca, pero no hubo más sonidos. Completamente a oscuras, encontré la camioneta y me alejé.
De modo que ésa era la vida de un encargado. Parecía que me iba a pasar la mayor parte del tiempo llevando informaciones de un sitio a otro, a oscuras, en nombre de Donald. Al día siguiente tenía que llevar a Tam y Richie al exilio de Inglaterra. Aquella noche, sin embargo, las luces del Crown Hotel ofrecían cierto consuelo.
Al parecer había corrido la voz de que Tam iba a Inglaterra. Varias personas se interesaban de modo especial.
—Volverás por navidades, espero —dijo Jock.
—Mejor será —contestó Tam, mirando en mi dirección.
Yo sacudí la cabeza.
—No me mires a mí.
—¿Nos mandarás una postal? —preguntó Morag Paterson.
Aquello me parecía poco probable, pero Tam dijo algo amable y la chica sonrió.
Tam señaló mi vaso.
—¿Una pinta de la fuerte?
—Gracias.
Sentado un poco más allá de la barra estaba el padre de Tam. En aquella época del año pasaba mucho tiempo en el Crown Hotel, pues había poco que hacer en el campo de golf después de que oscureciera. Casi ni me fijé en él, durante la noche, sentado allí solo. Parecía estar en un mundo propio, seriamente concentrado en su vaso de cerveza y en nada más. Entonces, sin embargo, empezó a mostrar interés por la conversación que tenía lugar a su lado. Se sentó más erguido y miró al otro extremo de la barra.
—¿Quién es el que va a ir a Inglaterra?
—Hay que joderse —dijo Tam.
—¿Quién es el que va a ir a Inglaterra? —repitió míster Finlayson, alzando la voz.
—Yo.
—¿Cuándo?
—Mañana.
Su padre se arrancó bruscamente.
—¡Deberías habérmelo dicho!
Tam decidió no hacerle caso y cogió unas pintas de cerveza.
—¡Repito que deberías habérmelo dicho!
Ahora las palabras eran sonoras y furiosas. Morag Paterson se volvió y habló con un amigo, mientras Jock se dedicaba a lavar vasos en el otro extremo de la barra.
—Déjalo —me murmuró Tam, y nos dirigimos a la mesa donde estaba esperando Billy. Unas cuantas cabezas se volvieron. Temí que míster Finlayson nos persiguiera por el local, pero los gritos se aplacaron cuando nos reunimos con Billy y nos sentamos.
—¿Qué le pasaba a papá? —preguntó Billy.
—Nada —dijo Tam—. No le hagas caso.
Parecieron olvidar enseguida el incidente. Se suponía que aquello iba a ser una especie de despedida para Tam y tenían mucho que beber. Yo todavía no había encontrado el modo de decirle que al día siguiente nos íbamos a las seis: no quería estropear la noche. Elegí el momento cuando le ayudaba a recoger unas cervezas en la barra, tres o cuatro pintas más tarde. Él se tambaleaba un poco.
—Muy bien —dijo—. No pasa nada.
—Oh… vaya… bueno —balbucí—. Estupendo. Entonces te recogeré por la mañana.
Tam sonreía.
—¿Puedes darme un anticipo hasta que cobremos?
—No tengo dinero —contesté yo.
—Donald te ha dado un anticipo —dijo él—. Cien libras.
—Eso es para gastos, no un anticipo —expliqué yo—. Para los gastos que surjan.
Donald había montado mucho lío aquella mañana sobre la diferencia entre un dinero de adelanto y un dinero para gastos. Me habían dado cien libras para los gastos de gasolina y los imprevistos; lo contrario a un adelanto, que de hecho era lo mismo que un préstamo. Los préstamos se oponían a la política de la empresa y por lo tanto se negaban. Parecía que Donald me había adoctrinado con éxito. Expuse mi posición entre la neblina que se deslizaba entre Tam y yo.
—Venga, hombre —dijo él—. Danos un adelanto.
—No puedo.
Cambió de táctica.
—Venga, hombre… como un amigo.
De todo esto tenía la culpa míster Perkins. Si él no hubiera insistido en que llegáramos al día siguiente antes de caer la noche, yo no tendría que haber sobornado a Tam para conseguir que se levantase muy pronto. ¡Sí, sobornar! Ésa era la palabra. Tam sabía que era una petición fuera de lugar, sobre todo al ser su última noche en casa. Trataba de hacerme un chantaje moral. Sí, se levantaría muy temprano, pero sólo si le dejaba algo de dinero.
—Creía que Rich te había prestado algo de dinero ayer —apunté.
—Me lo gasté —dijo él.
Se me ocurrió que mientras estuviéramos fuera, Donald nos mandaría el sueldo en metálico todas las semanas. Iría a mi nombre, lo que significaba que yo simplemente tendría que descontar lo que Tam me debía antes de dárselo. Así pues, decidí que sería más seguro prestarle uno de diez. Lo gastaría casi todo aquella noche. Lo último que recuerdo fue a él cuando prometía, ¡juraba!, que estaría listo a las seis de la mañana.
—Allí estaré. Puedes contar conmigo —dijo, dando un bandazo hacia Morag Paterson.
Al día siguiente tuve que hacer esfuerzos para dejar la cama, desayunar y estar en la camioneta a las seis menos cuarto. No me fiaba. Le había dicho a Richie a las seis en punto, pero llegué a su casa un poco después para darle algo más de tiempo. Con gran sorpresa mía, estaba esperando a la puerta con una bolsa.
—Llevo aquí veinte minutos —se quejó.
Todavía era de noche cuando llegamos a la entrada del campo de golf y tomamos el camino de grava. El campo estaba separado de la carretera por un bosquecillo de alerces. Donde terminaban los árboles se llegaba a una casa de madera de dos pisos con una cerca baja blanca. Un cartel en la cancela ponía: ENCARGADO DEL CÉSPED. Era donde vivía Tam, pero no había luces encendidas. Apagué el motor y refunfuñé.
—Sabía que no estaría preparado.
—No seas tan duro con él —dijo Richie.
Hice sonar el claxon. Esperamos. De pronto una mano entró por la ventanilla del lado de Richie y le agarró por el cuello.