Harrison dio otro paso amenazador hacia nosotros.
—No me creéis, ¿verdad? —nos acusó.
Terri y yo estábamos demasiado asustados para responder.
—¿Qué… qué vas a hacernos? —pregunté vacilante.
Se nos quedó mirando, con la luz de las velas reflejada en su cara.
—Dejaré que os vayáis —dijo finalmente.
Terri soltó un grito de sorpresa.
Di un paso hacia atrás.
—Dejaré que os vayáis —repitió Harrison Sadler—. Examinad la zona derecha del cementerio. Marchaos. Marchaos ya. Id al cementerio.
—¿De verdad… de verdad que nos dejas marchar? —tartamudeé.
—Observad con detenimiento esa zona. Volveréis —aseguró Harrison misteriosamente—. Sé que volveréis.
«¡Que te crees tú eso!», pensé. El corazón me latía con fuerza.
Jamás volvería a aquella cueva tenebrosa.
—¡Marchaos! —gritó el viejo fantasma.
Terri y yo dimos media vuelta y salimos corriendo de ahí. Ninguno de los dos miró hacia atrás.
No pude dejar de ver la cara de Harrison durante todo el camino. Sus ojos maléficos, su pelo largo y desgreñado y sus dientes amarillos tras su sonrisa espectral habían quedado grabados en mi mente para siempre. Me estremecí al recordar su fuerza inhumana al arrastrarnos a Terri y a mí hacia la cueva.
Tampoco podía olvidarme de Sam, Louisa y Nat. ¡Era imposible que fueran fantasmas! Eran nuestros amigos. Habían tratado de advertirnos que el fantasma se estaba aproximando hacia nosotros. Nos habían contado que Harrison les había aterrorizado durante todas sus vidas y recordé el triste semblante de Nat cuando nos explicaba el miedo que le daban los fantasmas.
«¡Harrison Sadler es un mentiroso! —pensé con amargura—. ¡Un fantasma mentiroso de trescientos cincuenta años!».
Cuando llegamos a la playa nos detuvimos para tomar aliento.
—¡Es tan tenebroso! —recordó Terri.
—No puedo creer que nos haya soltado —respondí.
Me incliné, apoyando las manos en las rodillas y esperé a que el dolor del hombro empezara a calmarse.
No había ni rastro de nuestros tres amigos.
—¿Vamos al cementerio? —pregunté.
—Yo ya sé lo que quiere que veamos —aseguró Terri, mirando de nuevo hacia la cueva—. Ya sé lo que quiere que descubramos. Ahí es donde encontramos las lápidas de Louisa, Nat y Sam.
—Sí, ¿y qué?
—Harrison trata de asustarnos. Cree que así puede probar que ellos son fantasmas.
—Pero nosotros ya conocemos la historia sobre esas tumbas —concluí.
Nos adentramos en el bosque. Estaba refrescando.
La luz de la luna se filtraba a través de las ramas de los árboles, proyectando extrañas sombras en el camino.
Nos detuvimos al llegar a la entrada del cementerio.
—Creo que deberíamos entrar otra vez, Jerry —sugirió mi hermana.
Entré tras ella. Nos abrimos camino entre las lápidas y los matorrales hasta llegar a la zona que nos había indicado Harrison.
La luz de la luna iluminaba tenuemente las tumbas de los tres niños.
—¿Ves algo extraño? —preguntó Terri con voz susurrante.
Escudriñé atentamente la zona.
—Nada de nada.
Nos colocamos sobre las tumbas para inspeccionarlas mejor.
—Parece que esto está exactamente igual que ayer —dije—. Todo está en su sitio…, ¡ostras!
Me pareció ver algo diferente en una esquina.
—¿Qué ocurre?
Me esforcé para ver con más claridad.
—Creo que ahí hay alguna cosa…
—Pero, ¿qué? ¿Ves algo?
—¡Tierra fresca! En la esquina, al otro lado del árbol. Parece una tumba recién cavada.
—Es imposible —dijo Terri—. Comprobé todas aquellas lápidas. No se ha enterrado a nadie aquí desde hace cincuenta años por lo menos.
Avanzamos con sigilo en dirección al árbol.
—¡Tienes razón, Jerry! Es una tumba recién cavada.
Saltamos por encima del tronco sin separarnos, casi a la vez.
Aquel montón de tierra estaba ligeramente iluminado por la luna.
—¡Son dos tumbas! —exclamé—.Y tienen grabadas unas inscripciones.
Me agaché para leerlas. Terri se situó detrás de mí.
—¿Qué es lo que pone, Jerry?
Tenía la boca tan seca que no podía responderle.
—¿Qué te ocurre, Jerry?
—¡Dios mío, Terri! ¡Son para nosotros! ¡Lee, Terri!:
JERRY SADLER Y
TERRI SADLER