Uno

—Te dejo al cargo de Tam y Richie —dijo Donald—. No pueden ir a Inglaterra solos.

—No, supongo que no.

—Nunca sabríamos qué se traen entre manos.

—No.

—De modo que desde hoy serás el encargado.

—Vale.

Esperó unos momentos para que digiriera la noticia; luego preguntó:

—¿No te parece que hace mucho calor aquí?

—Un poco, sí —contesté yo.

—Deberías haberlo dicho. —Donald se levantó de detrás de su escritorio y se desplazó hasta el tabique de madera, de donde salía la tubería de un radiador. Hizo girar un mando circular varias veces, en el sentido de las Agujas del reloj, antes de volver a instalarse en su asiento.

—Estas cosas se pueden controlar —observó—. Bueno, ¿alguna pregunta?

Se repantigó y esperó. Yo sabía qué tipo de preguntas esperaba que le hiciera, pero no se me ocurrió ninguna. No con él examinándome desde detrás de su escritorio del modo en que lo hacía. De momento sólo me vino a la mente una pregunta obvia.

—¿Por qué yo?

—No hay nadie más. Eres el último.

—Ah… bueno.

La mirada de Donald seguía fija en mí.

—No pareces muy contento —dijo.

—No, no es eso. Lo estoy, de verdad —contesté yo.

—Pues nadie lo diría. Después de todo, no nombramos nuevos encargados con frecuencia.

—Ya lo sé —dije—. Sólo me preguntaba… ¿se lo has dicho a ellos?

—Se lo ha dicho Robert.

—¿Robert?

—Sí.

—¿No se lo puedes decir tú?

—Robert es perfectamente capaz de hacerlo. —Se estiró para alcanzar la máquina de escribir y la acercó por encima de la mesa. Metió una hoja de papel en el carro de la máquina y se puso a teclear. Al cabo de un rato alzó la vista y vio que yo todavía seguía allí parado.

—¿Sí?

—¿No sería mejor que se lo dijeras tú? —pregunté.

—Y eso ¿por qué?

—Le daría cierta autoridad.

—¿Es que tú no tienes autoridad por ti mismo?

—Sí, pero…

—Bueno, entonces. —Donald continuó mirándome durante largo rato—. Sólo serán unas pocas semanas —dijo—. Luego podrás volver.

Se dedicó otra vez a su máquina de escribir, así que me marché. Evidentemente Donald lo tenía decidido, por lo que era inútil discutirlo más. Al cerrar la puerta a mis espaldas me detuve un instante y escuché. Dentro del despacho se había iniciado un tecleo irregular. Probablemente en aquel mismo momento estaba confiando al papel la decisión, conque eso era todo. Habría sido mejor si Donald se lo hubiera dicho él mismo, pero en realidad me daba igual. Lo del nuevo plan tampoco era para tanto. No había ningún motivo especial para preocuparse. Después de todo, sólo eran dos. Todo iría como la seda. La verdad, tenían su manera de hacer ciertas cosas, pero era normal. Era lo único que se podía esperar teniendo en cuenta lo mucho que llevaban juntos. Sólo teníamos que acostumbrarnos unos a otros, eso era todo. Decidí ir a verlos inmediatamente.

Su camioneta estaba aparcada al otro lado del patio. Cuando pasé camino del despacho de Donald estaban sentados dentro de la cabina. Ahora, sin embargo, no había rastro de ellos. Me acerqué y miré el revoltijo de herramientas y material disperso por la caja del vehículo. Parecía como si lo hubieran tirado todo allí con mucha prisa. Era evidente que sería necesario ordenar aquello antes de que pudiéramos hacer nada, de modo que me subí a la camioneta y fui marcha atrás hasta el depósito de material. Luego me quedé allí sentado y esperé a que aparecieran. Al echar una ojeada al interior de la cabina me fijé en las palabras «Tam» y «Rich» grabadas en el salpicadero. Encima había una caja de plástico con el almuerzo y una botella de Irn-Bru.

¿Dónde estaban ellos entonces? Parecía que hubieran desaparecido sin dejar rastro. Por lo que había oído, ése era del tipo de cosas que hacían todo el tiempo; sin excusas ni nada. En cualquier caso, es lo que me dijeron.

Al rato me harté de esperar e hice la ronda por el depósito de maderas. No los vi por ninguna parte, conque inicié la búsqueda por todos los almacenes y dependencias. Nada.

Finalmente, cuando no se me ocurría ningún otro sitio en el que mirar, volví a donde había empezado y me los encontré sentados dentro de la camioneta, comiendo unos sándwiches, estaban sentados uno al lado del otro en el asiento corrido, y miraban cómo me acercaba. Yo conocía a Richie de vista. Era el que estaba junto a la ventanilla. Por tanto, el otro tenía que ser Tam.

Hablé por la abertura.

—¿Todo bien?

—Todo bien —dijo Richie.

—¿Acabáis de volver?

—Ayer por la noche.

—Parece que será necesario ordenar un poco las cosas —dije, señalando las herramientas de la caja de la camioneta—. Pero antes terminad esos sándwiches.

Rodeé el vehículo y me subí por el lado del conductor. Tam me miró durante un momento cuando cerré de un portazo, pero se mantuvo en silencio. Ahora veía que Richie había sacado los sándwiches de la caja de plástico de encima de su regazo. Dio un trago de la Irn-Bru y se la tendió a Tam.

—Y no la dejes llena de babas —le dijo.

Tam bebió, bajó la botella y examinó su contenido.

Luego se volvió hacia mí.

—¿Quieres un poco?

