No podían haber pasado más de un día o dos después de conocer mejor al señor Prettiman, cuando advertí un cambio en Charles. Guardaba más silencios que antes. Al principio creí que le preocupaba el estado del barco, pero no era eso. El hecho era que consideraba mi repentina estima por el filósofo social extraña, por no decir incomprensible. Charles no generalizaba. No quería examinar las ideas de la libertad, la igualdad y la fraternidad, sino que despreciaba ese moderno trío debido a la forma en que lo había aplicado la Raza Gálica por medio de la guillotina y de la espléndida maldad del Corso. Él siempre pensaba en lo práctico.
—¡Edmund, no te vas a hacer ningún favor con el gobernador de una colonia penal si vas expresando esas ideas como si las aprobaras!
La verdad es que Charles pisaba terreno muy firme. Al contrario que las mías, sus ideas se habían visto sometidas a prueba en el fuego de su religión, las de Prettiman en las crueldades y las tempestades de la condena social, el ridículo, el rechazo. Habían pasado pocos días después de haber empezado yo a leer y a discutir con Prettiman cuando reproché a Charles sus silencios. Su respuesta —si se me permite, en solidaridad inconsciente con él, volver a hablar a lo lobo de mar— ¡me fondeó con todo el aparejo!
—Te estás distanciando de mí, Edmund. Nada más.
Lo agarré del brazo.
—¡No! ¡Jamás!
Pero era verdad. Me seguía agradando igual, seguía estando dispuesto a hacer todo lo posible por él. Pero en el contexto del mundo que Prettiman estaba abriendo a mis ojos, Charles quedaba… empequeñecido. Yo comprendía su enfoque práctico, la manera en que se aferraba, preocupado, a su posición en el barco, su batalla contra los celos y el despecho, su consagración a las costumbres del servicio en la mar, que no le permitían criticar a su capitán, ¡ni siquiera cuando su capitán se equivocaba! Veía, y admiraba, su sencilla bondad. Sin duda, me decía a mí mismo, es más que suficiente. Recordaba la forma en que me encontró ropas secas en un momento en que aquello parecía un milagro en un buque empapado. Pensando en ello fue cuando advertí por primera vez cómo había logrado liberarme de mi conejera fantasmal cuatro horas de cada noche. ¡Entonces recordaba a Glauco y Diomedes, la armadura de bronce que me diera Charles y la armadura de oro que yo había jurado darle! La única armadura que Charles consideraría de oro sería la del ascenso a capitán de navío.
¿Pero, Charles? No me cabía duda de su valor. Sus conocimientos de la economía de un barco eran totales. Pero, ¿Charles como capitán de un navío, al mando de un barco, un barco de guerra con el futuro de nuestro mundo en sus manos?
Osé plantear mi problema al señor y la señora Prettiman. Prettiman me pidió que realizara la labor de desenredar el asunto para volver hasta donde había comenzado y comprendí, por fin, que sencillamente yo había prometido más de lo que podía o debía prometer o realizar. El señor Prettiman se negó a ayudarme.
—Naturalmente, debes hacer lo que te parezca correcto. Si no crees que merezca estar al mando de un barco, debes decírselo.
¡Naturalmente, yo no podía decírselo! ¿Quién era yo para hacer eso? El resultado fue que entonces yo también guardaba períodos de silencio durante la guardia de media, que se sumaban a los silencios que guardaba Charles. ¡Ah, y pensar que yo había considerado aquella travesía como una simple aventura! ¡Cuántas ramificaciones había tenido, cuántos efectos en la mente, en el carácter, cuánta emoción, cuánto aprendizaje triste, cuántas tragedias por futesas y cuántas comedias dolorosas en nuestra vieja carraca filtrante! ¡Qué conocimiento tan vergonzoso de uno mismo! Pues al reflexionar sobre mi problema, incluso imaginé que alguien pudiera decir en el futuro —cuando por fin mi marino recomendado hubiera demostrado que no tenía capacidad como capitán de navío—: «ya se sabe, uno de los recomendados de Talbot». A veces pensaba, y con gran amargura, que la única cualidad humana cuyas profundidades no tenían límites era mi mezquindad personal.
