Era casi de noche cuando Martins comenzó a caminar a lo largo de la orilla del canal: al otro lado de las aguas se veían los semidestrozados baños de Diana, y, a lo lejos, el gran círculo negro de la Noria del Prater, quieta sobre las casas en ruinas. Por allí, al otro lado de las aguas grises, estaba el Segundo Bezirk, de propiedad rusa. St. Stephanskirche lanzaba su enorme chapitel herido al cielo que cubría la Ciudad Interior y, al subir la Kärntnerstrasse, Martins pasó junto a la puerta iluminada del centro de la Policía Militar. Los cuatro hombres que formaban la Patrulla Internacional subían a su jeep; el P.M. ruso se sentó junto al conductor (porque ese día los rusos habían tomado el relevo y empezaban sus cuatro semanas) y el inglés, el francés y el norteamericano subieron detrás. El tercer whisky puro comenzó a calentar el cerebro de Martins y se acordó de la chica de Ámsterdam, de la chica de París; la soledad caminaba a su lado por la acera llena de gente. Pasó la esquina de la calle donde estaba el Sacher's y siguió adelante. El que dominaba ahora era Rollo y se dirigía hacia la única chica que conocía en Viena.
Le pregunté cómo sabía dónde vivía. Oh, dijo, había encontrado la dirección que ella le había dado la noche anterior, en la cama, estudiando un plano. Quería orientarse en la ciudad y se le daban muy bien los mapas. Podía memorizar nombres de calles y donde había que dar la vuelta fácilmente, porque siempre hacía el viaje de ida a pie.
«¿De ida?».
«Quiero decir cuando voy a ver a alguna chica o a alguien».
Por supuesto no sabía que ella iba a estar en casa, que esa noche no había función en el Josefstadt, o tal vez también eso lo había memorizado al ver los carteles. En cualquier caso estaba allí, sentada a solas en una habitación sin calefacción, con una cama disfrazada de diván, y con un guión mecanografiado, abierto por la primera página, sobre una mesa coja inadecuada y demasiado recargada —si es que a aquello se le podía llamar estar allí…, porque sus pensamientos estaban muy lejos—. Dijo con torpeza (y nadie podía decir, ni siquiera el propio Rollo, hasta qué punto su torpeza formaba parte de su técnica):
«Pensé que a lo mejor estaba usted en casa y decidí subir. Es que pasaba por aquí…».
«¿Pasaba? ¿Hacia dónde iba?».
Había un paseo de una buena media hora desde la Ciudad Interior hasta el límite de la zona inglesa, pero él siempre tenía una contestación preparada.
«He bebido demasiado whisky con el coronel Cooler. Necesitaba caminar y me encontré por aquí».
«No le puedo ofrecer una copa. Sólo té. Queda algo del paquete».
«No, gracias», dijo él, «¿estaba usted acaso leyendo ese guión?».
«No he pasado de la primera línea».
Lo cogió y lo leyó: «Entra Louise. LOUISE: He oído llorar a un niño».
«¿Podría quedarme un rato?», preguntó con una gentileza que era más propia de Martins que de Rollo.
«Encantada».
Se dejó caer en el diván y mucho tiempo después me contó (porque los amantes reconstruyen los más mínimos detalles si encuentran a alguien que los escuche) que fue entonces cuando realmente la miró por segunda vez. Ella estaba allí, tan torpe como él, vestida con unos viejos pantalones de franela malamente remendados en la parte de atrás; estaba allí con las piernas firmemente asentadas, como si estuviera defendiéndose de alguien y decidida a no ceder terreno: una figura pequeña y un poco rellenita, bien guardada la gracia que pudiera tener para fines exclusivamente profesionales.
«¿Ha sido un mal día?», preguntó él.
«A ésta hora siempre estoy mal», le explicó ella. «Él solía visitarme, y cuando le oí tocar el timbre, por un momento pensé…».
Se sentó en una silla dura frente a él y le dijo:
«Hábleme, por favor. Usted le conoció. Cuénteme cualquier cosa».
Así que él se puso a hablar. El cielo se iba oscureciendo al otro lado de la ventana mientras hablaba. Al cabo de un rato se dio cuenta de que las manos de ambos se habían juntado. Me dijo:
«No tenía intención de enamorarme y menos de la chica de Harry».
