Me pasé el día explorando los límites de la selva con Kareen. Descubrimos una especie de arañas amarillas asombrosas, casi del tamaño de mi puño. Y Kareen me enseñó una planta que puede atrapar un insecto cerrando las hojas de golpe y que no vuelve a abrirlas hasta que lo ha digerido completamente.
Caramba.
Subimos a un árbol no muy alto que tenía la corteza muy lisa. Nos sentamos en unas ramas y charlamos un rato.
En mi opinión, Kareen no está mal, aunque es muy seria. No se ríe mucho que digamos y encima no le gusta la selva.
La madre de Kareen murió cuando ella era muy pequeña. Le gustaría volver a Nueva Jersey y vivir con su abuela, pero su padre no la deja.
Mientras hablaba con ella, yo seguía pensando en la magia de la selva y cada vez estaba más convencido que yo no tenía nada de eso.
Desde luego, siempre me habían gustado las pelis, los libros y juegos que hablaran de la selva. Siempre había pensado que las selvas eran una pasada, pero eso no significa que tenga poderes especiales ni nada por el estilo.
Pero ahora tía Benna había desaparecido y sus amigos de Baladora estaban tan desesperados por encontrarla que me habían traído hasta aquí.
¿Qué podía hacer yo?
Aquella noche, mientras intentaba conciliar el sueño, esas preguntas no me dejaban en paz. Me quedé mirando el techo, totalmente desvelado.
Había una hilera de seis o siete barracas con los techos planos detrás de la barraca del laboratorio. Cada uno dormía en su propia choza.
En la mía había una estrecha cama con un colchón delgado y con bultos, una mesita de noche baja sobre la que dejé mi cabeza reducida, una pequeña cómoda con todos los cajones atrancados, salvo el último, un estrecho armario en el que apenas cabía la ropa que había traído y un cuarto de baño diminuto en la parte de atrás.
A través de la tela mosquitera que cubría la ventana abierta, oía el zumbido de los insectos. Y a lo lejos, oí un chillido, el grito de algún animal.
«¿Cómo puedo ayudar a encontrar a tía Benna? —me preguntaba mientras miraba el techo a oscuras y escuchaba aquellos extraños ruidos—. ¿Qué puedo hacer?».
Intenté recordarla. Intenté recordar su visita a casa cuando yo tenía cuatro años.
Me imaginé a una mujer morena y bajita, rechoncha como yo, con un sonrosado rostro redondo en el que brillaban unos penetrantes ojos oscuros.
Recordaba que hablaba muy deprisa. Tenía la voz bastante vibrante y daba la impresión de que siempre estaba entusiasmada. Muy entusiasmada.
Y recordaba…
Nada más.
Eso era todo lo que podía recordar sobre mi tía.
¿Me transmitió la magia de la selva? No. No me acordaba de nada relacionado con eso.
Me pregunto: ¿cómo se transmite magia a alguien?
No dejaba de darle vueltas y más vueltas.
Me esforcé por recordar más cosas de cuando nos vino a ver, pero fue en vano.
Carolyn y el doctor Hawlings habían cometido un terrible error. «Se lo diré por la mañana —decidí—. Les diré que se han equivocado de chico».
«Un terrible error…». Las palabras se repetían en mi mente.
Me senté en la cama. No conseguía dormir ni a tiros. Todas aquellas reflexiones me habían desvelado.
Decidí dar un paseo por las inmediaciones del campamento. A lo mejor me iba a explorar la zona donde los árboles se espesaban y empezaba la selva.
Me acerqué silencioso a la tela mosquitera de la entrada y asomé la cabeza. Mi barraca era la última de la fila. Desde la puerta, veía las demás. Todas estaban a oscuras. Kareen, Carolyn y el doctor Hawlings se habían ido a dormir.
Cauuuuu, cauuuuu. El extraño grito se repetía en la lejanía. Una suave brisa meció la hierba. Las hojas se estremecieron y crepitaron casi imperceptiblemente.
Llevaba una ancha camiseta de deporte muy larga que me tapaba los pantalones cortos. No hacía falta que me vistiera, decidí. «No hay nadie más despierto. Además, sólo voy a dar una vuelta».
Me puse las sandalias. Aparté la tela mosquitera y salí.
Cauuuuu, cauuuuu. El grito se oyó un poco más cerca.
El aire nocturno era caliente y húmedo, casi tan cálido como durante el día. El vapor de agua se había condensado y mis sandalias resbalaban en la hierba mojada, que me hacía cosquillas en los pies.
Dejé atrás las silenciosas y oscuras barracas. A mi derecha, los árboles se inclinaban y se mecían. Sombras negras contra un cielo púrpura. Aquella noche no había luna ni estrellas.
«A lo mejor, dar un paseo no es tan buena idea» —me dije—. A lo mejor está demasiado oscuro.
«Necesito una linterna», concluí. Recordé la advertencia que Carolyn me había hecho antes, cuando me enseñó dónde iba a dormir: «No salgas nunca por la noche sin linterna. Por la noche nosotros ya no somos los dueños y los animales campan por sus respetos».
La parte de atrás del laboratorio se erguía ante mí. Decidí dar media vuelta. De pronto me di cuenta de que no estaba solo.
En la oscuridad, vi dos t) jos que me devolvían la mirada.
Sofoqué un grito. Un escalofrío me recorrió la espalda.
Aguzando la vista en la noche púrpura, vislumbré otro par de ojos.
Y luego otro, y otro.
Ojos oscuros que me miraban inmóviles, sin parpadear.
Ojos oscuros, unos encima de los otros.
Me quedé petrificado. Era incapaz de moverme.
Sabía que estaba atrapado. Eran demasiados. Demasiados.