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Creo que fue a partir de cabo Howe cuando obtuvimos lo que Cumbershum calificaba de «viento para soldados» —en el sentido de un viento tan favorable que hasta un soldado habría podido gobernar el buque—, provocando la irritación Oldmeadow. Éste replicaba con alguna bobada acerca de «marineros en tierra», pero para entonces yo ya estaba harto de los enfrentamientos y las rivalidades entre los servicios. ¡Cuánta agitación había en el barco! ¡Y las señoras! Tanto la señora Prettiman como la señora Brocklebank me comentaron que estaban muriéndose de deseos de sacar las cosas de la bodega y tenerlo todo limpio. Creo que incluso los más limpios de nosotros estábamos sucios. Después de todo, hacía meses que no habíamos podido lavarnos más que con jabón de mar. De hecho, yo me había preguntado si acaso debería titular mis tres volúmenes Jabón de Mar, pero, ¡ay!, debido a la pusilanimidad de los editores ingleses, no ha surgido la ocasión. De manera que por fin llegamos a Sydney Cove y nuestro microcosmos se partió en pedazos. Nos llevaron al muelle nuevo y el barco se vio invadido, pues hacía mucho tiempo que se esperaban allí los artículos que traíamos en la bodega. Nadie hizo mucho caso de los pasajeros. Importaban más los raíles de hierro. Anderson dejó al señor Summers al mando y se apresuró a desembarcar con el señor Benét (¡que era la misma imagen de un ayudante de almirante!).

Preferí no ir con ellos, pues, según parecía, el señor Macquarie, el gobernador, estaba ausente, de visita en una isla todavía más terriblemente penal que Sydney Cove. Algunos de nuestros pasajeros se abrieron paso a tierra en medio de agentes, mozos, balas, cajas y ruidos. A la señorita Zenobia Brocklebank la bajaron en una camilla, con mil atenciones y sin que se le pudiera ver más que la punta de la nariz. El señor Brocklebank se detuvo a mi lado.

—Adiós, señor Talbot. Tengo entendido que se propone usted publicar un relato ilustrado de la travesía. No se lo aconsejo. Nada que pueda usted escribir jamás será comparable el éxito que obtuvo con su práctica de la medicina.

—¿A qué se refiere?

—¿No fue usted quien curó a nuestro buen amigo el señor Prettiman? ¡De hecho, señor mío, creo que debería usted abandonar las Musas en pro de Esculapio! Le deseo buenos días.

—Señora Prettiman… ¡Señora Prettiman! ¡No le digo adiós, sino au revoir! ¡Estoy seguro de que nos volveremos a ver!

El ruido no me permitió oír lo que me contestaba, ni acercarme a ella, debido a la multitud que había en cubierta y en la bodega abierta. El señor Prettiman estaba semirrecostado en una camilla y contemplaba el muelle. Dos o tres hombres se separaron de la multitud y subieron corriendo a bordo. ¡Lo esperaban! Se lo llevaron sin que él mirase ni una vez atrás, y la señora Prettiman lo siguió dócilmente. Estaba yo a punto de echarme a correr tras ella cuando se interpuso en mi camino la camilla del guardiamarina senil, Martin Davies. Siguieron los Pike, con los East a sus talones, ¡como si fueran sus criados! Volvió corriendo la señora Brocklebank (se había olvidado su chal amarillo… ¡ay, no, si lo llevaba puesto!… ¡qué boba!). Pero se me acercó mucho y declaró que había olvidado totalmente lo ocurrido cuando casi chocamos con el hielo… Entonces no supe a qué se refería y sigo sin saberlo.

—Adiós, mi querido señor Talbot. ¡Tenga usted la seguridad de que nuestro secreto está a salvo conmigo!

Llegó Charles desde el castillo de proa.

—Edmund. No te has ido. Creía que nos habíamos despedido en la guardia de media. Esto es insoportable.

—¿Qué tipo de persona crees que es el gobernador?

—Parece que ese caballero tiene algo que decirte. ¡Que Dios te bendiga!