Aquellas reflexiones se vieron interrumpidas por otro cambio en nuestra sociedad. Era la cuestión de la longitud en la que nos hallábamos. Yo sabía que Benét y el capitán estaban inmersos en altas teorías de navegación, pero no había pensado mucho en ello. El sombrío Bowles me puso al día. Me demostró con agua que vertió sobre la mesa del salón el problema que se le planteaba al capitán. Tarde o temprano teníamos que acercarnos al nuevo continente. Pero, aunque sabíamos dónde estábamos a babor o estribor, por así decirlo, no podíamos definir nuestra posición a proa y a popa. Por decirlo en una sola frase, ¡si no sabíamos exactamente cuál era nuestra longitud, podíamos dar en tierra antes de verla! La solución adoptada por los marinos en épocas anteriores había consistido en ponerse al pairo en las horas de la noche y no avanzar hasta que había suficiente luz. Naturalmente, ése era un lujo que nuestro capitán, con la tripulación a una media ración que sólo los que tuvieran buenas dentaduras podían aprovechar, no podía permitirse. Añádase a nuestra incertidumbre la corriente circumpolar, que podría o no estar ayudándonos a llegar a nuestro destino, y se verá la exacerbación adicional que me infligió la confiada afirmación del teniente Benét de que podía averiguar nuestra longitud sin un cronómetro. Traté de prescindir del disgusto que me inspiraba aquel hombre y, como sabía a qué hora le tocaba guardia, lo abordé desde mi puesto habitual junto a las cadenas de mayor.
—Desearía unas palabras con usted, señor mío.
—¿Un duelo?
—No de momento…
—¡Ah! O sea, ¿que volvemos a hablarnos?
—Esa cuestión de la longitud y los cronómetros…
—Creía que se trataba de pistolas. ¡Dios mío, señor Talbot! ¿Cree usted que el capitán Cook llevaba cronómetros?
—¡Naturalmente!
—¡Pues no!
Con esas palabras subió de un salto las escaleras, porque la guardia de servicio iniciaba el ballet que interpretaba cada cuatro horas durante el minuto o los dos minutos antes de que sonara la campana. Lo seguí, pero ya estaba sumido en una conversación con Anderson. Incluso cuando cambió la guardia y el señor Askew descendió de la toldilla, Benét y Anderson siguieron hablando acerca de las lunas de Júpiter. Hablaban de astronomía como si fuera una partida de pelota: eclipses, paralajes, perigeos y apogeos, y empecé a tener la incómoda sensación de que ambos tenían conciencia de mi presencia y me excluían deliberadamente.
—Distancia lunar, señor Benét. De acuerdo. Pero la verificación…
—El paso de Calypso. Se lo expondremos a sus señorías: ¡el método Anderson-Benét!
¡Anderson lanzó una carcajada! ¡Lo juro!
—¡No, no! ¡Es todo mérito suyo, muchacho!
—No, mi capitán… ¡insisto!
—Bien. Más vale que primero consiga usted que funcione.
El mensaje estaba claro. Incluso así, el contraste entre aquella pareja tan animada —fuera su «método» práctico o no— y el pobre Charles, atento sólo a su deber, era tan evidente que resultaba doloroso. Me quedé allí, contemplando ostensiblemente el oleaje, tanto tiempo que me fatigué. Pero aquellos dos siguieron sin hacerme caso, y al final no me quedó más remedio que irme. Fue una de esas derrotas que resultan tan fáciles de describir en cuanto a sus resultados y tan imposibles de resumir en cuanto a sus efectos totales. Bajé, sabiendo que habían hecho caso omiso de mí en relación con un asunto que no sólo afectaba a la Armada, sino a todos los hombres, mujeres y niños del barco. Habría necesitado algo más que toda aquella seguridad que sentía yo cuando llegué al barco para interrumpirlo; pero no se me ocurría exactamente por qué.
