Dos

Donald dejó que las palabras se perdieran en el aire.

—Acaba de llamar por teléfono. Está muy molesto. Tendréis que volver hoy y arreglarla. Creí que sabíais lo que estabais haciendo.

Se interrumpió. Tam y Richie no dijeron nada.

—Creí que sabíais lo que estabais haciendo. Se supone que sois unos especialistas. Míster McCrindle quería una cerca con los cables muy tensos, no algo para jugar un partido de tenis por encima. ¿Cómo os va a ir bien en los trabajos futuros si pasan ese tipo de cosas todo el tiempo? Ayer mismo terminasteis lo de míster McCrindle.

Me fijé en que Tam y Richie parecían muy dóciles mientras Donald iba hacia ellos. Estaban sentados en las dos sillas duras, demasiado pequeñas para ellos, evitando la mirada de él y contemplando con interés la máquina de escribir, o quizá el lápiz que había al lado.

—Eso significa que no podréis ir a Inglaterra hasta mediados de la semana que viene —continuó Donald—. Mejor para vosotros, ¿verdad?

Yo no estaba seguro de lo que pretendía dar a entender con aquella observación.

—Perdona —murmuró Tam al fin.

Richie también murmuró:

—Perdona.

Había algo más.

—Acabo de echarle un vistazo a la ficha. Parece que no medisteis la cerca.

Tam alzó la vista un instante.

—Vaya —dijo—; pues no.

—¿Cómo le voy a pasar la factura a míster McCrindle si no tomasteis las medidas?

—Ni idea.

Tam arrastró un poco los pies. La tubería del radiador de debajo del suelo de la oficina le calentaba poco a poco las botas de goma, por lo que se le pegaron momentáneamente al linóleo. Tanto Tam como Richie empezaban a sentirse incómodos. Sus sillas se encontraban tan juntas que estaban apretados uno contra el otro, hombro con hombro, corriendo el peligro de desequilibrarse en cualquier momento.

—¿Por qué no medisteis la cerca de míster McCrindle?

—Se nos olvidó.

—Vaya, conque se os olvidó, ¿eh? La cosa sería muy distinta si a mí se me olvidase pagaros, ¿no?

Donald se quedó en silencio y siguió sentado mirándoles, aparentemente a la espera de alguna respuesta.

Fue Richie el que esta vez consiguió hablar.

—Supongo que sí —dijo.

Sería difícil decir cuánto rato los tuvo Donald allí sentados, uno junto al otro, en aquellas dos sillas tan duras. Me fijé en que en la habitación no había reloj; ni siquiera un calendario en la pared. Hasta la escasa luz del día que entraba por el ventanuco hundido en la pared quedaba anulada por el brillo de la bombilla, aislando todavía más el interior de la oficina del mundo exterior.

Y mientras ellos no diesen una excusa o explicasen el motivo por el que lo habían hecho mal, Tam y Richie iban a seguir sometidos a la implacable mirada de Donald. Ése era su castigo.

Pasaron varios minutos antes de que aquello terminara. Por fin, Donald se repantigó en su sillón y movió lentamente la cabeza a uno y otro lado.

—¿Qué vamos a hacer con vosotros? —dijo.

Ellos ni trataron de replicar.

Después de despedir a Tam y Richie, Donald se volvió hacia mí.

—Tendrás que ir con ellos a arreglarle eso a míster McCrindle. No es un buen comienzo, ¿eh?

—La verdad es que no —respondí.

Donald parecía indicar que yo había tenido algo que ver con que la cerca de míster McCrindle cediera, una especie de culpabilidad por asociación, aunque yo había conocido a Tam y Richie sólo diez minutos antes.

—Mientras estés allí, también asegúrate de que la cerca queda bien recta —añadió Donald.

Me había estado preguntando cuándo sacaría a relucir lo de que estuviera recta. Donald era famoso por su obsesión al respecto. Muchas veces se le podía ver mirando una línea de postes durante el proceso de construcción, para asegurarse de que la alineación fuera exacta. Evidentemente, era mejor que una cerca estuviera recta, aunque sólo fuera por su aspecto, pero Donald quería la perfección. Como míster McCrindle había demostrado con su llamada telefónica, el interés principal de los granjeros era que sus cercas quedaran tensas. Sin eso, era imposible contener a las bestias. Teníamos que volver de inmediato a ocupamos de la cerca de míster McCrindle porque se había destensado, y sólo por ese motivo. Dudo que se hubiera molestado en mirar si estaba recta o no, a pesar de la preocupación de Donald. Lo más probable era que estuviese recta, pero si por algún motivo no lo estaba, bueno, entonces ¿qué se suponía que debía hacer yo? ¿Arrancar todos los postes y empezar de nuevo? La búsqueda de la perfección por parte de Donald estaba llevando las cosas demasiado lejos. Por el modo en que insistía, cualquiera hubiera pensado que nos dedicábamos a una ciencia exacta. Al fin y al cabo, sólo éramos instaladores de cercas. El proceso era sencillo. Se ponen los postes en el suelo, se tienden las alambradas entre ellos, y luego se sigue. Eso es lo que hacíamos en el último equipo en el que estuve. Era un trabajo monótono, pero, a decir verdad, toda la operación era tan sencilla que ni siquiera necesitábamos un encargado. Lo hacíamos solos. Y cuando la cerca estaba terminada, invariablemente estaba recta, más o menos.