Efectivamente, el caballero tenía algo que decirme. ¡Se trataba de Markham, uno de los miembros del séquito! Me dio la bienvenida y me llevó inmediatamente a, como decía él, «refrescar el gaznate». Aquella frase era una mezcla de lo fino y lo vulgar, cosa que según vi era bastante frecuente entre los miembros subalternos de la Residencia. No es fácil trasplantar una taberna inglesa, pero he de reconocer que los colonos habían hecho todo lo posible. Me asombré al enterarme de que ante el gobernador había que mantener un aire general de religiosidad. Sin embargo, dijo Markham, estábamos «a salvo de momento», aunque el vicegobernador apenas era menos religioso que el propio gobernador.

—¿El capitán Phillip es de la Armada?

—Y tanto. Él y tu capitán van a ocuparse del destino de esa carraca en la que habéis venido… ¡y no debe de ser difícil, a juzgar por su aspecto!

—Perdimos los masteleros y sabe Dios cuántas cosas más.

—¿No serás tú también marino?

—No lo quiera Dios. Nuestro capitán no es muy aficionado a la diversión.

—Ni Phillip. «Adiós, señor Markham. Nos vemos mañana en los servicios religiosos.»

—¡Dios mío!

—Resulta soportable cuando uno se acostumbra. Lo malo son las moscas. Los caballos y la caza están bien. A propósito, en la Residencia hay un montón de cartas para ti.

—¡Cartas!

—Llegaron con la valija.

—Tengo que ir allí.

—¡Eh, espera un momento! ¡Ya sabes que tienes que presentarte a Phillip!

El resultado fue que volvimos al barco, que se hallaba en un estado indescriptible, pues ya estaban descargando todos los artículos que hacían falta con vigencia en tierra. Me puse un atavío más respetable.

Mi entrevista con el capitán Phillip no fue larga. Aceptó mis credenciales sin comentarios, manifestó su esperanza de que me sintiera a gusto en lo que él celebraba calificar de «nuestra pequeña gran familia», de que mi padrino estuviera bien, y después preguntó en voz baja si tenía algún informe acerca del señor Prettiman. Hube de responder que no había puesto nada por escrito. Aquel hombre se había convertido en un inválido y se había casado. Estaba convencido de que no representaban ningún peligro para el Estado. Phillip me contempló con el ceño fruncido, pero no dijo nada.

—Mi capitán… ¡otra cosa!

—¿Sí?

—El barco. ¿Qué va a ser de él?

—Según me dicen, no puede volver a hacerse a la mar. Se quedará de guardia en nuestro puerto. No nos viene mal tener más espacio para oficinas.

—¿Y sus oficiales?

—Eso no es asunto que le ataña, señor Talbot.

—Con el debido respeto, mi capitán…

—Señor Talbot, comprendo en todo lo posible la conducta de un joven en lo que son los primeros momentos de una situación completamente distinta de las que ha conocido hasta ahora, ¡pero es usted un funcionario subalterno y debe tener conciencia inmediata de ello!

—La tengo, mi capitán, y únicamente los sentimientos más profundos de mi corazón pueden hacerme hablar en un momento así. Pero, mi capitán, como oficial de la Armada debe usted de haber conocido muchas travesías, muchos destinos… debe saber hasta qué punto pueden trabarse amistades ¡y… hasta qué punto puede uno hallarse implicado apasionadamente en los asuntos y el futuro de un compañero de a bordo!

El vicegobernador me contempló en silencio durante un momento. Después esbozó una sonrisa.

—Eso es cierto. Recuerdo…, pero no viene a cuento. Bien. El capitán Anderson sabe que no es posible que un capitán de navío siga al mando de un barco de guardia anclado de forma permanente en este puerto. Regresará a Inglaterra. El teniente Benét (un joven muy extraño) irá con él.

—No estaba pensando en el capitán ni en el teniente Benét, mi capitán.

El capitán Phillip se repantigó en la silla y me contempló con aire solemne.

—Ha despertado usted mi interés, señor Talbot.

—Estaba esperando, caballero, saber si podría usted utilizar su gran experiencia de las cuestiones navales para proceder a ascender a un hombre que no sólo es amigo mío y un magnífico marino, ¡sino que además es un cristiano convencido y devoto!

