Al capitán Anderson y sus oficiales les llevó aquel día que estaba amaneciendo, y el siguiente también, restablecer algo de orden y de rutina en el navío. Para empezar, la eliminación de aquella película omnipresente de aceite exigía el esfuerzo de toda la tripulación, el de los soldados y el de los emigrantes.
Estaba en todas partes, subía incluso quince pies por el palo mayor, o por lo menos eso nos dijo Bates. En el vestíbulo llegaba a una altura de tres pies por las mamparas y las puertas, por las cuales había logrado penetrar algo en los camarotes. La mera necesidad hacía que el pánico general de la marinería, que había llegado a casi hacernos ahogar, quedara olvidado, aunque estoy seguro de que el capitán estaba rabioso ante la situación con la que se encontraba. Desde luego, abandonar los puestos asignados era un delito que se debería haber castigado con la mayor severidad. No lo digo indignado, sino con un sentido frío de lo que otro barco podría esperar de su tripulación con un ejemplo tal. Repito, no cabe duda de que hubo hombres que abandonaron sus puestos y trataron de esconderse del mar. Como había dicho Charles una vez, «los hombres, igual que los cables, tienen su punto de ruptura». La tripulación había cometido el delito más grave de todos los posibles entre la marinería, salvo el motín.
Pero, ¿qué hacer al respecto? Una minoría, incluso una minoría que posea la autoridad natural del mando, no puede garantizar la obediencia en cuanto a hacer que el cuerpo político se autoimponga un castigo. Nadie podría negar que se habían visto sometidos a duras pruebas. Además del mal tiempo, aquella travesía nuestra tan larga llevaba aparejado que escaseara la comida y que casi no hubiera qué beber. Nos quedaba poco combustible, de manera que el agua caliente era un lujo que ya no estaba ni siquiera a disposición de las damas. El barco se balanceaba. El bombeo, pese a no ser tan constante como en los peores momentos, era una dura prueba para hombres que se estaban debilitando a fuerza de pasar tanto tiempo a la intemperie, de tanto trabajo y de tener una nutrición insuficiente.
Sin embargo, se hizo lo necesario. El barco se frotó, se raspó, se limpió y se secó hasta que por lo menos alguien que tuviera el sentido del equilibrio propio de un marinero pudiera mantenerse en pie. Las velas que se podían arreglar se remendaron, y las otras se izaron. Faltara lo que faltase en aquel barco, estaba bien provisto de cuerdas y de lona. Se pescó mucho durante aquel tiempo algo mejor por el que atravesamos, aunque a mí no me tocó nada de lo que se capturó. Parece que a los peces no les agradan los anzuelos lanzados desde un barco grande. ¡Quizá hubiera llegado a las tribus escamosas algún rumor sobre ese pez, el más raro de todos, el Hombre! Sin embargo, sí que veíamos ballenas con bastante frecuencia, y se dijo que el señor Benét había sugerido varias formas de matarlas. Los tripulantes, aunque entre ellos estaban representados muchos oficios y especialidades, no sintieron muchos deseos de hacerle caso, especialmente después de oír su loca idea de un arpón con una carga explosiva de pólvora.
Mi propia sugerencia de utilizar nuestros cañones pesados y disparar, en la medida de lo posible, una andanada contra los monstruos tampoco tuvo mucho éxito. En consecuencia, nos conformamos con nuestras raciones mínimas y nos sentimos consolados únicamente por la idea —por el hecho— de que seguíamos avanzando. El trinquete había atravesado triunfalmente la más grave de las pruebas posibles. Cuando el viento ligero era suficiente al largo, no sólo poníamos los foques, sino también las arrastraderas, grandes superficies triangulares de lona estiradas entre los mástiles, en lugar de sobre ellos. Creo que durante varios días nunca avanzamos a menos de seis nudos.
¡El lector que no sea marinero debe aceptar mis excusas por estas prolongadas recaídas en el relato detallado de la capacidad y la destreza de esos hombres! La verdad es que pierdo constantemente de vista lo que trato de expresar. Cuando la vida depende de ello, no hay placer como el ir avanzando hacia la meta, como la forma en que el agua se hiende ante la proa y las velas se hinchan, como el movimiento diurno y nocturno de una masa de maderamen inteligentemente montada que debe de llegar a cerca de las dos mil toneladas. Los propios marineros andaban con paso más animado y respondían más rápido a las órdenes. Todo el mundo parecía estar contento, incluso los oficiales… salvo quizá Charles. ¡He de decir que éste se aferraba a la idea de que había una chispa que iba adentrándose en la carlinga bajo el trinquete! Durante otra de aquellas guardias de media que tanto me agradaban, se lo reproché.