Bajé cautelosamente las escalas, pues aquel día el barco se movía más. El agua entraba a bordo incluso en el combés, cosa que antiguamente me habría parecido notable, aunque ahora resultaba corriente. Varias pulgadas de agua transparente se desplazaban a cada cabeceo sobre el maderamen recién limpiado del aceite de Charles; un maderamen entre cuyos intersticios, cada vez que pasaba bajo nosotros alguna molesta configuración marina, la estopa suelta se agitaba a uno y otro lado, como gusanos en un campo inundado. Iba avanzando malhumorado hacia el salón, cuando vi que el viejo señor Brocklebank, con las piernas separadas, con su figura alta y gruesa envuelta en el sucio capote de viaje, abría la puerta, y decidí que no quería intimar más con él. En consecuencia, fui a la puerta del señor Prettiman y le pregunté si podía leerle algo. Se alegró de verme, dijo, pues había pasado la noche en vela, ahora que se había agotado el paregórico o láudano. Sus dolores no eran grandes, pero sí persistentes, me dijo, lo cual resultaba fatigoso. Me pareció que tenía aspecto febril, pues ahora tenía mucho color en el rostro y los ojos le brillaban de forma poco natural. No quiso que le leyera nada. Dijo que no podría fijar la atención. En cambio, sí quería saber cuál era el estado del barco. Dijo que notaba que el tiempo había vuelto a empeorar. Le comuniqué que, efectivamente, las aguas se movían más, pero que avanzábamos magníficamente. Seguí diciendo —y entonces entró la señora Prettiman— que la gran cuestión política del barco era la propuesta del señor Benét de averiguar la longitud sin consultar los cronómetros. Me reí al comentarlo y la señora Prettiman manifestó su acuerdo conmigo, diciendo que comprendía la utilidad de aquellos globos, pues había tenido que instruir a los jóvenes acerca de su valor. Sin un conocimiento exacto de la hora en el meridiano de Greenwich, no había ingenio en la tierra que pudiera averiguar nuestra longitud.
—Te equivocas, Letitia.
Se quedó tan desconcertada como yo.
—Benét dijo que el capitán Cook no tenía cronómetro.
—Tiene razón, Edmund. Antes de que se inventara o, mejor dicho, que se perfeccionara el cronómetro, se utilizaba la distancia angular entre la Luna y el Sol para hallar la longitud. El defecto del método residía en que hacían falta grandes conocimientos para utilizarlo.
—¡De manera que Benét vuelve a tener razón!
—¿Se ha tomado su propuesta en serio Anderson?
—Muy en serio, me pareció… que incluso con entusiasmo. Pero claro que todo lo que propone nuestro Adonis marino cuenta con la seguridad de una recepción entusiasta por parte de él.
La señora Prettiman abrió la boca para decir algo, pero la volvió a cerrar. Prettiman frunció el ceño y miró al techo, unas pulgadas por encima de su cabeza.
—Anderson no es tonto. Me han dicho que es un magnífico marino.
—Y también el señor Summers, caballero. El señor Summers dice…
Sentí que mi voz iba apagándose. Al cabo de un momento intervino la señora Prettiman:
—Todos estamos en deuda con el señor Summers, señor Talbot. Por cómo ha cuidado de nosotros y del barco.
—Y además es muy valeroso, señora. ¡Recuerdo aquella última tempestad terrible, cómo entre aquellas montañas de agua se hizo con el timón con sus propias manos y solo en medio de mayor peligro! ¡Podría haber muerto!
El señor Prettiman carraspeó.
