¿Y después?
Últimamente olvido muchas cosas, ése es el problema. Tampoco es que importe. Ninguno de estos volúmenes se publicará hasta que todos estemos olvidados. En todo caso, los diarios personales dicen muy pocas cosas. He estado hojeando éstos y no he logrado más que leer algo acá y acullá. No voy a releerlos. Lo mismo pasa con las cartas. Hace sólo unos días que me llegó una al Foreign Office de —quién lo iba a pensar— el teniente, o debería decir el señor Oldmeadow. Naturalmente, tiene un nieto y quiere esto o lo otro. Hace tiempo que renunció a su despacho y que aceptó una concesión de tierras y después compró más. ¡Ahora jura que posee una finca mayor que todo Cornualles! Con eso, y con ese muchacho flacucho que habla de forma tan rara, volví a reflexionar sobre los recuerdos que me quedan de Australia. Son sobre todo de pájaros, de grandes bandadas de pájaros verdes, o blancos con una cresta amarilla. Supongo que todo ello ocurrió, y también la travesía. Hace sólo unos días que el propio Primer Ministro me dijo: «Talbot, te estás poniendo muy aburrido con la historia de ese viaje».
La carta de Oldmeadow me daba algunas noticias de mis amigos los Prettiman. Para llegar al interior habían tenido que cruzar sus tierras. Daba una imagen vívida de ellos: ella sentada delante, con sus calzones, en un corcel vigoroso, y él justo a popa de ella, pero sentado a la amazona, con las piernas de lado, como había previsto. Los seguía un puñado de inmigrantes y de enviados por el gobierno liberados, más uno o dos salvajes.
Oldmeadow decía… ¿qué diablo había dicho? ¡Claro! Había tratado de persuadirlos de que seguir adelante era una absoluta locura. Pero siguieron adelante hacia lo desconocido, sin que les importara lo que él decía. Como comentaba en su carta, desde entonces no se ha tenido la menor noticia de ellos. Espero que llegaran a algún sitio. Y además, claro, hubo aquella carta unos años antes de, como se llame, el viejo señor Brocklebank. Decía que le iba muy bien con su taller de pintura. Que Zenobia (su «¡hija!» mayor) había muerto al cabo de sólo un mes o dos de salir del barco. Decía que había dejado un mensaje para mí. Era algo así como: «Dile a Edmund que estoy cruzando el puente». ¡Maldita sea, en aquella época no había puentes en ninguna parte cerca de Sydney, y nuestra carraca no era un barco de vapor!
Pero, claro, ahora recuerdo. Apareció la señorita Chumley, seguida por la señorita Oates. La ayudé a subir, y la señorita Oates se acomodó como pudo en el asiento de atrás. No sé cómo lo logró. Cuando me di la vuelta a mirar, estaba sentada y mirando hacia el aire, con ambas manos aferradas a las manillas que tenía a los lados.
—¿Está usted cómoda, señorita Oates? ¿Señorita Chumley?
—Estoy muy cómoda, señor mío. ¿Puedo formular una sugerencia?
—¡Cualquier cosa!
—¿Podemos alejarnos del mar? Ya sabe usted cuánto lo detesto.
—Naturalmente, señorita. Iremos hacia el interior.
Y nos fuimos. No puedo decir que aquel paseo fuera muy estimulante, en lo que respecta a mi destreza como cochero. Aquel caballo, pequeño y malhumorado, quizá estuviera más acostumbrado a los funerales que a los paseos recreativos. Una vez lo alenté a que se pusiera al trote, pero no era un «trote rápido» y al cabo de poco renunció, sin duda opinando que llevar a tres pasajeros era más que suficiente. Pero he de reconocer que si estaba uno obligado a pasear con «carabina», la señorita Oates era la ideal. Le pregunté si se sentía cómoda. La señorita Chumley la invitó a admirar la extraordinaria blancura del tronco de un árbol, ¡y a partir de entonces fue como si no estuviera con nosotros en absoluto!
—Según adivino, me lleva usted a contemplar un paisaje, señor Talbot. Si oso sugerir…
—¡Lo que desee, naturalmente!
