(18)

—¡Ayudante de contramaestre! ¡Silbato para toda la tripulación! Mensajero, ve a llamar al capitán. Edmund, debes dejar que…

Avancé y bajé a la barandilla de la toldilla. El brillo seco y tembloroso del hielo que me había hecho pensar que veía la aurora había vuelto a desaparecer. La espumilla y la niebla —quizá creada por el hielo—, la lluvia y la nube baja que se entretejía entre nuestros vahos como los conjuros que podrían acompañar a un hechizo marinero, dejaban todo lo que había más allá de la proa envuelto en una opacidad gruesa.

Resonó detrás de mí el paso firme del capitán Anderson.

—¿A qué distancia estaba, señor Summers?

—Imposible decirlo, mi capitán.

—¿Qué tamaño, pues?

—Lo vio primero el señor Talbot.

—Señor Talbot, ¿qué dimensiones tenía ese hielo?

—No vi que terminara por ninguna parte en ninguna dirección, mi capitán. Vi mucho hielo por la amura de babor, aproximadamente al ángulo que le indico, y todavía más al de estribor. Parecía algo continuo.

—¿Sobresalía mucho del agua?

—Sí, mi capitán. Creo que era todo roca.

¡Ardía en deseos que el capitán ordenase que cambiáramos de rumbo y nos apartásemos de la dirección constante hacia el este!

—¿Ha identificado usted hielo a un ángulo mayor a estribor que a babor?

—Sí, mi capitán. Quizá fuera por la… coincidencia de la niebla.

—Señor Summers, ¿no ha dicho nada el vigía de proa?

—No, mi capitán.

—Que se arreste a ese hombre.

—A sus órdenes, mi capitán.

Yo sentía el insoportable prurito de gritar: «¡Cambien el rumbo, por el amor de Dios!» Pero el capitán Anderson dio sus órdenes con una voz tan calmosa como su caminar.

—Señor Summers. Vire en una bordada larga a babor.

—A sus órdenes, mi capitán.

Volví a la barandilla y me aferré a ella como si tratara inconscientemente de frenar nuestro violento avance. Incluso torcí la barandilla, o traté de torcerla, como si hubiera sido un timón y yo pudiera, sin ayuda de nadie, hacer que el barco se desviara de su rumbo.

Sonaban silbatos por todo el puente y se repetía una vez tras otra la misma orden:

—¡Todos a cubierta! ¿Oís? ¡Todos a cubierta!

Alguien tocaba la campana del barco, no para tañer el número que señalaba el paso del tiempo y el cambio de la guardia, sino de forma urgente e incesante. Salieron los marineros como un enjambre de abejas pilladas en un momento imprevisto, despertadas por un golpe torpe o accidental en la colmena. Salen volando torpemente, chocando las unas con las otras, por el agujero, y se levantan en bandadas para hacer frente al peligro imaginado. Así saltaban ahora los marineros al aparejo, algunos desdeñando las escalas previstas; vi a uno que subía a pulso (con las piernas en ángulo recto) por una cuerda vertical hasta que la vela mayor lo ocultó. Los marineros se aglomeraban en el castillo de proa, corrían por el combés, se paraban de golpe ante cada vela y estay. Algunos incluso subieron a la toldilla. Eran pocos los que llevaban capote, ni siquiera con aquel tiempo. Algunos estaban medio desnudos o lo estaban totalmente, tal como habían saltado de sus hamacas. Entre ellos y detrás de ellos aparecieron después los emigrantes, y por debajo de mí, en el combés, se amontonaban los pasajeros. El señor Brocklebank me gritó algo, pero no sentí interés por escucharlo. El capitán Anderson contemplaba ahora la bitácora. En todo el barco las velas de babor bramaban en los cuadernales y las de estribor crujían hacia dentro.

—Señor Summers.

—Mi capitán.

—Que larguen todas las velas que se pueda.

—¡El palo de trinquete, mi capitán!

