(16)

Salí del camarote de la señora Prettiman y cerré la puerta a mis espaldas, sin volverme a mirarla. Me quedé unos momentos en el tambaleante vestíbulo y reflexioné. Había pretendido ser en todo momento digno y severo con ella… ¡Pero así son las cosas!

Recordé la carta que me había dado aquel hombre cuando pensaba que estaba a punto de morir. ¿No desearía recuperarla ahora que iba mejorando? Pero en mi traje de faena no tenía bolsillos en los que llevar la carta sin arrugarla, y no deseaba llevarla abiertamente en la mano. Podría mirar ella, verla y hacer preguntas que pondrían en marcha una serie interminable de complicaciones y confusiones. En consecuencia, abrí la puerta del señor Prettiman tan silenciosamente como había cerrado la de ella, aunque se produjo un golpeteo sibilante del otro lado de la pared cuando una lengua del agua que nos cercaba golpeó en la quilla y cerró la puerta de golpe detrás de mí. Como ya he dicho, seguía yacente de proa a popa, tal como lo habíamos dejado. Avancé cautelosamente y me senté en la silla de lona a su lado. Ya no había un bulto que le levantara la ropa de cama a la altura de la cintura. También habían desaparecido las mantas. No estaba cubierto más que por una sábana de algodón y un chal tejido. El aire no era precisamente tonificante. ¡Tal adjetivo estaría fuera de lugar en el cuarto de un enfermo! Pero al verlo tan poco tapado adquirí una conciencia repentina del otro cambio producido en nuestras circunstancias. Podíamos seguir teniendo agua en torno a los pies y los tobillos, podía haber condensación que después bajaba por las paredes, por las mamparas, ¡pero por fin nos estábamos acercando, si es que no habíamos llegado ya, a la primavera del sur! ¡De continuar así, pensé, nos íbamos a encontrar nuevamente aparejados para la «calma chicha»!

El señor Prettiman tenía cerrados los ojos y respiraba con calma. Seguía demacrado y con profundas arrugas, pero ahora en aquellas mejillas hundidas se veía una débil huella de color cuando antes no había más que sombras. Tenía las manos fuera de la sábana, una de ellas sobre un libro abierto. Me incliné hacia adelante por natural curiosidad, pero debí de molestarlo en algo. Volvió la cabeza en la almohada y se le modificó la respiración, que se hizo más difícil. Me quedé inmóvil cual una estatua, por temor a haberlo vuelto a hacer daño. Pero después regularizó la respiración, retiró la mano del libro y se levantó una de las páginas, de forma que pude ver de qué se trataba.

—¡Dios mío! ¡Píndaro!

Abrió los ojos y giró la cabeza.

—Usted. El joven Talbot.

—La señora Prettiman dijo que a su juicio no importaría a usted que viniera a tomar asiento junto a su litera hasta que se despertara usted, señor mío.

—Tenía que moverse, ¿verdad? ¿Tenía que hablar? ¿Tenía que despertarme?

—¡No, señor Prettiman! Lo dije… involuntariamente.

Apareció la huella de una sonrisa.

—¿Y qué suponía usted que quería decir yo? Pero no importa. Dijo usted «Píndaro».

—Sí, señor. Ahí junto a su mano.

—Cuando hay que yacer de espaldas, sólo el hecho de sostener un libro se convierte en una prueba. Estaba mirando una cita y me adormilé. Es algo que hay en la sexta olímpica. Dice: «φύονται δέ και νέοις έν άνδρασιν πολιαί…»

Reconocí las palabras.

—«Nacen canas incluso entre los jóvenes» y sigue diciendo: «acá y acullá, antes de la edad que les corresponde». Pero no es la sexta. Es la cuarta, justo al final. ¿Me permite…? ¡Ahí!

—¡Usted lo sabe!

—Bueno, señor mío todos lo estamos pasando bastante mal, ¿no? Supongo que también yo podría encontrar una cana o dos si buscara.

—¡No me refiero a eso, muchacho! ¡Griego! Ha seguido usted estudiándolo… ¿por qué?

—Es que me gustaba, señor mío, supongo. Lo leo de vez en cuando.