—¿No tienen ustedes un paisaje de árboles, bosques, prados? Ver ahora un roble, un arce…
—El único camino bueno es el de Paramatta. Según dicen, el paisaje o panorama principal es el del puerto con sus barcos. Dadas las circunstancias, comprendo que no sienta usted inclinación por contemplarlo. ¿Qué más? Como puede usted apreciar, nuestros edificios no son todavía como los metropolitanos. Podría llevarlas a ustedes junto a los cimientos de la iglesia nueva, donde a veces se celebran los servicios al aire libre…
La señorita Chumley apartó vigorosamente las moscas con el abanico de la pequeña parte de su rostro que no cubrían la paja y la gasa.
—Comprenderá usted, señor mío, que la religiosidad no me ofrece nada nuevo —dijo—. No tiene usted idea de las atenciones que reciben las huérfanas del clero.
—Lo dice usted como con nostalgia, señorita Chumley. Supongo que en el Alcyone no había capellán, ni siquiera un cura pasajero como el que tuvimos nosotros. Comprendo que debe de ser una dificultad más para una jovencita.
—Sí. Eso supongo. ¡Ah, qué aves tan lindas!
—Tenemos que ir por aquí. Allá abajo hay salvajes, y tienen un aspecto insoportable, en especial las mujeres.
—Es magnífico que Helen la haya permitido sacarnos a un paseo así.
—Es un gran cumplido el que lady Somerset haya confiado a ustedes a mi protección. Jamás hombre alguno ha tenido una responsabilidad tan preciosa.
—¡No tenga usted una opinión demasiado elevada de mí!
—Es imposible tener… pero, ¿por qué no?
—Porque, porque mi ambición estriba en no ser jamás… ¡motivo de desencanto! Espero haberlo dicho bien, pero temo que…
—Ha sido algo tan exquisito. Me eleva a… ¡Ah, señorita Chumley!
—Janet, ¿estás bien? ¿No quieres cambiar de lugar conmigo durante un momento?
Me dominé.
—¿Desea usted sentarse a mi lado, señorita Oates?
Pero era evidente que la señorita Oates no quería sentarse en ninguna parte más que donde ya se hallaba, mirando hacia atrás y petrificada.
—Vea usted qué paisaje, señorita Chumley.
—Señor Talbot… ¡esos hombres! ¿Son…?
—¿Hombres del gobierno? Sí.
Habló en susurro.
—¡No están atados!
—No van a hacernos nada. En cuanto a atarlos… ¿para qué? ¡este país deshabitado, esas distancias azules, pueden extenderse, que sepamos, a lo largo de tres mil millas!
—¿Está usted total, totalmente seguro?
—¡No las habría traído por aquí de no haber estado seguro! Sólo se ata a los violentos o a los desesperadamente depravados. Si son verdaderamente malvados, entonces se los envía a una isla donde se les infligen castigos corporales. Yo mismo los sufrí en el colegio y después le di las gracias al profesor. Creo que aquello me enseñó mucho. Claro que, como decían los griegos, ya sabe, «jamás demasiado». Nuestra patria tiene unos principios muy elevados, lo cual debe enorgullecemos. ¡Esos individuos han hallado en esta costa algo que no les es en modo alguno fatal! ¡Si hace sólo unos días, el del Cumpleaños del Rey, cené a la misma mesa que un «hombre del gobierno» que había cumplido su condena, era rico y había alcanzado el éxito! Los extranjeros nos condenan por lo que califican de «esclavitud». ¡Esto no es esclavitud, ni galeras, ni mazmorras, ni una cámara de torturas! Es una tentativa civilizada de lograr la reforma y la reinserción. No mire usted a su izquierda. Hay unos aborígenes entre esos arbustos.
La señorita Oates dio un gritito. La señorita Chumley habló por encima del hombro en una voz que jamás le había oído antes.
—¡Por favor, Janet, repórtate! El señor Talbot me asegura que estas personas no nos van a hacer daño. Pero estoy abrumada por lo extrañas que son todas las cosas: los árboles, las plantas, el aire… ¡Ah, qué mariposa! ¡Mire, mire! ¡Y qué moscas!
—Me temo que no queda más remedio que soportarlas.
—Después de todo, es mejor vivir en una ciudad. ¡Esta locura por la Naturaleza ha de pasar y la sociedad debe recuperar el sentido!
—¿No vio usted mucha Naturaleza en la India, señorita Chumley?
—Calcuta, naturalmente, es una ciudad. Pero pasamos algunos días en tierra en Madrás con el recaudador de impuestos antes de ir a Calcuta. Pese a que me encanta la tierra firme, no sé si aquella experiencia valió de algo. ¡Había tantos sitios a los que el recaudador nos prohibió totalmente ir!