—Ya me ha oído, señor Summers. ¡Hasta la última pulgada de lona!

Charles se dio la vuelta y empezó a gritar hacia el combés. Creo que jamás una tripulación se ha movido a más velocidad. De hecho, obedecían a la orden del capitán más bien que a la del primer oficial, pues cuando éste no había hecho más que empezar a gritar la bocina, ya subían los hombres por los obenques, ¡como si la palabra «hielo» hubiera sido audible instantáneamente a lo largo de todas las planchas de nuestro barco lanzado a toda velocidad! Restallaron más velas de las perchas, que tomaron el viento con un trueno de cañón. Charles corría ahora a proa. Lo vi gesticular para que los emigrantes se apartaran de su camino. Entre ellos había mujeres: la señora East cubría su camisón con un chal insuficiente que había cogido como pudo en medio del pánico general. Seguía sin verse el hielo. Había sido la puesta anaranjada de la luna al oeste lo que nos había —me había— dado aquella visión engañosa de hielo hacia el este en medio de las escasas brechas entre la niebla y las nubes. Ahora aquellas brechas se habían ido cerrando.

Volvió a hablar Anderson:

—Viren otro punto a babor.

Sonaron más silbatos, órdenes lanzadas a cada mástil y repetidas entre la aglomeración entrevista de velas. Se puso la rueda a estribor, las velas bramaron. Se oían gritos confusos de «¡Hala!», y «¡orza!» y «¡arría!» y «¡dos botones en la contraescota!» Quizá haya reflejado de manera más confusa algo que ya era muy confuso, pues yo no hacía otra cosa sino tratar de impulsar con mi voluntad al barco para que se apartara de aquella horrible roca. Se escoró muchísimo a estribor, el viento rugió sobre el costado de babor ¡y una masa de emigrantes cayó mezclada con mucha agua en el combés! Aumentó nuestra velocidad. Acá y allá, entre las velas, en sus bordes exteriores, empezaron a aparecer las arrastraderas, esas velas para el buen tiempo. Lanzarlas ahora con el viento que hacía era algo desesperado, como nuestra situación, pero la orden del capitán había sido específica y perentoria:

La repitió con su rugido de siempre.

—¡Hasta la última pulgada de lona para la que quede sitio!

Una vez más, como en los días de aquella terrible tempestad, nuestros mástiles se doblaban, pero esta vez a estribor, y más que antes, no porque tuviéramos un viento de tormenta, sino porque habíamos largado una cantidad monstruosa de velas, incluso con aquellos masteleros improvisados. La espuma que antes nos inundaba desde popa volaba ahora por el barco a todo lo largo del costado de babor. Las grandes olas que antes nos perseguían, nos golpeaban ahora del mismo costado. Cada ola parecía lanzarnos de lado hacia la dirección en la que no deseábamos ir.

Llegó Charles, subiendo rápido las escaleras desde el combés.

—He logrado verlo, mi capitán. No parece un iceberg corriente. Se extiende al norte y al sur y no parece tener fin. La roca que vio el señor Talbot debe de tener entre cien y doscientos pies de altura.

Como para ilustrar sus palabras, las nubes o la niebla se abrieron a lo largo del costado de estribor y la proa, y el hielo brillaba un poco más que las velas, con una extraña luz que ahora, con la luna puesta, no parecía tener ninguna fuente identificable. Por las paredes de la roca subía una espuma más blanca que el hielo. Después, mientras mirábamos, la niebla volvió a cerrarse, amarillenta. El capitán Anderson se apoyó en la barandilla de proa de la toldilla y miró hacia abajo, como si pudiera percibir algo bajo las tinieblas. Ni él ni Charles, enderezándose ahora derrotados, comentaron lo que era evidente para todos nosotros: si tocábamos aquella roca oculta, no vivirían para ver la luz del día ni hombres, ni mujeres ni niños. ¡Yo percibía el peligro, lo comprendía en cada uno de sus detalles y ahora empezaba a sentirlo! El frío que sentía en la piel bajo mi capote y mi ropa de abrigo, no era el del Antártico. Pero inmediatamente aquel frío se convirtió en un calor evidente y sudoroso, pues se levantó momentáneamente la niebla de nuestro lado de estribor y se vio que no sólo estábamos más cerca de la roca, sino que un acto terrible de la Naturaleza que, pese a haberlo realizado con indiferencia, parecía un acto teatral realizado para que lo pudiéramos ver nosotros en aquel claro, lo puso de relieve.