Claro que Tam y Richie no habían facilitado las cosas al instalar una cerca que se había aflojado. Por lo visto, habían estado trabajando en la de míster McCrindle durante varios días antes de volver repentinamente la tarde anterior asegurando que el trabajo ya estaba terminado. Donald había calculado que tardarían una semana, pero volvieron un día antes. La llamada telefónica de aquella mañana simplemente confirmó su creencia de que necesitaban una supervisión más de cerca.

—Otra cosa —añadió Donald—. No será necesario que Richie conduzca nunca más la camioneta.

—Y eso ¿por qué? —pregunté yo.

—Forma parte de una nueva política que se me ha ocurrido para reducir nuestros costes del seguro. De ahora en adelante sólo conducirán vehículos los encargados. Richie lo tiene prohibido.

—¿Se lo has dicho a él?

—Se lo ha dicho Robert —contestó.

—¿Y qué pasa con Tam?

—Se lo tiene prohibido la policía.

Ahora que Donald me concedía toda su atención, me encontré mirando el tablero de su escritorio la mayor parte del tiempo, en lugar de mirarlo directamente a él. Tenía un modo de mirar a la gente durante momentos interminables sin pestañear, y eso era de lo más desconcertante. Hasta Tam y Richie podían ser reducidos con facilidad ante aquella mirada. Cuando estaban en el campo parecían unos salvajes, unos descerebrados con pelo largo de vikingos. De no ser por sus botas de agua incluso habrían dado miedo. Sin embargo, bastaba sólo con una mirada prolongada de Donald para volverlos sumisos y mansos. Durante el interrogatorio sobre la cerca de míster McCrindle los dos pasaron casi todo el tiempo mirando la máquina de escribir de Donald, y ahora yo estaba haciendo lo mismo. Me fijé en la hoja de papel del carro, y distinguí al revés tres nombres escritos bajo el encabezamiento «Equipo número 3». Uno de ellos era el mío. Cuando intentaba leer los otros dos nombres me di cuenta de que Donald había dejado de hablar.

—¿Prohibido por la policía? —repetí.

Pensé que había captado el comienzo de un chiste, conque sonreí y dije:

—Ya, sí, qué gracia.

Donald se limitó a seguir mirándome, de modo que salí.

Encontré a Tam y Richie otra vez sentados dentro de la camioneta, uno junto al otro en el asiento doble corrido, con los brazos cruzados. Al parecer, no habían tocado el montón de herramientas.

—Bueno —dije—. ¿Queréis terminar de ordenar eso?

—No especialmente —contestó Richie.

Probé con un enfoque distinto.

—Vale. Ordenaremos esas herramientas y luego iremos a casa de míster McCrindle.

—¿A qué hora es nuestro descanso? —preguntó Richie.

—Acabáis de tenerlo —contestó.

—¿Cuándo?

—Cuando comisteis los sándwiches.

—Ah.

—Bien, ¿podemos fumar un pitillo antes? —preguntó Tam.

—Supongo que sí —respondí yo.

—¿Quieres uno?

—¿Cómo? No, gracias. Gracias de todos modos.

Así que nos quedamos sentados en la camioneta unos cuantos minutos más mientras ellos fumaban otros dos pitillos de los de Richie.

—Donald ha estado un poco duro, ¿verdad? —observé al cabo de un rato.

—Jodidamente duro —dijo Richie.

Hubo un breve silencio; luego habló Tam:

—Me toca mucho los huevos cuando nos llama a su oficina.

Asentí con la cabeza.

—¿Cómo fue eso de míster McCrindle? —pregunté.

—No paraba de darnos el coñazo —contestó Tam.

—¿De verdad?

—Hacía preguntas sobre la cerca todo el tiempo. No había manera de quitárnoslo de encima.

—A lo mejor la encontraba interesante —sugerí.

—Vaya… —dijo Tam.

—Yo creía que estaba contento —dijo Richie—. Un día nos invitó a una taza de té.

—¡Que le den mucho por el culo! —soltó Tam—. Siempre andaba husmeando. ¿Qué dices tú de cuando nos vigilaba desde detrás de aquel árbol?

—Ah, sí —dijo Richie—. Se me había olvidado.

—¿Y para qué lo hacía? —pregunté.

—Nos estaba espiando —dijo Tam.

—¿Os espiaba?

—Luego el tío viene: «¿Cómo va eso, chicos?».

—A lo mejor sólo quería ser amable —observé.

—Amable, ¡que le den por el culo! —exclamó Tam.

Terminaron de fumar.

—¿Por qué creéis que se aflojó la cerca? —pregunté.

Tam me miró.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Bueno —dije yo—. ¿Por qué creéis que se aflojó? Sólo preguntaba, nada más. Así sabremos qué herramientas necesitaremos.

—Debe de pasarle algo a la alambrada —respondió.

—Por lo visto Donald cree que es un defecto de la mano de obra.

—Quizá.

—Pero tú dices que no.

—Sólo te he dicho que es por la alambrada.

—O sea, ¿piensas que se puede haber aflojado un poste?

Tam endureció la mirada.

—Nuestros postes nunca se aflojan —proclamó.

—Ahí está Robert —señaló Richie.

