—¡Kaliá! —grité a pleno pulmón, pero no sirvió de nada: seguí hundiéndome más y más en aquella ciénaga de arena húmeda—— ¡Kaliá!
Nada.
Braceé en el aire y alcé los ojos hacia el pálido cielo azul, hacia los árboles que se erguían al final del claro.
Hasta donde alcanzaba la vista, no había más que árboles.
No había nadie que pudiera ayudarme.
—¡Oh! —De repente me di cuenta de por qué la palabra mágica no surtía efecto. No tenía la cabeza reducida—. Se me había caído al resbalar en las arenas movedizas.
¿Dónde estaba? ¿Dónde?
¿Se había hundido en la arena?
Frenéticamente, recorrí con la mirada la superficie pardoamarillenta. La arena húmeda burbujeaba a mi alrededor como una sopa espesa.
Seguí hundiéndome y de pronto vi la cabeza reducida.
Estaba en la superficie. Los ojos negros miraban al cielo. Tenía el pelo enmarañado, esparcido sobre la arena.
Con un grito de emoción, alargué las manos e intenté cogerla.
No. Estaba demasiado lejos, justo varios centímetros fuera de mi alcance.
—¡Mmmrnmm! —gruñí roncamente mientras luchaba por alcanzarla.
Alargué los brazos cuanto pude y me incliné hacia delante en la arena, estirando el cuerpo para intentar alcanzarla. Lo intenté, cerrando la mano, dando manotazos en el aire sobre la arena mojada.
Pero no sirvió de nada.
No podía cogerla. La cabeza estaba a un palmo de las yemas de mis dedos.
Un palmo que me pareció un kilómetro.
Imposible. Imposible.
Los dedos sólo asían el aire. No podía alcanzarla. Me di por vencido.
Dejé caer las manos pesadamente en la arena mojada y exhalé un suspiro de derrota.