«Lo que en seguida me cayó mal en él», me contó Martins, «fue su bisoñé. Era uno de esos bisoñés imposibles de disimular: liso y amarillo, con el pelo cortado en línea recta sobre el cogote y que no se ajustaba bien. Tiene que haber algo de falso en un hombre que no acepta graciosamente la calvicie. Tenía también uno de esos rostros en los que las arrugas han sido colocadas cuidadosamente, como un maquillaje, justo donde deben estar: para expresar encanto, fantasía, arrugas en el rabillo de los ojos. Parecía diseñado para gustar a colegialas románticas».
Esta conversación tuvo lugar unos días más tarde: me contó toda su historia cuando la pista casi había desaparecido. Estábamos sentados en la misma mesa de «La vieja Viena» que había ocupado aquella mañana con Kurtz, y cuando hizo ese comentario sobre las colegialas románticas vi que sus ojos acosados se fijaban en algo repentinamente. Era una chica, igual que cualquier otra chica, pensé, que pasaba apresuradamente allá afuera, bajo la fuerte nevada.
«¿Guapa?».
Desvió su mirada y dijo:
«He dejado eso para siempre. ¿Sabe, Calloway? Llega un momento en la vida de un hombre en que hay que renunciar a ese tipo de cosas…».
«Ya. Pensé que estaba mirando a una chica».
«Lo estaba. Pero sólo porque durante un momento me recordó a Anna, a Anna Schmidt».
«¿Quién es? ¿No es una chica?».
«Oh, sí, en cierto modo».
«¿Qué quiere decir en cierto modo?».
«Era la novia de Harry».
«¿Se va a quedar usted con ella?».
«No es de esa clase. Calloway. ¿No la vio en el funeral? No voy a mezclar más las bebidas. Tengo una resaca que me va a durar toda la vida».
«Me estaba contando lo de Kurtz», dije.
Al parecer, Kurtz estaba allí sentado, haciendo gran alarde de leer El jinete solitario de Santa Fe. Cuando Martins se sentó a la mesa dijo con un entusiasmo indescriptiblemente falso:
«Es maravilloso cómo mantiene usted la tensión».
«¿La tensión?».
«La emoción. Es usted un maestro en eso. Al final de cada capítulo uno está deseando saber…».
«Así que usted era amigo de Harry», dijo Martins.
«Creo que el mejor», pero Kurtz añadió tras una diminuta pausa, en la que su cerebro registró el error, «con la excepción de usted, por supuesto».
«Cuénteme cómo murió».
«Yo estaba con él. Habíamos salido juntos de su casa y Harry vio a un amigo al otro lado de la calle, un norteamericano llamado Cooler. Le saludó y comenzaba a cruzar la calle hacia él cuando un jeep tomó la curva a toda velocidad y le atropelló. Realmente la culpa fue de Harry, no del conductor».
«Alguien me dijo que murió instantáneamente».
«Ojalá hubiera sido así. Murió antes de que llegara la ambulancia».
«Entonces pudo hablar, ¿no?».
«Sí. Ni siquiera el dolor hizo que se olvidara de usted».
«¿Qué dijo?».
«No me acuerdo de sus palabras exactas, Rollo, ¿me permite llamarle Rollo, no? Siempre se refería a usted así cuando hablaba con nosotros. Deseaba que yo me ocupara de usted cuando llegara. Que le atendiera. Que le comprara un billete de vuelta».
Al contármelo, Martins comentó: «Como verá no me faltaban ni billetes de vuelta ni dinero».
«¿Por qué no me mandó usted un telegrama para que no viniera?».
«Lo hicimos, pero sin duda el telegrama llegó tarde. Con esto de la censura y las zonas, a veces, los telegramas tardan en llegar cinco días».
«¿Hubo una investigación?».
«Por supuesto».
«¿Sabía usted que la policía tiene la disparatada idea de que Harry andaba metido en negocios sucios?».
