Le tapé la boca a Kareen con la mano.

—¡Corre! —grité a tía Benna—. ¡Corre… ahora!

Con un airado grito de ataque, tía Benna bajó el hombro y arremetió contra el doctor Hawlings. Rugió como un jugador de fútbol, y lo aplastó contra la cabaña.

El doctor Hawlings gritó alarmado. La linterna se le cayó de la mano y rodó por el suelo.

Me aparté de Kareen corriendo y seguí a mi tía.

Mis pasos retumbaron en la hierba al correr hacia los árboles.

Casi habíamos llegado al margen del claro cuando Carolyn apareció ante nosotros.

—¿Tenéis prisa? —sonrió, impidiéndonos el paso—. La noche es joven.

Tía Benna y yo giramos sobre nuestros talones. El doctor Hawlings se nos había acercado por la espalda. Estábamos atrapados.

Carolyn alzó la linterna y miró a tía Benna entornando sus ojos plateados.

Carolyn sonreía. Una sonrisa fría y desagradable.

—¿Qué tal estás, Benna? Te hemos echado de menos.

—Basta de tonterías —murmuró el doctor Hawlings, gesticulando con la linterna—. Es demasiado tarde para regresar al campamento. Tendremos que pasar la noche aquí.

—Qué acogedor —se burló Carolyn, mirando a tía Benna con aquella fría sonrisa dibujada en los labios.

Tía Benna hizo una mueca de desprecio y desvió la mirada.

—Carolyn, creía que eras mi amiga.

—Aquí, todos somos buenos amigos —dijo el doctor Hawlings—. Y los buenos amigos tienen que compartirlo todo. Por eso vas a compartir el secreto de la selva con nosotros, Benna.

—¡Nunca! —afirmó mi tía, cruzándose de brazos.

—«Nunca» no es una palabra propia de los amigos —se mofó el doctor Hawlings—. Por la mañana, volveremos al campamento. Entonces nos lo dirás todo, Benna. Nos revelarás todos tus secretos y nos transmitirás la magia de la selva a Carolyn y a mí.

—Como una buena amiga —añadió Carolyn.

—Vamos —concluyó el doctor Hawlings. Apoyó su pesada mano en mi espalda y me empujó hacia la cabañita. Kareen estaba sentada en el suelo, con el cuello de la camiseta subido, la espalda apoyada en una de las paredes.

»Tú y Benna, a la cabaña —ordenó el doctor Hawlings dándome otro brusco empujón—. Así os tendremos vigilados.

—Estas perdiendo el tiempo, Richard —replicó tía Benna. Intentó que su voz sonara decidida, pero no pudo impedir que le temblara.

El doctor Hawlings nos obligó a entrar en la cabaña a oscuras. Tía Benna y yo nos echamos en el suelo.

A través de las rendijas de las paredes, veía moverse los haces de las linternas.

—¿Van a vigilarnos durante toda la noche? —susurré.

Tía Benna asintió.

—Ahora somos sus prisioneros —me respondió en voz baja. Suspiró—. Pero no permitiremos que se apoderen de la magia de la selva—. ¡Ni hablar!

Me arrimé más a mi tía.

—Si nos negamos —le dije en voz muy baja—. ¿Qué van a hacernos?

Tía Benna no respondió.

—¿Qué van a hacernos? —repetí.

Bajó la mirada y no respondió.