Me puse en pie de un salto. Agité los brazos en el aire. Di patadas en el vacío.
Tenía el cuerpo cubierto de hormigas rojas gigantes.
Cientos y cientos de hormigas me subían por los brazos, las piernas, el pecho.
Sus patas puntiagudas me arañaban la garganta y la nuca. Me quité una grandísima de la frente y luego otra de la mejilla.
Me palpé más arriba y noté que me corrían por el pelo.
—¡Ohhhh! —De mi garganta salió un ronco gemido cuando empecé a sacudirme el pelo y las enormes hormigas rojas cayeron al suelo. Tenía las manos cubiertas de multitud de ellas.
Caí de rodillas y me di manotazos en el pecho para quitarme los insectos del cuello. Empecé a rodar frenéticamente por la hierba, mojada por el rocío.
Rodé y me sacudí las hormigas. Rodé y rodé, intentando aplastar los insectos, intentando echarlos de mis piernas. Cogí otro buen puñado de mi pelo y los arrojé a un frondoso arbusto.
Me puse en pie con dificultad, retorciéndome y arqueándome, quitándome las enormes hormigas rojas.
Pero eran demasiadas. La piel me picaba y me escocía. Sus diminutas patas hormigueaban por mis brazos, mis piernas, mi pecho.
El picor era tan intenso que apenas podía respirar.
«Me estoy asfixiando —me dije—. ¡Las hormigas van a ahogarme!».
—¡Kaliá! —grité, retorciéndome y sacudiéndome el cuerpo—. ¡Kaliá!
Para mi sorpresa, las hormigas empezaron a despegarse de mi cuerpo.
—¡Kaliá! —volví a gritar.
Las hormigas cayeron al suelo a montones. Saltaban de mi pelo, se escurrían desde mi frente, desde la pechera de mi camiseta.
Las miré estupefacto mientras caían al suelo. Luego se escabulleron, subiéndose unas encima de las otras, huyendo en desbandada por la hierba.
Me froté el cuello y las piernas. El cuerpo entero seguía picándome, aún sentía la comezón por todas partes.
Pero las enormes hormigas se habían ido. Todas habían huido cuando yo había gritado mi palabra especial.
Mi palabra especial.
Me miré la camiseta, rascándome para aliviar el horrible picor. En el bolsillo, los ojos de la cabeza reducida brillaban con un intenso resplandor amarillo.
—¡Caramba! —Cogí la cabeza y la saqué del bolsillo. La sostuve frente a mí—. ¡Kaliá! —grité.
Los ojos brillaron con más intensidad.
Mi palabra especial.
¿De dónde procedía aquella palabra? No lo sabía. Creía que me la había inventado, pero de repente comprendí que la palabra era el secreto de la magia de la selva.
La palabra… y la cabeza reducida.
De alguna forma, la palabra había reavivado la magia de la selva. Cuando la pronuncié, las hormigas saltaron y salieron huyendo en desbandada.
Observé la pequeña cabeza con nuevos ojos. El corazón me latía desbocado. Me concentré en la cabeza, meditando profundamente.
Sí. Poseía la magia de la selva.
El doctor Hawlings y Carolyn tenían razón.
Aunque yo no lo supiera, poseía la magia de la selva. La palabra «Kaliá» era la clave que desentrañaba el secreto. Me había ayudado a librarme de las enormes hormigas rojas. ¿Me ayudaría a encontrar a tía Benna?
—¡Si! —grité—. ¡Si!
Sabía que lo haría. Ahora, sabía que podía encontrarla.
La selva y sus criaturas ya no me daban miedo. Nada que pudiera acechar en aquella selva calurosa y enmarañada me producía ningún miedo.
Poseía la magia de la selva. La poseía y sabía cómo usarla.
Ahora, tema que encontrar a tía Benna.
Un rojo sol matinal surgió tras las copas de los árboles. El aire ya era caliente y húmedo. Los pájaros gorjeaban y piaban en las ramas de los árboles.
Con la linterna en una mano y la cabeza reducida en la otra, empecé a correr hacia el sol.
«Estoy yendo hacia el este —me dije—. El sol sale por el este».
¿Era la dirección correcta para encontrar a mi tía?
Sí. Estaba seguro de que no me equivocaba. «La magia de la selva me guiará —decidí—. Sólo tengo que seguirla y me llevará hasta tía Benna».
Pasé corriendo por marañas de carnosas lianas y espesa maleza. Me agaché para sortear lisas ramas de árbol blancas. Las anchas hojas de inmensos helechos verdes restallaban a mi paso.
El sol me dio de lleno en la cara al atravesar un ancho claro de arena. El sudor me resbalaba por la frente.
—¡Eh…!—grité cuando mis pies se hundieron en la suave arena.
Resbalé y perdí el equilibrio. Para no caer, braceé en el aire.
La linterna y la cabeza reducida cayeron en la arena.
—¡Eh…!
Empecé a hundirme.
La arena me apresaba fuertemente los tobillos, las piernas.
Agité los pies. Braceé como un loco.
Me puse de rodillas para intentar salir de la arena, pero me hundía cada vez más deprisa.
La arena ya me llegaba a la cintura.
Era increíble. Cuanto más me movía, más deprisa me hundía en aquella ciénaga de arenas movedizas.