—¡Miren!

¿Fui yo quien gritó? Debí de serlo. Ante nuestros ojos, la parte de delante de la roca que se había revelado, cayó, se hundió en una ola ascendente. ¡Dos enormes trozos que debieron de caer justo antes de que se nos permitiera ver aquello, brincaron como salmones! Juro que cada uno de ellos era del tamaño de un barco, y los dos volvieron a caer cuando la niebla lo ocultó todo a nuestra vista.

¿Cómo puede reaccionar alguien que no tiene servicios que ofrecer, consejos que dar, cuando ve esas monstruosidades y sabe que en breve, salvo que se produzca un milagro, quedará hecho pedazos entre ellas? Aquel frío más que antártico se convirtió en un rigor fijo que me dejó inmovilizado junto a la regala de la toldilla, indiferente al viento, a la espuma, al agua verde o cualquier cosa que no fuera nuestro peligro. Era un horror ante aquella fuerza neutral e indiferente, pero abrumadora, contra la cual nuestras maderas y lonas ridículas no tenían nada que hacer. Podíamos acabar como el juguete de un niño, hundido, aplastado…

No. Es algo que se tiene que experimentar. Entonces, todavía poseído por aquel rigor, vi cómo una ola llegaba a nuestro costado de estribor, pero desde la niebla, una ola contraria de donde habían caído aquellos horribles pedazos de hielo. Golpeó el costado y nos pasó por encima. Las cuadernas chocaron con el viento, las velas bramaron y después atronaron como una andanada mientras los marineros combatían la ola en el timón. El barco danzó, perdiendo impulso entre las aguas contrarias…

¿Sonó mi voz entre las otras? Supongo que sí. Espero que no, pero nunca lo sabré. Desde luego, se oyeron voces, gritos de mujeres y voces angustiadas de hombres, no sólo de emigrantes y pasajeros, sino de marineros, gritos desde arriba, gemidos como si ya estuviéramos perdidos. A mis pies, el combés era un charco de agua de mar que todavía no había resbalado entre los imbornales. Las barloas de seguridad negras bailaban por encima y las figuras negras se aferraban a ellos y se tambaleaban mientras el agua empezaba a salir.

¡Ahora, por debajo de mí, resbaló hacia el combés una figura conocida con un buen capote! Era el señor Jones, nuestro inteligente, egocéntrico y honesto sobrecargo. Caminaba con dificultad a proa, hacia su bote en la botavara. En los brazos, como si se tratara de un bebé, llevaba el barrilete de lord Talbot, aquel amasijo de recuerdos y de últimos deseos, de últimos mensajes, que había jurado conservar, sin saber que todo el barco lo había tomado a broma. Avanzó hacia proa y el palo mayor lo ocultó. El espectáculo me hizo estallar en carcajadas histéricas.

Charles, que había ido a alguna parte para hacer algo, volvió corriendo, chapoteando entre las últimas pulgadas de mar gruesa que habíamos embarcado. El capitán Anderson le habló con un nuevo tono de urgencia.

—Señor Summers. Tenemos que atacar más el viento.

—¡El trinquete, mi capitán!

El capitán rugió:

—¡Señor Summers!

Charles le gritó a la cara:

—Deseo exponerle que el mástil no puede soportar más tensión. Si lo perdemos…

—¿Puede usted sugerir algo mejor? Estamos avanzando hacia el hielo.