—Confiésalo, Charles. El mástil está a salvo. ¡Sigues empeñado en la idea de que después de todo el señor Benét puede haberse equivocado!
—No puede tener razón siempre. Nadie puede tenerla. Dado que se ha equivocado en el método que ha propuesto para averiguar nuestra longitud…
—¿Equivocado?
—La teoría es correcta; pero, ¿comprendes tú la dificultad, la cuasi imposibilidad de medir la separación angular de dos cuerpos celestes… uno de los cuales por lo menos cambia de forma a cada momento?
—He pedido al navegante mayor que me explicara el método del señor Benét, pero no ha querido.
—Se trata de una cuestión de paralajes y demás. Parece que intervienen la luna, el sol, los planetas, e incluso las lunas de los planetas; una telaraña de mediciones. ¡Ese tipo es brillante, pero está loco!
—Pero antes ha tenido razón. Charles, te ruego que no permitas que tu desagrado por él te ciegue a sus méritos. ¡No puedo soportar que te rebajes! Perdón… ahora soy yo el que está sermoneando.
—Puedes seguir. Mi objeción al método del señor Benét para averiguar nuestra latitud sin referencia a los cronómetros se basa en la razón, no en el desagrado. Si las mentalidades más eruditas e intelectuales de nuestro país han abandonado ese método, es porque el método no es exacto. ¿Está loco él o lo estoy yo?
—Tú no, te lo ruego… ¡tú eres nuestro puntal y nuestro pilar en todo lo que respecta al sentido común bien informado!
—Bien. Tenemos un corredor que mide como mínimo cien millas de ancho entre las pocas islas de este océano. El saber la latitud basta para mantenernos a salvo entre ellas. No podemos haber llegado todavía lo bastante lejos para correr el peligro de superar nuestro objetivo antes de verlo. Cada cosa a su tiempo.
El señor Prettiman ya no gritaba ni rugía cuando el barco cabeceaba. Mi sencillo plan de «ponerlo de popa a proa» parecía haber tenido éxito. Quizá se estuviera muriendo, pero en paz. Yo había tratado de eludir a la señora Prettiman desde la vez en que ella —¡ay, lo sentía de forma demasiado profunda para hablar de aquello en el lenguaje de los lobos de mar!—, en que ella había pronunciado lo que opinaba de mí en el tono comedido de un magistrado. Una vez fue al salón cuando estaba yo allí, pero se marchó antes de que tuviera yo ni siquiera tiempo para ponerme en pie. Una vez la vi corriendo cuesta abajo debido a un cabeceo del barco, y cuando vi que llegaba a salvo a la barandilla entre las puertas de los camarotes, desvié la vista y seguí adelante. Seguía con su «ropa de faena» y yo no podía por menos de aplaudir su decisión. Una vez que se ha acostumbrado uno a una visión que al principio resulta escandalosa, hay poco que lo pueda desconcertar ante el espectáculo de una dama que lleva «calzones». De hecho, si se tienen en cuenta las posibles incomodidades y revelaciones que el atavío correcto de una dama en tierra podría provocar en un barco que cabecea, guiña y se balancea, los calzones, o una forma adecuada de ellos para las damas, podrían resultar más adecuados que las faldas. Lo que es más, sin duda son más seguros, dado que las damas ya no tienen que oponer la corrección, y no digamos la decencia, a la seguridad, y preferir la muerte a la inmodestia, como aquella niña del cuento francés.