—Un muchacho de su edad que sigue sabiendo griego puede ser totalmente torpe, quizá tonto, pero con algún atisbo de una visión más amplia.

—¡No soy precisamente un muchacho, señor Prettiman!

—¡Tampoco es usted precisamente un hombre maduro! No me responda. Debo presentarle mis excusas por no mirarlo a los ojos todo el tiempo, pero tengo que yacer de espaldas, usted comprende. Es la pierna. Supongo que tendré que cojear durante toda mi vida. ¿Cómo se puede viajar así? Supongo que los cirujanos me entablillarán. ¿Cree usted que podré montar a caballo?

—No puedo decirle.

—A lo mejor puedo montar a lo amazona. La señora Prettiman montaría a horcajadas, claro, con sus calzones —se le inició una risa en el pecho que nunca llegó a la superficie, salvo para sacudirla una o dos veces—. «Aquí llegan los Prettiman», dirán. «¿Cuál es cuál?»

—He venido a decirle, señor mío, que deseo felicitarlo por su mejoría y presentar excusas por mi participación en ella.

Ahora sí que se rió, con una larga carcajada. Se le saltaron las lágrimas.

—«¡Presentar excusas por mi participación en ella!» ¡Ay, la cadera!

—Comprendo lo que dice usted, señor mío, y efectivamente resulta divertido… o eso pensaría yo de no haberlo dicho yo mismo. Pero lamento sinceramente el horrible dolor que le causé.

—Desde luego, me dio usted un buen golpe, Talbot. Pero sin él, seguiría estando muy mal. El que le metan a uno de golpe el fémur en el tronco no resulta muy divertido, se lo aseguro. Bien. De forma que sabe usted más griego que el que le obligaron a aprender. Latín, naturalmente. Pero no hablemos del latín. Es un idioma para sargentos. Entonces, ¿por qué lee usted en griego? ¡Vamos!

—No lo sé. Quizá por entretenerme. No, no es eso. Glauco y Diomedes…

—¿Por esnobismo intelectual? ¿Por saber más que los demás? ¿Por pertenecer a una élite?

—Sí, hasta cierto punto. ¡Pero también hay otras cosas, como sabe usted muy bien!

—¿Ambiciona usted llegar a obispo?

—No, señor. Pero no se preocupe usted por mí, señor Prettiman. Ya le he dicho cuán sinceramente lamento el dolor que le causé. Y ahora me marcho.

¡Dios mío, yo estaba hablando exactamente igual que el cura Colley! Pero el enfermo hacía unos movimientos nerviosos de negación con la mano derecha.

—¡No se vaya!

—Creo que no soy un interlocutor adecuado para usted, caballero, de forma…

—¡Mi querido señor Talbot! ¿Le gusta a usted que lo llame así? Si llevara usted días obligado a contemplar un techo pintado de blanco a sólo dieciocho pulgadas de la cabeza, no sé como lo llaman los marineros…

—Los lobos de mar, señor mío, lo llamarían «el entarimado de cubierta». ¡Debo decir que me siento halagado de que se me considere algo más interesante que unas tablas pintadas de blanco!

—Sus opiniones me interesan mucho. Algunas de ellas se me han comunicado, mientras que otras debo confesar las he oído involuntariamente, ¡pues ya sabe usted que tiende a hablar con una voz muy alta, por no decir autoritaria!

—Como evidentemente…

—¡Le he dicho que no se vaya!

—¡Eso sí que ha sido autoritario!

—Efectivamente. Tenemos que ser amables el uno con el otro. Vuélvase a sentar, ¡por favor! Eso es. Bien. ¿Para qué hace usted el viaje?

—Hace unos meses habría dicho que era a fin de prepararme para ocupar un puesto de responsabilidad en el gobierno de mi país. Ahora mis ambiciones han cambiado algo.

—Desde que el Alcyone llegó a la deriva con sus damas… ¡Bueno, siéntese! ¿Cree usted que algo así se puede mantener en secreto? ¡El matrimonio es una declaración pública! ¡Yo debería saberlo!

—No puedo sino desear que efectivamente hubiera sido una cuestión de matrimonio… pero no creo que nuestras circunstancias sean las mismas.

