Lancé un grito entrecortado y forcejeé para girarme.

Aquellos dedos fríos se soltaron ligeramente.

—Chssst —susurró Terri—. Soy yo.

—¿Pero se puede saber qué estás haciendo? —gruñí con enfado.

—¿Y tú? ¿Qué estás haciendo tú?

—Estoy… estoy buscando la toalla —tartamudeé.

Terri se echó a reír.

—Estás buscando un fantasma, Jerry. Confiésalo.

Ambos alzamos la mirada hacia la cueva.

—¿Ves aquella luz? —susurré.

—¿Qué luz? —preguntó mi hermana.

—Aquella luz que parpadea en la cueva —contesté con impaciencia—. ¿Qué te pasa? ¿Es que necesitas gafas?

—Lo siento, pero yo no veo ninguna luz —dijo mi hermana—. Está completamente oscuro.

Volví a observar la entrada de la cueva, cubierta por una oscuridad absoluta.

Tenía razón. Los destellos de luz se habían desvanecido.

Por la noche, cuando me acosté en la cama, intenté poner en práctica lo que mi profesor de ciencias denomina “habilidades mentales críticas”. Se trata de conectar los hechos de los que dispones con los que todavía desconoces, y a partir de ahí llegar a alguna conclusión lógica.

Así que me pregunté: «¿Qué sé con toda certeza?».

Sabía que había visto una luz. Después, aquella luz desapareció.

Por lo tanto, ¿qué explicación había? ¿Había sido una ilusión óptica, o había sido Sam?

Oí unos ladridos de perro.

«Qué extraño», pensé. No había visto ningún perro por aquellos alrededores.

Me tapé los oídos con la almohada.

El ladrido se hacía cada vez más fuerte, más emotivo. Daba la sensación de que estaba justamente al lado de la ventana.

Me incorporé para sentarme a escuchar.

Recordé lo que nos había contado Nat: «Los perros reconocen a los fantasmas».

¿Era ése el motivo por el que aquel perro iba ladrando de aquel modo?

¿Había descubierto la presencia de algún fantasma?

Sentí un escalofrío y me levanté de la cama. Me dirigí de puntillas hasta la ventana y escudriñé el exterior.

No había ningún perro.

Seguí escuchando.

Los ladridos habían cesado.

Se oía el canto de los grillos y el susurro de los árboles.

—Aquí, perrito —dije en voz baja.

No hubo respuesta. Me estremecí de nuevo.

Reinaba el silencio.

«¿Qué está ocurriendo aquí?», me pregunté.

—Chssst. Vas a asustarlos —dijo Terri entre dientes.

El sol ya se había alzado tímidamente, dibujando una esfera roja en el cielo. Nos acercamos a un nido de gaviotas que mi hermana había descubierto el día anterior.

Observar pájaros era la afición número tres de Terri Sadler. A diferencia de calcar lápidas y recoger flores silvestres, ésta podía practicarla en casa, desde la ventana de nuestro apartamento.

Permanecimos agachados para verlas. A unos cinco metros, la madre gaviota estaba intentando reunir a sus tres crías para hacerles regresar al nido. Primero las persiguió en una dirección, después en otra.

—¿No son bonitas esas crías? —susurró Terri—. Parecen muñequitos de peluche, ¿verdad?

—Bueno, la verdad es que me recuerdan a las ratas —respondí.

—No seas idiota —me riñó Terri, propinándome un codazo.

Las observamos en silencio durante unos minutos.

—Bien, sigue contándome lo que ocurrió con aquel perro que ladraba ayer por la noche —dijo Terri—. Es raro que yo no lo oyera.

—No hay nada más que contar —contesté nervioso—. Dejó de ladrar cuando me asomé a la ventana.

Vi a los tres hermanos Sadler abajo, en la playa. Llevaban pantalones cortos y camisetas sin mangas. Caminaban con los pies descalzos por la orilla. Me levanté de un salto y me dirigí hacia ellos con paso rápido.

—¿Qué prisa tienes? —dijo mi hermana mientras me seguía.

—Quiero contarles lo de los destellos de luz. —¡Espera!— gritó mi hermana, escalando por las rocas detrás de mí.

