No podía mover las piernas. Estaba demasiado hundido en la arena caliente y húmeda.
La arena me llegaba hasta la cintura.
«Esto no tiene fondo —pensé—. Voy a seguir hundiéndome hasta que me cubra la cabeza, y desapareceré para siempre».
Mis amigos Eric y Joel me contaron que las arenas movedizas no existen. Ahora deseaba que hubieran tenido razón. ¡Yo podría demostrarles lo equivocados que estaban!
Abrí la boca para pedir socorro, pero estaba demasiado aterrorizado para articular ningún sonido: sólo me salió un chillido agudo.
«¿De qué me servirá gritar? —me pregunté—. No hay nadie en kilómetros a la redonda. Nadie va a oírme».
La arena se espesaba y endurecía a medida que me hundía más y más. Alcé los brazos, abriendo y cerrando las manos, como si intentara agarrarme a algo.
Probé a mover las piernas. Intenté impulsarme con ellas, como si nadara o pedaleara en una bicicleta, pero la arena era demasiado espesa y profunda.
Ahora, respiraba agitadamente presa del terror. Aspiraba el aire a grandes bocanadas.
Abrí la boca una vez más para pedir ayuda y se me ocurrió una idea.
—¡Kaliá! —grité con voz aguda y atemorizada—. ¡Kaliá!
No pasó nada.