—Nadie duda de que el primer oficial sea todo lo que dices tú. Pero comprende. No creo que hayas experimentado la diferencia entre un hombre que tiene una aptitud natural para las matemáticas y otro que no. La diferencia es absoluta: no es cuestión de cantidad, sino de calidad.
No tuve nada que responder a aquello. Habló la señora Prettiman:
—Me han dicho, señor mío, que ayudó usted al señor Summers con el timón. Parece que, como siempre, en mi condición femenina debo manifestarle mi gratitud.
—¡Dios mío, señora! ¡No fue nada! Nada en absoluto…
—¡Dado que ha habido momentos en que he debido expresar otros sentimientos y opiniones, celebro decirle que considero su conducta admirable y muy viril!
Pero el señor Prettiman volvía la cabeza de un lado para otro sobre la almohada.
—No acabo de entender el método… ¿utilizará el paso de un satélite para verificarlo? Pero, ¿cómo? No es tan fácil…
—Aloysius querido, ¿no deberías tratar de dormir? Estoy segura de que el señor Talbot…
—Naturalmente, señora. Me voy inmediatamente…
—Quédate, Edmund. ¿Qué prisa tienes? Mentalmente estoy bien, Letty, ¡y veo esos Cielos de ellos con tanta claridad como te veo a ti! ¡Pocas cosas mejores puede hacer un hombre que reflexionar!
—Creo que no debería usted excitarse, caballero.
—«Ese techo majestuoso, tachonado de fuegos dorados…»
—Si se trata de eso, caballero: «el piso del cielo está incrustado de patenas de oro reluciente».
—¿Es así como lo ve el señor Benét por su sextante?
—Ese joven es un poeta, Aloysius. ¿No es cierto, señor Talbot?
—Escribe versos, señora, ¿y quién no?
—¿Usted?
—Sólo en latín, señora. No oso revelar lo magro de mis ideas en la desnudez y la sencillez del habla inglesa.
—Me siento bastante impresionada, señor Talbot.
—Dado que, por una vez, la tengo a usted en desventaja, señora, ¿puedo pedirle que siga el ejemplo de Prettiman y me llame «Edmund», y de tú?
Me pareció que quedaba desconcertada ante aquella sugerencia. Me sentí lo bastante osado como para insistir en ella.
—Después de todo, señora, no resulta improcedente, dada su… es decir, dada mi… su…
Rompió a reír.
—¿Quieres decir dada mi edad? ¡Edmund, querido muchacho, eres totalmente inimitable!
—Letitia, estábamos en medio de una conversación racional. ¿Dónde me hallaba?
—Estábamos intercambiando citas con Edmund, con objeto de colocar al universo en el contexto literario correcto.
—¿Qué podría ser mejor que ascender de la cuestión trivial de nuestra posición exacta en este globo a una contemplación del universo en el que hemos nacido?
—¡Y que, señor mío, queda revelado con más autenticidad por la poesía que por la prosa!
—Quizá Aloysius esté de acuerdo contigo, Edmund, pero yo soy una mujer sencilla.
—No te haces justicia, Letty. Pero, Edmund: continúa.
—Es únicamente que, poco a poco a lo largo de esta travesía, por unos motivos u otros, la poesía se me ha revelado como algo más allá de la mera diversión, la mera belleza, como algo elevado… el hombre en su plenitud… y después por la noche, con las estrellas, con esta Naturaleza tan absurda… casi me da vergüenza decirlo…
—¡Vamos, muchacho, mira! ¿Puede el todo ser menos que bueno? Si no puede serlo, entonces ¡es que ha de ser bueno! ¿No puedes apreciar el gesto, la evidencia, la clara afirmación presente ahí, la música, como solían decir, el grito de lo absoluto? Para vivir de conformidad con eso, cada uno tiene que llevarlo a su interior y abrirse a ello; te aseguro, Edmund, que no hay un pobre criminal depravado en la tierra hacia la que avanzamos que no pudiera, si elevara la cabeza, contemplar directamente el fuego de ese amor, de esa xápis de la que hablábamos.
