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Ahorraremos tiempo si inserto aquí parte de una comunicación que me ha enviado un miembro de mi antiguo colegio universitario, que desea permanecer en el anonimato. Sin embargo, el lector puede estar seguro de que mi viejo y erudito amigo es la máxima autoridad en cuestiones de hidrología y otras «ologías» conexas:

«¡Tu descripción sería muy buena para una ficción en ese estilo moderno y exagerado! ¿No había una mujer demente gritando maldiciones desde la cima de tu “roca de hielo”? ¿O quizá un druida apasionado que lanzaba imprecaciones contra tu navío antes de lanzarse al mar? Me temo que todo esto es demasiado colorista para un geógrafo respetable, y si hallas alguien lo bastante osado para publicar tus descripciones, ¡debo insistir en permanecer en el anonimato! Como he tenido la oportunidad de advertir en demasiadas ocasiones, el afecto que tienen los viajes en los jóvenes es deplorable. ¡Limitan a una mentalidad inmadura a una serie de impresiones inconexas pero coloristas, como el escaparate de una imprenta! Por fortuna, como persona que ha tenido suficiente sentido como para nunca distanciarse del lugar de su nacimiento mucho más allá de la metrópolis, y que durante muchos años ha hallado que un colegio universitario es un mundo en sí mismo, puedo aplicar una mentalidad objetiva a los problemas del comportamiento terrestre.

»¡Señor mío! Si tu roca de hielo tenía cien pies de alto, es que se extendía setecientos pies por debajo de la superficie del agua. Esto te puede parecer mucho a ti, pero según mi información, las aguas en esa latitud son mucho más profundas. Es evidente, pues, que tu roca surgía de la tierra, y que en consecuencia has descubierto un arrecife al cual debes dar tu nombre inmediatamente si es que te gusta ese género de exhibicionismo. De admitir (por un momento) un arrecife con el montón monstruoso de hielo que describes, la conjetura siguiente sería la plausible: tu barco se vio lanzado allí por el viento y las corrientes, para encontrarse al llegar con que la corriente se desviaba al norte a lo largo de la faz de hielo, y después giraba en torno al extremo septentrional igual que podría girar una astilla de madera en torno a una de las esquinas de una alcantarilla. Las caídas constantes de hielo también son plausibles, pues tu iceberg estaba muy al norte y debía de estar fundiéndose.

»Y paso al aspecto principal. Si tu iceberg era tan largo, tan enorme que afectaba incluso al tiempo que hacía, entonces debe de haberse alargado tanto hacia el sur que sería más como un continente flotante que como un bloque de hielo. Probablemente tú no comprendas que por fuerza una “roca de hielo” implica una tierra en la cual se puede acumular la nieve, formarse glaciares y que éstos por fin se deslicen lentamente hacia el mar, donde pueden iniciar un viaje de destrucción como el que tú describes. ¡De hecho, implica un vasto continente situado encima del Polo Sur y en torno a él! Como he pasado la mayor parte de mi vida adulta demostrando que un continente así es geográficamente imposible, no esperarás que acepte tu relato como otra cosa que el de alguien que ha sufrido pruebas insoportables infligidas por una travesía más larga que la que nadie pueda recordar. Y aquí explicaría yo (si tú tuvieras conocimientos geográficos suficientes para seguir el argumento) mi “Principio de Equilibrio y Reciprocidad Orbitales”. Creo que es mejor exponerte un argumento adecuado para un profano. ¡He demostrado mediante un simple cálculo del volumen de hielo contenido en tu roca que su formación debía datar de varios miles de años antes de la creación del mundo, en la primavera del año 4004 a.C.! Por favor, la próxima vez que escribas, ponme a los pies de tu Señora Madre y de su excelente esposo.»