—¿Por los indígenas?
—¡Ah, no! Son inofensivos. Dijo que no podía permitirnos acercarnos a un templo pagano, ¡aunque por mi parte, creo que no era una persona muy religiosa! ¿Ha visto usted alguna vez un templo hindú, señor Talbot?
—Creo que no. Pero ha leído algo al respecto.
—No entiendo por qué debe prohibirse a una jovencita ver edificios consagrados a la práctica de otra religión, o superstición si se prefiere. ¡Como usted sabrá, en Salisbury tenemos muchos edificios consagrados a los No Conformistas e incluso una Casa de Reunión de los cuáqueros!
Aquello fue demasiado para mí.
—¡Es usted adorable!
—No lo creo, pero celebro que opine usted así, aunque creo que no debería usted decirlo. De hecho, desearía que conservara usted esa opinión durante… Creo que este caballo va a detenerse.
—Esto es una agonía, señorita Chumley.
—Helen dijo que deberíamos seguir el consejo del recaudador de impuestos ¡aunque yo creo que él lo pronunció más bien como una orden! Pero, como debe usted de saber, Helen no se siente en absoluto intimidada por los señores ancianos.
—¿Ni siquiera por los señores jóvenes y apuestos, como el teniente Benét?
Respondió con una cascada de risas.
—¡Ah, el señor Benét! Tenía tal tendre por Helen… ¡en todo el barco no se hablaba de otra cosa!
—¿Y usted, señorita Chumley… usted?
—Hablábamos mucho en francés. Siempre me agrada hablar en francés. ¿Habla usted el francés, caballero?
—No tan bien como el señor Benét.
—Creo que el barco de ustedes le salvó la razón, pues al final no se sentía nada contento. Había pedido una entretien, un tête-à-tête… ¡Ah, no debería hablar de estas cosas!
—¡Por favor, continúe!
—Janet, no escuches. Sir Henry se portó de una forma nada razonable. Yo tenía que quedarme fuera de la puerta, viento arriba, porque, naturalmente, si llegaba alguien, tenía que pasar por allí. El señor Benét llegó corriendo. Cayó de rodillas ante ella, le tomó la mano mientras recitaba sus versos… y entonces el barco cabeceó y se quedaron, de verdad, totalmente enredados. Entonces, por un golpe de azar, ¡apareció sir Henry, contra todo hábito, por la puerta de viento abajo! Era como en una obra de teatro.
—¿Y entonces?
—¡Se enfadó mucho! ¡Me refiero a sir Henry! También conmigo. ¿Puede usted comprenderlo?
—Quizá. Pero yo nunca me podría enfadar con usted.
—Hasta el señor Benét se enfadó conmigo durante algún tiempo, aunque no mucho. Amenacé con decirle a lady Somerset que incluso su propio nombre, el de él, bastaba para hacerlo ruborizarse. Y por eso alteró el…
—No comprendo.
—Es complicado, ¿no? Sabrá usted que su padre estuvo en el principio de la Revolución Francesa, pero después tuvo que huir de la guillotina, dejando sus tierras y todo… y adoptó ese nuevo nombre como una especie de burla de sí mismo, lo cual me parece algo muy francés.
—O sea que por eso… cuando nos peleamos… por eso el señor Prettiman… por eso la señora Prettiman me llamó…
—Supongo que volverá a cambiar de nombre cuando termine la guerra.
Lo solté de golpe.
—Señorita Chumley: ¿cuántos años tiene usted?
La señorita Oates volvió a pegar un chillido y la señorita Chumley me miró un poco asombrada, como era lógico.
—Tengo… tengo diecisiete, señor Talbot. Casi dieciocho. No pensará usted que…
—¿Qué?
Nos mirábamos a los ojos. Puedo afirmar que un rubor le inundó lo que se le podía ver de la cara.
—¿No me creerá usted demasiado joven?
—No, no. El tiempo…
—¡Vamos! ¡No tolero que se apene usted!
—Yo…
—¡No puede usted estar triste, caballero! El señor Benét va a recuperarse. Sir Henry ya no está enfadado conmigo. ¿Queda usted contento con eso?
—Sí, efectivamente. Más de lo que pueda usted comprender.
