Me quedé boquiabierto mirando fijamente las tres tumbas hasta que la imagen se volvió borrosa.

Tres tumbas. Tres niños.

Sam, Louisa y Nat.

Todos habían muerto a mediados del siglo XVII.

—No lo entiendo —dije. Al incorporarme, me sentí mareado—. No entiendo nada.

—Debemos contárselo a Brad y a Agatha —dijo Terri—. Todo esto es demasiado raro.

Regresamos a casa a toda prisa. Durante todo el camino no pude apartar de mi mente la imagen de aquellas tres lápidas.

Sam, Louisa y Nat.

Encontramos a nuestros primos en el jardín de la parte trasera de nuestra casa. Estaban sentados en los balancines.

Agatha sonrió cuando nos vio entrar corriendo hacia ellos, sin aliento.

—Chicos, siempre estáis corriendo. Me gustaría tener vuestra energía.

—Hemos ido al cementerio —solté bruscamente—. Tenemos que preguntaros una cosa.

—¿Ah sí? ¿Habéis estado calcando más lápidas? —preguntó, levantando las cejas.

—No hemos tenido tiempo de hacerlo —le respondió mi hermana—. Hemos estado leyendo las inscripciones. ¡En todas las tumbas está enterrado algún Sadler! ¡En todas!

Agatha asintió con la cabeza, sin dejar de balancearse, pero no dijo nada.

—¿Te acuerdas de aquellos chicos que conocimos en la playa? —proseguí—. Bueno, pues hemos encontrado las tumbas de Sam, Louisa y Nat Sadler. Murieron en 1640 y algo. ¡Son sus nombres!

Agatha y Brad no se inmutaron. Ella me sonreía.

—¿Cuál es el problema, Jerry?

—¿Cómo es posible que haya tantos Sadler en el cementerio del pueblo? —pregunté—. ¿Cómo puede ser que en esas lápidas estén grabados los nombres de nuestros amigos?

—Buena pregunta, Jerry —dijo Brad sin perder la calma.

—Me gusta que seáis tan observadores. Sentaos —propuso nuestra prima, sonriente—. Es una larga historia.

Terri y yo nos sentamos en el césped.

—Cuéntanos —le pedí impaciente. Agatha respiró profundamente.

—Durante el invierno de 1641, un numeroso grupo de Sadler, prácticamente toda la familia, vino en barco desde Inglaterra y decidió establecerse aquí. Eran unos aventureros que venían a iniciar una nueva vida. —Lanzó una mirada a Brad, que continuaba impasible, contemplando los árboles del jardín—. Fue uno de los peores inviernos de la historia de nuestro país —continuó Agatha—. Desgraciadamente, los Sadler no estaban preparados para el frío. Murieron todos, fue algo muy trágico. Fueron enterrados en este pequeño cementerio. Hacia 1642, apenas quedaba ningún superviviente.

Brad sacudió la cabeza e hizo un chasquido con la lengua. Agatha, que seguía balanceándose parsimoniosamente, retomó la historia:

—Vuestros amigos, Sam, Nat y Louisa, son vuestros primos lejanos, igual que Brad y yo. Les pusieron estos nombres en memoria de sus antepasados, los niños que están enterrados en el cementerio. Lo mismo ocurrió con nosotros. También hay dos tumbas para Agatha y Bradford Sadler en el cementerio.

—¿De verdad? —gritó Terri.

Agatha asintió de nuevo, solemnemente.

—De verdad, pero podéis estar tranquilos. Todavía no ha llegado nuestra hora, ¿verdad, Brad?

—No, cariño. —Brad negó con la cabeza y sonrió.

Terri y yo nos reímos.

Fue una risa de alivio.

¡Estaba tan contento de que todo aquello tuviera una explicación lógica! De repente estuve tentado de explicarles a mis primos lo del fantasma de la cueva, pero mi hermana empezó a enrollarse sobre las flores silvestres. Me acomodé en el césped y reservé mis pensamientos para mí.

A la mañana siguiente nos encontramos finalmente con Sam, Louisa y Nat en la playa.

—¿Dónde os habíais metido? —les pregunté—. Estuvimos esperándoos toda la tarde.