—¿Esos criminales?
—¡Imagina nuestra caravana, imagínate a nosotros, un fuego aquí abajo, chispas de lo Absoluto emparejado con el fuego de ahí arriba, de ahí fuera! ¡Avanzando con el fresco de la noche por los desiertos de este nuevo país hacia Eldorado, sin nada entre nuestros ojos y lo Absoluto, entre nuestros oídos y esa música!
—Sí, ya veo. Sería… ¡la mayor de las aventuras!
—Y ya sabes, Edmund, que también podrías venir tú. Podría venir cualquiera. ¡No hay nada que te detenga!
—Su pierna, señor mío. Creo que la olvida usted.
—No. Se curará. Lo sé. El fuego que llevo dentro me curará. ¡Lo sé! ¡Voy a ir!
Pero haga usted lo que le indica la señora Prettiman, señor mío, y permanezca quieto.
—¡Y tú también vendrás!
No dije nada. Fue un silencio que se alargó, se prolongó hasta que el mero ruido del agua que silbaba contra nuestra quilla parecía una voz sin palabras, y por fin comprendí que no hacían falta palabras y que se trataba de algo más cercano a mí que las propias palabras. Era esa conciencia fría y clara a la que calificamos de sentido común.
¡Y sin embargo, de verdad, lo había comprendido! Durante un momento, en aquella conejera cada vez más fétida, había sentido el vigor de aquel hombre, el atractivo de su pasión. Incluso había vislumbrado, o había creído vislumbrar, nuestro universo como una pompa flotante en el inconmensurable mar dorado del Absoluto, la miríada de chispas de fuego, cada una de ellas la joya puesta en la cabeza de un animal que podía «mirar hacia arriba».
Ambos me contemplaban. Cerré los puños sin querer y se me empezó a perlar la frente de sudor. Era una especie asombrosa de vergüenza, creo: vergüenza ante mi incapacidad para decir simplemente: «Sí, iré». También había en ello una cierta ira, al verme tan repentinamente puesto contra la pared, atracado, por así decirlo, por un salteador de caminos filosóficos, con la poesía en una mano y la astronomía en la otra. Por fin desvié la mirada de su rostro enrojecido, de sus ojos expectantes, hacia la señora Prettiman. Ella bajó la suya y se miró las manos, no como lo hace un marinero, mirándose las palmas, sino el dorso y las uñas. Miró hacia su marido.
—Creo que deberías tratar de dormir, Aloysius.
Me puse en pie torpemente, balanceándome con el movimiento del barco.
—Mañana vendré a leerle, señor mío.
Frunció el ceño como si aquella idea le resultara extraña.
—¿Leerme? ¡Ah, sí, claro!
Traté de sonreír a la señora Prettiman, pero temo que fue una mueca triste, y salí tanteando de la cabina. Todavía no había cerrado la puerta cuando oí que ella le murmuraba algo. No sé qué le dijo.
Me dije que ya se producirían otras ocasiones en las que podríamos reanudar la conversación, continuar lo que me parecía era la curva en ascensión de nuestra intimidad. Deseé, con una pasión espontánea no demasiado distinta de la suya, que me resultara posible ser amigo de ellos. Sin embargo, comprendía ya que el precio era prohibitivo. Después de todo, soy un animal político con mi chispa, con —si puedo rebajarme al idioma propio de sargentos— mi scintillans Dei bien oculta. Supongo que la excusa que puedo presentar al Absoluto es que deseaba, y sigo deseando sinceramente ejercer el poder para el mayor bien de mi país, lo cual, y por fortuna en el caso de Inglaterra, significa en beneficio del mundo en general. Que no se olvide jamás eso.