El capitán Phillip no ojeó entre los papeles que le había dado. Volvió a aflorarle una sonrisa en los labios.

—No sólo ha despertado usted mi interés, señor Talbot. Me ha sorprendido.

—¡Gracias, mi capitán!

—Le ofrecí el mando del barco al teniente Benét. Pero, como esperaba al cabo de cinco minutos de conocerlo, renunció a él. Espero que la Armada no lo pierda. Con una soltura que a él le parece natural, pero que cabría considerar impertinente en otro jovenzuelo, insistió en que lo merecía el teniente Summers.

—¡Dios… santo!

El capitán Phillip sonrió del todo.

—Ya había hecho lo mismo el capitán Anderson. Reiteró insistentemente que el teniente Summers estaba admirablemente capacitado para hacerse cargo del barco.

—¿O sea que el teniente Summers va a ascender a capitán?

—¿Quién lo ha dicho?

—Pensaba…

—Por otra parte, es posible, naturalmente. Entre sus funciones figurarían las de Jefe Real del Puerto con los emolumentos del cargo, pues hemos perdido al anterior.

—Estoy seguro de que los emolumentos son lo que menos importa al señor Summers. No desea más que servir a Dios y al Rey.

—Quizá lo haya dicho.

—Efectivamente. Fue un consejo que le dio al principio de su carrera el almirante Gambier en persona, y ha sido su norte desde entonces.

—Gambier es un hombre bueno. Un hombre religioso.

—Yo esperaba, mi capitán, que mi primera carta a mi padrino pudiera contener una descripción de mi alegría al poder exponer al gobernador Phillip la idoneidad de ascender a un hombre de principios estrictamente cristianos…

—«Gobernador Phillip». Sí. Bien. ¿Quién sabe? ¿De modo que quiere usted que ascienda a Summers a capitán, eh? ¿Y comprende usted, naturalmente, que eso tendrá que confirmarlo el gobernador Macquarie? ¿Y que ese ascenso tendrá que verse confirmado desde la Patria? Sin embargo. Sí. De acuerdo.

—¡Gracias, gobernador, mil gracias!

—Más vale que lo haga usted venir lo antes posible. Y ahora vamos con sus cosas, muchacho. De momento no le vamos a obligar a trabajar demasiado. Tómese una semana o dos para irse acostumbrando. Observe las cosas. Cuando escriba usted a su padrino podría incluir… No. No quiere uno aparentar…

—Gobernador, será para mí una gran satisfacción mencionar su amabilidad. Apenas si oso preguntárselo, pero, ¿sería posible… podría yo mismo dar la buena noticia al capitán Summers?

—¡Calma, muchacho! ¡Ni siquiera he firmado el despacho provisional! ¡Santo cielo, no podemos tratar un asunto tan serio como un ascenso de modo tan apresurado!

—Mis excusas, mi capitán.

—No, no. A propósito… ¿no es su madre de la familia de los Fitz-Henry?

—Sí, señor. Mi padre…

—Disponemos de todos los formularios, ya entiende, impresos al estilo moderno. Después de todo, no es más que «provisional». No es como si hiciera falta la firma de Su Alteza Real… para eso hay que esperar a que llegue de Inglaterra, si es que llega.

—Sí, mi capitán. Supongo que todo va más despacio en tiempo de paz.

—Charles Summers, teniente… ¿tiene un segundo nombre? No… del barco… conforme a… provisional… firmado… El vicegobernador.

—¡No sé cómo darle las gracias, gobernador!

Me contemplaba con curiosidad.

—Y, ¿para usted mismo no quiere nada?

—¿Para mí? Yo… ¿podría llevarle el despacho?

El vicegobernador pareció un tanto asombrado. Pero después estalló en una franca carcajada.

—¡Verdaderamente ha sido una larga travesía! Bueno, no debería decirlo, pero Benét y Summers, Cumbershum, ¿no se llama así? Y Anderson y ahora usted… le voy a decir algo, muchacho. Es… ¡debe de haber sido, con mucho, el barco mejor avenido del servicio!

—¿Tienen ustedes comunicaciones con la India, gobernador?