Ralph acababa de aparecer por detrás de la esquina de los edificios, lo que significaba que Robert no andaba lejos. Un momento después, éste surgió a la vista. Sin ninguna palabra por mi parte, Tam y Richie se apearon de la camioneta y desaparecieron dentro del depósito de herramientas.

Cuando se habían ido, Robert vino a hablar conmigo. Me fijé en que llevaba en la mano la botella de Irn-Bru de Richie.

—He tenido unas palabras con ellos —explicó.

—Sí… claro… gracias —dije.

Examinó con atención la etiqueta de la botella.

—Entonces, se está portando bien, ¿verdad?

—Sí, sí —contesté yo—. Estupendamente.

—¿Algún problema?

—No.

—¿Estás seguro?

—Desde luego.

—Bien. Nos gusta que todos nuestros equipos estén compensados.

Asintió con la cabeza y les sonrió a Tam y Richie cuando volvieron a aparecer. Luego se alejó, seguido de Ralph, todavía con la botella vacía en la mano. Observé cómo atravesaban el patio y entraban en una oficina contigua pero separada de la de Donald.

Sentí un poco de pena por Robert porque, en realidad, no tenía mucho que hacer. Desde que Donald se había hecho cargo de la gestión de la empresa, el papel de Robert se había ido reduciendo poco a poco. Por eso pasaba tanto tiempo dando paseos. Éstos consistían en un vago rodeo por los campos que circundaban las instalaciones de la empresa, por un camino aparentemente elegido por Ralph. Después volvían los dos y Robert se sentaba de nuevo en su oficina. Nadie estaba seguro de lo que hacía allí. Por aquella época ni siquiera tenía teléfono. Donald dirigía la empresa más o menos a su modo, extendiendo contratos, mandando equipos y cosas así. Eso se hacía con la mayor eficacia. No se permitía que «en la casa» estuviera más de un equipo al mismo tiempo, hasta el punto de que, de hecho, yo difícilmente veía a ninguno de los demás empleados. No tenía ni idea de dónde estaban trabajando los equipos 1 y 2 ni cuándo se esperaba que volvieran. Las instalaciones de la empresa, en consecuencia, siempre parecían silenciosas. Donald lo controlaba todo y Robert únicamente echaba una mano para hacer alguna tarea ocasional. Su cometido de ese día, por ejemplo, había sido decirles a Tam y Richie que pronto irían a Inglaterra con su nuevo encargado. Mientras que Donald se ocupaba de dar por sí mismo la noticia de que la cerca de míster McCrindle se había destensado.

Míster McCrindle tenía un terreno en cuesta. ¡Un terreno en cuesta! Como si un granjero no tuviera ya suficientes preocupaciones. Eso era, claro, la maldición de su vida: siempre lo había sido. No sólo había un problema tremendo con el agua superficial durante los meses de invierno, sino que además todas las ayudas del gobierno para drenajes estaban empezando a desaparecer. Y lo peor de todo, la parte baja de su terreno era tan empinada que no le servía de nada porque sus vacas no podían bajar hasta allí. ¡Y si bajaban, jamás volverían!

Míster McCrindle nos contó todo eso mientras estábamos parados en la parte alta del terreno con ganas de que se largase. Tam y Richie ya lo habían oído todo antes, claro, y se mantenían levemente al margen dejando que tratara yo con él.

—Por lo que dice, quizá sería mejor para ovejas —apunté.

Míster McCrindle me miró.

—¿Ovejas?

—Sí —ratifiqué yo—. Como está tan en cuesta, le iría mejor.

—Siempre he tenido vacas lecheras —dijo—. ¿Qué iba a hacer yo con ovejas?

—Bueno… no sé. Sólo era una sugerencia, la verdad.

La dificultad de hablar con míster McCrindle estaba en que tenía los ojos muy húmedos, por lo que parecía a punto de estallar en lágrimas en cualquier momento. Había que tener mucho cuidado con lo que se le decía. Yo sólo mencioné las ovejas en un intento poco entusiasta por cambiar de tema. Hasta entonces habíamos estado hablando de la nueva cerca, y él dejó perfectamente claro lo molesto que estaba.

—Estoy muy molesto, muchachos —no dejaba de decir, lanzando miradas a Tam y Richie—. Muy molesto.

Se había pegado a nosotros desde el momento en que llegamos. Nada más bajarnos de la camioneta para evaluar la situación, había llegado al terreno dando tumbos en su camioneta. Yo hubiera preferido tener la oportunidad de reparar lo que se había estropeado antes de que él apareciese. Quizá recorrer la cerca para considerar nuestro cometido y prepararnos para unas cuantas preguntas embarazosas. Pero el caso fue que entró en escena inmediatamente, así que no hubo remedio.

—Es un asunto muy lamentable —dijo, con los ojos llenos de lágrimas.

Míster McCrindle tenía todo el derecho del mundo a estar molesto. Había especificado concretamente que quería una cerca muy tensa, aunque era mucho más cara que una normal. Por eso se había puesto en contacto con la empresa sin más. Ésta estaba especializada en cercados muy tensos y había sido pionera en el desarrollo de la técnica hasta su situación actual. Sólo se utilizaba cable galvanizado de acero resistente de la mejor calidad y postes a prueba del clima; todos los cercados los construía personal altamente especializado. Él sabía esto porque todo ello estaba subrayado en el folleto ilustrado de la empresa (escrito por Donald).