¿Dije yo aquello? ¿Lo dijo ella? ¿Estaba ella verdaderamente tan preocupada, era tan inocente o tan ignorante, y me sentía yo tan conmovido por ella? Son las emociones de los años posteriores las que despiertan estos recuerdos parciales, estos recuerdos de su gran juventud y belleza… y también de mi juventud, joven idiota y larguirucho con todo por aprender y nada que perder. Hablábamos en parte como he dicho. Creo que nos sentíamos en parte como he dicho.
—Creo, señor Talbot, que el episodio se debe olvidar y que nadie sale perjudicado. Lo haremos como a veces nos decía el señor Jesperson, nuestro instructor en el Antiguo Testamento: «Jovencitas, no es necesario que estudien con demasiada atención los versículos 20 a 25, y pueden prescindir totalmente del capítulo 7».
—A veces es lo aconsejable.
—Como sabrá usted, la India no es un país bíblico. Estoy segura, porque cuando estábamos en Calcuta lo consulté en el ejemplar de mi prima de la Concordancia completa del Antiguo y el Nuevo Testamentos, de Cruden. Pasa directamente de INDELEBLE a INDIGNACIÓN, y en medio no hay nada.
—¡Deprimente idea!
—¡No quiero que esté usted triste!
—Mi querida señorita Chumley, todo en la vida está lleno de sol y de flores. ¿A quién le importa que mañana puedan llegar las nubes?
—Está muy bien que los caballeros se bronceen, ya que tienen la suerte de no estar sometidos a las mismas limitaciones que nosotras. Pero una jovencita… vea usted hasta dónde se abrochan estos guantes, y cada vez que salgo al sol tengo que llevar una sombrilla. Los indígenas de la India, tan morenos (a veces resultan muy elegantes), los indígenas se quedan fascinados como el ángel de Comus cuando ven a una dama inglesa. Ya sabe usted que no debemos broncearnos, pues desaparecería totalmente nuestra influencia benéfica sobre ellos. Mi prima dice que para fines de siglo toda la Península India será cristiana.
—Y todo gracias a la tez de nuestras damas inglesas.
—¡Ahora se ríe usted de mí!
—¡Jamás!
—Janet, no escuches. Señor Talbot, mi notita, la que deslicé en la carta de lady Somerset a usted: ¿la descubrió?
—¡Naturalmente!
—Créame que inmediatamente después de enviarla hubiera dado cualquier cosa por recuperarla, pues entonces me pareció presuntuoso haber hecho una declaración tan franca… ¿no la encontró usted demasiado… demasiado?
—¡Ah, señorita Chumley! Me mantuvo… ¡me devolvió la cordura, debería decir! Atesoro ese papelito y podría repetirle a usted el mensaje palabra por palabra.
—No lo haga. Pero, ¿no le parecieron aquellas palabras demasiado…?
—Son sagradas.
—Janet, ya puedes quitarte las manos de las orejas. ¡Janet!
Me di la vuelta en el asiento. La señorita Oates tenía el sombrero levantado y las manos apretadas contra las orejas. Miraba fijamente el camino que dejábamos atrás. Casi se le salían los ojos, igual que a una liebre. Nos seguía un aborigen. Iba completamente desnudo y llevaba una lanza de aspecto peligroso. Le di varios gritos y por fin se hizo a un lado y desapareció entre el follaje. No creo que fuera por mis gritos. Creo que habíamos dejado de interesarle, como sucede siempre con esa gente al cabo de un rato.
—Creo que deberíamos volver ya.
¡Cómo levantó las orejas aquel jamelgo y se puso a trotar! Sabía adónde iba, y allí iría hiciese yo lo que hiciera. Revelaba, por así decirlo, las mores de su propietario o de la persona acostumbrada a «conducirlo». ¿Para qué detenerse frente a un árbol especialmente bello y después sucesivamente en dos casas, un pozo y un astillero? Al final, cuando ya me dolían las muñecas de tratar de persuadirlo, llegamos a un leve promontorio desde el cual se veía todo el puerto. Alguien había colocado allí un banco para los viajeros cansados y lo celebré, aunque a su lado estaba un aborigen ¡contemplando el puerto como si fuera suyo! El caballo se detuvo junto al asiento. El indígena se marchó sin mirarnos.
—Mis excusas por este horrible animal. Señorita Oates, voy a atarlo aquí y dejarlo a cargo de usted.
—Su respuesta consistió, como siempre, en dar un chillido. Ayudé a apearse a la señorita Chumley y la llevé junto al seto y hacia el agua. Al cabo de un rato me detuve y la miré.
