Como la realidad es más extraña que la ficción, naturalmente resulta menos creíble. Un biógrafo honrado, si es que existe, siempre llegará a un punto en que celebraría más rebajar los ásperos tonos de una vida real para convertirlos en los delicados matices del romance y la leyenda. Eso fue lo que reflexioné el otro día, al volver a leer parte de este relato descarnado que he hecho de nuestras aventuras antárticas.
Siempre me he sentido un poco desasosegado con autores como Fielding y Smollet, por no decir nada de los modernos, por ejemplo, la señorita Auten, que creen que, pese a los datos que les aporta a diario la vida en su derredor, para que un relato sea verídico debe tener un final feliz… o, mejor dicho, me sentía desasosegado antes de que mi propia vida entrase en regiones de fantasía, «feéricas», ¡de una felicidad absurda!
Un día estaba yo, todavía apenado, en el porche de la Residencia y preguntándome cuál es esa fuerza interior que impide a la mayoría de los hombres suicidarse, cuando una explosión distante me hizo levantar la mirada. Por la punta del cabo había llegado un barco y, al verlo, salté de golpe, pues nuestro cañón de salvas respondió desde abajo del porche con otra explosión y con una nube inmensa de humo blanco. Era un barco de guerra, pues. Fui hacia nuestro telescopio y lo apunté hacia el desconocido.
¡Creo que incluso entonces algo me dijo que se iniciaba un cuento de hadas! El barco enarbolaba una señal —supongo que con su número— y otras banderas que podían significar cualquier cosa. Bajo el bauprés había toda una trama de pintura dorada. Distinguí una corona, un centro rojo rodeado de azul y contuve el aliento al ver que podría ser lo que en un astillero se interpretaría con un martín pescador coronado, un pájaro azul, un alción, un Alcyone. Fui rápidamente al despacho y el estopín de la explosión siguiente de respuesta nuestra a su saludo casi me golpeó. En el despacho estaban Daniels y Roberts, que acababan de abandonar las flechas de papel con las que estaban resolviendo los asuntos de la colonia. Markham entró por la otra puerta y dijo que era la Fragata de Su Majestad Alcyone y que por fin íbamos a recibir noticias creíbles en lugar de los rumores de capitanes mercantes borrachos. Me dije que lo más que podía esperar yo era una carta de la señorita Chumley en respuesta a tantas como le había enviado yo a la India en todos los barcos que iban allí. Pero sir Henry tendría noticias de ella. Observé que conocía a su capitán y que iba a ir a verlo. Me marché antes de que nadie tuviera la oportunidad de ofrecerme su compañía y esperé junto al telescopio hasta que el grupito reunido en torno a él se cansó de mirar. El Alcyone entraba en calma, pero con todas las gavias cargadas, como era natural en una dársena tan llena. Pero era un barco de guerra, de forma que le indicamos que se dirigiera al muelle nuevo.
Me llegó el turno. Inmediatamente vi a sir Henry Somerset en la toldilla, resplandeciente con el uniforme de gala que se había puesto para ir a ver al gobernador. El lector quizá pueda suponer cuál fue la auténtica convulsión… ¡no, ya recuerdo! ¡Me reventó el corazón, igual que se puede reventar un huevo encima de la sartén! ¡Qué extrañada delicia cuando me encontré contemplando la imagen de la señorita Chumley! Estaba junto a lady Somerset en la toldilla, justo a popa de sir Henry, que no paraba de dar órdenes. Las dos damas tenían juntas las cabezas y lo contemplaban, creo, y mantenían un obediente silencio mientras el barco viraba en el canal. Ahora sir Henry examinaba la Residencia por su telescopio… ¡nos mirábamos a la cara! Se dio la vuelta y dijo, sonriente, algo a la señorita Chumley. Ahora ella le pedía el telescopio… un oficial joven le ofrecía el suyo… se lo sostenía… ella lo ajustaba… me quité el sombrero y lo agité… ¡La señorita Chumley abandonó el telescopio y juro que se lanzó a los brazos de lady Helen! Se abrazaron, la señorita Chumley se separó… Pareció confusa, casi atemorizada… Fue corriendo a la escala de cámara ¡y desapareció! De pronto me di cuenta del aspecto desaliñado que solíamos tener a primera hora de la mañana —mejor que el decididamente farouche de la mayor parte de los hombres de Sydney Cove, pero por escasa diferencia— y fui corriendo a arreglarme. Cuando por fin estuve afeitado y vestido como es debido, el Alcyone había lanzado amarras. Levanté el sombrero hacia sir Henry, que subía las escaleras de la Residencia mientras yo las bajaba, pero creo que no me vio. Lo seguía un guardiamarina que llevaba un gran portefeuille. Sir Henry tenía la cara enrojecida y jadeaba.