Míster McCrindle me sorprendía ahora al sacar un ejemplar de su bolsillo interior.

—Eso pone aquí —dijo, leyendo en voz alta—. «Una cerca de alta resistencia debe mantenerse tensa al menos durante los primeros cinco años.» —Señaló con el dedo la línea del texto impreso—. ¿Ve? Cinco años. ¡Me costó una fortuna y se aflojó de la noche a la mañana!

Observamos las pruebas: una hilera de postes completamente nuevos que avanzaban por uno de los lados del terreno, con todos los alambres destensados.

—¡No sirve ni para el hombre ni para los animales! —exclamó.

Pobre míster McCrindle. Creí que se iba a venir abajo allí mismo, delante de mí. Lo único que él quería era que sus vacas anduvieran sueltas por el terreno, pero no podía. ¡Claro que estaba molesto! Era un ganadero cuya nueva cerca se había aflojado, y me apeteció echarle el brazo por el hombro y decir: «Vaya, vaya».

—Bueno, vamos a ver cuál es el problema —dije, dirigiéndome hacia la cerca. Cuando me acercaba recordé la orden de Donald sobre lo de comprobar que estuviera recta. Para hacerlo era preciso realizar una especie de genuflexión en un extremo de la cerca y mirar la hilera de postes. Estaba haciendo precisamente eso cuando me di cuenta de que míster McCrindle me había seguido y parecía desconcertado.

—¿Qué está haciendo? —preguntó, cuando me enderecé de nuevo.

—En realidad, nada —contesté—. Sólo asegurarme de que estaba recta.

Detrás de míster McCrindle, me fijé en que Tam y Richie intercambiaban miradas.

—¿Y qué tiene eso que ver con lo cara que está la vida? —preguntó él.

—Bueno… se me ha ocurrido echar tina ojeada, eso es todo.

—¿Y qué tal está?

—Mire usted mismo.

Míster McCrindle se detuvo al final de la cerca y se agachó emitiendo un gruñido.

—¡Mi maldita espalda! —Cerró un ojo, luego el otro—. ¿Con qué tiene que estar alineada?

—Consigo misma.

Dejé a McCrindle mientras éste miraba con el ojo guiñado la hilera de postes y me alejé cerca abajo para ver si conseguía detectar el problema. Al darse cuenta de que se habían quedado solos con él, Tam y Richie me siguieron rápidamente.

Yo inspeccionaba cada poste según pasaba, para asegurarme de que estaban firmemente empotrados en el suelo. Todos lo estaban. Comprobé el estado de la alambrada. Estaba brillante y era nueva, recién salida de la fábrica. Todo el rato era consciente de que Tam y Richie me observaban, que observaban las comprobaciones que hacía yo en su cerca. Finalmente llegamos al otro extremo.

—¿Ves? —soltó Tam.

—¿Qué? —repliqué.

—Dijiste que debía de haber un poste flojo.

—No, no dije eso. Sólo me pregunté por qué se había destensado la cerca, sólo eso.

Tam me miró, pero no dijo nada.

—Entonces, ¿por qué lo está? —pregunté.

—Míster McCrindle no dejaba de meter las narices.

—Ya, vale, pero eso no es motivo…

—Bueno, ¡pues no lo sé, joder! —soltó—. Yo no soy un jodido encargado, ¿o sí?

—¿Qué importa eso? —dije yo, pero Tam ya se había vuelto y se alejaba terreno arriba.

Miré a Richie.

—¿Y eso?

—Tam era el encargado.

—¿Cuándo?

—Hasta que llegaste tú.

—¿Cuándo? ¿Hasta hoy?

Asintió con la cabeza.

—No sabía eso —precisé—. ¿Y de quién era el encargado?

—De mí.

—Yo creía que los dos erais iguales.

—Él lleva más tiempo instalando cercas que yo… o que tú —aclaró él.

Suspiré.

—No es culpa mía. Fue idea de Donald.

—¡Ah! —Richie jugueteaba con un alambre de la cerca.

—A propósito —dije yo—. ¿Por qué crees tú que se destensó?

—Míster McCrindle no dejaba de dar el coñazo —contestó.

Vale, a lo mejor, pero me pareció que la alambrada no estaba lo bastante tensa; eso en primer lugar. La cerca tenía toda la pinta de ser un trabajo hecho deprisa y corriendo en los tramos finales, y puede que en cierto sentido se pudiera echar la culpa de eso a míster McCrindle. Tam ya se había quejado antes de que siempre estaba incordiando y tocando las narices mientras ellos instalaban la cerca. Llegué a la conclusión de que Tam y Richie no habían tensado los alambres adecuadamente sólo porque tenían prisa por escapar de la atención de míster McCrindle. No era excusa; sin embargo, probablemente fuese el motivo.

—Entonces ¿quieres que le diga eso a Donald? —pregunté.

—Y yo qué sé —soltó Richie.