Se produjo una larga pausa. Después Anderson habló irritado:

—¿Es que continúa usted tratando de desacreditar lo realizado por el señor Benét?

Charles estaba rígido y respondió rígidamente:

—No, mi capitán.

—Cumpla usted mi orden.

Charles se fue. Se oyeron más silbidos y gritos. Se tensaron las velas de sotavento. Las velas perdieron la forma redonda de las lonas infladas por el viento de través y se alisaron. En todas ellas se veían arrugas como de dedos abiertos. Las velas bramaban con la tensión. El joven Tommy Taylor llegó a saltos desde abajo a la toldilla. Se descubrió ceremoniosamente ante el capitán.

—¿Bien?

—El carpintero, mi capitán; el señor Gibbs, mi capitán. Dice que estamos embarcando demasiada agua. No paran de bombear y el agua sube.

—Muy bien.

El muchacho volvió a saludar y se dio la vuelta. El capitán volvió a hablar.

—Señor Taylor.

—¿Mi capitán?

—¿Qué diablo está haciendo ese imbécil sentado en el bote de la botavara?

Hablé yo, pues evidentemente el muchacho no sabía lo que pasaba:

—Es el señor Jones, el sobrecargo, capitán. Está esperando en su propio bote a que un grupo selecto de marineros lo rescate mientras los demás nos ahogamos.

—¡Maldito imbécil!

—Estoy de acuerdo, capitán.

—Es el peor de los ejemplos. ¡Señor Taylor!

—¿Mi capitán?

—Que salga de ahí ese hombre.

El señor Taylor volvió a saludar y se fue corriendo. Lo perdí de vista casi inmediatamente, pues mi atención estaba prendida del hielo que aparecía, quizá algo más cerca, y después volvía a desaparecer. Era un promontorio muy alto y que brillaba de color más blanco que antes a lo que debe de haber sido la verdadera luz del día. Anderson también lo vio. Me miró y sonrió con aquella sonrisa fantasmal que a veces infligía a las personas que había a su lado en momentos de gran peligro. Supongo que era de valor. Siempre he detestado atribuirle ningún sentimiento admirable, pero ni yo ni nadie —salvo el pobre, el tonto borrachín de Deverel— ha dudado jamás de su valor.

—Capitán, ¿no podemos doblar un poco más?

Asustado, oí que mi propia voz, como si hubiera sido la de otro, hacía aquella presunta sugerencia. La sonrisa del capitán Anderson se torció. El puño derecho, que tenía junto a la cintura, se cerró y me proclamó con tanta claridad como si hubiera tenido una boca: ¡cómo me gustaría pegarle en la cara a este insolente pasajero!

Carraspeó.

—Estaba a punto de dar esa orden, señor Talbot.

Se dio la vuelta y gritó a Charles.

—Pruebe usted un punto más a barlovento, señor Summers.

Se produjeron nuevos movimientos entre los grupos de la tripulación. De pronto recordé a la señora Prettiman y a su indefenso esposo. Bajé rápidamente al vestíbulo y me abrí paso bruscamente entre el grupito de pasajeros que había a la entrada. La señora Prettiman estaba entre la puerta de su camarote y la del de su marido. Se agarraba sin fuerza a la barandilla. Me vio inmediatamente y sonrió. Fui hacia ella.

—¡Señora Prettiman!

—Señor Talbot… ¡Edmund! ¿Qué nos está pasando?

Me calmé y expliqué la situación lo más brevemente que pude. Creo que palideció al darse cuenta de lo cerca que nos hallábamos de naufragar, pero no cambió de expresión.

—De manera, señora, que puede pasar cualquier cosa. O rodeamos el hielo o no. Si no, no nos queda más que…

—Nos queda nuestra dignidad.

Aquellas palabras me confundieron.

—¡Señora! ¡Eso es hablar como los romanos!

—Yo prefiero considerar que es como los británicos, señor Talbot.

—Sí, naturalmente, señora; pero, ¿qué pasa con el señor Prettiman?

