Me quedé boquiabierto, casi sin aliento. Me aferré a los brazos del asiento con ambas manos.

Entonces vi la sonrisa de Carolyn. Negó con la cabeza, mirando a Ernesto.

—Mark es demasiado listo para ti —le dijo—. No va a creerse una broma tan tonta como ésa.

Ernesto se rió. Me miró entornando sus ojos oscuros.

—Te lo has creído, ¿verdad?

—Ah, ah. ¡Qué va! —Carraspeé. Aún me temblaban las rodillas—. Sabía que lo decías en broma —mentí—. Más o menos.

Carolyn y Ernesto se echaron a reír. —Qué malo eres— le dijo Carolyn a Ernesto.

Los ojos de Ernesto centellearon. Su sonrisa se desvaneció.

En la selva, tienes que acostumbrarte a pensar deprisa —advirtió.

Volvió a ocuparse de los mandos. Yo volví a mirar por la ventana mientras la isla de Baladora pasaba vertiginosamente a nuestros pies. Pájaros blancos de grandes alas sobrevolaban los árboles verdes y enmarañados.

Habían limpiado una franja de tierra cerca del litoral meridional de la isla. Más allá, se veían las olas del océano rompiendo contra las oscuras rocas.

El avioncito tocó tierra con brusquedad, con tanta brusquedad que las rodillas me dieron un salto. Volvimos a saltar en la pista de aterrizaje sin asfaltar y llena de baches. Por fin, el avión se detuvo.

Ernesto apagó el motor y abrió la puerta de los pasajeros.

Luego nos ayudó a bajar del avión. Tuvimos que agachar la cabeza.

Ernesto sacó nuestras maletas del avión. Carolyn llevaba su pequeña bolsa de lona. Mi maleta era un poco más grande. Las dejó en la pista de aterrizaje y nos dijo adiós con dos dedos de la mano. Entonces el piloto volvió a meterse en su avioncito rojo y cerró la puerta tras de sí.

Cerré los ojos cuando las hélices empezaron a girar y me echaron arena encima. En cuestión de segundos, Ernesto ya había despegado. El avión ganó altura con rapidez y pasó casi rozando los árboles al final de la pista de aterrizaje.

Luego giró bruscamente y emprendió el viaje de regreso. Carolyn y yo cogimos las bolsas.

—¿Adónde vamos ahora? —pregunté, entornando los ojos para protegerme del sol.

Carolyn señaló con un dedo.

Más allá de la estrecha pista de aterrizaje sin asfaltar, se extendía un claro de hierba muy crecida. En el margen del claro, donde empezaba el bosque, vi una hilera de barracas bajas y grises.

—Es nuestro campamento —me dijo Carolyn—. Construimos la pista de aterrizaje justo al lado. El resto de la isla es selva. No hay carreteras ni casas, excepto éstas. Son tierras vírgenes.

—¿Tenéis televisión por cable?

Se detuvo en seco y se echó a reír. Creo que no esperaba que yo hiciera un chiste.

Llevamos las maletas a las barracas bajas y grises.

El sol matinal aún estaba bajo en el cielo, pero el aire ya era caliente y húmedo. Vi cientos de diminutos insectos blancos —alguna clase de mosquito— que volaban sobre la hierba, precipitándose en distintas direcciones y zumbando como locos. A lo lejos, oí el grito agudo de un pájaro, seguido de una larga y triste respuesta.

Carolyn andaba muy deprisa, a grandes zancadas, ignorando los veloces mosquitos blancos.

Corrí para no quedarme atrás.

El sudor me bajaba por la frente. La nuca empezó a picarme. ¿Por qué tenía Carolyn tanta prisa?

—Aquí estamos en una especie de cárcel, ¿verdad? —dije, observando los retorcidos árboles de poca altura que se erguían detrás del campamento—. O sea, ¿cómo salimos de la isla cuando hayamos terminado?

—Conectamos con Ernesto por radio —respondió Carolyn sin aminorar el paso—. Tarda menos de una hora en llegar desde el continente.

Aquello me tranquilizó un poco. Corrí por la hierba, esforzándome por seguir el paso de Carolyn.

El peso de mi maleta empezaba a ser molesto. Con la mano libre, me quité el sudor de los ojos.

Nos estábamos acercando al campamento. Ahora tía Benna saldría corriendo a recibirme. Pero no vi señal alguna de presencia humana.

Había una antena de radio colgando de un lado del tejado. Las barracas eran cuadrados perfectos, con el tejado plano. Parecían cajas puestas del revés. En las paredes habían abierto ventanas cuadradas.

—¿Qué es eso que tapa todas las ventanas? —pregunté a Carolyn.

—Tela mosquitera —me respondió. Se volvió hacia mí—. ¿Has visto alguna vez un mosquito del tamaño de tu cabeza?

Me reí.

—No.

—Bueno, pues aquí lo verás.

Volví a reírme.

¿Estaba bromeando? ¿No?