Bien, ya lo sabía, y me imaginaba con claridad lo que diría Donald. Al fin y al cabo, la empresa difícilmente iba a tener ganancias de un trabajo que había salido mal como aquél. Tam parecía haber olvidado, porque le convenía, que sería yo, no él, el que tendría que informar a Donald. Que era yo el que había quedado al cargo de la responsabilidad de conseguir que la cerca de míster McCrindle volviera a estar tensa. Seguro que íbamos a tener que volver al día siguiente. Había costado tanto conseguir ordenar las herramientas de Tam y Richie, antes de ir en la camioneta a casa de míster McCrindle, que la luz ya se había empezado a disipar, para cuando llegamos allí. En esta época del año la oscuridad se echa encima tan despacio que casi no se nota, y ya era demasiado tarde para empezar a tensar alambradas, lo que significaba que teníamos que volver mañana. Todo de lo más ineficiente. De hecho, no era un trabajo de dos días para tres hombres, y sin embargo, ¿qué iba a hacer yo? No podía volver a mandar a Tam y Richie al lugar sin nadie que los supervisase, sobre todo si míster McCrindle rondaba por allí. Y parecía inconcebible separar a uno del otro y traer sólo a Tam: o sólo a Richie. Por lo que yo sabía, eso nunca se había hecho. Por fortuna, Donald parecía haberse lavado las manos en lo que se refería al asunto de míster McCrindle y no quería tener nada más que ver con él. Mientras yo consiguiera resolverlo «antes de principios de la semana que viene», él no intervendría. Era de esperar que para cuando saliese a relucir el asunto de las ganancias y las pérdidas, míster McCrindle fuese un nombre olvidado en las cuentas.

Más arriba, en mitad de la cerca encontramos a Tam cavilando. No parecía haber la menor señal de míster McCrindle, y decidimos que debíamos largarnos lo más pronto posible. Así, por lo menos tendríamos un respiro.

—¿Tienes un cigarro, Rich? —dijo Tam, cuando nos acercamos. Richie rebuscó en el bulto del bolsillo de la camisa y sacó su paquete de pitillos; luego extrajo el encendedor de sus vaqueros. Cuando los encendían, pensé, cabreado, por qué no lo tenía todo junto en el mismo bolsillo.

Tam se volvió hacia mí.

—Tendremos que regresar mañana, ¿verdad?

—No hay otro remedio.

—Menudo coñazo, ¿no?

Sí, estuve de acuerdo, lo era. La oscuridad se acercaba rápidamente. Los dejé fumando. Me alejé y me quedé mirando la parte en cuesta del terreno en penumbra.

Consternado, vi que Robert aparecía por el otro lado. ¿Qué estaba haciendo ahí? Me volví para advertir a Tam y Richie, a los que, con la poca luz que había, apenas vislumbraba. Atraje su atención, me llevé el dedo a los labios e hice un gesto de que se unieran a mí.

—Viene a fisgar —murmuró Tam.

Robert llevaba a Ralph con él. Era interesante contemplar su avance ladera arriba. En vez de subir junto a la cerca, como habíamos hecho nosotros, Robert estaba siguiendo el camino «adecuado» para el ascenso. Había tomado un sendero muy sinuoso que ganaba altura poco a poco en una serie de zigzags. Eso también le venía bien a Ralph, que ya tenía bastantes años. Con todo, mirando desde arriba, daba la impresión de que Robert no subía. Primero se movía por la ladera hacia la derecha durante varios metros, luego hacia la izquierda, de nuevo hacia la derecha, y así sucesivamente, Ralph andaba detrás con dificultad. Parecía que aquello iba a durar para siempre. Robert nunca miraba hacia arriba para ver hasta dónde había llegado. Se limitaba a mantener los ojos clavados en el suelo mientras elegía el camino. Hasta que por fin llegó a la cima de la ladera no reparó en que nosotros estábamos allí, mirándole.

—Buenas tardes —dijo.

Debo admitir que estaba impresionado por el comportamiento de Robert. No sólo acababa de subir una empinada cuesta sin hacer ni una pausa, sino que además se encontraba cara a cara con tres personas a las que, evidentemente, pretendía sorprender. Y sin embargo, Robert nos saludó con un despreocupado «buenas tardes» como si creyera que le habíamos estado esperando. Un tipo con toda la barba, la verdad, aunque Tam y Richie probablemente le consideraran un «carapijo».

—¿Todo controlado?

—Sí —respondí—. Sólo tenemos que darle los últimos toques mañana.

—Ajá.

—¿Vas a hablar con míster McCrindle? —pregunté.

—No, eso es cuestión tuya —contestó.

—¿Qué es de Donald?

—He venido por mi cuenta —dijo—. Debes informarle a él directamente… si lo consideras apropiado.

Luego, tras un educado saludo de cabeza a Tam y Richie, Robert se dio la vuelta y volvió a tomar el camino por el que había venido, con Ralph siguiéndole los pasos. ¿Por qué había hecho todo aquel camino para vernos? Seguía sin estar claro. Si era simplemente para fisgonear, como apuntó Tam, sólo lo hizo del modo más inofensivo pues no había inspeccionado la cerca más que de modo superficial, de pasada. De todos modos, desconocía los aspectos técnicos de la construcción de cercas, y probablemente sólo mostraba el interés propio del dueño de una empresa en la que ya no manda. Era como un jefe de Estado sin ningún poder que hace una visita a unos súbditos sobre los que sabe poco. Se quedó sólo lo justo para recordarnos que existía, y luego se volvió a marchar. Por lo general, su cometido carecía de importancia, y cuando desapareció en la creciente obscuridad no pude evitar sentir pena por él.

—Es por el perro por el que siento pena —comentó Tam.