—Creo que todavía duerme. ¿Cuánto tiempo nos queda?

—No lo sabe nadie, ni siquiera el capitán.

—Hay que decírselo al señor Prettiman.

—Supongo que sí.

Después de todo, el señor Prettiman estaba despierto. Nos saludó con una gran ecuanimidad que, a decir verdad, era desusada. Creo que llevaba algún rato despierto, y con aquel intelecto suyo no le resultaría difícil deducir por los ruidos y por los movimientos del barco que nos hallábamos en algún tipo de crisis. En una palabra, había tenido tiempo para hacerse fuerte. ¡De hecho, lo primero que se le ocurrió fue que saliera yo de allí, de forma que la señora Prettiman pudiera atender a los detalles íntimos de su aseo!

—Pues —dijo, sonriéndome a la cara—, si dicen que el Tiempo y la Marea no esperan a hombre alguno, ¡cuánto más tiránica es esta misteriosa fisiología!

En consecuencia, me retiré, pero me abordó el señor Brocklebank, a quien le temblaban los labios y que por primera vez desde la calma chicha se presentaba sin su capote de viaje. Estaba conversando temblorosamente con Celia Brocklebank, sin importarles quién los pudiera oír. ¡Hasta donde pude yo distinguir, le estaba implorando que compartieran el lecho para morir el uno en brazos del otro!

—No, no, Wilmot; no soporto la idea; ¡es inoportuno! ¡Además, no vienes a él desde Navidad, cuando el señor Cumbershum te prestó aquel libro sobre salud!

Entretanto, una voz débil gemía desde el camarote de Zenobia…

—¡Wilmot! ¡Wilmot! ¡Voy a morir!

—Igual que todos… ¡Te lo ruego, Celia!

¿No ha dicho alguien ya que durante los terremotos y las erupciones volcánicas se produce ese mismo curioso fenómeno de sexualidad exacerbada? Pero, cualquiera que sea la explicación, me hizo apreciar más la actitud romana de mi querida señora Prettiman. Hablé con Bowles, les revolví el pelo a las niñas de Pike, sugerí a éste que no le vendría mal tomar algo… y el señor Brocklebank me recordó que no quedaba nada, salvo, según dijo, lo que había obtenido subrepticiamente del señorito Tommy Taylor. De hecho, desencantado con su Celia, se retiró al camarote para animarse con la botella, abandonando a Celia, que repentinamente mostró una clara preferencia por mi compañía, y no me cabe duda de que estaba a punto de considerarla oportuna si yo hubiera… pero regresó la señora Prettiman. La seguí. El señor Prettiman estaba un poco incorporado con las almohadas. Seguía sonriendo con aparente ánimo.

—Edmund, tenemos una o dos cosas que resolver. Naturalmente, tú cuidarás de Letty.

—Naturalmente, señor mío.

—Es imposible que yo sobreviva en el estado en que me encuentro. Será casi imposible para un hombre perfectamente sano. Pero yo, con esta pierna… o sea que, cuando se acerque el final, tenéis que salir los dos a cubierta, con toda la ropa que os podáis poner, y llegar a los botes.

—No, Aloysius. Edmund puede… debe hacer eso. Es joven y nosotros no estamos en absoluto a su cargo. Yo me quedo contigo.

—Vamos, señora Prettiman, ¡me voy a enfadar!

—No, señor mío. Edmund se va a ir, pero yo no. Pero me gustaría que oyera lo que voy a decir, pues creo que necesita mucho un ejemplo, ¡y ya sabes, Edmund, que soy institutriz! De manera —y en aquel momento su voz adquirió tanto un tono como un volumen más profundos y se hizo más cálida de lo que al menos yo jamás le hubiera oído—, de manera que ahora debo hacer una declaración solemne. En el breve período de nuestra vida de casados jamás te he desobedecido ni jamás lo hubiera hecho en el futuro, de haber existido un futuro, ¡no por ser tu esposa, sino por ser tú quien y lo que eres! Pero creo que no tenemos futuro y me voy a quedar contigo en este camarote. Adiós, Edmund…