Nos dirigimos a la primera barraca, la más grande de toda la hilera. Dejé la maleta, me quité la gorra de béisbol y me sequé la frente con la manga de la camisa. Caray. Sí que hacía.

Una tela mosquitera daba entrada a la barraca. Carolyn la apartó para dejarme pasar.

¡Tía Benna…! —llamé ilusionado. Dejé la maleta en el suelo y entré corriendo—. ¿Tía Benna?

Los rayos del sol se filtraban por la tela que cubría la ventana. Mis ojos tardaron unos segundos en acostumbrarse a la penumbra.

Sobre una mesa vi un batiburrillo de tubos de ensayo y otros instrumentos, y más allá una estantería toda llena de cuadernos y libros.

—¿Tía Benna?

Entonces la descubrí. Mi tía llevaba una bata blanca de laboratorio y estaba junto al fregadero que había en la pared, dándome completamente la espalda.

Se dio la vuelta, secándose las manos con una toalla.

No. No era tía Benna.

Era un hombre. Un hombre canoso con una bata blanca de laboratorio.

Tenía mucho pelo y lo llevaba peinado hacia atrás.

Incluso en aquella penumbra, distinguí el color azul claro de sus ojos, azules como el cielo. Unos ojos extrañísimos. Parecían de cristal azul, o de mármol.

Sonrió, pero no a mí.

Estaba sonriendo a Carolyn.

Me señaló ladeando la cabeza.

—¿La tiene? —le preguntó a Carolyn. Tenía la voz ronca y quebrada.

Carolyn asintió.

—Sí. Sí que la tiene. —Observé que respiraba trabajosamente, a bocanadas cortas y poco profundas.

¿Estaba agitada? ¿Nerviosa?

El hombre esbozó una sonrisa. Me pareció que sus ojos azules Centelleaban.

—Hola —le saludé incómodo. No entendía nada. ¿Qué significaba aquella pregunta? ¿Qué era lo que yo tenía?—. ¿Dónde está mi tía Benna?

Antes de que el hombre me respondiera, una jovencita salió de la habitación del fondo. Tenía el pelo rubio y liso, y los ojos del mismo color azul claro que el hombre. Llevaba una camiseta blanca y pantalones cortos también blancos. Debía de tener más o menos mi edad.

—Es mi hija Kareen —explicó el hombre con su voz ronca, en una especie de susurro—. Soy el doctor Richard Hawlings. —Se volvió hacia Kareen—. Es el sobrino de Benna, Mark.

—¡No me digas! —respondió Kareen con brusquedad, poniendo los ojos en blanco. Me miró—. Hola, Mark.

Hola —contesté, aún confuso.

Kareen se echó el pelo rubio por detrás de los hombros.

—¿Cuántos años tienes?

—Doce.

—Yo también.

—¿Y no vas al colé?

—Este trimestre no, porque mi padre me ha traído a esta isla de mala muerte. —Miró a su padre enfurruñada.

—¿Dónde está mi tía? —le pregunté al doctor Hawlings—. ¿Ha salido a trabajar o algo así? Creía que la encontraría aquí cuando llegara.

El doctor Hawlings clavó sus extraños ojos azules en mí. Tardó mucho en responder.

—Benna no está —declaró finalmente.

—¿Qué? —No estaba seguro de haber oído bien. Costaba entender su voz quebrada—. ¿Está… mm… trabajando?

—No lo sabemos —respondió.

Kareen jugueteaba con un mechón de pelo. Se lo enroscaba con el dedo sin dejar de mirarme.

Carolyn se puso detrás de la mesa de laboratorio y apoyó los codos en el tablero. Descansó la cabeza entre las manos.

—Tu tía Benna ha desaparecido —anunció.

Sus palabras fueron como un mazazo en mi cabeza. Desde luego, no me lo esperaba. Además, lo había soltado sin darle mayor importancia, sin una pizca de sentimiento.

—¿Ha… desaparecido?

—Desapareció hace unas cuantas semanas —dijo Kareen, mirando a su padre—. Nosotros tres hemos hecho todo lo posible por encontrarla.

—No-no lo entiendo —tartamudeé. Me metí las manos en los bolsillos de los tejanos.

—Tu tía se ha perdido en la selva —aclaró el doctor Hawlings.

—Pero, Carolyn dijo… —empecé.

El doctor Hawlings alzó la mano para que me callara.

—Tu tía se ha perdido en la selva, Mark.

—Pero-pero ¿por qué no se lo dijeron a mamá? —pregunté, confuso.

—No queríamos que se preocupara —respondió el doctor Hawlings—. Al fin y al cabo, Benna es la hermana de tu madre. Carolyn te ha traído aquí porque tú puedes ayudarnos a encontrarla.

—¿Eh? —Me quedé boquiabierto del susto—. ¿Yo? ¿Qué puedo hacer yo?

El doctor Hawlings se acercó a mí y me miró fijamente a los ojos.

—Puedes ayudarnos, Mark —repitió en un ronco susurro—. Puedes ayudarnos a encontrar a Benna porque tú tienes la magia de la selva.