—Tu tía Berma quiere que vayas a verla a la selva —me dijo mamá durante el desayuno, al día siguiente.

Se me cayó la cuchara en el cuenco de los cereales. Abrí la boca como un buzón.

—¿Qué?

Mamá y Carolyn me sonrieron divertidas. Supongo que les gustaba darme sustos.

—Carolyn ha venido por eso —me explicó mamá—, para llevarte a Baladora con ella.

—¿Por-por qué no me lo habíais dicho? —grité.

—No queríamos contártelo hasta que lo tuviéramos todo preparado —respondió mamá—. ¿No estás entusiasmado? ¡Vas a ver una selva de verdad!

—¡Entusiasmado no es exactamente la palabra! —exclamé—. Estoy… estoy… estoy… ¡Y yo qué sé cómo estoy!

Se rieron a la par.

—¡Yo también voy! —afirmó rotundamente Jessica, irrumpiendo en la cocina.

¡Qué pesada!

—No, Jessica —dijo mamá, apoyando una mano en el hombro de mi hermana—. Esta vez le toca a Mark.

—¡No hay derecho! —gimoteó Jessica, apartando la mano de mamá con enfado.

—¡Sí, señora! ¡Kaliá! —exclamé con entusiasmo. Luego me puse de pie de un salto y bailé una danza alrededor de la mesa de la cocina para celebrarlo.

—¡No hay derecho! ¡No hay derecho! —repetía Jessica.

—Jessica, a ti no te gusta la selva —le recordé.

—¡Sí que me gusta! —insistió.

—La próxima vez te tocará a ti —le prometió Carolyn, dando un largo sorbo a su café—. Estoy segura de que a tu tía le encantaría enseñarte la selva, Jessica.

—Sí, cuando seas mayor —me burlé Ya sabes, la selva es demasiado peligrosa para una criá como tú.

Naturalmente, cuando le dije aquello a mi hermana no tema ni idea de lo peligrosa que puede llegar a ser la selva. Ni idea de que me aguardaban peligros que ni tan siquiera podía imaginar.

Después del desayuno, mamá me ayudó a hacer el equipaje. Yo quería llevar pantalones cortos y camisetas, porque sabía que en la selva hacía mucho calor.

En cambio Carolyn insistió en que me llevara camisetas de manga larga y tejanos, porque íbamos a andar entre plantas y lianas llenas de pinchos. Además, en la selva hay montones de insectos.

—Tienes que protegerte del sol —me instruyó Carolyn—. Baladora está muy cerca del ecuador y el sol pica mucho. La temperatura ronda los cuarenta grados durante casi todo el día.

Por supuesto, no me olvidé de llevarme la cabeza reducida. No quería que Jessica le pusiera las zarpas encima mientras yo no estaba.

Ya lo sé, ya lo sé. A veces me paso un poco con mi hermana.

De camino al aeropuerto, pensé en la pobre Jessica, que se quedaba en casa mientras yo me iba a vivir unas apasionantes aventuras con tía Benna.

Decidí traerle un recuerdo superguay de la selva. Un poco de hiedra venenosa, a lo mejor. O alguna serpiente. ¡Ja, ja!

En el aeropuerto, mamá no paraba de abrazarme y decirme que tuviera cuidado. Luego, otra dosis de abrazos. La verdad es que me hacía sentir bastante violento.

Por fin, llegó la hora de que Carolyn y yo subiéramos al avión. Yo estaba asustado y entusiasmado, contento y preocupado. ¡Tenía la cabeza hecha un lío!

—¡No te olvides de escribirnos! —gritó mamá mientras yo seguía a Carolyn hacia la puerta de embarque.

—¡Si es que encuentro un buzón! —le contesté yo. No creía que hubiera buzones en la selva.

El vuelo fue muy largo. Tan largo, ¡que pusieron tres películas seguidas!

Carolyn pasó mucho tiempo leyendo sus cuadernos de notas y papeles. Pero cuando los auxiliares de vuelo sirvieron la cena, descansó un rato y me habló de lo que Benna había estado haciendo en la selva.

Según Carolyn, tía Benna había hecho apasionantes hallazgos: por ejemplo, había descubierto dos especies de plantas desconocidas hasta entonces. Una es un tipo de planta trepadora a la que puso su nombre: Benna-lepictus, o algo así.

Carolyn dijo que tía Benna estaba explorando partes de la selva virgen y que estaba desvelando secretos de todo tipo ocultos en la jungla. Secretos que la harán famosa cuando se decida a revelarlos.

—¿Cuándo fue la ultima vez que vino a veros tu tía? —preguntó Carolyn. Estaba intentando abrir el envoltorio de plástico de los cubiertos.

—Hace muchísimo tiempo. Ya casi no me acuerdo de cómo es tía Benna. Yo sólo tenía cuatro o cinco años.

Carolyn asintió.