Cuando llegué al muelle, el Alcyone estaba ya en su fondeadero. Había echado las escalas de popa y de proa, en las que había centinelas y contramaestres. Ya estaba embarcando agua y suministros. Pese a la agitación del muelle, lady Somerset estaba allí en pie, ocupando un espacio que le parecía consagrado. No se veía a la señorita Chumley. Al acercarme a lady Somerset me descubrí, pero inmediatamente ella me pidió que me lo volviera a poner. Después de la India, le resultaba desconcertante ver a un caballero descubierto. Tartamudeé un cumplido sobre su aspecto, pero ella no quería hablar del tema.
—¡Señor Talbot, no tiene usted idea de las dificultades que sufrimos las pobres mujeres en una fragata! Pero, por lo menos, no hemos padecido, como parece que sufre este lugar, tantas moscas… ¡qué asco!
—Nunca se acostumbra uno a ellas. Lady Somerset, le ruego…
—Ahora va usted a pedirme permiso para entrevistarse con la pobre Marion.
—¿La pobre Marion?
—No puede soportar el mar ni habituarse a él. No dudo de que preferirá incluso las moscas.
—Lady Somerset… ¡si supiera usted cómo he ansiado este encuentro!
—Señor Talbot, en el fondo yo soy una romántica, pero el tener a mi cargo a una jovencita me ha ayudado a curarme de lo que empezaba a considerar una aberración. Las cartas de usted han ido mucho más allá de lo que le propuse cuando consentí una correspondencia. ¿Son serias sus intenciones, caballero?
—¡Lady Somerset!
—Bien, supongo que sí. Pero… ¿qué es usted? ¿Cuarto secretario? Y hemos sabido que su padrino ha muerto.
—Eso me temo. ¡Ah, qué pena!
—Quizá para usted. También para él, hemos de creer. Pero en lo que respecta al país…
—¡Aquí viene!
¡Y así era! ¡La señorita Chumley, en el tiempo transcurrido desde que nos habíamos mirado por los telescopios, había cambiado totalmente! ¿Dónde estaba aquella capa de color verde oscuro que le había colgado de los hombros? Aquella visión radiante iba vestida de blanco, con un pañuelo de gasa india que le caía desde los hombros y le pasaba por los brazos. Tenía los guantes abotonados hasta el codo. Llevaba un sombrero de paja de ala ancha levemente atado con otro pañuelo anudado bajo la barbilla. Tenía la cara resplandeciente bajo una sombrilla sonrosada. En la otra mano llevaba un abanico con el cual intentaba, sin mucho éxito, alejar las moscas. Me descubrí.
—Señor Talbot, ¡sus cabellos!
—Un accidente, señorita, una nadería.
—Marion, hija, creo que deberíamos invitar al señor Talbot a bordo, pero quizá mañana…
—¡Ay, Helen! ¡Te lo ruego! ¡La tierra se mueve, pero es maravilloso! ¡Parece tan enorme, con árboles y casas y cosas! ¡Ah, Helen, son casas inglesas!
—Bien. Puedes quedarte un rato. Te voy a enviar a Janet. No salgas del muelle. El señor Talbot se encargará de ti.
—Efectivamente, señora, no pido más que se me permita…
—Y no permita usted que se le acerquen los indígenas, los aborígenes creo que los llaman.
—Desde luego que no, señora.
—Ni los presos, naturalmente.
—No, señora. ¿Me permite un consejo? Aquí no utilizamos ese término. Los llamamos «los enviados por el gobierno».
Lady Helen hizo una leve reverencia, se dio la vuelta y volvió a subir a bordo. La señorita Chumley y yo seguimos mirándonos. Sonreía encantada y movía la cabeza como si no lo pudiera creer, y alejaba a las moscas; supongo que yo sonreía o reía como un idiota, ¡que de hecho me comportaba en muy escasa medida como debía comportarse un secretario de la Residencia a diez yardas de distancia de un público que sin duda se estaba divirtiendo! Hablamos, pero como si estuviéramos sumidos en un trance. Gracias a las mágicas propiedades de la Mente, tan poco comprendidas, ella y yo logramos recordar después lo que ninguno de los dos escuchó conscientemente entonces.
—¡Señor Talbot, qué moreno está usted!
—Mis excusas, señorita Chumley. No es permanente.
—Me temo que yo estoy quemada.
—Ah, señorita… ¡una rosa inglesa! Ha estado usted bajo la lluvia, bajo un monzón o algo así.
—Hemos estado embarcados.
—¡Todo el tiempo, no!
—No sabía que fuera tan grande, señor Talbot, y se lo digo de verdad. Se ven mapas y globos terráqueos, pero es diferente.
