El domingo cubrió Viena de una falsa paz; el viento había amainado y desde hacía veinticuatro horas no nevaba. Todos los tranvías de la mañana iban llenos de gente hacia Grinzing, donde se bebe el vino nuevo, y hacia las pistas de nieve de las colinas de las afueras. Al cruzar el canal, por un puente militar provisional, Martins tuvo conciencia del vacío de la tarde: los jóvenes habían salido con sus trineos y sus esquís y lo que le rodeaba era la somnolencia de los viejos después de una comida. Un poste indicador le avisó que estaba entrando en la zona rusa, pero no había señales de ocupación. Se veían más soldados rusos en la Ciudad Interior que allí.
No había avisado a Kurtz de su visita adrede. Mejor no encontrarle en casa que encontrarse con una recepción preparada especialmente para él. Se preocupó de llevar encima todos sus documentos, incluido el laissez-passer de las cuatro potencias que le permitía transitar libremente por todas las zonas de Viena. Había una quietud extraordinaria en la otra orilla del canal, y un periodista melodramático hablaría de terror silencioso, pero la verdad era simplemente que las calles eran más anchas, que los daños provocados por las granadas eran mayores, y que había menos gente, a lo que se añadía que era domingo por la tarde. No había nada que temer, pero a pesar de eso, en aquella enorme calle vacía donde escuchabas tus propias pisadas, era difícil no mirar atrás.
Encontró en seguida el bloque de Kurtz y éste mismo abrió rápidamente cuando tocó el timbre, como si estuviera esperando a un visitante.
«Ah», dijo, «es usted, señor Martins», e hizo un movimiento de perplejidad con la mano, llevándosela a la cabeza. Martins se preguntó por qué resultaba tan diferente y en seguida lo supo. Kurtz no llevaba el bisoñé, y, sin embargo, no estaba calvo. Tenía una cabeza perfectamente normal de cabellos muy cortos.
«Habría sido mucho mejor que me hubiera llamado por teléfono. Casi no me encuentra; iba a salir».
«¿Puedo entrar un momento?».
«Desde luego».
En el vestíbulo había un armario abierto y Martins vio el gabán de Kurtz, su impermeable, un par de sombreros blandos, y colgado serenamente de un gancho, como una prenda más, el bisoñé.
«Me alegra comprobar que le ha crecido el pelo», le dijo, y, en el espejo de la puerta del armario, vio el odio encender y ruborizar el rostro de Kurtz. Cuando se volvió, Kurtz le sonrió como un conspirador y dijo vagamente:
«Calienta la cabeza».
«¿La cabeza de quién?», preguntó Martins. Porque de repente se le ocurrió lo útil que pudo resultar el bisoñé el día del accidente. «No importa», añadió rápidamente, porque el motivo de su visita no era Kurtz.
«He venido a ver a Harry».
«¿A Harry?».
«Quiero hablar con él».
«¿Está usted loco?».
«Tengo prisa, así que vamos a dar por supuesto que lo estoy. Tome nota. Si ve usted a Harry —o a su fantasma— dígale que quiero hablar con él. Los fantasmas no les tienen miedo a los hombres, ¿no? Seguramente será más bien al revés. Le esperaré en el Prater, junto a la Noria Grande, en las próximas dos horas… Si puede establecer contacto con los muertos, hágalo en seguida». Y añadió: «Recuérdelo, yo era amigo de Harry».
Kurtz no dijo nada, pero en alguna parte, en alguna habitación vecina, alguien carraspeó. Martins abrió la puerta de golpe; casi había esperado encontrarse con el muerto resucitado, pero era solamente el doctor Winkler, que se levantó de una silla de cocina, colocada frente al fogón, e hizo una reverencia rígida y correcta con el mismo chirriar del celuloide.
«Doctor Winkler», dijo Martins.
El doctor Winkler parecía completamente fuera de lugar en aquella cocina. Sobre la mesa se veían los restos de un almuerzo ligero y los platos sucios se avenían malamente con la limpieza del doctor Winkler.
«Winkler», le corrigió el médico con inflexible paciencia.
Martins le dijo a Kurtz:
«Cuéntele al doctor lo de mi locura. Quizá pueda hacer un diagnóstico. Y recuerde el lugar, junto a la Noria Grande. ¿O es que los fantasmas únicamente salen por la noche?».
Durante una hora esperó, paseando arriba y abajo para no coger frío, dentro del recinto de la Noria Grande; el devastado Prater, con sus huesos que asomaban crudamente a través de la nieve, estaba casi vacío. En un puentecillo vendían tortas en forma de ruedas de carro y los niños hacían cola con sus cupones. Había unas cuantas parejas de novios apiñadas en uno de los carros de la noria, que se movía lentamente por encima de la ciudad, rodeado por los otros carros vacíos. Cuando el carro llegó al punto más alto, las revoluciones se detuvieron durante un par de minutos y allá arriba los pequeños rostros se aplastaron contra el cristal. Martins se preguntó quién vendría a buscarle. ¿Quedaba en Harry suficiente amistad como para que viniera solo o llegaría una escuadra de policía?