—Bueno, gracias. —Cogí la botella y bebí los posos calientes del fondo—. Gracias —repetí, devolviéndosela.

—No hay de qué.

Tam le pasó la botella vacía a Richie, que volvió a enroscar el tapón antes de tirarla por la ventanilla.

Y entonces nos quedamos allí sentados sin decir nada. Richie a un lado, Tam en el medio y yo al volante. Mirábamos todos por el parabrisas. Era uno de esos días malos, con ráfagas de viento ocasionales que hacían balancearse el vehículo de lado a lado.

Hubo movimientos a lo lejos y Robert quedó a la vista. Lo observamos abrir la cancela para dejarle paso a Ralph. Parecía estar a punto de iniciar uno de sus largos paseos. No estaba claro si se fijó en que estábamos allí sentados en la camioneta, mirándole. Si lo hizo, no lo demostró. Se limitó a cerrar la cancela detrás de él y alejarse andando por los campos.

—Fíjate en Robert —comentó Richie.

Fue todo lo que dijo, pero por el silencio contenido que siguió a la observación, podría asegurar que Tam y Richie compartían algún chiste privado a costa de Robert. Me quedé callado.

Al cabo de un breve intervalo, dije:

—¿Ha venido Robert a hablar con vosotros?

—Acaba de venir —contestó Richie.

—Bien. Entonces ¿estáis de acuerdo?

—Tendremos que estarlo, ¿no?

—Supongo —dije.

Tam me miró un instante, pero por lo visto no tenía nada más que decir al respecto. Se volvió hacia Richie.

—¿Tienes un cigarro, Rich?

Richie rebuscó en un bulto que noté en el bolsillo de su camisa y sacó un paquete de tabaco. Luego se retorció hacia un lado y extrajo un encendedor de los vaqueros. Tendió un pitillo a Tam, le dio fuego, encendió el suyo, y allí nos quedamos callados unos minutos mientras ellos fumaban, y algunas gotas de lluvia dispersas caían sobre el techo de la cabina.

—Bueno —dije yo, cuando terminaron—. Será mejor que metamos mano a ese lío de herramientas.

Nos apeamos y miramos la caja de la camioneta. El montón de herramientas yacía en un charco poco profundo de agua de lluvia; unas cuantas estaban desajustadas y la mayoría mostraban las primeras señales de óxido. En principio aquello era el equipo de unos instaladores de cercas profesionales, pero la verdad es que parecía un montón de chatarra. Había herramientas para hacer agujeros, chismes para tensar alambradas, una barra de hierro oxidada (sin punta), unos cuantos cinceles y una mordaza de cadena; todo en diversos grados de deterioro. También varios rollos de alambrada. Lo único que parecía en estado potable era un enorme mazo para postes con una cabeza de acero fundido, que estaba ligeramente apartado.

—Ahí está Donald —murmuró Tam.

Inmediatamente los dos se pusieron a remover las herramientas. Donald había salido de su despacho y cruzaba el patio en nuestra dirección. Su repentina aparición tuvo un efecto claramente visible en Tam y Richie, cuyas caras mostraban una intensa concentración en el trabajo. Tam se estiró por encima de uno de los lados de la camioneta y sacó el mazo para postes.

—Me alegra ver que todavía sigue entero —dijo Donald cuando llegó.

Le quitó el mazo a Tam y lo puso, cabeza abajo, en el cemento. Richie, entretanto, se había echado uno de los rollos de alambrada al hombro y se disponía a meterlo en el depósito.

—Parece que de repente te ha entrado mucha prisa —dijo Donald.

Eso hizo que Richie vacilara tímidamente a medio camino con el rollo equilibrado en el hombro. Se volvió a medias y miró a Tam. Ahora Donald estaba fisgando dentro de la caja de la camioneta.

—Oídme, tíos, a ver si tenéis más cuidado con el equipo —dijo.

Tras una pausa sumisa, Richie volvió a ponerse en marcha hacia el depósito, pero Donald hizo que se detuviera otra vez.

—Deja eso ahora. Acaban de llamarme por teléfono, es algo importante. Será mejor que vengáis a la oficina.

Sin más comentarios, se dio la vuelta y anduvo hacia la puerta abierta. Sin decir nada, nos miramos unos a otros, y le seguimos.

Al entrar en la oficina observé que Donald había colocado dos sillas rígidas, una junto a la otra, delante de su escritorio. Yo ya había visto antes aquellas sillas tan duras. Tenían un tamaño un poco menor que el adecuado para un adulto, eran de madera, y pasaban la mayor parte del tiempo encajadas una encima de otra en un rincón, al lado del archivador. Era donde estaban antes, cuando hablaba con Donald. Casi ni me fijé en ellas, la verdad. Parecía que fueran a quedarse allí indefinidamente. Nunca se me ocurrió que aquellas dos sillas tan duras se guardaran para un propósito concreto. Estaban colocadas en ángulo recto y de modo simétrico delante del escritorio, y a Tam y Richie no había que decirles dónde sentarse.

Fui y me quedé junto al pequeño hueco de la ventana, medio apoyado en el radiador, que otra vez había sido puesto al máximo. Había otro cambio. Donald había quitado la pantalla de la luz del techo y cambiado la habitual bombilla de cien vatios por una más potente. La bombilla bañaba todos los rincones de la oficina con una luz lancinante.

Lenta y cuidadosamente, Donald se instaló en su asiento y se quedó sentado unos momentos mirando a Tam y Richie, que estaban al otro lado del escritorio.

—La cerca de míster McCrindle se ha aflojado —anunció al fin.