(20)

Aquello, pues, aunque no fue el final de nuestra travesía, fue el principio del fin. Hubo un período de algunos días en el cual todo el mundo llegó a creer que habían terminado nuestros problemas… ¡y raras veces se ha visto una opinión popular tan triunfalmente confirmada! Aunque el tiempo a veces era lo que antes podríamos haber calificado de malo, nunca llegó a preocuparnos. El señor Summers y el señor Benét discutían cortésmente acerca de la longitud. Pero nadie podía creer que el asunto siquiera siguiera teniendo importancia, dado que hacía un tiempo tan uniformemente claro, que habría sido imposible no ver tierra, incluso a diez millas de distancia. ¡La guardia de media, que yo seguía haciendo con Charles, se convirtió en un período mágico! Las estrellas parecían estar al alcance de la mano. La noche era una sinfonía de azules. Los marineros parecían disipar las tinieblas con sus cantos. Durante el día todos los que podían se paseaban por cubierta, donde ahora las niñas de Pike jugaban, ya curadas, todos los días. Se veía al señor Brocklebank tomando el sol sin su capote de viaje. Yo seguí leyéndole al señor Prettiman y una vez tuve el honor de recorrer la cubierta al lado de la señora Prettiman y me sentí orgulloso de mí mismo: ¡la antigua gorgona estaba domada! De hecho, había esperado que el teniente Benét observara nuestro paseo y aquello le sirviera de lección. Pero aquella tarde, mientras yo le leía al señor Prettiman, la señora Prettiman no se quedó a escuchar, sino que se excusó y, según supe después, se dio un paseo con el teniente Benét. Una enciclopedia de buena conducta no podría haberse expresado con más claridad.

Una mañana Charles me dijo que debía ver una operación que merecía la pena contemplar. Y era cierto. Salí a cubierta y miré en mi derredor. No había más que unas pocas nubes blancas que se cernían hacia el meridiano. La señora Pike estaba apoyada en la barandilla junto al frontón del castillo de proa y hablaba con Billy Rogers, como antes de empezar a guardar cama había hecho Zenobia. El señor Gibbs, ayudado por un par de marineros, estaba terminando de reparar la barandilla donde la había roto el hielo. Junto a la bita de mayor y bajo ella, la señora East y las dos niñas de Pike estaban jugando a un té de muñecas. Pero entonces llegó toda una serie de órdenes del capitán Anderson y se interrumpió la fiesta de las muñecas debido a la necesidad de atar allí unas cuerdas cuando el barco paró la arrancada (sírvanse consultar el Falconer, porque yo no voy a hacerlo). Los marineros se pusieron todos a babor, con roldanas de cuerda en las manos. Fuera de borda habían montado una guía de cabo de la cual colgaba un escandallo mucho más pesado que el manual que puede manejar un hombre solo. Desde el combés el señor Benét gritó: «¡Soltad!» Y bajó el escandallo sibilante. Se dejó que el cabo fuera alargándose al costado del barco… se levantó y se volvió a dejar… una y otra vez…

—¡Acortad el seno!

—Charles, ¿qué es todo esto? ¿Servirá para saber dónde estamos?

—Ni hablar. —Calló un momento y después sonrió—: podrías decir que para saber dónde no estamos.

Ahora el cable ya no subía ni bajaba, sino que formaba un ángulo hacia el noroeste.

—Ahí ves la corriente circumpolar, Edmund. Supongo que es la única prueba directa que jamás haya tenido nadie.

—Es como si me propusieras una adivinanza.

—Señor Summers, ¿puede usted suspender su conversación el suficiente tiempo para pasarla sobre el cable?

Charles dibujó una sonrisa amarga. Se marchó e hizo que los grupos de marineros modificaran la tensión de varias escotas aflojando algunas, de modo que las velas se inflaron algo y ahora se podía oír el chapoteo y el estallido del agua contra nuestra veloz proa. El capitán Anderson me miró con una de aquellas breves sonrisas amarillentas suyas. Bien, ¿qué capitán no estaría contento con un día así, soleado, y con un agua susurrante, reidora y feliz?

—¡Mano entre mano y orzad ya!

—¡Fondo!

—Ciento diez brazas, mi capitán.

Se produjo una pausa mientras subían el cable vertical. Por fin, rompió la superficie el escandallo mojado.

—Cambie el rumbo, señor Cumbershum. Nordeste fijo.

El señor Benét gritó desde el combés.

