No recuerdo cómo llegamos al cementerio.

Lo que sí recuerdo es que oscurecía y que estábamos allí.

A medida que caminábamos, mi hermana Terri y yo íbamos dejando atrás hileras de viejas lápidas, agrietadas y cubiertas de musgo. Aunque era verano, todo estaba envuelto por una niebla gris y húmeda. El aire resultaba escalofriante.

Sentí un estremecimiento y me puse la chaqueta.

—¡Espera, Terri! —dije.

Ella iba delante, como siempre. Los cementerios le atraen mucho.

—¿Dónde estás? —grité.

Me esforcé en ver a través de la niebla. A lo lejos podía distinguir la sombra de su figura, deteniéndose a cada instante para examinar alguna lápida.

En la que tenía a mis pies había grabada esta inscripción:

EN MEMORIA DE JOHN,

HIJO DE DANIEL Y SARAH KNAPP,

QUE MURIÓ EL 25 DE MARZO DE 1766

A LA EDAD DE 12 AÑOS Y 22 DÍAS.

«¡Qué extraño!», pensé. Aquel niño tenía más o menos mi edad cuando murió. Yo cumplí doce años en febrero, y Terri once en el mismo mes.

Seguí caminando deprisa. De repente se levantó un fuerte viento. Busqué a mi hermana entre las hileras de tumbas. Había desaparecido entre la espesa niebla.

—¡Terri! ¿Dónde estás? —grité.

Me llegó su voz.

—Estoy aquí, Jerry.

—¿Dónde?

Me abrí paso entre la neblina y las hojas. El viento remolineaba a mi alrededor.

Se oyó un débil y largo aullido, cerca.

—Debe de ser un perro —murmuré.

Los árboles agitaban sus hojas sobre mí. Me estremecí.

—Jeeeerryyy… —La voz de Terri sonó a kilómetros de distancia.

Avancé unos pasos y me detuve un momento a descansar, apoyándome en una alta lápida.

—¡Terri! ¡Espérame, no te vayas tan lejos!

Volví a oír otro largo aullido.

—¡Vas por otro camino! —gritó mi hermana—. Estoy aquí.

—Estupendo, muchas gracias —dije en voz baja. ¿Por qué no tendré una hermana a la que le guste el fútbol en lugar de explorar cementerios?

El viento remolineó con un ruido profundo, levantando una columna de hojas, polvo y tierra que me sacudió en la cara. Cerré los ojos con fuerza.

Al abrirlos de nuevo, vi a Terri arrodillada ante una pequeña tumba.

—No te muevas —continué—. Ahora voy. Acorté camino entre las lápidas hasta llegar a ella. —Está oscureciendo —dije—. Larguémonos ya de aquí.

Me giré, pero al dar el primer paso algo me agarró por el tobillo.

No conseguí liberarme porque me sujetaba con fuerza.

Era una mano que surgía de entre la tierra de la tumba.

Lancé un grito agudo.

Terri también se asustó.

Pataleé con fuerza, luchando por escapar.

—¡Corre! —gritó Terri.

Pero yo ya estaba corriendo.

Caminábamos tambaleantes por encima de la hierba húmeda, cuando de pronto unas manos verdes aparecieron por todos lados y nos agarraron los tobillos.

Amagué hacia la izquierda e inmediatamente hice fuerza hacia la derecha.

—¡Corre, Terri! ¡Corre! —dije—. ¡Mueve las piernas!

Podía oír sus pasos detrás de mí. Entonces ella lanzó un grito de terror.

—¡Jerry! ¡Me han atrapado! Yo jadeaba profundamente. Me giré y vi dos grandes manos que rodeaban sus tobillos.

Me quedé inmóvil, viéndola debatirse. —¡Ayúdame, Jerry! ¡No me va a soltar!— suplicó.

Cogí aliento y me lancé hacia ella. —Agárrate a mí— le ordené, manteniendo firmemente mis brazos.

Di una patada con todas mis fuerzas a las manos que la sujetaban, pero no la soltaron.

—¡No puedo moverme! —dijo entre sollozos.

El suelo empezó a temblar bajo mis pies. Bajé la vista y vi más manos que brotaban de la tierra.

La cogí por la cintura y tiré de ella.

—¡Muévete! —le grité desesperado.

—¡No puedo!

—¡Sí que puedes! ¡Sigue intentándolo! —le exigí—. ¡No! —Lancé un grito al sentir que manos me aprisionaban los tobillos.

Ahora me habían agarrado a mí.

Los dos estábamos atrapados.