Cuando estuvimos convencidos de que Robert se había ido definitivamente, los tres continuamos lentamente campo arriba. Encontramos la camioneta en la oscuridad y nos dirigimos a la cancela. Nos cruzamos con la furgoneta de míster McCrindle, que entraba. Hizo destellar los faros. Yo respondí haciendo destellar los nuestros de modo amistoso y nos largamos.

Para cuando llegué a casa, me lavé y cambié y volví a salir, pues la actuación de Leslie Fairbanks estaba en pleno apogeo. Leslie Fairbanks actuaba regularmente en el pub Crown Hotel. Una vez a la semana realizaba su programa musical titulado Reflejos de Elvis para lo que parecía ser la población local al completo. Vivíamos en un sitio tranquilo de la carretera que va a Perth, y el Crown Hotel era el único local donde se podía conseguir una copa, aparte del economato de la cooperativa, que tenía licencia para vender bebidas alcohólicas. El Crown ocupaba un lado de una plazuela que había enfrente del banco, en la parte alta de la calle principal, que era, de hecho, la única calle. No creo que Leslie Fairbanks fuera su auténtico nombre: le había visto una o dos veces al volante de un camión que llevaba escrito «L. G. Banks, Transportes», con letras hechas con plantilla a uno y otro lado de la cabina. Leslie Fairbanks era el nombre artístico que había elegido para las noches en que aparecía con su acordeón. A veces el espectáculo se presentaba como Reflejos de Hank, por aquello de cambiar, pero él seguía siendo Leslie Fairbanks. Por lo general, para la ocasión llevaba puesto un chaleco con lentejuelas. Un centenar de personas o así se reunían en esas veladas del Crown Hotel, y había que entretenerlas. Leslie Fairbanks había adquirido un amplificador con este propósito, y antes de empezar siempre se pasaba una hora ajustando su equipo y realizando pruebas de sonido, ayudado por un chaval que lucía gafas oscuras. Jock, el barman, que sacaba brillo a la superficie de la barra, nunca en su vida llegaría a entender por qué tenían que sonar tan alto. Era más de lo que podía soportar un hombre. Jock llevaba unas gafas en una cadenita en torno al cuello, y miraba con frecuencia por ellas el enredijo de cables que corría desde el escenario hasta la mesa de mezclas.

—¿Para qué necesitan todo eso? —preguntaba a cualquiera que pudiera escucharle. Nadie lo hacía. Venían al Crown a beber, y las noches que tocaba Leslie Fairbanks bebían más. Aquello era la Escocia profunda. No había otra cosa que hacer.

El acordeón amplificado tocaba algo así como una interminable y lúgubre canción fúnebre cuando yo me acercaba bajo la llovizna de aquella noche, pero las brillantes luces del Crown Hotel vencieron mi desánimo. Una vez cruzada la puerta, se impuso un ruido más festivo, cuando los sonidos que emitía Leslie Fairbanks quedaron aumentados por el alboroto de las copas, las risas y las discusiones a gritos. El local estaba abarrotado, con los cuerpos apretados unos contra otros en una agitada masa de personas que lo pasaban bien a pesar del follón. Entretanto, Jock gritaba por encima de las cabezas de la gente y mantenía el orden en la barra, ayudado, cuando las cosas se ponían especialmente complicadas, por una chica que se llamaba Morag Paterson. Las consumiciones siempre aumentaban cuando Morag estaba detrás de la barra, pero ella sólo ayudaba a veces, y la mayor parte del tiempo permanecía del otro lado, entre los clientes. Sentado en uno de los taburetes cercanos estaba míster Finlayson, el encargado de cuidar el césped del campo de golf local. Sus tres hijos también estaban. Uno de ellos era Tam, estaba sentado a una mesa enorme con su hermano Billy y otros de su grupo, de modo que me abrí paso por el local. Miraron cómo me acercaba y vi que Billy le preguntaba algo a Tam. Tam asintió con la cabeza, y alzó la vista hacia mí cuando llegué junto a ellos.

—¿Os importa si me siento aquí?

—Si te apetece.

Me hicieron sitio, tomé asiento y pasé revista.

—¿No está Richie?

—Todavía no estamos casados, ¿sabes? —espetó Tam.

—Ya lo sé —dije yo—. Sólo preguntaba dónde estaba.

Tam me miró.

—Esta noche Rich no puede venir. Tiene que pagar el plazo de su guitarra.

—No sabía que tocase la guitarra. ¿De qué tipo?

—Eso se lo tendrás que preguntar a él, ¿no crees?

—Sí, supongo.