—Escandallo a bordo, mi capitán. ¡Arena y conchas, mi capitán!

El capitán asintió como si hubiera esperado esa información. Me volví hacia el primer oficial.

—Todo muy interesante. ¿Qué significa?

—Pues que estamos a nivel de escandallo. Benét tiene sus propias ideas acerca de nuestra longitud, y también el capitán. También yo y también Cumbershum. Con esta visibilidad, no importa demasiado.

Se marchó a realizar sus interminables tareas a bordo.

—Señor Talbot. Una palabra.

Me di la vuelta. El señor Brocklebank había salido del vestíbulo. Una vez más se había envuelto en aquel enorme capote de viaje.

—¿Qué desea, señor Brocklebank?

El viejo se acercó.

—Temo, caballero, que no presenté mi mejor imagen durante la reciente emergencia…

—Bueno, es usted un anciano y no se puede esperar…

—No fue por la edad, señor Talbot, ni por la decrepitud, sino por la enfermedad. Temí un síncope, un fallo repentino del órgano vital.

—Parecía casi seguro que íbamos a naufragar y aquello casi terminó con todos nuestros problemas.

—Mejor sin un síncope que con él. ¡Temo más al enemigo interior que al mar exterior! ¿Recuerda usted cuando teníamos el Alcyone al costado?

—¡Naturalmente!

—Ah, claro, ya recuerdo… estaba usted en su camarote y por eso ella debía de llorar…

—¿Ella?

—La damisela. Yo interrogué al cirujano del Alcyone cuando salió de su camarote, ¡pero no me hizo ni caso! ¡Así son los médicos! Se volvió a su barco y todas las mujeres fueron a verlo… ¡Ahora entiendo! Querían saber cómo estaba usted.

—¡Ah, era la señorita Chumley! ¡Tenía que ser ella!

—Hay que ver, un joven fuerte como usted y monopoliza al cirujano, por no hablar de las mujeres… ¡Dios mío, nunca ha habido una consulta como la que tuve yo cuando se separaban los dos barcos! Lo llamaba y le imploraban y se gritaban órdenes y se oían chirridos y roces y aquella tontuela que gritaba: «Señor Truscott, señor Truscott, ¿vivirá?», y lady Somerset que gritaba: «Marion, Marion, no hables de eso delante de los marineros. Ay, esto es tan terrible», y tantos gritos de «Ánimo, muchachos, en redondo ahora», tantos ruidos de las velas y el cirujano, ¿puede usted imaginarlo? No hacía más que gritarme: «¿Qué quiere usted?» y yo, a gritos: «Que me dé un régimen», y él: «Menos pipa, nada de botella, menos carne y nada de cama, viejo imbécil», y la joven que echaba los brazos al cuello de lady Somerset gritando: «¡Ay, Helen!» Y se fue, me refiero al Alcyone, de modo que he tenido que hacer yo todo lo posible sin un consejo médico adecuado, lo cual explica lo mal que actué cuando…

—¿De verdad que gritó «vivirá»?

—¿La joven? Sí, o algo parecido. Quizá fuera «Supongo que vivirá» o «Quizá viva»…

—Debió de ser «¿Vivirá?» ¡No habría pronunciado dos veces el nombre del cirujano de no estar preocupada!

—Sí. Bien. Quizá gritara dos veces: «Truscott, Truscott», o quizá fuera «oh, Truscott» o «señor Truscott».

—Dios mío.

—Lo recuerdo claramente. Pipa, botella, carne, cama. ¡Ya me dirá usted!

—¡Ay, si no pronunció su nombre dos veces, soy el más infeliz de los hombres!

—Señor Talbot, esto es indigno de usted. No he hecho más que explicar mi conducta durante la reciente crisis. Quizá gritara: «Truscott, Truscott, Truscott» tres o más veces. Y lo peor es que con este régimen he tenido más ventosidades que cuando pesaba mis buenas doscientas cincuenta libras.

—¡Pero gritó!

—¿Si no, cómo iba haberla oído yo?

—Charles la vio la noche antes, mirando hacia el costado del barco…

—Y el cirujano gritó: «Nada de pipa, menos carne, nada de botella y nada de cama», ¿o sería «menos cama»? Lo cual significaría que de vez en cuando podía regresar sin peligro a las actividades conyugales. No habría dicho nada de botella y nada de carne, ¡y pensar que llevo todas estas semanas viviendo más casto que un monje! Las mujeres son tan crueles. Va y me dice: «Vete a cubierta, Wilmot, no puedo soportar lo mal que hueles. Además, creo que es malo para el cutis

—¡Y la señorita Chumley expresó la mayor preocupación por mi bienestar!