«¿Cuándo ocurrió?», le pregunté.
«Hacía mucho frío y yo me levanté para correr las cortinas de la ventana. Sólo me di cuenta de que tenía mi mano sobre la suya cuando la retiré. Cuando me puse en pie y bajé la vista para mirar su rostro. No tenía una cara bonita, ése era el problema. Era una cara para vivir con ella un día tras otro. Una cara para toda la vida. Me sentí como si estuviera penetrando en un nuevo país cuyo idioma no supiera. Yo siempre había creído que se ama a una mujer por su belleza. Permanecí allí, junto a las cortinas, esperando para correrlas, mirando hacia afuera. No podía ver más que mi propio rostro, buscando por la habitación, buscándola a ella». Me dijo:
«¿Y qué hizo Harry aquella vez?».
Y quise decir: «Al diablo con Harry, se ha muerto. Los dos le amábamos, pero se ha muerto. Los muertos son para que se les olvide». Pero en vez de eso dije: «¿Qué crees que hizo? Se puso a silbar su antigua melodía como si nada hubiera ocurrido». Y la silbé para ella lo mejor que pude. Le oí contener el aliento y me di la vuelta para mirarla y antes de que pudiera pensar: ¿Voy por el buen camino, es ésta la carta ganadora, el truco adecuado?, ya había dicho: «Se ha muerto. No puedes pasarte la vida recordándolo».
«Ya lo sé, pero quizá ocurra algo antes», me dijo.
«¿Qué quieres decir con que ocurrirá algo?».
«Oh, que puede haber otra guerra, que me moriré, que me llevarán los rusos».
«Con el tiempo te olvidarás de él. Te enamorarás otra vez».
«Ya lo sé, pero no quiero hacerlo. ¿No te das cuenta que no quiero?».
De manera que Rollo Martins se apartó de la ventana y se sentó de nuevo en el diván. Cuando se había levantado medio minuto antes era el amigo de Harry que consolaba a la chica de éste; ahora era un enamorado de Anna Schmidt que había estado una vez enamorada del hombre que ambos conocían por el nombre de Harry Lime. Aquella tarde él no volvió a hablar del pasado. En lugar de eso le habló de la gente que había conocido.
«De Winkler puedo creer cualquier cosa», le dijo, «pero Cooler, bueno, Cooler me cae bien. Fue el único de sus amigos que defendió a Harry. El caso es que si Cooler tiene razón, Koch no la tiene, y la verdad es que creí que había encontrado algo interesante».
«¿Quién es Koch?».
Le explicó que había vuelto al piso de Harry y le describió su entrevista con Koch, la historia del tercer hombre.
«Si es cierto», dijo ella, «eso es muy interesante».
«No prueba nada. Después de todo Koch no colaboró en la investigación; puede ocurrir lo mismo con ese desconocido».
«Esa no es la cuestión», dijo ella. «Significa que ellos mintieron: Kurtz y Cooler».
«Pudieron mentir tal vez para no crearle complicaciones a ese tipo, si es que era un amigo».
«Otro amigo, allí mismo. ¿Y dónde está entonces la honradez de tu Cooler?».
«¿Qué podemos hacer? Koch se cerró Como una ostra y me echó de su piso».
«A mí no me echará», dijo ella, «ni tampoco su Use».
Hicieron juntos el largo camino hasta el piso; la nieve se pegaba a sus zapatos y les hacía avanzar lentamente, como presos arrastrando sus cadenas. Anna Schmidt preguntó:
«¿Está lejos?».
«Ya no. ¿Ves a ese grupo de gente en la calzada? Está por ahí cerca».
El grupo parecía una mancha de tinta sobre la blancura, una mancha que se corría, cambiaba de forma y se extendía. Cuando estaban más cerca, Martins dijo:
«Me parece que es ése el bloque. ¿Qué crees que será eso, una manifestación política?».
Anna Schmidt se detuvo. Dijo:
«¿Has hablado de Koch con alguien más?».
«Sólo contigo y con el coronel Cooler. ¿Por qué?».
«Tengo miedo. Esto me recuerda…».
Tenía los ojos clavados en el grupo y él nunca supo qué recuerdo surgió de su confuso pasado para ponerla sobre aviso.
«Vámonos», le suplicó.
«Estás loca. Aquí hemos descubierto algo, algo importante…».