«No. Pero lo está toda Viena. Todos vendemos cigarrillos y cambiamos chelines por vales y todo lo demás. No se encontrará a un solo miembro de la Comisión de Control que no haya quebrantado».
«La policía insinuó algo peor que eso».
«A veces se les ocurren ideas bastante absurdas», dijo el hombre de bisoñé con cautela.
«Me quedaré aquí hasta demostrarles que no tienen razón».
Kurtz volvió la cabeza bruscamente y el bisoñé se movió un poco. Dijo:
«¿Para qué? Con eso no va a resucitar Harry».
«Haré que echen a ese jefe de policía de Viena».
«No veo qué puede usted hacer».
«Voy a empezar a investigar hacia atrás, a partir de su muerte. Usted fue testigo, y ese hombre, Cooler, y el chófer. Deme sus direcciones».
«La del chófer no la sé».
«Puedo conseguirla en los archivos del forense. Y luego está la chica de Harry…».
Kurtz dijo: «Será doloroso para ella».
«Ella no me preocupa. Me preocupa Harry».
«¿Sabe usted de qué sospecha la policía?».
«No. Perdí los estribos demasiado pronto».
«¿No se le ha ocurrido», dijo suavemente Kurtz, «que podía enterarse de algo, digamos, desagradable, con respecto a Harry?».
«Correré ese riesgo».
«Y que le va a costar tiempo y dinero».
«Tengo tiempo y usted me iba a prestar dinero, ¿no?».
«No soy un hombre rico», dijo Kurtz. «Le prometí a Harry cuidar de usted y que cogería el avión de vuelta…».
«No tiene por qué preocuparse, ni del dinero ni del avión», dijo Martins. «Pero voy a apostar con usted en libras esterlinas, cinco libras contra doscientos chelines, a que hay algo raro en la muerte de Harry…».
Fue como lanzar una sonda, pero instintivamente ya se daba cuenta de que había algo que no encajaba, aunque todavía no relacionaba la palabra «asesinato» con su intuición. Kurtz tenía en la mano una taza de café que se llevaba a los labios y Martins le miró fijamente. Al parecer, la sonda no había dado resultado; una mano firme acercó la taza a la boca, y Kurtz bebió con un poco de ruido, a largos sorbos. Luego posó la taza y dijo:
«¿Qué quiere decir con algo raro?».
«A la policía le convenía tener un cadáver, ¿pero no les convendría también a los propios delincuentes?».
Cuando ya había hablado se dio cuenta de que quizá a Kurtz le había chocado su descabellada afirmación: ¿no sería que se había quedado tan helado que se volvió cauteloso y tranquilo? Las manos de los culpables no tienen por qué temblar; sólo en las novelas la agitación se trasluce dejando caer una copa. A menudo la tensión se demuestra en acciones estudiadas. Kurtz había bebido su taza de café como si nadie hubiera dicho nada.
«Bueno», tomó otro sorbo, «por supuesto le deseo suerte, aunque no creo que vaya a averiguar nada. Si necesita mi ayuda, pídamela».
«Quiero las señas de Cooler».
«Por supuesto. Se las apuntaré. Aquí están. Es en la zona norteamericana».
«¿Y las de usted?».
«Ya están apuntadas, ahí debajo. Tengo la mala suerte de vivir en la zona rusa, así que no me visite muy tarde. A veces ocurren cosas por allí».
Le lanzó una de sus estudiadas sonrisas vienesas, con un encanto cuidadosamente pintado por un fino pincel en las arrugas en torno a su boca y a sus ojos.
«No deje de llamarme», dijo, «y si necesita alguna ayuda…, pero me parece que lo que va a hacer es poco sensato —tocó El jinete solitario—. Estoy muy orgulloso de haberle conocido. Un maestro de la narración», y con una mano se alisó el bisoñé mientras que la otra se la pasó por la boca, borrando su sonrisa como si nunca hubiera existido.