—Adiós, muchacho. No hay mujer…

—Yo…

Se me quebró la voz. No sé cómo, salí del camarote y cerré la puerta. En aquel momento el buque se enderezó, otra ola, supongo que contraria, inundó el combés e irrumpió en el vestíbulo. Fui resbalando hasta la entrada, ayudé a Bowles a ponerse en pie y vi que regresaba empapado y silencioso a su camarote, sugerí a las niñas de Pike que todo aquello era muy divertido y logré llegar hasta el combés.

—¡Charles! ¿Cómo va?

—No tengo tiempo, Edmund. Pero nadie ha visto jamás un iceberg como éste… ¡como ése!

Hizo un gesto hacia el costado y después fue corriendo a la toldilla. Había algo menos de niebla, o parecía más bien que ésta se iba apartando de nosotros. Podíamos ver a todo nuestro derredor hasta un cuarto de milla, o quizá debiera decir un par de cables, de mar abierta. Una vez más se veía a ratos el hielo, y ahora, a la pálida luz del día, parecía más duro, más frío, más implacable. Parecía evidente que avanzábamos paralelos a la faz de los peñascos y a gran velocidad. Aquella velocidad no podía deberse a nuestro avance por el agua, sino más bien a nuestro movimiento en relación con el del hielo. Cuando la niebla se aclaraba unos momentos, parecíamos ir corriendo al lado de las rocas blancas, pero después volvía a espesarse y entonces parecía que nuestra velocidad se debía únicamente al viento. Era evidente que había una corriente muy rápida junto al iceberg, de sur a norte y que nos transportaba con ella. ¡De hecho, el mar mostraba una indiferencia tan salvaje hacia nosotros como el hielo!

Me di la vuelta para subir a la toldilla. De allí bajó el pequeño Tommy Taylor.

—¿Cómo va el sobrecargo, señor Taylor?

—No he podido persuadirlo para que se baje del bote, caballero. El capitán dice que habré de ir a decirle que está arrestado.

Tommy fue a proa y yo continué hacia la toldilla. El señor Benét estaba de guardia con el joven Willis. El capitán estaba en lo alto de la escalera de popa, con una mano en la barandilla de cada lado. Miraba en su derredor constantemente, a la niebla, al hielo que se vislumbraba, al mar agitado por el batido de las olas y la retirada de éstas de las rocas. Cuando llegué yo a la toldilla escuché unas explosiones atronadoras por detrás de mí, donde una vez más se había producido una caída cataclísmica de hielo. Aunque sofocado por la niebla, el ruido de la caída fue considerablemente mayor.

—Bien, señor Benét, ¿qué le parece a usted ahora Natura?

—Somos afortunados. ¿Cuánta gente ha visto algo parecido?

—¡Esta meiosis es intolerable!

—¿Meiosis? ¿No fue usted el pasajero que declaró hace algún tiempo a todos los presentes que no querría estar en ninguna otra parte aunque le ofreciesen mil libras? ¡Señor Willis, trate usted de permanecer erguido y aparentar ser útil, aunque no lo sea!

—Mi declaración, señor Benét, fue pour encourager les autres, como diría usted.

—¿Y usted? ¿Preferiría morir en seco, como dirían los ingleses? ¡Hazleton, vago miserable, hay que virar el cabo después de redondearlo! ¡Mi capitán!

—Sí, señor Benét, ya veo el hielo. ¡Señor Summers! Disponga usted de la chalupa para arriarla por la amura estribor.

—A sus órdenes, mi capitán.

Más silbatos, más carreras.

—¿Ha advertido usted, señor Benét…?

—Un momento, señor Talbot. ¡Señor Summers! Willis: ve a buscar al señor Summers y dile que el señor Talbot sugiere que se lleve la chalupa de hamacas.

—¡Yo no he dicho tal cosa!