Traté de entablar conversación con Tam sobre las cercas, cuántos kilómetros había instalado, y dónde, y cosas así, pero él no parecía tener interés en hablar. A juzgar por el número de vasos vacíos encima de la mesa, ya había bebido bastante antes de que yo llegara. Además, no era fácil competir con el constante estrépito de fondo, en especial cuando un potente clank indicó que habían enchufado un micrófono al amplificador de Leslie Fairbanks. No tardé en tomar conciencia de una voz de hombre que supuestamente cantaba. Uno había cogido un micrófono de detrás de la barra y estaba junto a Leslie Fairbanks cantando como si le fuera la vida en ello. Tenía una voz nasal, hasta el punto de que sonaba como si llevara una pinza de tender la ropa sujeta en la nariz. Cantaba con los ojos cerrados y los puños apretados, mientras Leslie Fairbanks le seguía con el acordeón; la cabeza ladeada, y una leve sonrisa en la cara. No parecía que pusiera ninguna objeción a que aquel cantante improvisado le desplazara, y empecé a pensar que probablemente era algo que pasaba todas las semanas. Nadie más del local parecía prestar la menor atención al que había subido al escenario. La gente seguía bebiendo y gritando lo más alto que podía. Eso impedía más o menos cualquier conversación, por lo que me entretuve alineando vasos vacíos de cerveza sobre el tablero de la mesa, mientras Tam me miraba con vago interés. Hasta entonces había sido una velada bastante agradable, pero las cosas empezaron a cambiar después de que Morag Paterson vino a recoger los vasos vacíos en una bandeja. Probablemente todo habría ido bien si Jock no hubiera estado demasiado ocupado para hacerlo él mismo. Jock habría apartado bruscamente a la gente y se habría abierto paso a codazos por entre las mesas, cogiendo cinco vasos con cada mano y encontrando algo sobre lo que descargar su malhumor. Pero fue Morag la que apareció, inclinándose amablemente para preguntar si me importaba que se llevase los vasos vacíos. Casi ni la miré, pero después de que la chica se fuera Tam empezó a sulfurarse poco a poco. Le sorprendí varias veces mirándome y tuve que fingir que estaba escuchando atentamente a Leslie Fairbanks y su acompañante, que ahora sonaban a todo meter. Tam había estado tomando pintas de la cerveza más fuerte toda la noche, y cuando dio cuenta de la última creí que le oía decir algo como:

—Bueno, ya es hora de que el ex encargado Tam Finlayson le traiga al nuevo encargado inglés una cerveza, ¿verdad?

Fuera la que fuese su intención cuando se puso de pie, algo debió de pasarle a Tam antes de llegar a mí, porque en lugar de preguntarme qué me apetecía beber, arremetió contra mí desde el otro lado de la mesa, por lo que tiró varios vasos. Me eché hacia atrás para evitarle y al momento siguiente él ya se había levantado y estaba de pie delante de mí gritando lo más alto que podía:

—¡A ver! ¿Qué pasa con esos hijoputas ingleses?

Por lo que yo sabía, el único inglés del local era yo, de modo que me puse de pie al lado de la mesa y esperé a ver qué pasaba. Tam parecía a punto de arremeter otra vez cuando intervino Billy.

—¡Tam, no! —gritó.

—¡Hijoputas ingleses! —berreó Tam.

Era raro el modo en que seguía usando «hijoputas» en plural. Aquello sugería que no era algo personal.

Entonces Billy agarró a Tam con una especie de abrazo de oso y los dos cayeron al suelo entre la agitada masa de bebedores. Una o dos personas empezaron a burlarse como si la cosa fuera en broma.

Leslie Fairbanks, el hombre del momento, vio lo que pasaba pero decidió seguir adelante durante el alboroto, y de algún modo se las arregló para cambiar a un tema mucho más lento y tranquilo sin que nadie lo notase. Eso tuvo el benéfico efecto secundario de hacer que su cómplice vocal se quedara temporalmente callado. En la calma consiguiente, Tam y su hermano volvieron a levantarse y todo fueron sonrisas. Billy dijo algo al oído de Tam y le pasó el brazo por los hombros. Por lo visto, la mayoría de los mirones ya habían olvidado el incidente. Su padre, sentado delante de la barra, había hecho girar su taburete, vagamente consciente de alguna conmoción, pero pronto perdió interés y se puso a contemplar su vaso otra vez. El mío estaba entre los que se habían vertido y, como consecuencia, ahora estaba vacío. Cuando, desolado, lo puse en pie encima de la mesa, Tam se instaló enfrente de mí. Billy estaba sentado a su lado, con una gran sonrisa burlona en la cara.

—Perdona —dijo Tam.

—Da igual.

—No, de verdad. Perdona, lo siento mucho.

—Vale, de acuerdo.

—Vamos a ver. —Tam se inclinó sobre la mesa y me agarró la mano. Ahora quería ser amigo mío, mi colega.

—¿Te apetece un trago?

—Venga.

Mientras Tam daba bandazos hacia la barra, Billy dijo:

—No te preocupes por Tam. Si vuelve a ponerse así sólo tienes que venir en mi busca.

—Gracias —dije—. Pero ¿qué voy a hacer con él cuando nos vayamos a Inglaterra?

Billy se encogió de hombros.

Hubo gritos en la barra. Tam se las había arreglado para derramar cerveza por el mostrador y la mayor parte de ella había terminado encima de Morag Paterson. A pesar de las protestas, la chica no parecía especialmente cabreada. De hecho, se estaba riendo. La que había derramado Tam era mi cerveza, claro, y al cabo de un rato comprendí que no iba a volver con otra. Finalmente fui yo y pedí una cerveza para mí y otra para Billy. Me aseguré de que me la sirviera Jock.

Al día siguiente Tam llegó tarde al trabajo; Richie y yo estábamos sentados en la camioneta, esperando que apareciera.

—¿Saliste ayer por la noche? —pregunté.

—No pude —contestó él, encendiendo un pitillo.

—Tam me contó que tocas la guitarra.

—Bueno, todavía estoy aprendiendo en realidad —dijo—, sólo hace tres semanas que la tengo.

—¿De qué tipo es?

—Eléctrica.