Esperé una respuesta, pero el viejo, con una mano en la regala y las piernas bien abiertas, había caído en un estado de concentración interna. Me retiré rápidamente.

Así añadí otro átomo de tranquilidad y de tormento a la tenuísima trama de deseos y suposiciones que me vinculaban a ella.

Existe, supongo, sólo un momento dramático que todavía espera el lector. ¿Cuándo, al cabo de esta travesía de un año, o casi un año, vimos por fin tierra? Comprendo la inquietud del lector. También para mí ha sido algo difícil, y lo sigue siendo. La verdad es que nuestro primer avistamiento de tierra fue lo menos dramático que podía ser. Entonces y ahora he pensado sobre cómo expresar algo tan simple. Había pensado en introducir una astracanada, la baja comedia de la Naturaleza que convierte en tontos a todos los que la presencian. Me imaginaba una mañana de niebla, un viento flojo, y el momento en el cual alguien de a bordo, preferiblemente una mujer o un niño, advierte la absurda realidad. Estallan las carcajadas entre la tripulación y nuestros navegantes sonríen algo avergonzados. Hemos embarrancado en un agua calma que va desapareciendo para dejarnos en seco, y, lo que es más, a medida que el sol va absorbiendo la niebla, vemos que nos basta con unas escalas para bajar a tierra. Pero una cierta sinestesia con nuestro noble navío me dice que en tal caso habría habido tres choques terribles a medida que el peso fuera apoyándose totalmente en el atortoramiento de Charles y la quilla se fuera hundiendo en sus propios hierbajos y lastre y se fuera abriendo como… ¡como esas cosas que se funden al sol!

Por otra parte, también pensé en mantener la verdad, pero adornarla un poco. Por ejemplo, había un agujero en las amuradas bajo las cadenas de mayor, y al examinarlo con el señor Askew, el artillero, aprendí el terrible arte u oficio del rodamiento de balas de cañón. Un marinero descontento puede levantar una bala de cañón de un estrobo y dejar que decida por sí misma qué daño va a causar. El señor Askew —éste me susurró la información, pues no se debe difundir por las cubiertas bajas de un buque— me informó de que, tal como funciona un buque, una bala de cañón así, con mala suerte, puede recorrer toda la longitud del barco y destrozar el objetivo en que le toque caer tan brutalmente como si acabara de ser disparada. Pero el agujero no lo había hecho una bala de cañón, pues entonces también habrían sufrido las cadenas de mayor. Quizá lo hiciera el cielo, aunque yo me inclino a pensar que fueron ratas. Pero basta con ir creando la sugerencia de descontento, detectar un murmullo acá o allá, y se consigue que en lugar de una comedia cómica se cree un gran drama o se produce un enfrentamiento. La tripulación y los emigrantes van saliendo amenazadores del castillo de proa. El capitán Anderson se muestra orgulloso y desafiante. Los hombres avanzan. Uno de ellos está a punto de golpear…

Y entonces llega el grito desde las crucetas del trinquete:

—«¡Cubierta! ¡Tierra! ¡Tierra a proa y de babor! ¡Eh, cubierta! ¡Tierra!»

Pero, claro, no puede ser. No lo digo porque esto sea una autobiografía, pues he llegado a pensar que por lo general los hombres inventan sus autobiografías igual que todo lo demás. Quiero decir que sería demasiado teatral.

En cierto sentido, la realidad fue más sutil y más divertida. Una mañana de perfecta visibilidad, cuando el señor Summers entregó al capitán su papel doblado con el cómputo de latitud y longitud, éste lo examinó levantando las cejas y lo comparó con el otro papel doblado que le había dado el señor Benét. Su único comentario fue ordenar que se mantuviera el rumbo del barco. Avistamos tierra unas horas después.

Lo que no podría haber previsto un novelista, y el autobiógrafo debe hacer lo más interesante posible, fue la total inversión de las actitudes previstas. La tripulación, que podría haber echado a rodar balas de cañón o formulado protestas, gruñido y enviado representaciones antes de que avistáramos tierra, se mantuvo tranquila, de buen humor y obediente hasta que se presentó ante ellos una costa baja. Sólo entonces se produjeron murmullos y se levantó la voz clara de la disensión. Creían que debíamos desembarcar inmediatamente en aquella tierra de leche y miel, sin hacer una pausa más que para que cada uno de nosotros eligiese los esclavos que quisiera entre los muchos que se presentarían deseosos de serlo.