«Te esperaré».
«Pero tú vas a hablar con él».
«Averigua primero lo de toda esa gente», dijo, cosa rara en alguien que trabaja tras las candilejas. «Odio el gentío».
Caminó lentamente, solo, con la nieve pegada a sus talones. No era una reunión política porque nadie estaba pronunciando un discurso. Tuvo la impresión de que las cabezas se volvían para mirarle, como si él fuera la persona a quien esperaban. Cuando llegó al principio de la pequeña muchedumbre, supo que aquella era la casa. Un hombre le miró con dureza:
«¿Es usted otro de esos?».
«¿Qué quiere decir?».
«La policía».
«No. ¿Qué están haciendo?».
«Han estado entrando y saliendo todo el día».
«¿Qué están esperando?».
«Quieren ver cómo le sacan».
«¿A quién?».
«A Herr Koch».
A Martins se le ocurrió que alguien, además de él, había descubierto que Herr Koch no se había presentado como testigo, aunque era raro que eso fuera cuestión de la Policía. Preguntó:
«¿Qué ha hecho?».
«Nadie lo sabe. Los que están dentro no lo tienen claro aún: pudo ser suicidio o asesinato».
«¿Herr Koch?».
«Por supuesto».
Un niño pequeño se acercó a su informador y tiró de su mano. «Papá. Papá». Llevaba un gorro de lana, que le hacía parecer un gnomo; su rostro estaba contraído y azulado por el frío.
«¿Qué pasa, hijo?».
«Les oí hablar a través de la rejilla, papá».
«Oh, qué listo eres, pequeñín. Cuéntanos lo que has oído, Hansel».
«Oí cómo lloraba Frau Koch, papá».
«¿Nada más, Hansel?».
«No. Oí hablar al hombre grande, papá».
«Qué listo eres, Hansel, pequeñín. Cuéntale a papá qué dijo».
«Dijo: «¿Puede describirme, Frau Koch, al extranjero?»».
«Aja, ¿ve usted?, piensan que es un asesinato. ¿Y quién sabe si no tendrán razón? ¿Por qué iba Herr Koch a degollarse en el sótano?».
«Papá, papá».
«¿Sí, Hansel, pequeñín?».
«Cuando miré a través de la rejilla vi que había sangre en el coque».
«Vaya niño. ¿Cómo podías saber que era sangre? La nieve se filtra por todas partes».
El hombre se volvió hacia Martins y dijo:
«Qué imaginación que tiene este niño. A lo mejor cuando sea mayor se hace escritor».
El rostro contraído miró solemnemente hacia arriba, hacia Martins. El niño dijo: «Papá».
«Sí, Hansel».
«El también es un extranjero».
El hombre lanzó una gran carcajada que hizo que se volvieran una docena de cabezas.
«Escúchele, señor, escúchele», dijo con orgullo. «Piensa que lo ha hecho usted, sólo porque es extranjero. Como si ahora no hubiera más extranjeros que vieneses aquí».
«Papá, papá».
«¿Sí, Hansel?».
«Están saliendo».
Un grupo de policías rodeaba la camilla tapada que bajaban cuidadosamente por las escaleras por miedo a resbalar en la nieve pisoteada. Un hombre dijo:
«No pueden entrar las ambulancias en esta calle por las ruinas. Tendrán que llevarle hasta la vuelta de la esquina».
Frau Koch salió detrás de la comitiva; llevaba un chal que le cubría la cabeza y un viejo abrigo de arpillera. Su gruesa figura le hizo parecer un muñeco de nieve al hundirse en un médano, en el borde de la acera. Alguien le ayudó con la mano y ella lanzó una mirada perdida y desesperada a aquella muchedumbre de extraños. Si había allí amigos no los reconoció, aunque miró todos los rostros. Al pasar ella, Martins se agachó manoseando torpemente el cordón de su zapato, pero al levantar la vista se encontró a la altura de sus propios ojos con la mirada fría y escrutadora, de gnomo, del pequeño Hansel.
Cuando iba en busca de Anna, volvió una vez la cabeza. El niño tiraba de la mano de su padre y podía ver sus labios formando unas sílabas que eran como el estribillo de una balada triste.
«Papá, papá».
Le dijo a Anna:
«Han asesinado a Koch. Vámonos de aquí».
