Abrí la boca para lanzar un grito de terror, pero volví a cubrirme la cabeza con la sábana.
El silencio invadió la habitación. Yo temblaba de arriba abajo.
¿Dónde estaba el fantasma?
Asomé ligeramente la cabeza por debajo de la sábana.
Terri salió de detrás de las cortinas.
—¡Te he pillado! —exclamó.
—Estúpida —le dije con voz entrecortada—. ¿Cómo has podido hacerme esto?
—Pues muy sencillo, porque estas historias de fantasmas te han asustado, ¿o no?
Lancé un gruñido pero no respondí. El corazón seguía palpitándome con fuerza en el pecho.
Terri se sentó en el borde de la cama y se cubrió con la bata.
—No podía soportarlo —dijo, todavía con aquella sonrisa en su rostro—. Bajé para hablar contigo y te vi tapado con la sábana hasta la cabeza, era demasiado tentador.
—Pues la próxima vez te metes con alguien como tú —le respondí enfadado y mirándola con rabia—. Me he tapado hasta los ojos porque no podía dormir.
—Yo tampoco —continuó Terri—. Mi colchón está lleno de bultos. —Miró a través de la ventana—. Y además estaba pensando en aquel fantasma.
—Oye, ¿no eres tú la que no cree en fantasmas? —pregunté con ironía.
—Yo no creo en fantasmas, desde luego, pero Sam, Louisa y Nat sí que creen.
—¿Y?
—Y quiero descubrir por qué. ¿Tú no?
—Francamente, no. No tengo ningún interés en volver a ver a esos niños —añadí.
—Louisa parece simpática —dijo Terri, bostezando—. Es mucho más agradable que Sam. Creo que si le preguntamos a Louisa conseguiremos que nos cuente más cosas sobre el fantasma. Hoy ha estado a punto de hacerlo.
—No te creo, Terri —aseguré mientras me acercaba la sábana hasta la barbilla—. Ya has oído lo que ha dicho Agatha. A Sam le encanta inventarse cuentos.
—No creo que esto sea un cuento. Yo soy la científica de la familia, pero aquí está ocurriendo algo extraño, Jerry.
No contesté. Estaba recordando el esqueleto de aquel animal.
—Mañana volveré a preguntarles sobre el fantasma —dijo mi hermana.
—¿Cómo sabes que los veremos?
—Siempre los encontramos. ¿No te has dado cuenta? —Terri esbozó una sonrisa—. Estemos donde estemos, siempre aparecen. —Se calló por un instante—. ¿Crees que nos siguen?
—Espero que no.
—Eres un miedica. —Mi hermana se rió.
Me destapé inmediatamente.
—¡Yo no soy ningún miedica!
—¡Miedica! ¡Miedica! ¡Miedica! —Empezó a hacerme cosquillas. Le agarré el brazo y se lo doblé hacia la espalda. Entonces empecé a hacérselas yo.
—Retíralo —le advertí.
—¡Vale! ¡Vale! —gritó—. ¡No quería decir eso!
—¿Y nunca más volverás a llamarme miedica? —¡Nunca!
En cuanto le solté el brazo, corrió hacia la puerta.
—Te veré por la mañana, ¡miedica! Desapareció por la cocina.
A la mañana siguiente, cuando estábamos desayunando, Agatha preguntó:
—¿Qué planes tenéis para hoy, chicos?
—Ir a nadar —contesté, mirando a Terri.
—Tened cuidado con la marea —nos advirtió Brad—. Puede levantar del suelo a una persona.
Terri y yo nos miramos. Creo que nunca habíamos oído decir a Brad dos frases seguidas.
—Lo tendremos —prometió mi hermana—. A lo mejor en lugar de nadar nos meteremos en el agua hasta la cintura para ir caminando.
Agatha me dio un cubo de metal bastante viejo.
—Quizá queráis coger erizos o estrellas de mar.
Unos minutos más tarde agarré el cubo y un par de toallas viejas de playa y me dirigí con mi hermana hacia el sinuoso camino que conducía hasta la orilla.