—¡Desde luego, espero que no! La alianza considerada de dos personas consagradas a mejorar la condición humana no se debe comparar a la ligera con…

—«¡Ay de quien enseña a las llamas a arder!»

—Inició usted su viaje con la objetividad de la ignorancia y lo termina con la subjetividad del conocimiento, el dolor, la esperanza de indulgencia…

—Y usted, señor mío, lo inició con la intención confesada de provocar la agitación, de perturbar esta sociedad de las antípodas creada únicamente para su propia mejora. ¡Es un noble gesto que brinda libertad y rehabilitación incluso a los elementos criminales de nuestra propia sociedad!

—¿Conoce usted «nuestra propia sociedad»?

—¡He vivido en ella!

—Escuela, universidad. Casa de campo. ¿Ha visitado usted alguna vez un barrio bajo?

—¡Dios mío, no!

Las casas de los jornaleros en las fincas de su padre. ¿Duermen los jornaleros en camas?

—Están acostumbrados al suelo. Les agrada. ¡No sabrían qué hacer con una cama, con las cuatro patas y todo eso!

—No sabe usted nada.

—Evidentemente, señor Prettiman, posee usted la verdad universal. ¡A algunos no nos resulta tan fácil hallarla!

—Algunos no intentamos encontrarla.

—El orden establecido…

—¡Es perverso!

Lo dijo con una especie de grito que lo dejó convulso. Lo sucedió… lo apagó uno de aquellos gritos espantosos que tanto me habían desconcertado. El cuerpo que antes se había agitado bajo la ropa se estremecía ahora como en un extremo de pasión, pero era de dolor. Había vuelto a palidecer. Le corría el sudor mientras rechinaba los dientes. Se abrió la puerta y entró corriendo la señora Prettiman. Miró rápidamente de él hacia mí. Después le sacó un gran pañuelo de debajo de la almohada y le enjugó la cara. Le murmuró algo. No entendí más que la palabra «Aloysius» y la palabra «calma». Pareció que le empezaba a remitir el dolor. Estaba volviendo a levantarme de la silla para retirarme de aquella escena privada, cuando él sacó la mano y me agarró de la muñeca con firmeza.

—Quédese, Talbot. Letty, aquí tenemos un espécimen. ¿Qué dices? ¿Probamos a ver si se puede hacer algo con él?

La palabra «espécimen» tenía una connotación médica exacta, que yo supiera. Pero, para mi sorpresa, el señor Prettiman siguió agarrándome de la muñeca, en lugar de dejarme salir. En cambio, la señora Prettiman —y ahora advertí que llevaba los cabellos correctamente cubiertos y ocultos— no dijo nada, sino que asintió solemne y después se retiró. Temí que estuvieran a punto de obligarme a hacer alguna de esas desagradables cosas médicas, pero el enfermo se limitó a continuar nuestra conversación de antes.

—¿Entonces, qué es lo que conoce, señor Talbot?

Reflexioné.

—Conozco el miedo. Conozco una amistad que cambiaría una armadura de oro por otra de bronce. Sobre todo, conozco el amor.

—¿Ah, sí? ¿No se estará usted pavoneando? ¿No estará usted presumiendo? ¿No estará usted persiguiendo sus propios intereses?

—Quizá, pero sin él no sería más que un cuerpo insensible. Y, mucho antes que San Pablo, ¿no afirmó Platón que podemos ascender de un amor al otro?

—¡Bien dicho, muchacho! ¡Muy bien dicho! Encima de la cama tengo un libro. Creo que es el tercero. Por favor, bájelo. Gracias. ¿Querría usted leerme?

—Está en francés.

—¡No hable usted despectivamente de un idioma sólo porque conozca usted otro superior!

—Si le he de decir la verdad, mi padrino me hizo leer tanto a Racine que logró que me desagradara toda la literatura francesa.

—Esta obra es de un maestro que podría compararse con cualquiera de los clásicos, salvo los más grandes.

—Muy bien, señor mío. ¿Qué quiere usted que lea?