Los que íbamos en el barco, creo, tampoco podíamos prestar más crédito que mi corresponsal a lo que habíamos visto. Incluso la copia de su carta me ha distanciado del acontecimiento. Creo que mi primera idea consciente fue la de ver si Charles había sufrido algún género de accidente. Estaba en la toldilla, aferrado a la barandilla de proa y mirando la bitácora. Aquello me hizo comprender dónde estaba. No sé cómo, había salido del vestíbulo y llegado a las cadenas de mayor, a las que me había asido con ambas manos (gracias a la existencia de una enorme vigota ciega) y me había quedado agarrado allí, como una hoja atrapada en una tela de araña, mientras toda aquella locura ocurría en torno a nosotros. ¡A mis pies, donde se había deslizado de mis brazos, yacía Celia Brocklebank desmayada! No sé cómo, nos habíamos agarrado… ¡ahora recordé cómo había saltado hacia mí y yo la había tomado en mis brazos con un profundo exceso de necesidad y de comportamiento humanos! Pero la recogí y la llevé, en silencio, de vuelta al vestíbulo, donde suspiró y giró la cabeza. Llamé a su conejera. Una voz temblorosa respondió a mis golpes.

—¿Quién es? ¿Quién es?

—El señor Talbot con su esposa de usted. Se ha desmayado.

—Le ruego que la lleve a otra parte, señor Talbot. No estoy en condiciones… no puedo…

Con la mano libre abrí la puerta. El viejo estaba sentado en la litera, con una manta que lo tapaba hasta la cintura. Estaba desnudo y olía mal. Con cuidado, puse a la muchacha a su lado y le coloqué la cabeza entre el brazo y el hombro de él. Después salí, cerrando la puerta.

—¿Señora Prettiman? Soy yo… Edmund.

Me respondió su voz.

—Pasa.

Estaba sentada junto a la litera. Estaban agarrados de las manos, con la mano derecha de él en la izquierda de ella. Supongo que así estaban desde la última vez que los vi. Ambos estaban muy pálidos y las dos manos asidas yacían junto al hombre de la litera, como si hubieran quedado agarradas para la eternidad y después olvidadas.

La señora Prettiman levantó la vista para mirarme.

—¿Nos queda algún tiempo de vida?

—Eso parece.

Tembló de la cabeza a los pies.

—¡Tienes frío, Letty!

—No.

Se miró a las manos, y después, utilizando la derecha, liberó delicadamente la izquierda de la de él. No sé si él ni siquiera lo advirtió, pues la estaba mirando a la cara.

—No llores. No es propio de ti.

—¡Vamos, señor mío! La señora Prettiman está…

—¡Silencio!

—Necesito —dijo la señora Prettiman, con lo que únicamente puedo calificar de control rígido— un momento o dos a solas para calmarme.

—Ya me voy, señora.

—No.

Le abrí la puerta y desapareció.

—Edmund, dime lo que ha pasado.

Le hice un relato tan exacto como pude de nuestra aventura. Omití, porque lo recordaba demasiado mal para poderlo describir, la extraña forma en que Celia Brocklebank y yo nos habíamos hallado juntos. Estoy seguro de que ella lo recordaba tan poco como yo, y no creí que aquel pasaje tuviera pertinencia para nada de lo que deseara oír el señor Prettiman. Me limité a observar que cuando terminó el asunto recogí a una mujer que se había desmayado y se la devolví a su marido.

—La señora Prettiman no se desmayaría —dijo el señor Prettiman—. Quizá lloraría, pero no se desmayaría.

—Creo, señor mío…

—Bueno, no lo creas. ¡No tolero que te inmiscuyas en su educación!

—¿De la señora Prettiman?

—¿Crees que si alguna vez logramos dirigir una caravana para fundar la Ciudad Ideal puede permitirse tener debilidades femeninas? ¡Yo ya me he deshecho de las que abundan demasiado entre los hombres y ella debe hacer lo mismo como mujer!

—Permítame decirlo, señor Prettiman, que no he conocido a mujer alguna… No. Sí. ¡No he conocido a ninguna mujer adulta que me haya impresionado tanto por su falta de esas mismas debilidades femeninas que trata usted de erradicar!

—¡Tú de eso no sabes nada!

—¡Siento veneración por la señora Prettiman, señor mío, y no me importa confesarlo! ¡Yo… la aprecio muchísimo!