Escalamos por las rocas hasta llegar a un lugar que no estaba demasiado lejos de la playa de arena y de la cueva.
Nos deslizamos por la enorme roca que había debajo y trepamos a cuatro patas por unas piedras. Llegamos a una especie de charco con musgo que había formado la marea. Estaba más o menos a un metro de la orilla, y era aproximadamente del tamaño de una piscina de plástico para niños.
—¡Mira, Jerry! —exclamó mi hermana, mirando hacia el mar—. Hay un montón de cosas por aquí. —Se acercó hasta un lugar donde el agua era verde y sacó una estrella de mar—. ¡Qué pequeñita! A lo mejor es un bebé.
La giró panza arriba. La estrella se agitó, como si pataleara.
—Hola, estrellita de mar —dijo como si tarareara una canción.
—¡Qué asco! Voy a buscar el cubo. —Trepé de nuevo por las rocas para ir al sitio donde habíamos dejado nuestras cosas.
Y ¿os imagináis quién estaba husmeando en ellas?
—¿Habéis encontrado algo interesante? —interrumpí bruscamente.
Sam levantó la cabeza.
—Me estaba preguntando de quién serían estas toallas —dijo, intentando disimular.
Nat y Louisa saltaron rápidamente por encima de las rocas.
—¿Dónde está Terri? —preguntó la chica.
Señalé el agua con el dedo.
—Abajo, en el charco que ha formado la marea. —Agarré el cubo.
Me siguieron. Terri sonrió al vernos. Seguramente se alegró de que estuvieran Louisa y sus hermanos.
—Mirad qué cosa más bonita que he encontrado —dijo mi hermana.
Había alineado la pequeña estrella de mar, dos erizos y un cangrejo ermitaño sobre la superficie de una roca lisa y grande.
Nos apiñamos para observarlos. Terri mostró la estrella de mar.
—No digáis que no es bonita —le dijo a Nat, que rió tontamente.
Pasamos unos minutos examinándolo todo. Nat se enrolló contándonos todo lo que sabía sobre cangrejos. Louisa le tuvo que cortar.
—Quiero saber más cosas sobre fantasmas —le dijo Terri a Louisa.
—No hay más que explicar —le respondió ella, y lanzó una mirada nerviosa a Sam. ¿Acaso no le había advertido que no volviera a hablar sobre ese tema?
—¿Dónde vive el fantasma? —prosiguió mi hermana tercamente.
Louisa y Sam intercambiaron una mirada.
—Vamos, chicos. Tiene que vivir en algún lugar —insistió de nuevo para que picaran.
Nat miró pensativamente hacia la playa y la cueva. La brisa hacía revolotear su fino pelo rubio. Se sacudió una mosca verde que se había posado en su brazo desnudo.
—¿Acaso vive en la playa? —siguió preguntando.
Nat asintió con la cabeza.
—¿O en la cueva? —aventuré yo.
El niño apretó sus labios.
—Lo sabía, en la cueva —dijo Terri con una sonrisa triunfal—. ¿Qué más?
Nat se escondió sonrojado detrás de su hermana Louisa.
—No quería decirlo —susurró.
—No pasa nada —le dijo Louisa, acariciando su cabello. Se giró hacia nosotros dos—. El fantasma es muy mayor. Nadie le ha visto salir nunca.
—¡Louisa! —dijo Sam bruscamente—. Creo que no deberías hablar de esto.
—¿Por qué no? —protestó ella—. Tienen derecho a saberlo.
—Pero si ni siquiera creen en los fantasmas…
—Bueno, a lo mejor nos hacéis cambiar de idea —respondió Terri—. ¿Estáis seguros de que existe un fantasma? ¿Vosotros lo habéis visto?
—Hemos visto los esqueletos —dijo Louisa.
—El fantasma sale cuando hay luna llena —intervino Nat, asomando la cabeza por detrás de la pierna de su hermana.