Y así, moviéndonos entre cabeceos y guiñadas, en medio de los chirridos del maderamen y el rugido del viento, me hallé, mientras íbamos avanzando hacia la costa desconocida, sentado junto al lecho de un hombre igual de desconocido y de extraño, y leyendo en voz alta, con un acento que parecía satisfacer al señor Prettiman, aunque poco se parecía al señor Benét, el Candide de Voltaire. Me había dicho, y ahora veo que era inevitable, que le leyera los pasajes relativos a Eldorado. Mientras leía, empezó a percibirse en el señor Prettiman un cambio asombroso. Asentía de vez en cuando, movía los labios, y sus ojos, como si no se limitaran a recibir la luz, sino que pudieran modificarla, parecían brillar como una fuente interna de luz propia. Se le iluminó la cara, parecía murmurar palabras, pero no las pronunciaba, por la atención con que escuchaba. Cuando le leí las palabras del bon vieillard: «no rezamos a Dios, él nos da lo que necesitamos, le estamos eternamente agradecidos, ¡no necesitamos sacerdotes, todos somos sacerdotes!», me interrumpió al fin y exclamó:

—¡Sí, sí, eso es!

Ahora me tocaba a mí interrumpir.

—¡Pero, señor Prettiman! Esto no es más que una ampliación de lo que dice Píndaro: lo de las islas Afortunadas; lo tiene usted ahí mismo, bajo la mano, ¡permítame!

Tomé el libro, encontré el lugar y se lo leí: «άπονέστερον έσλοί δέκονται βιοτον, ού χθόνα ταρασσοντες έν χερός άκμφ…», etc.

Cuando terminé, recuperó el libro, contempló el texto sonriendo y murmuró una traducción:

—«Reciben una vida fácil, sin perturbar la tierra con sus manos robustas ni agitar el agua salada para arrancar magro sustento…»

—¡Y el resto, señor mío! ¡Se regocijan ante la presencia de los dioses! Está la torre de Cronos; las brisas del mar, las flores doradas que resplandecen…

—Sí, sí, lo recuerdo. Podría decirle a usted, Edmund, que tuve que aprenderlo todo de memoria por obligación y ni siquiera aquello bastó para estropearlo. Ha sido… muy perceptivo por su parte compararlo con Eldorado. Ha leído usted mucho, muchacho… ¡y además lee muy bien!, pero no olvide usted la diferencia entre Píndaro y Voltaire. Píndaro habla de un país mitológico…

—¡Y también Voltaire, sin duda!

—¡No, no! ¡Bueno, no me cabe duda de que, hablando literalmente, Sudamérica era muy diferente del país que descubrió Candide! ¿Cómo podría ser de otro modo en un país devastado por la Iglesia Católica Romana?

—No habían llegado allí.

—Pero sí que había un Eldorado y lo volverá a haber.

—Se está excitando usted demasiado, señor mío. ¿Quiere que…?

—Para eso es este viaje, compréndalo. ¿Lo entiende? ¿Cómo voy a…? Estoy inválido. No será para mí, para mí no. Yo quizá llegue a ver la tierra prometida, ver una de las distantes cumbres de Eldorado, ¡pero el país en sí será para otros!

—¿Y de eso se trata este viaje?

—¿Qué si no? Habríamos ido con una caravana de presos liberados, con nuestra imprenta, inmigrantes de buena voluntad, mujeres presas o pobres jóvenes que siguen a sus hombres ignorantes…

—Está usted febril, caballero. Voy a llamar a la señora Prettiman.

—Quédese.

Permaneció en silencio un rato. Yacía callado y después habló con la cabeza sobre la almohada y los ojos cerrados.

—Parece que voy a… sobrevivir si sobrevive el barco. Cierto documento que le confié…

—Me lo estaba preguntando, señor mío. ¿Quiere que se lo traiga?

—Espere. ¿Por qué trata usted siempre de adelantarse a las cosas? Estoy obligado a seguir en cama. La señora Prettiman está consagrada a mi cuidado. No se le debe perturbar con la visión de tal misiva, no debe siquiera saber que la confié a sus manos.

—Naturalmente, señor mío.

—O sea, que no la traiga usted al camarote. Tírela al mar.

—Si eso es lo que usted desea, señor mío.