—La valija, naturalmente. Si quiere usted enviar algo, dígaselo a Markham. Él se encarga de esas cosas.

—Gracias, gobernador.

—Y, Talbot: se espera del séquito que dé buen ejemplo, ya entiende.

—Sí, gobernador.

—Nos veremos en el servicio de maitines.

Se levantó una pulgada o dos del asiento e hizo un gesto señalando la puerta. Todo aquello era muy diferente de las rosadas expectativas con las que había partido yo de Inglaterra. Pero, dada la alegría que me aportaba el documento que llevaba en la mano, no podía sentir tristeza. Fui con pies alados hacia el barco, un Glauco con un regalo de oro o de bronce, y allí estaba Charles, erguido frente a la barandilla de la toldilla de proa. Dos carretas llenas de equipaje avanzaban golpeteando por los adoquines y Anderson y Benét iban andando a su lado. No habían perdido el tiempo.

Pero el barco estaba agitadísimo. Todas las escotillas estaban abiertas. Los botalones extraían cargas de todo género, salían rodando barriles, se amontonaban las balas, subía el polvo…

—¡Charles! ¡Charles!

De un salto pasé del muelle al barco. Después, cuando vi la distancia que había, me reproché haber hecho algo tan estúpido.

—¡Toma!

Miró de reojo el documento y después volvió a contemplar lo que estaban haciendo los marineros.

—¡Ahora no, Edmund! Si aparto la vista de la descarga, se van a poner a pelear en un abrir y cerrar de ojos.

¡Léelo, hombre! ¡Tienes que leerlo!

Miró de reojo el documento, después volvió a detenerse en lo que estaban haciendo, se dio la vuelta y contempló el documento con calma. Parecía estar dispuesto a contemplarlo eternamente, con la boca abierta y la mirada preocupada. Lo desdoblé y lo sostuve de forma que pudiera leerlo. Se le fue la color de la cara, alargó una mano y se dejó caer. ¡De manera que aquello era mi armadura de oro!

Cuando Charles se recuperó y estábamos sentados en una litera desnuda en la cámara desierta del capitán, supe que la condición de capitán recién ascendido se señala con una charretera en la hombrera derecha. A mi querido amigo le costó trabajo confesarlo, pero por fin me dijo que, de hecho, tenía una guardada —escondida—, lo cual me pareció un indicio extraordinario y conmovedor de que, por muy modesto que fuera, también abrigaba esperanzas. La travesía lo había cambiado, igual que a todos nosotros, y yo no podía por menos de esperar que recuperase la sencillez y la amabilidad que antes eran tan evidentes en él. Le rogué que viniese a tierra, pero no quiso.

—Inmediatamente se pondrían a hacer bobadas o desertarían. Empezarían a actuar sin cuidado y luego a alguien le caería una bala encima. La descarga es más complicada de lo que tú puedas imaginarte. No puedo por menos de celebrar que, como el viaje ha sido tan largo, ya no nos quede nada fuerte que beber.

Me pregunté por un momento si decirle que tanto Benét como Anderson lo habían recomendado para su nuevo grado, pero rechacé la idea inmediatamente. En cambio le insistí hasta que consintió en ponerse su charretera. Por lo que a mí respectaba, aquello fue un anticlímax. El maldito adorno llevaba guardado tanto tiempo que estaba imposiblemente arrugado y los dorados se habían convertido en algo que se parecía sospechosamente al latón. Parecía como si un pájaro grande, un águila o un buitre, se le hubiera cagado desde un mástil en el hombro.

—¡Estoy impresionadísimo Charles! ¿Puedo seguirte llamando Charles? ¿No te importará que de vez en cuando se escape de mis labios involuntariamente la palabra «capitán»?

—Esto es un sueño.

—Bueno, vamos a celebrarlo en tierra.

—No. Mañana iré a ver al gobernador. Pero hoy…

Quedó en silencio y me pregunté si había caído en un trance religioso. Pero después vi que estaba acariciando la madera desnuda del costado de la litera, ¡igual —pensé de repente— que un hombre o una mujer podrían acariciar el costado de su antiguo lecho nupcial! Se puso en pie, fue hacia la amurada y la acarició; fue al ventanal de popa y echó el aliento sobre el vidrio para limpiarlo…

—¿Qué pasa?