El capitán dijo algo a nuestras espaldas. Fue la única vez que oí jamás que el señor Benét recibiera siquiera la sombra de un reproche.

—Eso les dará algo que hacer, señor Benét, y es lo necesario en este momento. ¡Pero podría usted comunicar a los pasajeros, en términos generales, que se les sigue aconsejando que no se ingieran en el mando del barco!

Tras hacer este reproche relativamente suave a su favorito, el capitán se retiró a la regala, como si sus propias palabras lo avergonzaran. El señor Benét se volvió hacia mí.

—¿Ha oído usted, señor Talbot?

—¡Yo no he dicho nada de esas hamacas! Y tampoco sé por qué hay que preparar la chalupa, excepto para asegurar que se salven las personas más valiosas, en cuyo caso…

—No hay unas personas más valiosas que otras, señor Talbot. Moriremos todos juntos. La chalupa es para persuadir a la gente de que se está haciendo algo. Servirá de defensa entre nosotros y el hielo…

—¿Y eso valdrá de algo?

—Creo que no.

Volvió Willis.

—El señor Summers dice que le dé las gracias al señor Talbot, señor.

—Estás nervioso, muchacho. ¡Ánimo! Cuando llegue, será rápido.

—¡Benét! Se acerca el hielo… ¡mire!

—Hemos hecho lo que hemos podido. Mi capitán. ¿Largamos el bote?

—Todavía no.

De pronto ahí estaba el hielo, al lado. No podía mirar a otra parte. A mis ojos, aquella roca parecía monstruosamente alta. Tenía una figura uniforme en la base y el agua a su lado estaba llena de enormes fragmentos que habían caído y que constituían el peligro más inmediato. Oí al capitán gritar alguna orden de lobo de mar y vi como caía la chalupa por el lado de estribor, vi cómo el chinchorro paraba la salida al sufrir el tirón del agua. El hielo, que ahora brillaba con una tonalidad mate gris y blanca, se comportaba caprichosamente. Habíamos aproado todavía más al norte —supongo que por un movimiento no ordenado e involuntario de los que estaban al timón—, y si hubiéramos podido fiarnos de nuestro rumbo, tendríamos que irnos separando de las rocas. Pero era evidente, incluso a mis ojos inexpertos, que no era eso lo que estábamos haciendo. Pues el efecto de la rotación de la Tierra, que se dice es el causante de esa corriente perpetua en torno al Océano Antártico, debería desplazar el hielo tanto como nos desplazaba a nosotros. Pero, por el motivo que fuese, no ocurría así. Nos íbamos acercando sensiblemente al hielo, igual que se había acercado a nosotros el Alcyone, de través o incluso de largo. Y tampoco las velas podían explicar nuestros dos movimientos: uno al norte, el otro hacia el este y el hielo.