—¿Os trajo algún regalo especial? —preguntó. Sacó el cuchillo de plástico y empezó a untar mantequilla en su panecillo.

Fruncí el ceño, concentrándome.

—¿Algún regalo especial?

—¿Os trajo algo de la selva cuando os vino a ver? —preguntó Carolyn.

Dejó el panecillo en la bandeja y me miró. Volvía a llevar las gafas oscuras, por lo que no podía verle los ojos, pero me dio la sensación de que no los apartaba de mí y de que me estaba estudiando

—No me acuerdo —respondí—. Sé que no me trajo nada tan guay como la cabeza reducida. ¡Eso sí que es una pasada!

Carolyn no sonrió. Volvió a ocuparse de su bandeja. Me di cuenta de que estaba pensando en sus cosas.

Después de la cena me quedé dormido. Volamos durante toda la noche y aterrizamos en el sudeste de Asia.

Llegamos justo después del alba.

El cielo que surcaba el avión era de un intenso color púrpura, un color impresionante que yo no había visto hasta entonces. Un enorme sol rojo se elevaba despacio sobre el fondo púrpura.

—Aquí cambiamos de avión —me anunció Carolyn—. Un avión de reacción tan grande como éste no podría aterrizar en Baladora. Desde aquí tenemos que coger un avión muy pequeñito.

Desde luego, el avión era pequeñito. Parecía de juguete. Estaba pintado de un rojo apagado y llevaba dos hélices rojas en las delgadas alas. ¡Incluso busqué con la mirada las cintas de goma que hacen girar las hélices!

Después Carolyn me presentó al piloto. Era un hombre joven que llevaba una camisa estampada roja y amarilla, y pantalones cortos caqui. Tema el pelo negro engominado y un bigote negro. Se llamaba Ernesto.

—¿Vuela esta cosa? —le pregunté.

Me sonrió con malicia por debajo de su bigote.

—Eso espero —respondió chasqueando la lengua.

Me ayudó a subir las escaleras metálicas que conducían a la zona de pasajeros. Luego se encaramó a la cabina.

Carolyn y yo nos acomodamos en nuestros asientos. ¡En la parte de atrás, sólo cabíamos nosotros dos!

Cuando Ernesto puso el avión en marcha, el motor resopló y renqueó como una cortadora de césped al arrancar.

Las hélices empezaron a girar. El motor rugió tan alto que no logré captar lo que nos gritaba Ernesto.

Al final, me imaginé que nos estaba diciendo que nos abrocháramos los cinturones de seguridad.

Tragué saliva y miré por la diminuta ventanilla. Ernesto sacó el avión del hangar marcha atrás. El estruendo era tal que deseé taparme los oídos.

«Esto va a ser emocionante —pensé—. ¡Será como volar en un ala delta!».

Unos minutos después, estábamos en el aire, sobrevolando a poca altura un océano verdiazul. El intenso sol matinal resplandecía sobre el agua.

El avión daba tumbos y vibraba. Yo notaba la fuerza del viento, que nos hacía saltar.

Después de un rato, Carolyn empezó a señalarme las islas que se veían a nuestros pies. En su mayoría, eran verdes y estaban ribeteadas de arena amarilla.

—Todas son islas selváticas —me dijo Carolyn—. ¿Ves ésa de ahí? —Señaló una extensa isla con forma oval—. Hace años encontraron tesoros de piratas enterrados, oro y joyas que valían una fortuna.

—¡Qué guay! —exclamé.

Ernesto manipuló los mandos y redujo altura; bajó tanto que incluso se distinguían los árboles y la maleza. Parecía que todos los árboles estuvieran entrelazados unos con otros. No vi carreteras ni caminos.

El agua del océano cobró un color verde más oscuro. El motor rugía mientras el avión daba tumbos para sortear los fuertes vientos.

—¡Ahí delante está Baladora! —me dijo Carolyn. Señaló por la ventana una isla que acababa de aparecer en nuestro campo visual. Baladora era más grande que las demás islas y era muy alargada. Tenía la forma de una media luna.

—¡Es increíble que tía Benna esté ahí abajo! —exclamé.

Carolyn sonrió detrás de sus gafas oscuras.

—Pues te aseguro que sí está.

Aparté la vista de la ventana cuando Ernesto giró el asiento para mirarnos. Por su expresión, enseguida me di cuenta de que algo le preocupaba.

—Tenemos un pequeño problema —dijo a gritos para que lo oyéramos en medio de aquél estruendo.

—¿Un problema? —preguntó Carolyn.

Ernesto asintió muy serio.

—Sí. Un problema. ¿Sabes…? No sé cómo se aterriza con esto. Tendréis que saltar.

El pánico me cortó la respiración.

—Pero-pero-pero… —balbuceé—. ¡No tenemos paracaídas!

Ernesto se encogió de hombros.

—Intentad caer sobre algo blando —se limitó a aconsejarme.