—Volvió a sentarse a mi lado en la litera.

—No puedes comprenderme, Edmund. Aquella vez, cuando me hicieron guardiamarina, tuve en mis manos un sextante. Después, cuando me llamó la junta de exámenes y me dijo que había aprobado los de teniente… ¡y ahora! ¿Capitán? Sí…, pero tengo un barco, ¡mi barco!

—Vamos. ¡Y llegarán más arriba! ¡Capitán!

—No puedes comprenderlo.

Por fin me marché, para instalarme en el dormitorio de invitados que Markham habían tenido la amabilidad de prestarme. Fui allí con una sensación, que al principio no podía definir, de desilusión. ¡Por fin concluí que se debía a la alegría de Charles por tener un barco anclado y retirado del servicio!

Markham había ido a hacer algo y no había vuelto. Entonces pensé que mi sensación de grisura y de falta de deseo de lo que no fuera el sueño, se debía a la poca comida y la nula bebida. En consecuencia, fui a la única posada de los alrededores que parecía respetable… y me sentí solo. Después recordé las cartas; pagué y fui corriendo a la Residencia. Mis cartas estaban todas atadas en un montoncito en el escritorio de Markham. Me senté a él y abrí una que por la letra en el sobre reconocí era de mi padre. Con sus habituales faltas de ortografía y, de hecho, de gramática, me decía sin preámbulos que mi padrino había muerto. Había celebrado en exceso la caída del Tirano Corso y la apoplejía que aquello le provocó lo había matado. Mi futuro se desmoronó a mis pies.

Así empezó una extraña época para mí. No me daban trabajo y no tenía otra cosa que hacer más que «familiarizarme» con la situación. De hecho, yo lo evitaba, y lentamente llegué a reconocer que ¡echaba de menos a mis amigos! Aquellos amigos, comprendía ahora, eran las personas con las que había pasado casi un año, y a los que conocía tan bien o mejor que a mi propia familia. Olmeadow, Brocklebank, la señora East, la señora Pike, Pike, Bowles, Smiles, Tommy Taylor, Prettiman, mi querida señora Prettiman… ¡sin darme cuenta, me encontré con que iba a buscarlos! ¡Pero habían desaparecido! ¡Mis amigos habían desaparecido! ¡Charles estaba desapareciendo con su nueva obsesión con aquella carraca!

A la mañana siguiente fui a la Residencia y traté de averiguar qué les había ocurrido a todos. Prettiman no estaba en el hospital, sino que, según parecía, la pareja había alquilado un alojamiento. Oldmeadow había llevado a sus hombres río arriba, en cumplimiento de sus órdenes. No estaba claro qué había ocurrido con los Brocklebank… etcétera. Charles vino a la Residencia, con su charretera, y se encerró un rato con el capitán Phillip. ¡Salió lleno de entusiasmo, con la tarea de mejorar el sistema de balizados del puerto! Volví con él al barco, como si nunca hubiera salido de él, pero al llegar vi que estaba ocupadísimo y muy contento con el señor Cumbershum y la tarea de desmontar los cañones del barco y al mismo tiempo lograr que se mantuviera el equilibrio en toda la medida de lo posible. O sea, que vagabundeé, como un fantasma que vuelve a casa. Hallé mi primer camarote y mi segundo camarote con las huellas del suicidio impresas en el techo. Me paseé por la toldilla, donde había desafiado aquellas murallas monstruosas de pedernal negro al final de la tempestad. La mano que puse en la barandilla sintió algo áspero y miré. ¡La había puesto en el lugar exacto donde la espada de Deverel casi la había partido en dos!

Me conmoví, como si aquel recuerdo fuese de algo alegre. No podía comprender lo que me pasaba. Me quedé con Charles y Cumbershum, que hablaban de falcaceaduras y vueltas de braza, expresaban diferencias en cuanto a algún detalle arcano de la relinga, hasta que, por fin Cumbershum se marchó murmurando: «Según los barcos, así son las costuras». Incluso entonces, Charles parecía estar muy lejos de allí y me contemplaba como si yo fuera una mota en el horizonte mientras él atendía a algo de la máxima importancia, ¡aunque no se trataba más que de llevar aquel navío medio deshecho junto a la cabria, donde le iban a quitar todo el aparejo, salvo el tocón del palo mayor!