¡Hago que todo esto parezca demasiado fríamente racional! ¡Cuántas veces desde aquellas horas terribles me he despertado en la cama y he deseado que cambiaran las circunstancias que recordaba! Pero entonces, mientras yo me aferraba al lado de barlovento del barco, no tenía una comprensión racional de lo que estaba sucediendo, ¡sólo de aquella visión incomprensible! ¿Cómo explicar la furia desorganizada del mar, las torres, las aristas, los estallidos del agua que habían sustituido a aquellas olas en marcha constante que durante tantos días se habían deslizado debajo y más allá de nosotros? Pues ahora parecía que aquellas oleadas se revolvían en contra nuestra. Columnas de mar gruesa y de espuma subían por la faz del hielo y volvían a caer de ella. Viento contra viento, ola contra ola, una furia que se autoalimentaba… Traté de pensar en mis padres, en mi Objeto Bienamado, pero no podía. No sentía más que pánico, como un animal al borde de la muerte. ¡El hielo estaba encima de nosotros! El hielo caía, saltaba monstruosamente desde debajo de la espuma y nosotros seguíamos avanzando hacia aquella muralla horrible, hendida y pútrida. Algunas de nuestras velas estaban fláccidas y restallaban, otras se henchían del revés, y sin embargo nosotros seguíamos avanzando rápidamente junto a la muralla, como arrastrados por caballos. ¡Si existía algo ordenado en nuestra situación eran las caídas explosivas de hielo desde las murallas de aquella ciudad mortal e inexpugnable! Entonces reconocí que la Naturaleza —aquella Naturaleza que con tanta razón detestaba la señorita Chumley— por fin había enloquecido. Llevábamos horas impulsados de costado hacia la pared de hielo cuesta abajo, como había dicho una vez el señor Benét, y a la velocidad de un coche de caballos. Ahora el hielo, como para demostrar su propio delirio, estaba haciendo lo imposible. Rotaba en torno a nosotros. Aparecía a popa, después daba la vuelta en nuestro derredor y reaparecía a proa, desde donde había surgido. Repetía la acción y después se retiraba hacia estribor. En medio de todos los ruidos de aquella situación, oí cómo la chalupa se rompía igual que una nuez. No sé si recibió el coup de grâce de un bloque flotante de hielo o de la propia roca. Había una senda verde de agua en calma al lado del hielo, interrumpida solamente cuando la roca por encima de nosotros derramaba algún peso incalculable. Los bloques que habían caído en la senda de mar gruesa avanzaban a la misma velocidad que nosotros, chocando y destrozándose cuando se rozaban entre sí o con el costado de la roca. Cayó uno que arrancó una arrastradera de la parte exterior de una vela del palo mayor y que se deslizó, confortablemente envuelto, por así decirlo, con las arrastraderas ondeando tras él como una pluma. Otro, de la misma forma y mayor tamaño que el pianoforte de lady Somerset, resbaló de lado a proa del palo mayor y se llevó la mitad delantera del bote del señor Jones, junto con éste y con el señor Tommy Taylor, y cayó con ellos por la barandilla de babor.

Pero ahora, según parecía, nos íbamos acercando todavía más a la roca, que se iba colocando a nuestro costado de babor, como teniendo cuidado de no tocarnos. Por volver a utilizar una vez más el idioma de los lobos de mar, estábamos apopando, o, en términos más inteligibles, ¡íbamos retrocediendo a más velocidad de lo que jamás habíamos ido avanzando! La roca, al derramar por nuestra amura de babor unos cuantos miles de toneladas de hielo de nuestro costado de babor, alejaba al de estribor igual que un muchacho podría apartar un modelo de barco con el pie.

Era una crisis de impotencia más allá de las capacidades marineras. Perdí la cabeza. Vi una mélange de divisiones en el hielo que corría a mi lado: figuras atrapadas en el hielo, entre ellas mi padre. Se abrió una cueva con una visión de verdor al extremo opuesto.

Se nos vino encima el último espasmo de nuestra ordalía. El hielo se desplazó violentamente y desapareció ante nuestros ojos y bajamos corriendo cuesta abajo. Pareció el hundimiento final. El final de todo.

Pero no nos hundimos. Según parecía, estábamos nivelados en un mar sin viento al oeste del cual aparecía un día claro y blanco. En torno a nosotros, en el agua, yacían inmóviles bloques de hielo.

Me levanté de mi postura acurrucada y despegué las manos de la barandilla. Por las cubiertas la gente empezaba a moverse otra vez, pero lentamente, como si ninguna cautela fuera excesiva. Estábamos, al cabo, virando lentamente en el agua. Las velas susurraban.

A proa alguien gritó algo y se oyeron gritos y risas nerviosas, y después volvió el silencio. Nunca averigüé quién había bromeado ni en qué consistía la broma.

A occidente yacía la niebla amarillenta, en medio de la cual se veían unos brillos mate de hielo, ya a alguna distancia, gracias, según parecía, a aquella misma corriente circumpolar que durante tantos días nos había ido llevando hacia el este.

La gente empezó a hablar.