Aquella misma noche, el contramaestre me despertó un poco temprano. Subí, pues, a la toldilla bajo un cielo estrellado regado de nubes iluminadas por la luna y esperé que apareciese Charles. He de confesar que recorrí el cielo con la mirada y creo que fui sensible a su belleza trascendental, pero no pude elevarme hasta ver el Bien del señor Prettiman ni su Absoluto. La verdad es que si bien la lógica no inspira a la fe, la pasión lo hace con toda facilidad, y era la pasión del señor Prettiman lo convencía, de forma que cuando no estaba él allí… Pero, ¿para qué andar con eufemismos? Hacía falta su presencia dolorosa. Sin ella, podía recordar la ocasión, pero no recrear la sensación, la —si oso decirlo— percepción. Debo confesar que sentí una cierta pena por no estar hecho del mismo material que los creyentes, y una cierta pena al comprender que la señora Prettiman había experimentado una desilusión conmigo. Por eso me alegré más que nunca cuando apareció Charles. Sin embargo, éste estuvo frío. Nos mantuvimos en silencio un momento, juntos, cada uno esperando a que empezara el otro. Cuando lo hicimos, fue tan simultáneo que ambos rompimos en carcajadas.
—Usted primero, caballero.
—No, primer oficial, usted primero. ¡No se puede dar preferencia a los guardiarmarinas!
—Insisto.
—Bien, pues: ¿Es eso Júpiter? ¿Dónde está la Cruz del Sur?
—La Cruz del Sur debe de estar tras aquel grupo de nubes, creo. En todo caso, no se necesita para la navegación.
—¿No la necesita ni siquiera el señor Benét, con su nuevo método?
—No me lo recuerdes. Me da…
—¿Te da qué?
—No importa.
—No es digno de ti sentir celos.
—¿Celos? ¿Cómo puedo sentir celos de un saltimbanqui? No creo… no creo merecerme eso, Edmund.
—Perdona.
Asintió, pero se quedó callado y se adelantó a mirar la brújula. Contemplé cómo se alejaba el banco de nubes, pero seguía sin poder identificar la Cruz del Sur, aunque Charles me la había señalado en otras ocasiones. Es una constelación insignificante cuando se encuentra.
Regresó Charles.
—Perdóname tú también, Edmund. Me siento hundido y no veo cómo levantarme.
—Te voy a decir una cosa, amigo mío. ¡Necesitas una dosis de la medicina más rara que hay! ¡Una dosis de los Prettiman!
—Sin duda son muy ingeniosos. Yo no tengo mucho sentido del humor.
—¡Bah, tú! Te sacarían de tu abatimiento por pura expansión. Antes de saber lo que hacías, estarías hablando de cosas tan elevadas que hacen que uno se olvide totalmente de sí mismo y de sus pequeños asuntos.
—¿Es lo que te ha pasado a ti?
—Mientras estoy con ellos. ¡Claro que nadie —salvo él— puede aspirar a vivir con ese entusiasmo, esa elevación, esa intensidad!
—¿Entonces de qué vale?
—¡Prueba aunque sólo sea una dosis!
—No, gracias. Ya vimos el resultado de aquella medicina, de aquella combinación en Spithead y Nore.
—¡Pero él no es así! Tiene algo, algo que incluso yo, un animal político compuesto a partes iguales de ambición y de sentido común, mientras estoy con él…
Charles bajó la voz.
—¿Sabes lo que estás diciendo? ¿Sabes dónde estás? ¡Es una locura! No puedes hacerte amigo de un jacobino, de un ateo…
—¡Eso último, no!
—Celebro saberlo.
—¡No pareces celebrarlo mucho!
—Ah, sí. O sea, que existe un límite a su infamia.
—¡Eso no es justo!
—No comprendes. He pasado mi vida en barcos y en ellos pasaré el resto de ella si tengo suerte. Éste es el primer barco en el que he navegado cargado de emigrantes y de pasajeros.
—«Cerdos», decís vosotros.
—Él ha recibido su adulación. Ha sido listo y no ha dicho nada que pudiera interpretarse como una invitación a…
—¿A qué, por el amor de Dios?