En todo caso, estaba destinado a volver a enfrentarme con ella y en circunstancias que más recordaban, aunque ella estaba consagrada al enfermo, a una comedia. Había estado yo paseando, o más bien tambaleándome, por el combés, pues ahora el tiempo parecía tan bueno que, cuando era posible, había cesado de hacer uso de las barloas de seguridad. A veces, la cubierta oscura y empapada estaba bañada en el blanco sucio de la sal bajo la cual el viejo maderamen mostraba astillas enmohecidas y acá y acullá la estopa entre la brea de las costuras, como si fueran cabellos. No era, cabría pensar, un lugar en el cual la mente humana pudiera contemplar otra cosa que su final definitivo. Pero, en la medida en que lo pudiera ver yo, nadie lo hacía. Nos habíamos acostumbrado al peligro; a algunos de nosotros ya nos era indiferente; algunos —por ejemplo, Bowles— se hallaban en un estado de pavor permanente, otros nos sentíamos endurecidos por él y otros consideraban que era una fuente de diversión, como el joven señor Taylor, que cantaba, silbaba y reía de una forma que los más reflexivos de nosotros, como yo mismo, considerábamos positivamente demencial. Uno, por lo menos, parecía estar por encima de asuntos tan triviales como la muerte. Era el señor Benét. Una vez que volvía yo de intercambiar unas palabras con el señor East en el frontón del castillo de proa vi que aquél salía de guardia y bajaba la escala de la toldilla. Llevaba en la mano un papel, tenía los ojos muy abiertos, mirando mucho más allá de nuestro mundillo sucio, y le iluminaba la cara una sonrisa de éxtasis. No me hizo caso cuando me acerqué a él, y siguió a toda prisa hacia el vestíbulo. Como, en la medida en que sabíamos todos, el trinquete estaba asegurado, pensé que había dedicado su atención a otra locura, a aquel plan demencial de hallar nuestra posición sin emplear un cronómetro. Era un plan que me pareció perfectamente posible comprender y corrí tras él. Llegué a la puerta del vestíbulo justo cuando él acababa de llamar a la puerta de la señora Prettiman y evidentemente había recibido respuesta, pues abrió la puerta de par en par, entró en el camarote y ¡cerró la puerta tras él! Aquello era demasiado. Si a él no le importaba la reputación de la dama, ¡a mí sí! Aunque de momento estábamos «cuesta arriba», yo me hallaba a tres cuartos del camino a la puerta y mi ira me hizo tan descuidado que un corcoveo de la nave me tiró boca abajo en la cubierta resbaladiza. Creo que quedé atontado un momento, pues no había hecho más que ponerme de rodillas cuando se abrió la puerta del camarote de la dama y, con un claro restallido de sus prendas enceradas, salió Benét trastabillando. Ya no llevaba papeles en la mano. La puerta se cerró de golpe tras él. La ondulación siguiente a la que me había hecho caer lo envió volando cuesta abajo, de forma nada marinera, al otro lado del vestíbulo. Ya no sonreía. Golpeó en el gran cilindro del palo mesana y quedó balanceándose por encima de mí. Después, cuidadosa y silenciosamente, bajó las escalas hacia la cámara de oficiales y desapareció.
¡Pero yo lo había visto! En la mejilla izquierda tenía unas huellas pálidas en la piel curtida, y durante los escasos momentos en que siguió estando visible, vi que aquellas huellas se convertían en la forma sonrosada de la mano de una dama.
Sin embargo, mi deber estaba claro. El señor Prettiman no se hallaba en condiciones de defender a la dama. Ese ofrecimiento debía proceder de mí. Fui a la puerta y llamé. Al cabo de unos momentos, no diré que la abrieron, sino que la abrieron de golpe.
¡La verdad es que aquella dama me intimidaba! ¿Sería su edad? No lo creo. Ahora estaba allí, contemplándome como si yo hubiera sido Benét. A medida que la travesía se iba prolongando durante casi un año, sus propios años se habían ido haciendo cada vez menos evidentes a ojos de un espectador casual. Es cierto que el sol y el viento le habían oscurecido la faz hasta imprimirle un tostado uniforme más apropiado para una campesina que para una dama de la rectoría. El cabello, que solía atarse con un pañuelo, en lugar del gorrito que antes consideraba adecuado para su condición, tenía la costumbre de escapársele, pues era abundante. Tendía a atraer irritantemente la mirada. Ahora le colgaba en torno al rostro y los hombros. Por lo demás estaba totalmente impecable.
No tuve tiempo para ofrecerle mis servicios. Tenía las mejillas bañadas con el color escarlata de la indignación, pese a las atenciones del sol.
—¿Es que todos los jóvenes de este barco se han vuelto absolutamente locos?
Abrí la boca para replicar cuando ambos nos vimos interrumpidos.
—¡Letitia!
Era el señor Prettiman, que llamaba desde su lecho del dolor, y que ahora repetía la llamada en un tono que no parecía el propio de un inválido.
—¡Letty!
La señora Prettiman cerró la puerta tras ella y abrió la del camarote de su marido. Habló por encima del hombro:
—Quédese, señor Talbot, por favor. Deseo hablar con usted.
Cerró la puerta tras ella. De manera que allí me quedé, e, igual que un escolar que no sabe si ha de ir a hacer un recado o va a verse castigado por algo malo, pero teme lo peor, y alarga la oreja para oír (si puede) una pista acerca de cuál va a ser su destino, pero no logra traducir los sonidos que le llegan tan débiles desde un mundo de adultos, tampoco podía yo lograrlo. Pues, sin duda, el primer sonido que oí fue el de una ¡risa! ¡Él… un moribundo! ¡Ella, su devota esposa! Yo…
Se abrió la puerta del camarote de él y salió ella. Le abrí la puerta de su camarote para que pasara. Entró y se quedó junto al lavabo de lona, contemplándose la mano derecha. Con una exclamación de desagrado agarró un pedazo de tela y se frotó la mano vigorosamente. Vio que la miraba, se detuvo y después se dejó caer en la silla de lona de una forma que, de haber sido ella una muchacha, yo habría calificado de melindrosa. Se atusó parte del pelo con la mano derecha, pero sin ningún éxito, pues le volvió a caer encima de los ojos.