—Le repito que espere. Esto me resulta… difícil. Debe usted saber, Edmund, que la dama es como la tierra a la que nos acercamos.

—¿Dice usted?

—¡Dios mío! ¿No tiene usted cabeza, muchacho? ¡Inmaculada, señor mío!

—¡Ah, eso! Yo… celebro saberlo, señor mío. Naturalmente…

Me interrumpió, contemplándome con aquella ira que tan rápidamente le llegaba al corazón y a la boca.

—¿Lo celebra? ¿Lo celebra? ¿Por qué lo «celebra»? ¡Y nada de «naturalmente», señor mío! De no haber tenido yo la mala suerte de dislocarme la cadera, ahora la dama no sería inmaculada… es decir…

—Ya entiendo, señor mío. No necesita decir más. Lo haré inmediatamente y con la mejor voluntad…

—Sin prisas, con naturalidad, muchacho… Debería decir hombre, ¿no?

—Espero que sí, señor mío. Pero sería mejor que me llamara Edmund y de tú.

—No podemos hacer que un joven vaya corriendo por el vestíbulo, blandiendo un papel en el aire como si fuera, como si fuera…

—¿El teniente Benét? Seré discreto.

—Y, Edmund: lees muy bien.

—¡Gracias, señor mío!

—También la señora Prettiman. Pero, naturalmente, no sabe griego. Es demasiado para el cerebro de una mujer.

—Lo dudo en el caso de la señora Prettiman, señor mío. ¡Ha habido algunas damas…! Pero lo entiendo. Celebraré mucho, incluso me sentiré halagado de leerle a usted en su lecho del dolor. Y ahora, si me permite…

—Siempre que desees volver… si no estoy durmiendo…

Me marché con toda una serie de sensaciones encontradas de las cuales la mayor, por extraño que parezca, era la alegría. Era una sensación que a partir de aquel día relacionaría con él y con ella. Cuando me volví a acordar de la señorita Chumley —¡la jovencita más adorable y de más sentido común!— lo único que pensé es que ella habría estado de acuerdo conmigo en que eran agradables aunque estuvieran equivocados, mientras que yo…

¿Qué voy a decir? Por muchas tonterías que dijera el señor Prettiman —y nunca me he convencido del todo de que fueran tonterías—, quien las escuchaba se marchaba con una sensación de bienestar, de ilustración, de sentir que , que era verdad, que el universo era algo grande y glorioso y que aquellas aventuras del cuerpo y del cerebro eran la mayor de las cosas… ¡sensación que iba desapareciendo naturalmente, desde luego, cuando otras consideraciones las superaban y las ocultaban!

Y así, pues, empezó la que fue para mí la aventura más extraña de nuestra larga travesía. Todavía renqueantes, pero con un tiempo que no parecía pasar nunca del nivel de una ventolina favorable, seguíamos corriendo hacia el este, hacia nuestro objetivo, y la vida seguía irradiada por el carácter de ambos, pues a veces ella traía su propia silla de lona y se sentaba a mi lado mientras yo le leía a él. ¡Eran completamente distintos de toda la gente que había conocido yo antes! Él era como un viejo profesor, pero no tenía nada de risible, salvo su capacidad para la cólera explosiva. Aparte de aquello, su mente recorría con agilidad el universo del espacio y el tiempo, al igual que el otro universo de los libros. ¡Y ella seguía su orientación, pero no tenía empacho a la hora de diferir de él y a veces nos llevaba hacia donde no se nos había ocurrido ir! La Corona, el principio de los honores hereditarios, los peligros de la democracia, el cristianismo, la familia, la guerra… ¡De hecho, había ocasiones en que me parecía que me había despojado de toda mi educación, igual que podría uno irse despojando de su armadura y quedar desnudo, indefenso, pero libre!

Después, tras una siesta al atardecer, pasaba la guardia de media con Charles, le llevaba ideas y las sometía a la prueba de su absoluta integridad. ¡Me encontré con que yo nunca había examinado una idea antes de entonces! ¡Haber leído a Platón y no haber sometido a prueba una sola idea! Parece imposible, pero no lo es, pues yo lo había hecho.