Pasamos toda la tarde con Agatha, cogiendo arándanos. Después preparamos con ellos un helado con un viejo molde de la despensa de nuestra prima. Nunca había probado un helado tan sabroso. Agatha aseguró que si estaba tan bueno era porque nosotros mismos nos habíamos encargado de recoger los arándanos.
A medida que se acercaba la hora de cenar, mi inquietud iba en aumento. Me parecía imposible que esa misma noche fuéramos a atrapar al fantasma.
Durante la cena, casi no probé bocado. A Agatha le sorprendió, pero yo dije que el helado me había quitado el hambre.
Después de cenar, mi hermana y yo ayudamos a nuestra prima en la cocina. Brad insistió en darme lecciones sobre nudos marineros. ¡Ninguno de ellos era más grande que el que yo tenía en el estómago!
Al cabo de un rato, Terri y yo les dijimos que íbamos a ir a la playa a tomar un poco de aire fresco. Fuimos a toda prisa al encuentro de nuestros tres amigos.
Era una noche clara y despejada. Cientos de estrellas parpadeaban en el cielo. El aire fresco era muy agradable. La luna llena permitía ver fácilmente sin la ayuda de las linternas.
Mi hermana y yo caminamos cuidadosamente y en silencio a lo largo del camino que conducía a la playa. Ninguno de los dos tenía ganas de hablar. Yo seguía pensando en la advertencia que me habían hecho papá y mamá para que evitara que Terri se metiera en problemas.
Bien, pues estábamos metidos en uno muy gordo. ¡En menudo lío nos encontrábamos… los dos! Probablemente los cinco.
Sam, Louisa y Nat estaban de pie en la orilla, esperándonos. La luna se reflejaba en el agua oscura. De pronto deseé que su luz no fuera tan intensa. Lo que íbamos a hacer requería oscuridad.
Cuando saludamos a nuestros tres amigos, me dio un vuelco el corazón.
Sam se llevó un dedo a los labios para indicar silencio, y en voz muy baja nos pidió que le siguiéramos. Entonces iniciamos sigilosamente nuestro camino a través de las rocas para llegar a la cueva.
—Mirad —susurré. La entrada volvía a estar iluminada por aquellos destellos de luz.
El fantasma estaba en casa.
Intenté estudiar la ruta que debíamos seguir —tendríamos que iniciar el ascenso por el mismo camino que habíamos elegido la otra vez. Pero en lugar de entrar, ahora treparíamos hasta llegar a lo alto de la colina.
Terri iba a mi lado, visiblemente inquieta.
—¿Estás lista? —pregunté.
Asintió con la cabeza. Tenía el semblante muy serio.
—Nosotros os esperaremos aquí —dijo Sam con un susurro—. Si el fantasma sale, nosotros nos encargaremos de distraerle. Buena suene.
Los tres hermanos se quedaron inmóviles, apiñados. Su expresión reflejaba miedo. Nat cogió la mano de su hermana.
—Adiós, Terri —se despidió el niño con su dulce voz. Creo que mi hermana le gustaba.
—Hasta dentro de un rato —le respondió Terri en voz baja—. No te preocupes, Nat. Nos libraremos de ese maldito fantasma. Vamos, Jerry.
Al ponernos en marcha, sentí que me flaqueaban las piernas. No nos detuvimos. Andábamos con cuidado.
Me giré para mirar a Terri, que me seguía a unos pocos metros. Respiraba con nerviosismo y entrecerraba los ojos para concentrarse mejor.
Alcanzamos la boca de la cueva. La luz brillaba con mucha intensidad desde el interior.
Señalé hacia la derecha. Terri asintió con la cabeza y me siguió, trepando por las rocas de ese lado de la cueva.
Las piedras estaban húmedas y resbaladizas. Nos ayudábamos con las manos para avanzar. El terreno era más abrupto de lo que había imaginado.
Hice acopio de valor para continuar. Era consciente de que bastaría un solo resbalón para provocar un desprendimiento. Eso alertaría al fantasma. Tuvimos mucha precaución para no perder el equilibrio. Me detuve un momento para coger aliento. Aproveché para echar un vistazo a la playa. Nuestros tres amigos no se habían movido.
Me apoyé en una roca con una mano, y con la otra les hice una señal. Nat me respondió de la misma forma. Sus dos hermanos permanecieron inmóviles.
Llegamos a lo alto de la cueva. La superficie de las rocas era lisa y llana. Me di la vuelta y alargué la mano para ayudar a mi hermana en su último esfuerzo.
Estudiamos la situación. Nos dimos cuenta de que las rocas que teníamos frente a nosotros no eran tan grandes como nos había parecido. Estaban apiladas, formando un sólido bloque. No parecía demasiado difícil hacerlas rodar hacia abajo.
Cuando me dispuse a mover aquel montón de piedras, miré por última vez a nuestros amigos.
Sam agitaba los brazos en el aire y daba saltos en la arena. Louisa y Nat también me hacían señas frenéticamente.
—¿Qué ocurre? —gritó Terri—. ¿Qué están haciendo?
—Intentan decirnos algo —respondí. Un escalofrío de terror me recorrió todo el cuerpo.
¿Habría salido el fantasma de la cueva? ¿Nos habría descubierto?
Respiré profundamente. Me sobrepuse al miedo y asomé la cabeza por encima de una de las rocas para observar la entrada.
No había nadie.
—¡Ten cuidado, Jerry! —gritó mi hermana—. ¡Te vas a caer!
Me incorporé.
—¡Eh! —Vi que los tres niños corrían hacia el bosque—. ¡Aquí está ocurriendo algo! ¡Larguémonos! —grité con voz entrecortada. Me invadió el pánico.
Me giré a tiempo para ver que el fantasma venía a por nosotros.
La luz de la luna permitía ver su cuerpo. Su mirada denotaba enfado.
Me agarró por el hombro y alargó su otro brazo para coger a Terri por la cintura.
—Venid conmigo —dijo con un ronco suspiro, el suspiro de la fatalidad.