Caminó tan rápidamente como se lo permitía la nieve, doblando una esquina tras otra. La desconfianza y suspicacia del niño parecían extenderse como una nube sobre la ciudad: no podían caminar lo bastante aprisa como para esquivar su sombra. No hizo caso cuando Anna le dijo: «Entonces lo que dijo Koch era cierto. Había un tercer hombre», ni tampoco un poco después cuando añadió: «Tuvo que ser un asesinato. Nadie mata a un hombre para ocultar algo menos grave».
Los tranvías chispeaban como carámbanos al final de la calle: habían vuelto al Ring. Martins dijo:
«Es mejor que vuelvas sola a casa. No iré a verte hasta que las cosas no se aclaren».
«Pero nadie puede sospechar de ti».
«Preguntan sobre un extranjero que fue a visitar ayer a Koch. Las cosas se pueden poner desagradables durante un tiempo».
«¿Por qué no vas a la policía?».
«Porque son unos estúpidos. No me fío de ellos. Mira lo que le han colgado a Harry. Y además intenté pegarle a ese tal Callaghan. Me tienen ganas. Lo menos que me harían sería echarme de Viena. Pero si me quedo quieto únicamente podría comprometerme una persona: Cooler».
«Y él no va a querer hacerlo».
«No, si es culpable. Pero no puedo creerme que sea culpable».
Antes de separarse ella le dijo:
«Ten cuidado. Koch sabía muy poco y le asesinaron. Tú sabes tanto como Koch».
La advertencia se le alojó en el cerebro hasta que llegó al Sacher's; a partir de las nueve, las calles estaban casi vacías y volvía la cabeza cada vez que oía una pisada sorda que subía la calle detrás de él, como si aquel tercer hombre a quien habían protegido tan despiadadamente le siguiera como un verdugo. El centinela ruso del Grand Hotel parecía rígido por el frío, pero era humano, tenía un honrado rostro campesino con ojos de mongol. El tercer hombre no tenía rostro: sólo la coronilla de una cabeza vista desde una ventana. En el Sacher's, el señor Schmidt le dijo:
«El coronel Calloway ha estado aquí preguntando por usted, señor. Creo que le encontrará en el bar».
«Vuelvo dentro de un momento», dijo Martins, y salió como una flecha del hotel: quería tener tiempo para pensar. Pero nada más pisar fuera, un hombre se adelantó, se llevó la mano a la gorra y le dijo con firmeza:
«Señor, por favor».
Abrió de un golpe la puerta pintada de color caqui de un camión, con la Unión Jack en el parabrisas y le instó con firmeza a que entrara. Se rindió sin protesta: estaba seguro de que tarde o temprano, harían preguntas; el optimismo que había mostrado ante Anna Schmidt era fingido.
El chófer conducía a una velocidad peligrosa, rápido por la calzada helada, y Martins protestó. Le contestaron sólo un hosco gruñido y una frase mascullada que incluía la palabra «órdenes».
«¿Tiene usted órdenes de matarme?», preguntó Martins para hacer un chiste, y no recibió respuesta alguna. Vio a los Titanes del Hofburg manteniendo en equilibrio grandes globos de nieve sobre la cabeza, y luego se internaron en unas calles mal iluminadas donde se desorientó por completo.
«¿Está lejos?».
Pero el chófer no le hizo caso. Al menos, pensó Martins, no me han detenido; no han enviado a un guardia; me han invitado —¿no fue esa la palabra que usaron?— a visitar a la policía para hacer una declaración.
El coche se detuvo y el chófer le precedió mientras subían dos tramos de escalera; tocó el timbre de una gran puerta doble y Martins oyó muchas voces dentro. Se volvió bruscamente hacia el chófer y dijo:
«¿Dónde diablos…?», pero el conductor ya había bajado media escalera y la puerta se estaba abriendo. Los ojos de Martins se deslumbraron con las luces que había dentro; oyó, sin verle apenas, a Crabbin, que avanzaba hacia él.
«Ah, señor Dexter, estábamos muy preocupados, pero más vale tarde que nunca. Permítame que le presente a la señorita Wilbraham y a la Gräffin von Meyersdorf».