Murmuró:
—No pienso pronunciar esa palabra.
—¡Me exasperas!
Charles se dio la vuelta y subió la escala de popa. Me quedé donde estaba, irritado y dolido por aquella repentina distancia entre nosotros. Vi a Charles atrás, en el castillo de popa. Se aferraba a la regala con ambas manos y contemplaba nuestra estela, por encima de la cual la luna menguante brillaba con una luz intermitente. Se largó la corredera y el marinero comunicó los datos a Charles, no a mí. Intercambiaron unas breves palabras. El marinero bajó la escala, fue a la borda de través, levantó la lona y trazó el número siete. Era una repetición de aquel desdén —expresado en comportamiento de lobos de mar— al que me habían sometido Benét y Anderson.
De manera que así estábamos, Charles inclinado sobre la regala, yo mirando en la otra dirección y apoyado en la barandilla de proa de la toldilla. Había mucho que contemplar, con el movimiento del barco, el viento que se elevaba, la aglomeración de velas en nuestros tres mástiles, todo un mundo de luz marfileña… de marfil viejo. ¡Siete nudos hacia el este! Era imposible permanecer de mal humor. Me di la vuelta, subí las escalas y me quedé detrás de Charles. Hablé con el tono más despreocupado que pude.
—¿Entonces me despides?
Para mi sorpresa, no respondió con el mismo tono ni con voz airada, sino que se puso la cabeza entre las manos y habló con un tono de extraordinario pesar.
—No. No.
—Tienes que comprender que él no habla así. ¡Pero si ha estado hablando, si es que lo he entendido bien, de un fuego divino que arde allí y también aquí abajo en las entrañas!
Charles levantó la cabeza de golpe.
—¿Aquí abajo?
—Bueno… es una metáfora.
—Las planchas siguen calientes. Hay un incendio aquí abajo…
—¡No, no, no! Me has entendido mal. No lo has entendido.
—Parece que entiendo mal a todo el mundo. Benét es el favorito. Anderson me habla como si yo fuera un guardiamarina. Ahora tú te pones en peligro. ¿No lo entiendes? Empiezo a comprender lo extraño que es un barco. ¡Se ha ahorcado a gente…!
—¡Por el amor del cielo, Charles! ¡Ánimo! Dios mío, avanzamos siete nudos hacia el este, tenemos velas en los tres mástiles, tu atortolamiento nos mantiene a flote, ¡todo va bien, amigo mío!
—Me siento confuso. No comprendo lo que pasa. Creo que estás en peligro.
—¡No te portes como una vieja! No corro ningún peligro. Hablo de cuestiones filosóficas con otro caballero y jamás soñaría en meter a vulgares marineros en consideraciones de ese tipo.
—¿Me permites que te dé las gracias en nombre de todos los vulgares marineros como yo?
—¡Otro desplante! ¿Qué te pasa? ¡No seas susceptible! Anímate, hombre. Mira, ya aparece la aurora hacia el este, allá a proa…
Soltó una carcajada.
—¡Y eso lo dice el que quería convertirse en el perfecto conocedor de las cosas marinas!
—¿A qué te refieres?
—¿La aurora a esta hora?
—Bueno, allá… no; ha desaparecido; la han tapado las nubes. ¡Pero te digo Charles que vamos hacia el este a siete nudos y hacia la luz! ¡Eso debería animar a cualquier marino, vulgar o no, terco!
—¡La aurora!
—Ahí, un poco a estribor: un punto por la amura de estribor…
Se dio la vuelta de repente para mirar hacia donde señalaba yo.
—Tienes que verlo claramente, Charles, ¿qué te pasa? No es un fantasma: mira allá y allá… ¡ahora se ve más claro!
Se quedó callado un momento mientras me asía cada vez más fuerte del brazo.
—¡Que Dios nos ayude!
—Pero, ¿qué pasa?
—¡Es hielo!