—Señorita Chumley: ya he comentado que usted y yo hemos estado a merced de Neptuno, igual que Ulises. A nosotros no se nos pueden aplicar las normas ordinarias de comportamiento. En las múltiples cartas que le he escrito…
—¡Yo atesoro las que he recibido!
Toda aquella conversación se realizó sin aliento, pero resultó curiosamente deshilvanada. Quien hablaba algo que no era ninguno de nosotros.
—Señorita Chumley… ¡Marion! Debe usted comprender cómo comprendí yo instantáneamente mi destino, lo totalmente que me siento vinculado a usted. Dígame… lo que no puedo creer… que su afecto está destinado a otro y me retiraré a curar un corazón destrozado. Pero, ah, señorita, si estuviera usted libre y dispuesta a recibir mis atenciones sin aspereza… en resumen, si pudiera usted considerarme como algo más que un amigo…
La señorita Chumley me miró sonriente y con ojos chispeantes.
—¡Una jovencita, señor Talbot, no podría recibir atenciones más calculadas para agradarle!
—¡Ay, podría proclamárselo al mundo entero!
—Le prometo, señor Talbot, que todo el barco recibirá una prueba incontrovertible de nuestro entendimiento antes de salir del puerto… Pero, ¿qué pasa?
La marea estaba baja. Allí, a una milla o dos de distancia, pero claro como un aguafuerte en aquel aire diamantino, salían del agua las cuadernas negras de nuestro pobre barco. Recuerdo que me resultó imposible hablar de aquello a la señorita Chumley. Permanecimos en silencio mientras toda la historia de aquella travesía me inundaba y me empezaba a brotar por los ojos de tal modo que hube de ocultar el esfuerzo de secarme las lágrimas, haciendo como que trataba de librarme de aquellas eternas moscas infernales. Pues ella no sabía nada de aquella gente, nada del terror, el horror, el salvajismo, la lealtad, el aburrimiento y la mortandad que todavía parecían aferrarse a aquellas distantes cuadernas de madera.
—Señorita Chumley, ¿qué fue del teniente Deverel?
—Dejó el barco y pasó al servicio de una maharajá. Lo hicieron coronel, aunque ésa no es la palabra que utilizan ellos. Lleva turbante y monta en elefante.
Y entonces…
—¡Señor Talbot! ¡Esa bandera!
Me volví y miré a la derecha. El Alcyone estaba amarrado a menos de una milla de distancia.
—Mucho temo, señorita, que nos están llamando. Es la bandera azul.
Nos volvimos y nos miramos.
Omito las declaraciones mutuas, las despedidas y las promesas. Se pueden encontrar en mil romances y ¿por qué voy yo a aumentar su número? Al final, naturalmente, tuve que llevarla —que llevarlas— de vuelta al barco. Le pegué a aquel jamelgo más fuerte, supongo, de lo que jamás lo habían hecho antes y logré, aunque con dificultades, impedir que nos hiciera caer por el montículo. Por fin nos llevó al muelle con más rapidez que a la salida. La señorita Oates subió corriendo la pasarela, como si alguien la persiguiera. Ayudé a apearse a la señorita Chumley. La tripulación del barco estaba preparando la partida, no cabía duda. Mostró considerable interés por nosotros, y de aquello tampoco cabía duda. Incluso escuché una orden dada a gritos: «¡Mirad hacia el barco, malditos!» y el chasquido de un látigo. Pero ¿qué tenía aquello que ver con nosotros? Ella se volvió hacia mí con una sonrisa.
—Tiene usted mi palabra, caballero. Esperaré… ¡si es necesario, eternamente!
—Y yo soy suyo para la eternidad. ¡Ésta es mi mano!
Impulsivamente, la alargué. Riendo ahora ella, puso su mano en la mía.
—¡Mi querido señor Talbot! ¡Una vez más me ha levantado usted del suelo!
Acercó la cara distante. Me quité el sombrero, y, sin importarme las apariencias ni las miradas furtivas de los marineros, la abracé con fuerza. Nos besamos. Creo que jamás, salvo en alguna ocasión impulsado por la bebida, me he exhibido así en público. Pensé, incluso, en aquel momento de delirio, que ahora todo el barco sabía exactamente cuál era nuestra situación. La señorita Chumley había hecho exactamente lo que sabía que tenía que hacer.
Después el barco zarpó y se llevó con él mi corazón.