Encontré a los Prettiman. Al señor Prettiman le habían puesto una especie de arnés o vendaje que le permitiría andar con muletas y quizá, con el tiempo, cojear con dos bastones. La señora Prettiman ya se estaba ocupando de los papeles y de organizar reuniones. Accedió a concederme media hora. Cuando traté de describirle mi estado, dejó la pluma en la mesa, se quitó los impertinentes y me sermoneó:

—Lo que necesita usted, señor Talbot, es trabajo. No. No puede usted ayudar aquí. De hecho no debería estar aquí en absoluto. No les parecerá bien en la Residencia. La travesía ha constituido una parte considerable de su vida, señor mío. No la idealice usted. Como ya le he dicho, no ha sido una Odisea. No es molde, emblema ni metáfora de la condición humana. Es, o mejor dicho fue, lo que fue. Una serie de acontecimientos.

—Creo que he llevado la muerte en mis manos.

—Absurdo. Adiós, señor Talbot. Por su propio bien: no vuelva aquí.

Aquello fue la víspera del Cumpleaños del Rey. El señor Macquarie no había regresado todavía de su isla; Markham y Roberts, los otros dos secretarios residentes, eran amables pero se mantenían distantes. Se habían enterado de la muerte de mi padrino, y también el capitán Phillip.

Charles hizo que remolcaran nuestro viejo barco hasta la cabria y echó el ancla al lado de ésta. Que yo pudiera ver, nunca desembarcaba, pero a veces lo veía por el telescopio instalado en el porche de la Residencia, con la charretera brillando al eterno sol.

Si acaso, el Cumpleaños del Rey intensificó mi sensación de soledad. El vicegobernador ofreció un gran banquete a quienes a su juicio lo merecían, entre los cuales figuraban, según me dijeron, varios ex presos, algunos de ellos ricos. Empezó a última hora de la mañana y continuó hasta el anochecer. El capitán Phillip había tenido la idea de controlar el número de brindis que se ofrecían, pero sin éxito. ¡De hecho, creo que Edmund Talbot era el hombre más sereno de Sydney Cove! Echaba de menos a mis amigos los Prettiman, sin saber en realidad cuál de los dos significaba más para mí… volví a echar de menos a la señorita Chumley, aquella estrella brillante e inalcanzable en el lejano norte… eché de menos a Charles, que llevaba mi armadura de oro y estaba tan seguro de mi afecto que no me hacía caso. De hecho, se habían iniciado los fuegos artificiales y las aguas tranquilas de la bahía los reflejaban cuando me aparté de aquella compañía alborotada y fui a quedarme solo en el porche, donde podía contemplar el mar y el cielo hasta que me adormeciesen.

Una pequeña brisa creó una sombra al otro lado del agua. La multitud de barcos mercantes, de pesca, balleneros, de compañía o de guerra giraron lentamente en la misma dirección, suspendidos de una sola ancla. Nuestra vieja carraca y la cabria y la barcaza de pólvora del otro lado giraron con ellos. Había estrellas rojas, azules y amarillas sobre el agua y se oían los gritos excitados de los niños más allá de los arbustos del jardín de la Residencia.

Reflexioné sobre el desastre que había caído sobre mí. Al igual que Summers en sus primeros años, tendría que abrirme paso trabajando. No podría mencionar al gobernador ante mi padrino, no podría insistir en las alturas para que el ascenso provisional de Charles se hiciera permanente. No, efectivamente. No era una Odisea, un paradigma, una metáfora, una analogía: ¡eran los ridículos pesares de Edmund Talbot, a quien la vida ya no mimaba como si fuera su hijo favorito!