Richie no estaba muy hablador, de modo que renuncié a mi intento de hacerle preguntas sobre sus aficiones. En lugar de eso, nos quedamos sentados en silencio dentro de la cabina mientras ésta se llenaba poco a poco de humo. Por fin llegó Tam, que evitó dar cualquier disculpa por su retraso, y nos dispusimos para lo que esperábamos que sería nuestro último viaje a casa de míster Crindle. Era imprescindible que tuviéramos terminada aquella cerca ese día, fuera como fuera, costara lo que costase, o nunca conseguiríamos librarnos de él.

No estaba a la vista cuando llegamos, lo que era un buen comienzo. Debía de estar ocupado en otra parte de la finca. Mientras Tam y Richie preparaban la herramienta para tensar alambradas yo fui a tomar las medidas de la cerca, algo que habíamos olvidado hacer el día anterior. Era simplemente cuestión de desplazar una rueda para medir a lo largo de toda la longitud de la cerca. Un pequeño contador de un lado del aparato indicó quinientas trece yardas. (Donald había decidido no convertir las yardas en metros porque, como señaló, la mayoría de los granjeros era incapaz de pensar métricamente.) Cuando volví, Tam me preguntó qué longitud tenía la cerca.

—Quinientas trece yardas —le respondí.

—La mediré yo —anunció; acto seguido cogió la rueda y fue a recorrer el terreno. Le dejé seguir con ello porque teníamos tiempo de sobra. Cuando volvió, el contador indicaba quinientas veintidós. No sé cómo había llegado a esa cifra, pero de todos modos la apunté. Ya nos podíamos concentrar en conseguir que la nueva cerca de míster McCrindle tuviera el grado de tensión requerido. Tam había decidido volver a tensarla él. Yo no puse ninguna objeción porque oficialmente era su cerca, y en principio él era un experto. Mandé a Richie a la parte más baja del terreno para que observara el trabajo desde ese extremo, y luego lo único que tuve que hacer yo fue estarme quieto y supervisarlo todo como encargado que era.

El aparato para tensar los alambres consistía en una mordaza de metal y un güinche de cadena. Tam inició el proceso sujetando el güinche al poste guía del comienzo de la cerca. Era un buen ejemplar de tronco, enterrado en el suelo y sujeto por un puntal a cuarenta y cinco grados. Después fijó la mordaza al alambre de abajo y poco a poco lo tensó por medio de un mango que «andaba» eslabón a eslabón por la cadena. Cuando estuvo satisfecho con la tensión, sujetó el alambre al poste y se dirigió al siguiente. Mientras Tam progresaba en su trabajo, fue apareciendo la forma auténtica de la cerca. El segundo alambre estaba tenso, luego el tercero, el cuarto, cada uno proporcionando una nueva línea paralela. Empezaba a tener buen aspecto. Al menos yo veía lo perfectamente recta que estaba la hilera de postes, y no había ninguna señal del menor defecto en la estructura, Tam tiraba del mango de la izquierda, reafirmaba los pies y tiraba a la derecha, y así sucesivamente hasta que, poco a poco, se alcanzaba el grado de tensión adecuado. Como de costumbre, Tam llevaba puestas sus botas de goma y hundía con fuerza los talones en el suelo para mantener el equilibrio cuando tiraba del mango. Por fin llegó al alambre de arriba del final. Era el más importante, especialmente en una cerca destinada a evitar que se escaparan las vacas, por la tendencia de éstas a apoyarse y comer la hierba del otro lado. Por tanto, la cerca tenía que estar especialmente tensa. Tam agarró el alambre con la mordaza y tiró con el mango a un lado, luego al otro. Y nuevamente a un lado, y luego al otro, A continuación muy poco a poco. A un lado, luego al otro. Se interrumpió.

—Ya debería bastar —sugerí. Toda la cerca zumbaba debido a la tensión.

—Creo que le daré otra vuelta —dijo Tam. Me miró durante largo rato—. No queremos que se vuelva a destensar, ¿verdad?

—Supongo que no.

Plantó los pies y empezó a tirar con cuidado. De hecho, esta vez estaba llegando al límite. Justo cuando tenía el mango a medio camino, me fijé en que míster McCrindle había llegado. No sé de dónde había salido, pero estaba parado exactamente detrás de Tam, mirando cómo trabajaba. Puede que fuera la súbita aparición de míster McCrindle lo que hizo que Tam se desequilibrara. En realidad no estoy seguro, pues todo ocurrió con rapidez. Míster McCrindle dijo algo y Tam pareció que miraba de reojo. Lo siguiente fue que había perdido el equilibrio y estaba con los pies por el aire. La sacudida por el cambio de dirección mandó la cadena serpenteando hacia arriba durante un momento. Un momento lo bastante largo para que la mordaza soltase el alambre y saliera volando hacia míster McCrindle. Éste todavía hablaba cuando le golpeó en un lado de la cabeza.

Me sonó como a «badajo» o quizá «vinejo». Dijera lo que dijese, las palabras se desvanecieron cuando míster McCrindle se desplomó. Di unos pasos hacia delante para cogerlo, y comprobé lo difícil que puede ser levantar a alguien cuando éste ya no se esfuerza por estar erguido. De modo que lo apoyé en la cerca.

Míster McCrindle tenía una expresión de sorpresa en la cara. Tenía los ojos abiertos de par en par, pero evidentemente estaba muerto.