Aquella noche comenzó el deshielo, y por toda Viena la nieve empezó a derretirse y volvieron a aparecer las feas ruinas; barras de hierro colgando como estalactitas y vigas oxidadas que asomaban como huesos a través del fango. Los entierros eran mucho más sencillos que una semana antes, cuando se necesitaban taladradoras eléctricas para romper el suelo helado. Era un día templado, como de primavera, cuando Harry Lime tuvo su segundo funeral. Me alegré de meterlo de nuevo bajo tierra, pero aquello había costado la muerte de dos hombres. El grupo que había junto a la fosa era más reducido: faltaban Kurtz y Winkler y sólo estábamos la muchacha, Rollo Martins y yo. Y no hubo lágrimas.
Cuando se terminó, la muchacha se marchó sin decirnos ni una palabra por la larga avenida flanqueada por árboles que conducía a la entrada principal y la parada del tranvía, chapoteando por la nieve fundida. Le dije a Martins: «Tengo un vehículo. ¿Quiere que le lleve?».
«No», dijo, «cogeré el tranvía de vuelta».
«Usted ha ganado. Ha demostrado que soy un maldito tonto».
«No he ganado», dijo. «He perdido».
Le vi alejarse a zancadas detrás de ella con sus piernas demasiado largas. La alcanzó y caminaron juntos. No creo que le dijera una palabra: fue como el final de una historia, salvo que antes de que giraran y se perdieran de vista la mano de ella cogió el brazo de él… que es como suelen comenzar las historias. Disparaba muy mal y conocía muy mal a la gente, pero se le daban bien las novelas del Oeste (el truco de la tensión) y las chicas (no sé qué tendría). ¿Y Crabbin? Crabbin sigue discutiendo con el British Council sobre los gastos de Dexter. Dicen que no pueden presentar gastos simultáneos de Estocolmo y de Viena. Pobre Crabbin. Si lo piensa uno bien, pobres todos nosotros.