Fui el telescopio y contemplé la cabria. Nuestros —¡he escrito nuestros!— palos de trinquete y mesana del dominio de Charles yacían en el puente de la cabria. Lo único que quedaba en pie del mayor era la parte inferior hasta la cofa. Me hallé contemplando la oscura entrada del vestíbulo y medio esperando que surgiera de allí el señor Brocklebank, con su supuesta esposa aferrada a él bajo el sucio capote de viaje. Pero todo estaba vacío.

La parte de proa del barco tenía algo raro, igual que los costados. La enorme ancla colgaba inmóvil, suspendida sobre el agua —¿no llamaban a eso los marineros suave por el escobén?—, como dispuesta para caer en un momento, con la cruz tan cerca de la superficie que podía ver un ancla invertida colgando bajo la real.

¿Qué era lo que me extrañaba?

Era como si se estuviera formando una niebla en torno a la proa, una niebla que se levantaba tan débilmente que sólo alguien que llevara tanto tiempo examinando todo el barco… Me llegó a la nariz un olor acre. Claro, eran los fuegos artificiales, que ahora ascendían en haces por encima de las aguas oscuras. Empezaba a levantarse la brisa de tierra y la visión del ancla del revés había desaparecido.

Apareció Charles en la toldilla; ¡fue tambaleándose hacia la cámara del capitán! Bajó las escalas de un salto, fue corriendo a toda velocidad por cubierta y desapareció en el castillo de proa. Tras él se elevó una columna de niebla por el agujero de la cubierta donde había estado el palo de trinquete. Charles reapareció en cubierta. Fue corriendo al palo mayor, hizo algo en él y después volvió con una gran hacha en las manos. Subió corriendo al castillo de proa y empezó a golpear con el hacha los cabos que mantenían unidos los cascos. Corrió a popa en medio del humo que empezaba a surgir ahora a todo lo largo del barco y comenzó otra vez a golpear en la toldilla. Empezó a aumentar la distancia del agua —no más de una yarda— entre los dos cascos, ¡por el costado de la cabria que tenía a su lado la barcaza de la pólvora! De repente, el agujero de cubierta donde había estado el trinquete se puso rojo. Por el agujero salió al aire libre una sola llama. Charles volvió corriendo. Saltó al castillo de proa y empezó a repicar furiosamente la campana. Lentamente, el barco incendiado, que echaba humo por todas partes, empezó a desplazarse bajo el impulso de la brisa hacia el fondeadero con su multitud de barcos anclados. ¡Campanadas y más campanadas! Giré el telescopio hacia el mercante más próximo y vi que en el castillo de proa, en torno al cable del ancla, se iban reuniendo marineros. Más allá, una goleta empezó a izar su vela de estay; todavía más lejos, otra soltó la vela cuadra, que se infló en el mastelero, mientras viraba a popa para apartarse del camino de aquel terrible barco. Charles se metió en el castillo de proa, pero salió tambaleándose casi inmediatamente. Atravesó corriendo la cubierta, se metió en el vestíbulo y desapareció. La entrada del vestíbulo vibraba con una luz débil pero furiosa. Sobre el puerto, pero a una altura que ya no era superior a la de una columna de humo, los cohetes estallaban y chisporroteaban.

¡De pronto comprendí que Charles corría un peligro mortal! No me había dicho si sabía nadar, pero casi ningún marinero sabe. Sin pensarlo, eché a correr por los jardines, sobre los adoquines, por un callejón, y salí jadeante entre los tinglados del lado de acá del muelle. Presa del pánico, fui al desembarcadero, donde había una serie de chinchorros y botes salvavidas amarrados con sus bozas, bajé las escaleras, vi que uno tenía remos, lo desamarré, salté a él y me puse a remar. No soy precisamente un buen remero y me costó trabajo. Sin embargo, seguí adelante, pese a que el barco en llamas parecía desesperadamente fuera de mi alcance; y después resultó evidente que podía alcanzarlo, pues viró a estribor y, mientras la marea corría a su lado, se detuvo levemente escorado y encallado. Le salía humo por los costados, allí donde habían estado abiertas las portillas, y pese a él vi cómo ardían las cubiertas inferiores. Llevé el chinchorro justo al lado, junto a la parte más trasera del atortoramiento de Charles: un enorme cable que le recorría todo el costado y desaparecía en cubierta. Escalé por el recogimiento del costado, pasé sobre las amuradas y caí en cubierta, tosiendo maldiciones y humo.