Mis queridos lectores —pues estoy decidido a tener más de un descendiente— pueden ahora imaginar que han llegado al final del «cuento de hadas». Pueden suponer una ascensión constante en las filas de la administración colonial… ¡pero no! ¡El cuento de hadas estaba a punto de comenzar!
Hasta el día siguiente no observó Daniels que la valija traída por el Alcyone pesaba mucho. Me invitó a llevarme mis cartas, que le ocupaban mucho espacio en el escritorio. Yo estaba demasiado absorto en mi pérdida y en mi felicidad para hacerle mucho caso. En aquella época, las cartas de Inglaterra me interesaban poco. De hecho, es una realidad melancólica que por lo general las cartas traían más malas noticias que buenas. Por lo tanto, pasaron dos días después de zarpar el Alcyone antes de que me molestara en recogerlas. Primero leí una carta de mi Señora Madre, que me pareció extraordinariamente alegre por algún motivo que no comprendí. ¿Por qué se sentía «tan a gusto»? ¿Por qué mencionaba a mi difunto padrino como «un hombre tan bueno y tan cariñoso»? ¡Raras veces había merecido calificativos así en la vida pública ni en la privada! Pasé a una carta de mi padre. Se había leído el testamento de mi padrino. No me había dejado nada, ¡pero había rescatado las hipotecas y se las había dejado a mi Señora Madre! Aunque no se nos podía calificar de opulentos, ni siquiera de ricos, ahora nos hallábamos en circunstancias acomodadas, ¡que mi padre calificaba de las «adecuadas»!
Y más que esto (queridos lectores, les ruego suspendan su escepticismo en la medida de lo posible y se concentren en el conocido ejemplo del señor Harrison, que salió elegido al Parlamento sin saberlo y no descubrió aquella agradable noticia hasta que por casualidad leyó una gaceta inglesa que le prestó un viajero en un burdel de París). Por común acuerdo, uno de los miembros del Parlamento por el burgo podrido de mi padrino había pedido el relevo, ¡y yo, Edmund Fitz-Henry Talbot, había sido elegido! ¿Qué le parece, Goldsmith? ¡Emúleme, señorita Austen, si puede! ¡Las expresiones más francas de asombro resultan insuficientes ante una experiencia casi única como aquélla! Leí la buena noticia una vez tras otra, releí la carta de mi madre, que ahora tenía un sentido pleno y lo que podría calificar yo de «adecuado». ¡Mi primer impulso fue comunicar los interesantes datos al Bello Objeto de mi Pasión! El segundo fue solicitar una entrevista inmediata con el señor Macquarie.
Fue muy comprensivo. Apenas le había contado la noticia y mostrado la parte pertinente de la carta de mi padre, cuando me pidió que lo considerase menos como un gobernador que como un amigo.
¿Qué he de añadir? El señor Macquarie me señaló las dificultades de proporcionarme un transporte adecuado. Naturalmente, en cuanto se dispusiera de un barco… Entre tanto, creía que, habida cuenta de esta clara muestra de la Divina Providencia, deberíamos realizar conjuntamente un acto de acción de gracias. Le seguí la corriente. ¡De hecho, la buena fortuna y la felicidad me parecen ser elementos que atraen más hacia las grandes Verdades de la religión cristiana que sus terribles contrarios! Una vez nos levantamos de rezar, el señor Macquarie me preguntó humildemente si prefería considerarme totalmente fuera de las filas del gobierno («somos una pequeña gran familia», señor Talbot), o si entre tanto estaba dispuesto, por así decirlo, a prestar mis dotes a la Corona. Me puse inmediatamente a su disposición. Dijo que tenía muchos motivos para desear un enlace mejor con el gobierno en Inglaterra. Creía que me interesaría contemplar lo que había logrado en el poco tiempo del que había dispuesto. ¡Ese conocimiento sería de un valor estimable para uno de nuestros legisladores!
Mi carta a la señorita Chumley se fue haciendo inmensamente larga. Llegó la goleta Henrietta, pero necesitaba muchas reparaciones en el aparejo. Se produjo una serie de retrasos exasperantes, que no eran culpa de nadie en particular, sino endémicos del servicio naval en tiempo de guerra. Trasladé mi equipaje a otro barco, y éste me abandonó desconsideradamente, pero llevándose mi equipaje y la carta. La Henrietta… pero, ¿para qué seguir con más explicaciones? Salí inmediatamente después de mi carta, pero me vi retrasado en Madrás, lo cual resultó ser una circunstancia afortunada, pues me da la oportunidad de permitir al lector echar un vistazo al genio epistolar de la señorita Chumley. Naturalmente, en mi propia carta yo había propuesto formalmente el matrimonio. Las palabras con las que el Caro Objeto de mi Pasión aceptó convertirme en el más feliz de los hombres deben seguir siendo sagradas. Sin embargo, ella consiente en que copie aquí parte del resto de aquella carta.