Tropezamos con una piedra. Vi que Sam llevaba consigo dos cañas de pescar y que Louisa sostenía un cubo lleno de agua.

—Hola —dijo ella con amabilidad, y dejó el cubo en la arena.

—¿Habéis atrapado algo? —les pregunté.

—Nada de nada —respondió Nat—. Todavía no hemos empezado a pescar.

—Entonces, ¿qué hay en el cubo? —seguí preguntando.

Nat cogió el recipiente y sacó de él un pequeño pez plateado.

—Es un pez. Lo utilizamos como cebo.

Me incliné para ver desde más cerca. Había docenas de pececillos brillantes revolviéndose dentro del agua.

—¡Caramba!

—¿Queréis venir con nosotros? —preguntó Louisa.

Terri y yo intercambiamos una mirada. La idea de ir a pescar resultaba atractiva. Además, probablemente nos daría la oportunidad de preguntar sobre los destellos de la cueva.

—Claro, ¿por qué no? —dije.

Los seguimos por el camino de arena hasta una oscura laguna.

—Aquí solemos tener bastante suerte —aseguró Sam.

Sacamos un cebo del cubo, y el niño le clavó hábilmente el anzuelo. Después me alcanzó la caña.

El pececillo se agitaba violentamente de un lado a otro.

—¿Quieres probar tú? —preguntó. Me sorprendió que hubiera cambiado tan repentinamente y que fuera amable conmigo. ¿Acaso Louisa había hablado con él, o estaba preparándome para otra de sus bromas?

—Sí, claro, lo intentaré. ¿Qué tengo que hacer?

Sam me mostró cómo tenía que lanzar la caña. Mi primer intento no tuvo éxito. El cebo se quedó a medio metro de la orilla.

Sam se burló de mí y volvió a preparármelo para un nuevo intento.

—No te preocupes —me dijo acercándome otra vez la caña—. Para lanzar bien se necesita mucha práctica.

Aquel Sam era realmente diferente del que yo había conocido antes. Posiblemente necesitaba tiempo para mostrar su amistad.

—Y ahora, ¿qué debo hacer?

—Persistir. Y si notas un tirón, me lo dices. ¿Quieres intentarlo tú también? —le preguntó a Terri.

—Claro —respondió mi hermana. Sam se dispuso a coger otro cebo del cubo.

—Déjame a mí. Puedo hacerlo sola. Sam dio un paso hacia atrás y dejó que Terri hiciera los honores. «Otro de sus faroles», pensé.

Nunca la había visto colocar un cebo, y además detestaba todo lo que fuera viscoso.

Terri lanzó su caña sin que nadie la ayudara. Estaba a punto de descubrir su inexperiencia ante los demás cuando el hilo se enredó entre las ramas de unos árboles.

Todos lanzamos una carcajada, sobre todo cuando el pececillo saltó del anzuelo y cayó directamente sobre su pelo. Mi hermana empezó a gritar. Se sacudió el cabello con las manos y tiró bruscamente el pez al agua.

Sam se revolcaba de risa. De hecho todos estallamos en carcajadas. Estábamos tumbados sobre una gran roca de superficie lisa.

Tuve la impresión de que era un buen momento para volver a sacar el tema de la cueva.

—¿Sabéis una cosa? —empecé—. Ayer por la noche vine a la playa y vi los destellos de luz de los que me hablasteis.

La sonrisa de Sam se desvaneció al instante.

—¿Ah, sí?

Louisa mostró una expresión preocupada.

—¿Entraste en la cueva? Por favor, di que no.

—No, no entré —les dije.

—Es muy peligroso —prosiguió Louisa—. No deberías subir hasta allí. Lo digo en serio.

—Es cierto —coincidió Sam. Me miró fijamente a los ojos.

Lancé una mirada a Terri. Estaba seguro de lo que pensaba. Aquellos tres niños estaban realmente asustados pero no querían admitirlo. No querían hablar de ello.

La cueva les aterrorizaba.

¿Por qué?

Yo sólo estaba seguro de una cosa: tenía que descubrirlo.