—¡Sí que es diferente!
—Y creo, caballero, que la mayor parte es innecesaria.
—¡Totalmente, totalmente innecesaria! ¡Fuera con ella! ¡Que se acabe el mar! Mejor tener pequeñas extensiones entre cada país… como un canal…
—Como esos lagos ornamentales en los parques…
—Una o dos fuentes…
—¡Ah, sí! ¡Las fuentes son importantísimas!
Fue entonces, creo, cuando ambos percibimos lo absurdo de nuestras palabras y nos echamos a reír, de forma más bien nerviosa, al oírlas. Empecé a abrir los brazos con un gesto totalmente espontáneo, pero vi que en la pasarela de popa aparecía la valiosa Janet y volví a dejarlos caer.
—Señorita Chumley, a ambos nos han impresionado los océanos… pero sin duda habrán llegado ustedes a la India.
—Ah, sí. Pasamos un tiempo en Madrás, y después en Calcuta. Pero mi prima… tras la muerte de la pobre Rosie Aylmer… tan lista, tan buena, con sangre real… ¡Ha sido tan trágico y tan pavoroso, porque apenas era mayor que yo! Mi prima me consideró demasiado inmadura para superar la epidemia. Lady Somerset me volvió a sacar de allí y ¿qué iba a hacer sir Henry más que hacerse amigo del almirante?
—La amabilidad del destino nos ha reunido. ¡He calumniado al universo!
La señorita Chumley rió deliciosamente y, si se me permite decirlo, más calmadamente.
—¿El universo? ¿El destino? ¡Diga más bien que el Tirano Corso organizó nuestro encuentro! Bueno, no es raro, pues mucha gente, y en especial los franceses, ha considerado difícil distinguir entre él y el Destino.
—¡Napoleón!
—Ese malvado ha escapado de Elba y desembarcado en Francia. Estamos otra vez en guerra. Las noticias llegaron por tierra al almirante en el Mar Rojo, de forma que cuando nos encontramos frente al cabo Comorin, nos dijo que viniéramos aquí a toda vela, y lo que es más, supongo, que volvamos a salir de aquí a la misma velocidad desesperada.
—¡No puedo soportarlo! ¡Me coloca usted en el séptimo cielo y al mismo tiempo me sume en la angustia!
—¡Pobre señor Talbot! Creo que cualquier jovencita haría lo que… ¡pero no debe decir cosas así!
—¡Señorita Chumley… ah, señorita Chumley… señorita Chumley!
Advertí que la señorita Oates, la valiosa Janet de lady Somerset, estaba junto a la señorita Chumley. Me quité el sombrero y le hice una reverencia, ella me la devolvió y volvimos a nuestra conversación, aunque en tonos menos apasionados.
—Como ya sabe usted, señor Talbot, lady Somerset ha tenido la bondad de hacerse cargo de mí.
—Una responsabilidad preciosa que cualquier…
—Existe una especie de acuerdo entre nosotras en el sentido de que no puedo responder a la pregunta… es decir…
—¡Ah, señorita Chumley!
—En general, se considera que las jovencitas son demasiado ignorantes para que puedan disponer de sí mismas correctamente y deben hacer que alguien mayor disponga por ellas.
—Yo creía que ella era una apasionada de la Naturaleza.
La señorita Chumley se apartó las moscas de la cara con el abanico. Después, con un gesto que me conmovió de forma inexpresable, se inclinó hacia adelante y me quitó a mí las moscas con el abanico.
—Tendría una que ser una heroína de Shakespeare, señor Talbot, y recordar que hay que estar siempre presente en el quinto acto. Me refiero a las comedias, naturalmente.
—¡Claro! ¿Qué tenemos nosotros que ver con unos jorobados y con unos viejos airados cuyas hijas son unas malvadas?
—Nada, desde luego. Pero en lo que pensaba era en el ofrecimiento directo de la mano, como si una jovencita fuera en realidad un jovencito disfrazado…
—¡Señorita Chumley! ¡juro que, cual Julieta, enseñaría usted a las antorchas a arder! El aire. El sol por mucho que broncee, coloree… perdone estas lágrimas y estas moscas, pues son moscas… ¡lágrimas, digo! de alegría.
Impulsivamente alargué la mano. Permitió que el abanico le quedara colgando de la muñeca y puso su mano en la mía, riendo.
—¡Mi querido señor Talbot! ¡Literalmente, me ha levantado usted los pies del suelo!
Por fin, ¡y cuán involuntariamente!, le solté la mano.
—Perdóneme, señorita Chumley. Temo que soy de naturaleza demasiado ardiente.
Volvió a colocarse el abanico en la mano y se ocupó de quitar las moscas que me asediaban. En el espacio momentáneamente despejado me acercó el rostro radiante. Tras él apareció lady Somerset. No se veía a la señorita Oates por ninguna parte. La señorita Chumley se dio la vuelta rápidamente.