Había un buffet lleno de tazas de café; una cafetera humeante; el rostro de una mujer que brillaba por el esfuerzo; dos hombres con el rostro feliz e inteligente de jóvenes estudiantes y, apiñada al fondo, una multitud, como rostros en su álbum familiar, con los rasgos anticuados, deslustrados, serios y joviales de los lectores habituales. Martins miró hacia atrás, pero la puerta estaba cerrada.
Le dijo desesperadamente al señor Crabbin:
«Lo siento, pero…».
«No piense más en eso», dijo el señor Crabbin. «Tome una taza de café y luego comenzaremos el coloquio. Hoy ha venido gente muy interesante. Se encontrará en su elemento, señor Dexter».
Uno de los jóvenes le puso una taza de café en la mano y el otro le echó un montón de azúcar antes de que pudiera decir que lo prefería sin nada. El más joven le susurró al oído:
«¿Le importaría firmar después uno de sus libros, señor Dexter?».
Una mujer grande, vestida de seda negra, cayó sobre él y le dijo:
«No me importa que me oiga la Gräffin, señor Dexter, pero no me gustan sus libros, no me parecen nada bien. Yo creo que una novela debe contar una buena historia».
«Yo también», dijo Martins, desesperado.
«Por favor, señora Bannock, espere al coloquio».
«Sé que soy demasiado franca, pero estoy segura de que el señor Dexter valora la crítica sincera».
Una anciana, que supuso era la Gräffin, dijo:
«No leo muchos libros en inglés, señor Dexter, pero me han dicho que los suyos…».
«¿Quieren terminar el café?», dijo Crabbin, y le llevó aprisa hacia una sala interior donde había unas cuantas personas mayores sentadas en un semicírculo de sillas con un aire de paciencia triste.
Martins no fue capaz de contarme muchas cosas de aquella reunión; su mente aún estaba atónita con la muerte; al levantar la vista esperaba ver en cualquier momento al niño Hansel y oír el estribillo persistente y pedante, «papá, papá». Al parecer Crabbin fue el primero que habló en la reunión y, conociéndole como le conozco, estoy seguro de que trazó un panorama lúcido, equilibrado y sin prejuicios de la novela inglesa contemporánea. Le he oído muchas veces dar la misma charla, recalcando cada vez, como única variación, la obra del visitante inglés de turno. Tocaría brevemente diversos aspectos técnicos —el punto de vista, el paso del tiempo— y luego declararía iniciado el coloquio.
Martins no oyó en absoluto la primera pregunta, pero afortunadamente Crabbin llenó el vacío y la contestó de modo satisfactorio.
Una mujer con un sombrero marrón y una piel en torno al cuello dijo con apasionado interés:
«¿Puedo preguntar al señor Dexter si está trabajando en una nueva obra?».
«Oh, sí, sí».
«¿Podría decirme el título?».
«El tercer hombre», dijo Martins, y ese salto le proporcionó una falsa confianza.
«Señor Dexter, ¿puede decirnos qué autor le ha influido más?».
Martins, sin pensarlo, dijo: «Grey». Por supuesto hablaba del autor de Jinetes de la pradera roja, y quedó encantado de que su respuesta proporcionara una general satisfacción, pero un anciano austríaco preguntó:
«¿Grey? ¿Qué Grey? No sé quién es».
Martins se sintió ya a salvo y dijo:
«Zane Grey, no conozco a ningún otro», y se quedó desconcertado por las obsequiosas risitas de la colonia inglesa.
Crabbin intervino rápidamente para ayudar a los austríacos:
«Es una bromita del señor Dexter. Se refería al poeta Gray, un genio sutil, comedido y amable… son fáciles de encontrar las afinidades».
«¿Y se llama Zane Grey?».
«Ahí está la broma del señor Dexter. Zane Grey escribió lo que nosotros llamamos novelas del Oeste: novelitas populares y baratas sobre bandidos y vaqueros».
«¿No es un gran escritor?».
«No, no. Qué va», dijo el señor Crabbin. «En el sentido estricto de la palabra yo ni siquiera le llamaría escritor».
Martins me dijo que sintió los primeros chispazos de rebeldía al oír esa declaración. Nunca se había considerado un escritor, pero la petulancia de Crabbin le irritó, hasta la manera con que la luz se reflejaba en sus gafas parecía un motivo más de irritación. Crabbin dijo:
«No son más que pasatiempos».