—Realmente no lo sabemos con certeza —puntualizó Louisa—. Siempre ha estado en la cueva. Hay quien asegura que desde hace cientos de años.
—Pero si vosotros no le habéis visto, ¿cómo sabéis que está en la cueva? —pregunté yo.
—A veces se ve el destello de una luz —respondió Sam.
—¿Una luz? —dije yo, partiéndome de risa—. A lo mejor es alguien con una linterna.
—No es ese tipo de luz —dijo Louisa, sacudiendo la cabeza—. Es muy diferente.
—Francamente, los destellos de una luz y el esqueleto de un perro no son suficientes para convencerme —intervine—. Creo que estáis intentando asustarnos de nuevo, pero esta vez no voy a caer.
Sam frunció el ceño.
—No importa —dijo—. No tenéis por qué creerlo.
—Realmente yo no lo creo —insistí.
Sam se encogió de hombros.
—Que lo paséis bien —dijo suavemente, y se encaminó hacia el bosque, dejando a sus hermanos atrás.
Tan pronto los perdimos de vista, Terri me dio un empujón.
—¿Por qué has hecho eso, Jerry? Estaba empezando a sacarles información.
—¿No te das cuenta de que quieren asustarnos? —dije agitando la cabeza—. No hay ningún fantasma. Es otra de sus bromas estúpidas.
Terri me miró con dureza.
—No estoy tan segura —dijo entre dientes.
Miré hacia el hueco negro que formaba la entrada de la cueva. A pesar de ser una mañana muy calurosa, un escalofrío me recorrió el cuerpo.
¿Había un fantasma escondido allí dentro?
¿Lo quería averiguar realmente?
Agatha había preparado pollo con verduras para cenar. Comí todo lo que me había puesto en el plato, excepto los guisantes y las zanahorias. Las verduras no me gustan.
Terri y yo estábamos ayudando a Agatha a recoger la mesa.
—Jerry, me parece que falta una de las toallas de playa. ¿No te llevaste dos esta mañana? —preguntó Agatha.
—Me parece que sí —respondí.
—¿Nos olvidamos una en la playa? —preguntó Terri.
—No creo, pero iré a echar un vistazo —contesté, intentando recordar.
—No te preocupes —dijo Agatha—. Está oscureciendo. Puedes ir mañana.
—No importa —aseguré. Lancé mi trapo y salí corriendo por la puerta trasera sin darle tiempo a decir nada más.
Estaba contento de tener algún pretexto para escapar. Aquella cocina me estaba sofocando, casi no había espacio para moverse.
Me dirigí por el camino hasta la orilla. Quería estar solo. Terri y yo nos llevamos francamente bien, pero algunas veces me gusta estar solo.
Encontré la roca donde habíamos dejado las toallas aquella mañana. No había ni rastro de la que nos habíamos olvidado. Pensé que quizá la había cogido Sam. A lo mejor estaba planeando colocársela en la cabeza, esconderse y saltar sobre nosotros para asustarnos.
Miré fijamente hacia la cueva. Su oscuridad contrastaba con el cielo azul.
«¿Qué es eso?», pensé.
Parpadeé y di un paso hacia delante.
¿Era una luz que destellaba desde la cueva?
Me acerqué un poco más. Debía ser el reflejo de la luna, alzándose entre los pinos.
No. Me di cuenta de que no era la luna. Me aproximé. No podía apartar la vista de aquella pálida luz tan fantasmal que se filtraba por la abertura de la cueva.
«¡Es Sam! —me dije—. Sí, es Sam. Está ahí arriba, encendiendo cerillas para ver si me creo lo de la luz».
¿Tenía que subir?
Las zapatillas de deporte se hundían en la arena conforme iba avanzando.
La luz, que cada vez se volvía más resplandeciente, revoloteaba en la entrada de la cueva. Parpadeaba. Flotaba en el aire, danzando lentamente.
«¿Tengo que ir hasta ahí? —me pregunté—. ¿De verdad tengo que hacerlo?».