Fue aproximadamente entonces cuando el señor Prettiman tuvo una especie de revelación. Se despertó de ella y se sintió extraordinariamente contento. También yo había tenido una premonición de su muerte, que, al igual que todas las premoniciones de mi vida, resultó errónea. Algunas de aquellas cosas eran muy privadas y no puedo repetir lo que dijo. Resultó muy emocionante aunque estuviera, como sin duda lo estaba, equivocado.

Al día siguiente vimos tierra, como he dicho.

—¡Tierra a la vista!

Efectivamente, era tierra, y visible a una distancia asombrosa. Pero la verdad es que es necesario experimentar la transparencia diamantina del aire en esos climas para creerla, de manera que no voy a extenderme al respecto. En cuanto a la longitud, agradó e irritó simultáneamente a todos nuestros navegantes, pues Charles y Benét se habían guardado sus cálculos y no se los habían revelado sino al capitán. Éste, a su vez, con un sentido del humor que no había sospechado yo, mantuvo su propio criterio: ¡las longitudes eran las mismas, con una milla o dos de diferencia! En consecuencia, el método Benét-Anderson lo mismo podía ser bueno que malo. No se demostró ni se refutó nada. Charles, al rechazar la lectura palpablemente errónea de uno de los cronómetros y fiarse de los otros dos, que iban casi al unísono —había sumado las lecturas y después dividido por dos—, había logrado el mismo resultado. Debe considerarse que la suerte favoreció a ambos bandos. La tierra estaba donde ellos habían dicho que estaba. Así que todos estaban satisfechos y ninguno lo estaba.

Nuestra aventura estaba acabando. Obtuvimos carne fresca de una colonia y bastante verdura de otra. Alubias siempre habíamos tenido. Debe confesarse que, con la vista de tierra, el sentido común, que es un componente útil aunque gris de mi naturaleza, se fue reafirmando gradualmente. Se produjeron cambios en todos nosotros. El señor Prettiman recuperó su actitud acostumbrada de excitación e ira. Hacía que resultara más divertido que preocupante. También los emigrantes empezaron a parecerme divertidos. ¡Parecían opinar que debíamos aproximarnos directamente a la primera tierra que avistáramos y desembarcar allí! El rígido sistema de separación que había imperado anteriormente en nuestro navío se había visto tan moderado por el tiempo y por la aventura que ahora podía pasearme entre ellos sin comentarios. Creían que podía uno irse dando un paseo por la costa hasta Sydney Cove y que los más débiles de entre ellos podrían ir en los carromatos que les proporcionarían los aborígenes. ¡Aquí, pensaban, había una tierra de libertad, donde las plantas y los animales se multiplicaban espontáneamente y había negros y negras ansiosos de aprender y de servir, y cada hombre blanco era un reyezuelo, con una banda de delincuentes arrepentidos para mantener en orden a los negros!

Ya había pasado lo peor del invierno cuando avistamos la punta norte de la isla de Flinders y alteramos el rumbo para avanzar por la costa oriental. Durante un tiempo los vientos contrarios nos retuvieron entre aquella zona y cabo Howe. Pero creo que nos sentíamos animados al avanzar entre nombres conocidos, de forma que aquellas tierras áridas parecían darnos la bienvenida en nuestro propio idioma. ¡Pese a lo mucho que había leído y pensado gracias a los Prettiman, no puedo evitar ser un patriota! Han logrado hacerme ver —y no han sido sólo ellos— los defectos de Inglaterra. No hago mía esa furiosa exclamación de «¡Mi patria, con razón o sin ella!» Sin embargo, cuando hurgo en mi corazón, entre todos los prejuicios de mi carácter y mi crianza, entre todas las nuevas ideas, la aceptación de la necesidad de cambios, el pueblo, los escritores y los artistas, los filósofos y los políticos —incluso los fanáticos filósofos sociales—, en lo más hondo de mi corazón resuena ahora, y seguirá resonando hasta el día de mi muerte: «¡Inglaterra siempre!» Por eso, al ver aquellas tierras estériles y escuchar sus nombres —isla del Rey, isla de Flinders, cabo Howe— sentí, aunque no grité: «¡Inglaterra siempre!»