—¡Cáspita!
Volvió a mirarme y tuvo la delicadeza de sonrojarse un poco.
—Ay, entre, señor Talbot. Tenga la bondad de dejar la puerta entreabierta. Hemos de actuar con decencia. No debemos manchar esa reputación de usted…
Supongo que se me había abierto la boca, pues pareció irritada.
—¡Siéntese en la litera, por el amor del cielo! No puedo quedarme mirando al techo todo el tiempo.
Hice lo que me ordenaba.
—Por favor, señora Prettiman, no deseaba más que brindarle mis servicios. Al considerar que el señor Prettiman estaba incapacitado por sus lesiones…
—¡Efectivamente, lo está!
—Por puro azar vi que el señor Benét importunaba a usted con sus atenciones…
—No diga usted nada más, señor mío.
—Le importunaba con sus ridículos versos…
La señora Prettiman suspiró.
—Eso es lo malo, señor Talbot. No son ridículos, salvo cuando se dirige a mí llamándome «Egeria». Es un joven de talento. El señor Prettiman y yo deseamos que se olvide este asunto. Sin embargo, me acuso en parte de él. Por lo general no soy persona irrazonable, pero que se dirijan a mí en esos términos, que me cojan la mano de ese modo, y que eso lo haga un hombre lo bastante joven para ser… para ser un hermano menor, señor Talbot.
—¡Se merece que le den de latigazos!
—Nada de violencia, señor mío. ¡De una vez por todas, no estoy dispuesta a tolerarla!
—Tendría que avergonzarse de…
—Yo me avergüenzo. No estoy acostumbrada a esos sentimientos. Celebro decir que no los he merecido nunca.
Abrí la boca para manifestar mi acuerdo… y volví a cerrarla. Continuó ella:
—Estos extraordinarios acontecimientos: este tiempo horrible… esa multitud de almas sencillas que van a rendir homenaje al señor Prettiman… el acto de usted, bien intencionado, pero torpe…
Hizo una pausa un momento.
—Le ruego continúe.
—¡Es que ya no se está muriendo! Desde que le golpeó usted en la pobre pierna rota, está bajándole la hinchazón. Quizá no pueda volver a andar. No está fuera de peligro. Pero el dolor se está haciendo soportable. ¿Cómo puedo sentirme avergonzada de que esté recuperándose? ¡Estoy encantada y avergonzada! ¡También él ha reconocido que, en algunos sentidos, si no fuera porque han cesado los dolores, también él se avergonzaría de ir mejorando! Él y yo, entienda usted: la situación nos ha hecho conscientes. Todo esto es absurdo, compréndalo usted. ¡Pero es verdad!
—¡Lo comprendo, claro que sí! ¡No se muere! Pues toda nuestra situación tiene un aire de comedia mágica. ¡El intelecto desdeña lo que el corazón sabe perfectamente! ¡Eso lo sé!
—¡Señor Talbot!, y eso lo dice usted a quien yo había considerado incapaz de…
—Sí, señora, totalmente. Pero, como dice usted, han ocurrido tantas cosas y, después de todo, el mundo está del revés, ¿no? ¡Todo está dado la vuelta!
—¡Eso son imaginaciones! Todos cambiamos. Es el peligro, supongo, que nos muestra a cada uno como es auténticamente; nuestro adusto capitán, el hombre adecuado para hacernos llegar a nuestro destino, este barco podrido que logra seguir a flote, y todos los planes cuidadosamente trazados por el señor Prettiman que se van al garete.
—¡Pero está mejorando!
—Es muy posible. Pero no logro concebir que jamás logre utilizar la pierna como antes. ¿Cómo va a ir a examinar la situación de los desterrados? ¿Cómo podrá soportar las dificultades de la exploración, de conducir a un grupo de delincuentes arrepentidos y de colonos al interior de ese continente en busca de su tierra prometida?
—Comprendo.
—¡Aloysius Prettiman, que iba a ser al mar del Sur lo que Tom Paine fue al Atlántico, cojo y con necesidad de ayuda cuando había esperado ser el líder!
Lo que se me ocurrió inmediatamente fue pensar «esto es una fantasía», pero no lo dije.