—¿Qué tiene que ver eso con nada? Permíteme recordarte que yo soy un educador y no permito que se ponga en tela de juicio mi opinión a este respecto. ¡Quizá se pueda reconocer que alguien que ha trabajado en su propia personalidad tanto como lo he hecho yo conoce algo las de los demás!

—Y, me pregunto, señor mío, ¿qué ha hecho usted con su propia personalidad para perfeccionarla tanto?

—¿No es evidente?

—No, señor.

—¡Esto es insoportable! Que me venga sermoneando un muchacho terco… ¡lo que he tenido que cultivar, señor mío, es la paciencia, la paciencia y la ecuanimidad! Vete antes de que… Hay que…

—Ya me voy, señor Prettiman. Pero antes, permítame decirle…

—No, Edmund.

Era la señora Prettiman. Cerró la puerta y fue a su silla. Quizá me engañé al pensar que tenía los ojos un poco enrojecidos.

—Resulta agradable —dijo ella—, después de tantos problemas, poderse sentar en calma, ¿no crees, Aloysius? Pero no hemos invitado a Edmund a sentarse, y ahí está de pie, tan obediente. Por favor, Edmund, siéntate. He mirado por la puerta del vestíbulo. ¿Sabéis que es como un mundo diferente? El mar está tranquilo y en calma. Jamás habría creído que fuera posible un cambio así. ¿Cómo suponéis que ha ocurrido?

—No tengo ni idea, señora. He abandonado toda intención de comprender la naturaleza. ¡Ahora me pongo claramente del lado de quienes limitan su enfoque del mundo a verlo con circunspección!

Sonó un golpe brusco en la puerta.

—Ve a ver quién es, Edmund, si no te importa.

¡No había visto a aquel hombre desde la época del pobre Colley! ¡De toda la gente del barco, tenía que ser Billy Rogers! Allí estaba, tan gigantesco como siempre y con una sonrisa animada. Llevaba mi barrilete en los brazos.

—¿Lord Talbot? Creo que esto es suyo milord, caballero.

—Ah, sí… por favor, dámelo.

—Con su permiso, milord, caballero, el señor Summers dijo que se lo llevara al camarote, pero no sé…

—¿No sabes cuál es mi camarote, Rogers?

Durante un momento aquel hombre no me hizo caso. Miraba con los ojos azules muy abiertos hacia donde estaba la señora Prettiman sentada en su silla de lona. Creo que estaba imaginándose algo. Aquello me irritó y me asqueó. Salí al vestíbulo y cerré la puerta a mis espaldas.

—Ahí. Ponlo junto a la litera.

Hizo lo que le había dicho, después se irguió y se volvió hacia mí. Era tan alto como yo y mucho más ancho: un gigante.

—¿Nada más, caballero?

—¿Los del bote: Jones, el sobrecargo, y el pequeño guardiamarina Tommy Taylor…?

—Desaparecidos, caballero. Se los ha llevao Pedro Botero. No tuvieron ni tiempo pá gritar; ya vio usté, ¡zas! Más de uno va a dormir más tranquilo en su hamaca o su litera al saber que Jones ya no le va a reclamar más pagos. Gracias, lord Talbot, caballero.

Se llevó los nudillos a la frente y se marchó balanceándose.

¡El pequeño Tommy Taylor! Desaparecido. Había reído por última vez. ¿Cuántos años tendría? ¿Catorce? ¿Quince? Sentí un gran deseo de hablar con alguien y de expresar el hecho de la ausencia total e irreversible de Tommy y me volví hacia la puerta de los Prettiman. Pero recordé que la señora Prettiman nunca había parecido disfrutar tanto como yo con las bobadas de Tommy. De hecho, si tuviera que aventurar una suposición, diría que la señora Prettiman, perfecta en tantos sentidos y capaz de apreciar a personas de todo género, haría una excepción y se consideraría capaz de contemplar con total ecuanimidad, si no la extinción, sí al menos la ausencia de un muchacho tan procaz.