Estaba claro, desde la expedición al piso de Anna Schmidt, que tenía cierta influencia. Cuando la manecilla de su reloj rebasó la hora se preguntó: ¿No me lo habré inventado yo todo? ¿Estarán desenterrando ahora el cadáver de Harry en el Cementerio Central?
En algún lugar situado detrás del puestecillo de las tortas alguien silbó y Martins reconoció la melodía. Se volvió y esperó. Fue el miedo o la excitación lo que hizo palpitar su corazón, o quizá fueran los recuerdos que la melodía despertaba en él, porque la vida siempre se aceleraba cuando aparecía Harry, cuando aparecía como ocurría ahora, como si nada hubiera sucedido, como si no hubieran metido a nadie en una tumba ni se hubiera encontrado a nadie degollado en un sótano; cuando aparecía con esa actitud suya divertida, condescendiente, de o lo tomas o lo dejas, y, claro está, uno siempre lo tomaba.
«Harry».
«Hola, Rollo».
No se imaginen a Harry Lime como un hábil estafador. No lo era. La fotografía que tengo en mis archivos es excelente: la tomó un fotógrafo callejero y se le ve con sus robustas piernas separadas, las anchas espaldas un poco encorvadas, una barriga que ha conocido demasiada buena comida durante demasiado tiempo, en su rostro una expresión de alegre picardía, de afabilidad, de saber que su felicidad es lo mejor que le puede ocurrir al mundo. No cometió el error de alargar la mano que podía ser rechazada, sino que en su lugar dio un golpecito en el codo de Martins y le dijo:
«¿Qué tal te van las cosas?».
«Tenemos que hablar, Harry».
«Claro».
«A solas».
«Este es el sitio donde podemos estar más a solas».
Siempre había sabido componérselas y también supo hacerlo en aquel devastado parque de atracciones, dándole una propina a la mujer encargada de la noria para que pudieran disponer de un carro para ellos dos solos. Dijo:
«En los viejos tiempos esto lo hacían los amantes, pero ahora no tienen dinero para gastar, los pobres diablos», y, por la ventana del oscilante carro que subía, miró a las figuras que se iban empequeñeciendo allá abajo con una expresión que parecía de auténtica lástima.
Por un lado, muy lentamente, la ciudad se hundió; por otro lado, muy lentamente, empezaron a aparecer las grandes vigas de celosía de la noria. A medida que la ciudad se deslizaba, el Danubio se fue haciendo visible y los machones del Reichsbrücke se levantaron por encima de las casas.
«Bueno», dijo Harry, «me alegra verte».
«Estuve en tu funeral».
«¿No te parece que fui bastante listo?».
«Para tu novia no tanto. Ella estaba allí también, llorando».
«Es una buena chica», dijo Harry. «Le tengo mucho cariño».
«No creí a la policía cuando me hablaron de ti».
«No te habría dicho que vinieras si hubiera sabido lo que iba a ocurrir», dijo Harry, «pero es que no creí que la policía sospechara de mí».
«¿Me ibas a dar una parte del botín?».
«Hombre, hasta ahora nunca te he negado una parte de nada».
Permaneció de espaldas a la puerta cuando el carro osciló hacia arriba y volvió a sonreírle a Rollo Martins, que le recordó en una actitud parecida en un rincón aislado del cuadrángulo del colegio.
«He aprendido una manera de salir por la noche. Es absolutamente segura. Te lo voy a contar a ti solo».
Por primera vez, Rollo Martins miró atrás, a través de los años, sin admiración, mientras pensaba: nunca ha crecido. Los diablos de Marlowe llevaban petardos colgados en sus colas: el mal era como Peter Pan, conllevaba el don aterrador y horrible de la eterna juventud.
Martins dijo:
«¿Has visitado el hospital infantil? ¿Has visto a alguna de tus víctimas?».
Harry lanzó una ojeada al paisaje de juguete de abajo y se alejó de la puerta.
«Nunca me siento completamente seguro en estos cacharros», dijo.
Palpó la puerta con la mano, como si temiera que pudiera abrirse de golpe y le lanzara a aquel espacio trenzado de hierro.
«¿Víctimas?», preguntó. «No seas melodramático, Rollo. Mira ahí abajo», prosiguió, señalando a través de la ventana a la gente que se movía como moscas negras en la base de la noria. «¿De verdad podrías sentir lástima si una de esas manchas dejara de moverse para siempre? Hombre, si te dijera que podías conseguir veinte libras por cada mancha que se detuviera, ¿de verdad, me dirías que me quedara con mi dinero, sin una vacilación? ¿O calcularías de cuántas manchas podías prescindir sin problemas? Libres de impuestos, oye. Libres de impuestos». Sonrió con su aire juvenil y de conspirador.
«Es la única manera de ahorrar actualmente».
«¿No podías haberte limitado a los neumáticos?».
«¿Como Cooler? No, yo siempre he sido ambicioso».
