—¿Qué está diciendo?
Me quedé mirando al doctor Hawlings con extrañeza.
No tenía ni idea de qué estaba hablando.
¿Era la Magia de la selva algún juego de ordenador? ¿Como el Rey de la selva?
¿Por qué creía que yo la tenía?
—Tienes la magia de la selva —repitió, devolviéndome la mirada con aquellos misteriosos ojos azules—. Deja que te explique.
—Papá, dale un respiro —interrumpió Ka-reen—. Lleva cien horas de viaje. ¡Debe de estar hecho polvo!
Me encogí de hombros.
—Sí. Estoy un poco cansado.
—Siéntate —me ofreció Carolyn. Me condujo hasta un alto taburete junto a la mesa de laboratorio. Luego se volvió hacia Kareen—. ¿Te queda alguna Coca-Cola?
Kareen abrió una neverita que había junto a la pared del fondo.
—Unas cuantas —respondió y se agachó para alcanzar la bandeja de abajo—. Supongo que Ernesto me traerá otra caja la próxima vez que venga.
Kareen me trajo una lata de Coca-Cola. La abrí y me la llevé a la boca. El líquido frío me produjo una agradable sensación al bajar por mi reseca garganta.
Kareen se inclinó sobre la mesa, muy cerca de mí.
—¿Has estado alguna vez en la selva?
Tragué más Coca-Cola.
—No. En realidad, no. Pero he visto muchas películas de la selva.
Kareen se echó a reír.
—No es como en las películas. O sea, no hay manadas de gacelas y de elefantes que se juntan para abrevar. Al menos, no en Baladora.
—¿Qué animales hay en la isla? —pregunté.
—Mosquitos, más que nada —respondió Kareen.
—Hay unas aves muy bonitas de color rojo que se llaman íbises escarlata —intervino Carolyn—. Son increíbles. Se parecen a los flamencos, pero mucho más llamativos.
El doctor Hawlings me había estado observando todo el tiempo. Se acercó a la mesa y se sentó en un taburete frente a mí.
Me puse la lata fría en la frente. Luego la dejé en la mesa.
—Hablame de mi tía Benna —le pedí.
—No hay gran cosa que decir —respondió el doctor Hawlings, frunciendo el ceño—. Estaba estudiando una nueva especie de caracol arbóreo que encontró en esta parte de la selva, pero una noche no regresó.
—Estamos muy preocupados —dijo Carolyn, enroscándose un mechón de pelo. Se mordió el labio inferior—. Muy preocupados. Buscamos por todas partes. Luego decidimos que tú podrías ayudarnos.
—Pero ¿cómo voy a ayudaros? —me extrañé—. Ya os lo he dicho: nunca he estado en la selva.
—De todas formas, tienes la magia de la selva —me respondió Carolyn—. Benna te la transmitió la última vez que fue a verte. Lo hemos leído en los cuadernos de Benna que hay ahí encima.
Carolyn señaló el montón de cuadernos negros apilados en la estantería de la pared. Los miré, meditando profundamente. Seguía sin entender nada.
—¿Tía Benna me transmitió alguna clase de magia? —pregunté.
El doctor Hawlings asintió.
—Pues sí. Tenía mucho miedo de que el secreto cayera en malas manos, y decidió confiártelo a ti.
—¿No te acuerdas? —preguntó Carolyn.
—Yo era muy pequeño —les dije—. Sólo tenía cuatro años. No me acuerdo. Yo diría que no me transmitió nada.
—Sí que lo hizo —insistió Carolyn—. Sabemos que tienes la magia de la selva. Sabemos que…
—¿Cómo? —interrumpí—. ¿Cómo sabéis que la tengo?
—Porque viste brillar la cabeza reducida —respondió Carolyn—. La cabeza sólo brilla para las personas que tienen la magia. Lo leímos en los cuadernos de Benna.
Tragué saliva. De repente, volvía a sentir la garganta seca. El corazón empezó a palpitarme enloquecido.
—¿Me estáis diciendo que tengo alguna clase de poderes mágicos? —pregunté con un hilillo de voz—. Pero yo no noto nada extraño ni raro. ¡Nunca he hecho nada mágico!
—Pues tú tienes la magia —insistió el doctor Hawlings en voz baja—. Una magia con cientos de años de antigüedad, procedente de los pueblos oloya que habitaban esta isla.
—Eran jíbaros —añadió Carolyn—. Vivieron hace siglos. La cabeza que te llevé perteneció a los oloya. Hemos descubierto muchísimas más.
—Pero tu tía ha descubierto el secreto de su antigua magia —concluyó el doctor Hawlings— y te la transmitió a ti.
—¡Tienes que ayudarnos a encontrarla! —exclamó Kareen—. ¡Usa la magia para encontrar a la pobre Benna… antes de que sea demasiado tarde!
—Lo-lo intentaré —prometí.
Pero en mi interior, pensé: «Han cometido un grave error».
A lo mejor me habían confundido con algún otro.
Yo no tengo ninguna magia de la selva. Ninguna magia en absoluto.
¿Qué podía hacer?