«¿Por qué diablos no va a serlo?», dijo ferozmente Martins.
«Oh, bueno, lo único que quería decir…».
«¿Qué era Shakespeare?».
Alguien dijo con gran osadía:
«Un poeta».
«¿Ha leído a Zane Grey?».
«No, no puedo decir…».
«Entonces no sabe de lo que está hablando».
Uno de los jóvenes intentó echar una mano a Crabbin.
«¿Y James Joyce, dónde colocaría a James Joyce, señor Dexter?».
«¿Qué quiere decir con eso?, no quiero colocar a nadie en ningún sitio», dijo Martins.
Había sido un día muy agitado y lleno de acontecimientos: había bebido demasiado con el coronel Cooler; se había enamorado; un hombre había sido asesinado y ahora tenía el sentimiento bastante injusto de que le estaban pinchando. Zane Grey era uno de sus héroes: que le asparan si había de consentir más tonterías.
«Lo que quiero decir es, ¿le situaría usted entre los verdaderamente grandes?».
«Si quiere que le diga la verdad en mi vida he oído hablar de él. ¿Qué ha escrito?».
El no se daba cuenta, pero estaba provocando una enorme sensación. Únicamente un gran escritor podía mostrarse tan arrogante y original. Varias personas escribieron el nombre de Zane Grey en el dorso de unos sobres, y la Gräffin susurró roncamente a Crabbin:
«¿Cómo se escribe Zane?».
«La verdad es que no estoy muy seguro».
«Le lanzaron simultáneamente varios nombres: nombrecillos afilados y cortantes como Stein; cantos redondos, como Woolf». Un joven austríaco, con un mechón de cabellos negros sobre la frente, exclamó «Daphne du Maurier» y el señor Crabbin dio un respingo y miró de soslayo a Martins. Le dijo en voz baja:
«Sea comprensivo con ellos».
Una mujer de rostro aniñado, vestida con un jubón tejido a mano, dijo anhelante:
«¿No le parece a usted, señor Dexter, que nadie, nadie ha escrito sobre los sentimientos tan poéticamente como Virginia Woolf? En prosa, quiero decir».
Crabbin le susurró:
«¿Podría decir algo sobre la corriente de la conciencia?».
«¿La corriente de qué?».
Una nota de desesperación apareció en la voz de Crabbin.
«Por favor, señor Dexter, estas personas son auténticos admiradores suyos. Quieren oír sus opiniones. Puede creerme si le digo que han asediado el instituto».
Un hombre mayor, austríaco, preguntó:
«¿Existe en la Inglaterra actual algún escritor de la talla del difunto John Galsworthy?».
Hubo un estallido de risitas coléricas en el cual se intercambiaron los nombres de Du Maurier, Priestley y alguien llamado Leyman. Martins se recostó sombríamente y vio de nuevo la nieve, la camilla, el rostro desesperado de Frau Koch. Pensó: si yo no hubiera vuelto nunca, si yo no hubiera hecho preguntas, ¿estaría aún vivo aquel hombrecillo? ¿De qué forma había beneficiado a Harry al proporcionar otra víctima… una víctima para aplacar el miedo de quién? ¿De Herr Kurtz, del coronel Cooler (eso no podía creerlo), del doctor Winkler? Ninguno de ellos parecía capaz de un crimen tan sórdido, tan repugnante como aquel del sótano; podía escuchar la voz del niño, gritando: «Vi sangre en el coque», y alguien se volvió hacia él con un rostro vacío, sin rasgos, un huevo de color gris, el tercer hombre.
Martins no podía contar cómo se las arregló durante el resto del coloquio. Tal vez fue Crabbin quien tuvo que soportar la peor parte; tal vez le ayudaron algunos de los asistentes al acto que iniciaron una animada discusión sobre la versión cinematográfica de una popular novela norteamericana. Recordaba muy poco más de lo ocurrido antes de que Crabbin hiciera el discurso final en su honor. Luego, uno de los jóvenes le llevó hasta una mesa en que había una pila de libros y le pidió que los firmara.
«Hemos permitido sólo un libro por socio».
«¿Qué tengo que hacer?».
«Firmarlos solamente. Es lo único que quieren. Este es mi ejemplar de La proa curvada. Le agradecería tanto que me pusiera cualquier cosita…».
