Se me cortó la respiración. Mamá me estrujó el hombro.

Jessica empezó a reírse.

Otra de sus estúpidas bromas.

Se pasó la cabeza de una mano a otra y empezó a burlarse de mí.

—Qué tonto eres, Mark. Es que te lo crees todo.

—¡Devuélveme la cabeza! —grité enfadado. Crucé corriendo el salón y la atrapé.

Ella empezó a tirar de la cabeza, pero yo la tenía muy bien agarrada.

—¡Eh, le has hecho un arañazo! —protesté chillando.

Así era. Me acerqué la cabeza a los ojos para examinarla. Jessica le había hecho un largo arañazo blanco en el lóbulo de la oreja derecha.

—Jessica, por favor —ordenó mamá, cruzándose de brazos y bajando la voz, como suele hacer cuando está a punto de perder la paciencia—. Compórtate. Tenemos visitas.

Jessica se cruzó de brazos y miró a mamá haciendo un mohín.

Mamá se dirigió a Carolyn.

—¿Cómo le va a mi hermana Benna?

Carolyn se quitó las gafas de sol y las guardó en el bolsillo del impermeable. Tenía los ojos de un color gris plateado. Sin las gafas oscuras parecía mayor, tal vez debido a las muchas arrugas que tenía alrededor de los ojos.

—Bien —contestó—. Trabaja mucho. Demasiado. A veces, desaparece en la selva durante días enteros.

Carolyn suspiró y empezó a desabrocharse el impermeable.

—Ya sabe que, para Benna, el trabajo es toda su vida —continuó—. Dedica todo su tiempo a explorar las selvas de Baladora. Quería venir a verles, pero al final no se decidió a marcharse de la isla y me envió a mí en su lugar.

—Bueno, es un placer conocerla, Carolyn —dijo afectuosamente mamá—. Siento no haber sabido que venía, pero una amiga de Benna es siempre bienvenida.

Cogió el impermeable de Carolyn. La amiga de mi tía llevaba pantalones caqui y una camisa de manga corta del mismo color.

Parecía la ropa auténtica de un explorador de la selva.

—Siéntese —le ofreció mamá—. ¿Le apetece tomar algo ?

—Una taza de café me sentaría bien —contestó Carolyn. Empezó a seguir a mamá hacia la cocina, pero se detuvo y me sonrió—. ¿Te gusta el regalo?

Miré la cabeza arrugada y correosa que tenía entre mis manos.

—¡Es preciosa! —afirmé.

Aquella noche, antes de acostarme, puse la cabeza sobre la cómoda y le retiré el espeso pelo negro de la cara. La frente era de color verde oscuro y estaba tan arrugada como una pasa. Los vidriosos ojos negros miraban fijos al frente.

Carolyn me había dicho que la cabeza tenía más de cien años. Me apoyé en la cómoda y me quedé mirándola. Parecía imposible que alguna vez hubiera pertenecido a una persona de carne y hueso.

Puaj.

¿Cómo había perdido aquel tío la cabeza?, me pregunté.

¿Y quién decidió reducirla? ¿Y quién se la quedó después de que la redujeran?

Deseé que tía Benna hubiese venido. Ella me lo habría explicado todo.

Carolyn dormía en la habitación de invitados al final del pasillo. Nos habíamos quedado en el salón, hablando acerca de tía Benna toda la velada.

Carolyn había descrito el trabajo que Benna estaba realizando en aquella isla selvática y las increíbles cosas que estaba descubriendo en Baladora.

Mi tía Benna es una científica bastante famosa. Lleva casi diez años en Baladora estudiando la flora y la fauna de la selva.

Me encantó escuchar los relatos de Carolyn. Era como si mi juego de ordenador del Rey de la selva hubiera cobrado vida.

Mi hermana se puso un poco pelma porque quería jugar con mi cabeza reducida, pero yo no la dejé. Ya le había hecho un rasguño en la oreja.

—No es un juguete, es una cabeza humana —le dije a mi hermana.

—Te la cambio por dos de mis canicas —propuso Jessica.

¿Estaba loca?

¿Por qué iba a cambiarle un valioso tesoro por dos canicas?

A veces, Jessica me preocupaba.

A las diez, mamá me dijo que me fuera a dormir.

—Carolyn y yo tenemos que hablar de algunas cosas —anunció. Les di las buenas noches y subí a mi habitación.

Coloqué la cabeza reducida en la cómoda y me puse el pijama. Cuando apagué la luz, me dio la impresión de que los ojos negros centelleaban fugazmente.

Me senté en la cama y luego me acosté. Los rayos de luna entraban por la ventana y bañaban la habitación de luz plateada. Con aquel resplandor, distinguía la cabeza perfectamente: me miraba desde la cómoda, estaba bañada en sombras.

«Qué mueca tan horrible —pensé con un escalofrío—. ¿Por qué tiene esa expresión tan espeluznante?».

Me respondí a mí mismo: «¡Tú tampoco estarías tan campante, Mark, si alguien te redujera la cabeza!».

Me quedé dormido mirando aquella cabecita tan fea.

Dormí profundamente, sin soñar.

No sé durante cuánto tiempo estuve dormido, pero en plena noche, me despertaron unos aterradores susurros:

—Mark… Mark…