«Estás acabado. La policía lo sabe todo».
«Pero no podrán atraparme, Rollo, ya lo verás. Asomaré la cabeza de nuevo. Los que valemos, siempre salimos a flote».
El carro osciló hasta detenerse en el punto más alto de la curva, y Harry le dio la espalda y miró por la ventana. Martins pensó: un buen empujón y podría romper el cristal, y se imaginó al cuerpo cayendo y cayendo a través de los postes de hierro, como un trozo de carroña cayendo entre las moscas. Dijo:
«Sabes que la policía está pensando en exhumar tu cuerpo. ¿Qué van a encontrar?».
«A Harbin», contestó sencillamente Harry.
Se volvió y dijo:
«Mira al cielo».
El carro había llegado a la cima de la noria y colgaba inmóvil, mientras la mancha del crepúsculo corría en rayones sobre un cielo de papel arrugado más allá de las vigas negras.
«¿Por qué intentaron los rusos llevarse a Anna Schmidt?».
«Hombre, tenía documentos falsos».
«¿Quién se lo contó?».
«El precio de vivir en esta zona, Rollo, es hacer servicios. Tengo que darles de vez en cuando un poco de información».
«Creí que tal vez estaban intentando traértela aquí porque era tu novia. Porque querías que estuviera contigo».
Harry sonrió.
«No tengo tanta influencia».
«¿Qué le hubieran hecho?».
«Nada grave. La habrían devuelto a Hungría. No tienen nada contra ella. Quizá un año en un campo de trabajo. Estaría muchísimo mejor en su país que al antojo de la policía británica».
«No les ha contado nada de ti».
«Es una buena chica», repitió Harry con satisfacción y orgullo.
«Ella te quiere».
«Bueno, lo pasó bien conmigo mientras duró».
«Y yo la quiero».
«Eso está muy bien, hombre. Sé bueno con ella. Se lo merece. Cuánto me alegro».
Daba la impresión de haberlo arreglado a gusto de todos.
«Y también puedes influir para que tenga la boca cerrada. Aunque no es que sepa nada importante».
«Me gustaría tirarte por la ventana».
«Pero no lo harás. Nuestros enfados nunca duran mucho, hombre. Acuérdate de aquella terrible pelea en Mónaco, cuando juramos que no volveríamos a vernos nunca. Yo me fiaría de ti en cualquier sitio, Rollo. Kurtz intentó convencerme de que no viniera, pero te conozco. Luego intentó convencerme para que, bueno, preparara un accidente. Me dijo que sería muy fácil en este carro».
«Salvo que yo soy más fuerte que tú».
«Pero yo tengo una pistola. ¿Crees que se notaría un balazo cuando llegaras a ese suelo?».
El carro comenzó a moverse de nuevo, deslizándose hacia abajo, hasta que las moscas se convirtieron en enanos, y, finalmente, en seres humanos reconocibles.
«Qué tontos somos, Rollo, hablar de esa manera, como si yo te pudiera hacer una cosa así, o tú pudieras hacérmela a mí».
Se dio la vuelta y apoyó su rostro contra el cristal. Un empujón…
«¿Cuánto ganas al año con tus novelas del Oeste?».
«Mil».
«Antes de los impuestos. Yo gano treinta mil netas. Es la moda. Hombre, en estos tiempos nadie piensa en los seres humanos. Si no lo hacen los gobiernos, ¿por qué vamos a hacerlo nosotros? Hablan del pueblo y del proletariado y yo hablo de primos. Es lo mismo. Ellos tienen sus planes quinquenales y yo también».
«Antes eras católico».
«Y sigo creyendo, hombre, en Dios, en la misericordia y en todo eso. No daño al alma de nadie con lo que estoy haciendo. Los muertos están más felices muertos. No se pierden mucho aquí, pobres diablos», añadió con aquel extraño toque de auténtica piedad cuando el carro llegaba a la plataforma y los rostros de los condenados a ser víctimas, los rostros domingueros y cansados que buscaban diversión, les miraban fijamente.
«Podías entrar en el negocio, ¿sabes? Sería útil. No me queda nadie en la Ciudad Interior».
«¿Y Cooler? ¿Y Winkler?».
«No te me vuelvas policía, hombre».
Salieron del carro y volvió a tocar el codo de Martins con la mano.
«Era un chiste. Sé de sobra que no lo harás. ¿Has sabido algo últimamente del viejo Bracer?».
«Recibí una tarjeta en Navidad».
«Qué tiempos aquellos, hombre. Qué tiempos aquellos. Tengo que dejarte aquí. Nos volveremos a ver algún día. Si te metes en algún lío siempre puedes localizarme a través de Kurtz».
Se alejó y al darse la vuelta se despidió con la mano que tuvo el tacto de no ofrecer: era como si todo el pasado se fuera alejando bajo una nube. Martins le gritó de pronto:
«No te fíes de mí, Harry».
Pero la distancia entre los dos era ya demasiado grande como, para que le llegaran sus palabras.