—¡Charles!

Había desaparecido por el vestíbulo. Me quité el corbatín del cuello, me lo puso sobre la boca y la nariz, y después me metí en medio del humo.

—¡Charles!

Pisé con un pie en el vacío, caí —era el agujero donde había estado el palo mesana— y me quedé medio colgando. Me levanté y no logré ver dónde estaba la escala. Me encontré aferrado a una barandilla, y después a un picaporte. Eran los camarotes. Fui recorriéndolos tanteando, aparentemente durante una eternidad. No podía recordar exactamente por qué había salido otra vez a la oscuridad, y después pensé que, claro, era para hacer la guardia de media como de costumbre.

—¡Charles! El guardiamarina Talbot…

No estaba en ninguna parte, parecía. Tanteé puertas y barandillas y entonces, quizá porque tenían más memoria mis pies que mi cabeza, me hallé a la entrada del combés, después de lo cual los pies me llevaron escalas arriba hacia la toldilla, donde se cambiaba la guardia.

—¡Talbot!

No se podía ver a Charles por ninguna parte. Se me aclaró algo la cabeza y recordé cómo se había metido en el castillo de proa. Era posible que… bajé las escalas corriendo.

—¡Talbot, imbécil!

Sonó una explosión terrible casi bajo mis pies, el atortoramiento reventó y salió volando por el aire, e inmediatamente se produjeron otras dos explosiones, una detrás de otra. Vi que la cubierta se abría bajo mis pies hasta el propio castillo de proa. Todo el barco se desencuadernó y lanzó hacia el cielo una torre de llamas brillantes en medio de las cuales cayó atronadoramente lo que quedaba del palo mayor. Saltó un inmenso mar de chispas para reunirse con el fuego que se cernía sobre nosotros.

—¡Salta, idiota!

Una llamarada prendió mi cabello. Volví hacia las escaleras, pero habían desaparecido. Fui hacia las amuradas, pero estaban ardiendo.

—¡Del lado de babor, por el amor de Dios!

Eso era cuesta abajo. Quedaban suficientes planchas en torno al timón para atravesar corriendo. No parecía importar. Pero me dolían la cara y las manos. Llegué a una parte de las amuradas que no estaba incendiada. Miré al agua fresca, que incluso la influencia de aquel mundo ardiente no podía calentar. Me dejé caer a ella.

Cumbershum me agarró del cuello, pues yo no era capaz de hacer nada. No sé cómo, me metieron en el bote, y entonces fue cuando empecé a sentir el dolor, y hasta que me llevaron al hospital me costó mucho trabajo no manifestarlo a gritos. Me desnudaron, me vendaron con lana fina y me llenaron la boca de aquel repulsivo láudano.

No voy a detallar mis padecimientos. ¿Sirvieron para expiar algo? Creo que no. Pero llegó un momento en que mi cuerpo estuvo lo bastante bien como para permitirme comprender la situación. Mi padrino había muerto. Charles había muerto. Todas aquellas personas habían desaparecido para mí, igual que si se hubieran quedado y consumido en el barco incendiado.

Jamás se halló rastro de Charles. Al llegar la marea baja, el pecio se había desintegrado y exhibía sus entrañas a la vista de todos. Y él había desaparecido. Se celebró un servicio en su memoria y se elogió a Charles como leal entre los leales que no tienen una tumba, sino que desaparecen como si jamás hubieran existido. Yo recibí más elogios de los que merecía, pero lo que sentía era un enorme pesar. Soñaba con él y con ellos y con el barco muerto. Me despertaba con el rostro bañado en lágrimas para soportar un día más de sol duro e intolerable. Fue con la más seca y vacía de las iluminaciones interiores como me vi al fin tal cual era y comprendí cuáles eran mis escasos recursos. Me levanté, por así decirlo, y me erguí descalzo. El futuro era duro y largo. Sin embargo, lo afronté y caminé hacia él. Pero creyendo firmemente que, fuera lo que fuese lo que el futuro me reservara, aquél era el período más triste de mi vida.