Al día siguiente me desperté con el ruido de la lluvia. Bajé de un salto de la cama y corrí hacia la ventana. Soplaba un fuerte viento que formaba remolinos con la lluvia. El agua había formado unos estrechos surcos entre los sembrados de hortalizas que se extendían hasta el patio. Una espesa niebla había cubierto todos los árboles.
—Menudo tiempo que hace —dijo Terri irrumpiendo en mi habitación.
Me volví rápidamente.
—Escucha, Terri. Tengo que decirte una cosa. —Le conté la conversación que había mantenido la noche anterior con los tres hermanos Sadler.
Cuando terminé, Terri miró a través de la ventana.
—¿Qué vamos a hacer ahora? ¿Pero cómo vamos a ir a verles a la playa si está lloviendo de esta forma?
—No podemos. Tenemos que esperar a que amaine.
—Odio el suspense —se quejó mi hermana, y se fue rápidamente a su habitación para vestirse.
Me puse los tejanos viejos y rasgados a la altura de las rodillas y una sudadera gris, y salí corriendo para reunirme con todos y desayunar. Agatha nos había preparado puré de avena, cubierto con azúcar negro y mantequilla.
Después del desayuno, Brad encendió un acogedor fuego en el hogar. Terri esparció su colección de flores silvestres frente a él.
Mientras mi hermana pegaba algunas muestras de flores secas en cartulinas, yo me senté a esperar a que cesara la lluvia. ¡Maldita lluvia!
Hasta después de la comida no salió el sol. Tan pronto como pudimos escabullimos, Terri y yo corrimos hacia la playa.
Estuvimos esperando cerca de una hora. Me entretuve lanzando piedrecitas al agua y Terri se dedicó a buscar conchas. No había ni rastro de Sam, Nat ni Louisa.
—¿Qué hacemos ahora? —pregunté, dando una patada a una piedra. Habíamos perdido todo el día.
—He traído mis cosas para calcar lápidas —respondió mi hermana—. Vamos al cementerio.
Nos encaminamos hacia el pequeño cementerio. Trepamos por encima del viejo muro para escudriñar con la mirada. Las tumbas eran muy antiguas, y la mayoría de las lápidas estaban destrozadas, rotas o cubiertas por malas hierbas.
El bosque había invadido el cementerio. Dos árboles enormes habían brotado entre las tumbas y un pino gigante había derrumbado parte del muro, haciendo caer varías lápidas.
—Voy a ver si encuentro algo interesante cerca de ese pino —dijo Terri.
Se dirigió corriendo hacia él. La seguí sin darme prisa. La última vez que estuvimos allí no entramos muy adentro. Sin embargo, en esta ocasión no dudé en continuar.
Empecé a leer las inscripciones de las lápidas. Me detuve a leer la primera:
AQUÍ YACE EL CUERPO DE MARTIN SADLER
«Qué extraño —pensé—. Otro Sadler». Recordé que Sam nos había contado que Sadler era un apellido muy común en aquel pueblo. Posiblemente aquella zona del cementerio estaba reservada a la familia Sadler.
La lápida contigua era la de su esposa, Mary Sadler. Le seguían las de sus hijos, Sara y Miles.
Continué hasta la próxima hilera para seguir leyendo las inscripciones. Otro Sadler. Esta vez se trataba de un tal Peter. A su lado yacía Miriam Sadler.
Empecé a sentir miedo. ¿Es que todos los muertos del pueblo pertenecían a la familia Sadler?
Seguí avanzando. Una nueva hilera. Todos Sadler. Hiram, Margaret, Constance, Charity…
¿Sería un cementerio privado de los Sadler?
El grito de Terri rompió el silencio.
—¡Ven, Jerry!
Estaba de pie junto al árbol, con el rostro contraído por el miedo.
—¡Fíjate en eso! —exclamó asustada, señalando un grupo de lápidas que estaban a sus pies.
Miré las dos enormes piedras que Terri indicaba con el dedo:
THOMAS SADLER,
FALLECIDO EL 18 DE FEBRERO DE 1641
Y
PRISCILLA SADLER, ESPOSA DE THOMAS,
FALLECIDA EL 5 DE MARZO DE 1641
—Sí, ya me he dado cuenta —le dije—. Todo el cementerio está lleno de Sadler. Es sospechoso, ¿no crees?
—No, no. Me refiero a esas dos tumbas pequeñas —me indicó mi hermana, nerviosa.
Vi tres lápidas idénticas, alineadas al lado de las de sus padres. Se mantenían intactas. Estaban limpias, como si alguien hubiera estado cuidando de ellas.
Me agaché para leer las inscripciones:
SAM SADLER, HIJO DE THOMAS Y PRISCILLA
—¿Y qué? —Volví a ponerme de pie—. Lee la otra —me ordenó Terri. Me arrodillé:
LOUISA SADLER…
—Vaya… Apuesto a que adivino el próximo nombre.
—Seguro que sí —respondió Terri, con un suspiro tembloroso.
Miré la última de las lápidas:
NAT SADLER, FALLECIDO A LOS CINCO AÑOS DE EDAD