—¡Helen! ¿Dónde está Janet?
—Huyó a la bodega cuando los marineros empezaron a reírse. Debería usted volverse a poner el sombrero, señor Talbot.
—¿Marineros, señora? ¿Riéndose?
—¡Marion, estabais casi en público!
—Lo siento, Helen. Pero, como he dicho al señor Talbot, me ha levantado los pies del suelo, y, ¿qué va una jovencita…?
—Ahora debes irte tú.
—Pero, Helen…
—Lady Somerset…
—Podréis veros mañana, si seguimos aquí, ¡pero bien vigilados, no lo olvidéis!
Contempló cómo desaparecía la joven.
—Cuenta usted con mi simpatía, señor Talbot, pero nada más. Imagino que el fallecimiento de su padrino va a hacer que tarde usted en alcanzar la fama y la fortuna.
—Gozo de medios suficientes para una persona joven… si bien estoy de acuerdo en que son insuficientes para una gran familia. Mi padre…
—Un secretario subalterno no puede casarse aunque goce de medios propios. Hasta que salí a cubierta… ¡Señor Talbot, esto ha sido demasiado familiar! Es usted un buen partido, salvo en lo que respecta a la fortuna. Lamento mucho, señor Talbot, hallarme atrapada entre mis responsabilidades por una señorita…
—¡Es la dama más bella del mundo!
—Sentimiento muy correcto por su parte, caballero. Además, es muy inteligente, lo cual siempre durará más que la belleza y vale mucho más la pena, aunque nunca se puede lograr que los caballeros opinen lo mismo. El resto de su personalidad, señor Talbot, está formado por la determinación y (hasta el presente episodio, habría dicho yo) ¡el sentido común!
—Estaba, estábamos, hechos el uno para el otro.
—En Calcuta la asediaron.
—Ya me lo imagino. ¡Ay, Dios mío!
—Después de todo, parece que sigo siendo una romántica. Puede usted verla mañana por la mañana.
—Se lo ruego, señora, ¡permítame llevarla a dar un paseo! Entre esta hora y la del atardecer…
—Mañana. Hoy hemos de conseguir habitaciones en un hotel, si existe alguno adecuado para nosotros. De hecho, la situación es tan desesperada que creo hemos de utilizar uno cualquiera aunque no sea totalmente adecuado.
—¡Lady Somerset, no puedo creerla!
Lady Somerset me miró directamente a los ojos y habló lánguidamente, con su profunda voz de contralto.
—Dado que espera usted casarse, señor Talbot, más vale que sepa lo peor. Baños, señor mío, baños calientes. ¡Quizá no lo sepa usted, pero las damas los necesitan tanto como ustedes!
—Con aquello y la sugerencia de una inclinación, regresó al barco. Me fui corriendo y escribí una nota en la cual solicitaba el privilegio de llevar a la señorita Chumley de paseo en coche al día siguiente. Al cabo de una hora llegó la respuesta. Lady Somerset saludaba atentamente al señor Talbot y consentía en que llevara a pasear en coche a la señorita Chumley y a la señorita Oates al día siguiente durante una hora o dos de la mañana. Estarían esperando al señor Talbot en el muelle nuevo a las diez de la mañana.
Es posible que lady Somerset esperase un barouche. Sin embargo, no fue más que —y ya fue una suerte— un carricoche indio, con un asiento a popa para la señorita Oates y dos asientos a proa. Aquello resultaba brutal para la pobre señorita Oates, ¡pero el amor nos exige sacrificios a todos! El carricoche y yo estábamos junto al barco a las diez menos cuarto de la mañana. Hacía ya tanto calor, que el darle un paseo al caballo no era sólo innecesario, sino desaconsejable. Una vez más me convertí en un objeto de curiosidad y —creo— diversión para la tripulación del barco.
La primera en aparecer fue lady Somerset. Se abanicaba asqueada frente a la nube de moscas que nos rodeaban a mí y al caballo.
—Buenos días, señor Talbot. Supongo que ese asiento es para la señorita Oates. Ese caballo es pequeño. Por lo menos, no se escapará con ustedes.
—Lo difícil, señora, es lograr que se ponga en marcha.
Lady Somerset señaló que estaba de acuerdo. Casi debería de haber dicho yo que «asintió», pero, en lo que a ella respectaba, aquel gesto tenía tan poco de asentimiento como las señales del omnipotente Zeus.
—Va a bajar inmediatamente. No tiene usted idea del número de veces que… ¡ah! Aquí vienen.
—No recuerdo ni lo que dije yo ni lo que dijo ella ni lo que dijeron…