«El clima sigue siendo opresivo. ¡Ay, quién tuviera un día inglés! Bien, estoy muy ocupada en contar mis dichas, la mayor de las cuales… pero no voy a halagarte, pues ése sería el peor de los principios, ¿no? Permíteme hablar más bien del “Proyecto de mi Discurso de Ingreso” que has tenido la amabilidad de incluir y de invitarme a criticar. Mi querido Talbot, ¡lo encontré verdaderamente admirable! Cuando declaras: “acepto la elección por la vía de lo que se ha calificado de ‘burgo podrido’ ¡únicamente con el objetivo de consagrarme a la reforma de un sistema demencial e injusto!”, me brotó del corazón un grito: ¡Esto es muy noble! A propósito, ¿quién es la señora Prettiman?
»¿Me considerarás demasiado atrevida si menciono el viaje de regreso que nos proponemos hacer juntos? Mi primo (ya sabes que está en la Iglesia) tiene algunas reservas al respecto, y te adjunto una carta que me ha enviado. Estoy totalmente de acuerdo en que, por el camino, deberíamos tratar de visitar los grandes centros de la Civilización. ¡Las Pirámides! ¡Qué perspectiva tan única! Pero, ¿no deberíamos procurar que llegues para asumir tus importantes Funciones Parlamentarias lo antes posible? Tierra Santa: ¡naturalmente, ya sabes cómo han de resplandecer los Santos Lugares en el corazón de cualquier jovencita! ¡Pero siempre me ha resultado difícil amar a los israelitas como debiera! ¡Vaya! ¡Lo he confesado! Estoy segura de que eran un pueblo muy estimable, pues vivían del maná, ¿no es así? Y una dieta totalmente vegetal desanima tanto que impide a cualquier persona, vieja o joven, llevar a cabo actividades demasiado perversas. Pero cuando cambió su dieta… todos esos golpes a muslos y caderas, que no sé lo que significan, ¡pero estoy segura de que es algo muy violento! Naturalmente, no osaría yo criticar el Gran Fundador de nuestra religión, y no lo pretendo: pero seguir esa Santa Carrera en las mismas Huellas del Maestro sería algo demasiado doloroso para que lo contemplase una jovencita. En resumen, señor mío, ¿no podríamos, como diría el señor Jesperson, “prescindir totalmente de Tierra Santa”? Pero, naturalmente, en todas las cosas me dejaré guiar por ti y mi único deseo es estar a tu lado en lo que tú calificas de “¡este fenomenal cambio de Cuarto Secretario a Miembro del Órgano de Legisladores más poderoso del mundo!”»
Mis lectores pueden imaginar con qué alegría leí y releí tan tierna misiva. Inmediatamente pasé a la carta del primo de la señorita Chumley. No me causó menos alegría averiguar que efectivamente pertenecía a la Iglesia, pues era obispo y se firmaba «Calcuta».
¿Qué más voy a decir? ¡Aquí debe terminar este relato del viaje de Edmund Talbot a los confines de la tierra y de su tentativa de aprender a hablar como los lobos del mar! Sin embargo, adivino en mis lectores novatos una cierta inquietud. Falta algo, ¿verdad? El obispo no podía consentir que viajáramos desde la India hasta Inglaterra sin habernos casado. ¡Sería un ejemplo malísimo en una parte del mundo que ya estaba demasiado abierta a las licencias de todo género! ¡Se ofrecía con cordialidad a oficiar él mismo la ceremonia! De manera que mis queridos lectores pueden sentirse seguros y satisfechos: por fin llegó un día en que salté a tierra en la India desde una pinaza. Bajo una sombrilla rosada, a veinte yardas de distancia, me esperaba «una jovencita». La valiosa Janet estaba detrás de ella, con un grupo de sirvientes de piel oscura. Por encima de la sombrilla rosada había extendida otra mayor. Pero cuando ella me vio no hizo caso del sol. Me quité el sombrero… ella se echó a correr… y ¡vuestra bistatarabuela prácticamente se me echó en los brazos!