Martins sacó su pluma y escribió: De B. Dexter, autor de El jinete solitario de Santa Fe, y el joven leyó la dedicatoria y la secó con un secante, con expresión confusa. Cuando Martins se sentó y comenzó a firmar Benjamín Dexter en las páginas de respeto, vio al joven en un espejo enseñándole la dedicatoria a Crabbin. Crabbin sonrió débilmente y comenzó a rascarse el mentón, «B. Dexter, B. Dexter, B. Dexter», escribía Martins rápidamente: después de todo no era mentira. Uno por uno fueron recogiendo los libros sus respectivos dueños; frasecitas de delicia y cortesía fueron cayendo como reverencias: ¿era eso ser escritor? Martins comenzó a sentir una fuerte irritación contra Benjamín Dexter. ¡Ese asno complaciente, pesado y pomposo!, pensó mientras firmaba el ejemplar número veintisiete de La proa curvada. Cada vez que levantaba la vista y tomaba otro libro tropezaba con la mirada preocupada e interrogante de Crabbin. Los socios del Instituto comenzaban a volver a sus casas con su botín: la sala se estaba quedando vacía. De repente, en el espejo, Martins vio a un policía militar. Le pareció que discutía con uno de los jóvenes secuaces de Crabbin. Martins creyó oír el sonido de su nombre. Fue entonces cuando perdió los estribos y con ello cualquier vestigio de sentido común. Sólo le quedaba un libro para firmar; trazó de un plumazo un último «B. Dexter» y se dirigió a la puerta. El joven, Crabbin y el policía estaban juntos en la entrada.
«¿Y este caballero?», preguntó el policía.
«Es el señor Dexter», dijo el joven.
«Los lavabos. ¿Hay por aquí un lavabo?», dijo Martins.
«Por lo que me han dicho un señor llamado Rollo Martins ha llegado aquí en uno de sus vehículos».
«Es un error. Ha sido claramente un error».
«Segunda puerta a la izquierda», dijo el joven.
Martins cogió rápidamente su gabán del guardarropa al salir y comenzó a bajar las escaleras. En el rellano del primer piso oyó subir a alguien y, mirando por encima del pasamanos, vio a Paine, al que yo había enviado para identificarle. Abrió una puerta al azar y la cerró detrás de él. Oyó pasar a Paine. La habitación estaba a oscuras; un curioso gimoteo le hizo volverse para ver qué clase de habitación era aquélla.
No se veía nada y el sonido se había interrumpido. Hizo un pequeño movimiento y de nuevo comenzó aquello, como una respiración dificultosa. Permaneció quieto y el ruido se extinguió. Alguien llamó fuera:
«¡Señor Dexter! ¡Señor Dexter!».
Luego comenzó un nuevo sonido. Era como si alguien susurrara: un largo y continuo monólogo en la oscuridad. Martins dijo:
«¿Hay alguien ahí?».
Y el sonido se interrumpió de nuevo. No aguantaba más. Sacó su encendedor. Oyó unos pasos bajando la escalera. Hizo girar una y otra vez la ruedecilla, pero no se encendió. Alguien se cambió de posición en la oscuridad y algo resonó en el aire, como una cadena. Preguntó una vez más, con la irritación del temor:
«¿Hay alguien ahí?».
Y sólo le respondió el clic-clic del metal.
Martins palpó desesperadamente buscando el interruptor, primero a la derecha, luego a la izquierda. No se atrevió a moverse más porque ya no podía situar a su compañero; el susurro, el gimoteo, el clic se habían interrumpido. Luego le entró miedo de no saber dónde estaba la puerta y palpó desesperadamente buscando el picaporte. Tenía mucho menos miedo de la policía que de la oscuridad y no tenía ni idea del ruido que estaba haciendo.
Paine le oyó desde el fondo de la escalera y volvió. Encendió la luz del rellano y el resplandor bajo la puerta orientó de nuevo a Martins. Abrió la puerta y sonriendo forzadamente a Paine se volvió para echar otro vistazo a la habitación. Los ojos como cuentas de un loro encadenado a una percha, le miraron fijamente. Paine le dijo respetuosamente:
«Le estábamos buscando, señor. El coronel Calloway desea hablar con usted».
«Me he perdido», dijo Martins.
«Sí, señor. Eso pensamos que habría pasado».