—¡Eh, tranquilos! —protestó Sam—. No nos dejaron salir porque estaba lloviendo.

—Ayer estuvimos en el cementerio —les explicó Terri—. Encontramos tres viejas lápidas con vuestros nombres.

Louisa y Sam intercambiaron sendas miradas.

—Son nuestros antepasados —dijo él—. Nos pusieron sus nombres en su memoria.

—Jerry me ha dicho que tenéis un plan para deshacernos del fantasma —interrumpió Terri. A mi hermana siempre le gusta ir al grano.

—Es cierto —dijo Sam con expresión seria—. Seguidnos. —Empezó a andar con paso rápido por la arena.

Corrí un poco para alcanzarlos.

—¡Uf! ¿Dónde vamos? No volveré a subir a la cueva. ¡Ni loco! —grité.

—Yo tampoco —coincidió Terri—. El fantasma ya me persiguió una vez, y tuve más que suficiente.

Sam me miró fijamente.

—No tenéis que volver a entrar en la cueva. Os lo prometo.

Nos condujo hasta las rocas que llevaban hasta ella. Miré hacia arriba, protegiéndome del sol con la mano.

Durante el día, la cueva no infundía tanto miedo. La luz diurna les confería a las rocas un aspecto totalmente diferente. La oscuridad de la entrada no resultaba tan amenazadora.

Sam la señaló.

—¿Os habéis fijado en aquellas grandes rocas amontonadas en lo alto de la cueva? —preguntó.

Sí, ¿y qué? —le respondí mientras las miraba de soslayo.

—Todo lo que tenéis que hacer es trepar hasta ellas y hacerlas caer hasta que bloqueen la boca de la cueva. Así el viejo fantasma quedará sepultado para siempre.

Terri y yo contemplamos durante unos instantes aquellas gigantescas rocas blancas. Cada una de ellas debía de pesar unos cien kilos.

—¿Bromeas? —pregunté indignado.

—Va en serio, Jerry —respondió Louisa, negando con la cabeza.

—¿Y crees que las rocas impedirán definitivamente la salida al fantasma? —seguí preguntando, sin apartar la vista. Aquel agujero oscuro parecía un enorme ojo negro que no dejaba de observarme—. ¿No podrá salir nunca más? ¡Es un fantasma! Seguro que puede pasar a través de las piedras.

—No, no puede —explicó Louisa—. La leyenda dice que la cueva es un santuario. Eso quiere decir que ningún ser maléfico que quede atrapado en su interior podrá franquear la salida. El fantasma quedará encerrado para siempre.

—Entonces, ¿por qué nunca lo habéis intentado vosotros?

—Nos da mucho miedo —respondió Nat espontáneamente.

—Si cometiéramos algún error, el fantasma no dejaría nunca de perseguirnos —continuó Sam—. Nosotros vivimos aquí. Encontraría nuestra casa y se vengaría de nosotros.

—Hemos esperado mucho tiempo la visita de algunos forasteros que pudiesen llevar a cabo nuestro plan —añadió la niña, rogándome con la mirada—. Tenía que ser alguien de confianza.

—Y si intentamos atrapar al fantasma esta noche y no lo conseguimos, ¿no vendrá a por nosotros? —pregunté.

—Todo va a salir bien —respondió solemnemente Sam—. Lo haremos en equipo. Si el fantasma saliera de la cueva, Nat, Louisa y yo le distraeríamos para que no se diera cuenta de vuestra presencia.

—¿Nos ayudaréis? ¡Por favor! —nos suplicó Louisa—. Ese viejo fantasma lleva toda la vida aterrorizándonos.

—La gente de por aquí os estaría eternamente agradecida —añadió Sam.

Dudé unos momentos. Había tantas cosas que podían salir mal…

¿Qué ocurriría si las piedras se desplazaban de nuevo?

¿Y si el fantasma lograba atravesarlas y descubría que Terri y yo éramos los culpables? ¿Qué sucedería si resbalábamos y caíamos desde lo alto de la cueva?

Decidí no hacerlo. De ninguna manera. No podíamos correr ese peligro. Era demasiado arriesgado.

Me volví para comunicarles mi decisión.

—Desde luego que os ayudaremos —oí decir a Terri.