—¡Estoy seguro de que nuestro gobierno ayudará, señora!
Ella había estado mirando, por así decirlo, al otro lado de la amurada, como hacia un panorama remoto. Entonces se volvió hacia mí y me sonrió, me pareció que amargamente.
—¿A fundar la Ciudad Ideal? Señor mío, tiene usted una inocencia que resulta encantadora. ¡El señor Prettiman me ha revelado todas las conspiraciones y las maniobras del gobierno! Tenga usted la seguridad de que conocían sus intenciones antes incluso de que zarpáramos. Ahora no importa que sepa usted lo que quizá les hayamos ocultado, pero él… nosotros… llevamos una imprenta a bordo.
Pareció como si el aire en mi derredor, y especialmente en torno a las orejas, me ardiera, pero no supe qué decir. Pareció como si todo mi yo quedara repentinamente abierto para que lo inspeccionara ella. Volví a verme en aquel despacho de altos techos ante el enorme escritorio.
«A propósito, Talbot. Va usted a ir en el mismo barco que Prettiman con su imprenta. Esté usted atento.»
—¿Ha dicho usted algo, señor mío?
—Yo voy a formar parte, por pequeña que sea, de ese gobierno.
—¡Mi querido señor Talbot! ¡No estaba pensando en usted! Ahora creemos que tienen un espía a bordo.
—¡Un espía!
—Un agente del gobierno, si prefiere usted los eufemismos. De hecho —y en aquel momento miró primero por la puerta abierta y después se volvió otra vez hacia mí—, el señor Prettiman cree que el accidente que lo ha dejado inválido quizá no fuera un simple accidente.
—¡Eso es imposible!
—Acerque usted un poco la cabeza, señor mío. Voy a hablarle en voz baja. Cree que la mascarada del señor Bowles, fingiendo que es pasante de abogado, es transparente.
—¡Bowles!
—Es natural que se asombre usted. Bueno, así están las cosas. ¿Qué debemos hacer?
—Creo que deberían volver los dos a casa.
—¿Cree usted que únicamente en Inglaterra, en Europa, va a hallar los cuidados médicos que podrían devolverle un mínimo de movilidad? ¡No lo van a desviar de su propósito con tanta facilidad!
—De todos modos, es una buena noticia que esté mejorando. Volvamos al señor Benét. Si sigue molestándola, puede usted indicármelo. Cogeré sus versos y lo invitaré a…
—Ojalá fueran las cosas así de sencillas. Como he dicho, sus versos no son en absoluto ridículos. Éste concretamente, aunque me mencione a mí como su «Egeria», es pomposo, pero fluido y muy superior a lo que cabría esperar de un oficial de la Armada. Si se suma a sus dos invenciones, que según se dice han salvado nuestras vidas…
—Yo mencionaría en primer lugar el atortoramiento inventado por el teniente Summers. Ése, sobre todo, ha sido el agente principal de nuestra salvación. ¡Pero si incluso en la última tempestad logró mantener el barco sin desencuadernarse! Créame que el señor Summers…
Levantó la mano, sonriendo.
—Lo comprendo a usted. No necesita seguir. ¡Créame usted a mí que incluso en los momentos en que sus desconsideradas presunciones han sido más irritantes, ha seguido usted siendo tolerable por la evidente admiración que sentía por ese hombre tan digno!
Aquello fue como una bofetada. Pero, claro, pero como ya he dicho, la señora Prettiman sabía muy bien cómo aplicar los castigos. Me sentí irritado y debería haber dicho algo así como: «Para una dama que se dedica a las cópulas premaritales…», pero no lo hice. Mientras aquellas palabras me resonaban en la cabeza, me escuché utilizando otras.
—¿Le parece imposible dejarme leer los versos dirigidos a Egeria?
—Totalmente imposible. Se dirige a mí en términos tales que me hacen sonrojar.
Una vez más, las palabras que me vinieron a la cabeza quedaron desplazadas por otras:
—A lo mejor yo estaría más de acuerdo con los versos de lo que pudiera usted suponer, señora Prettiman.
¡Ah, aquello era intolerable! ¡Me contemplaba totalmente estupefacta!
—Desearía pedirle algo, señora. ¿Puedo ver al paciente?
—Creo que está dormido… eso espero. Como ya no nos queda láudano el sueño es algo precioso y difícil de hallar.
—Entraría en silencio y me quedaría a su lado hasta que se despertara.
Pareció dudarlo. Insistí.
—Créame, cuando lo conocí, al principio supuse toda una serie de cosas acerca de su marido que podrían proceder de las caricaturas políticas más groseras. Pero la primera vez que lo vi en la cama… bien. Ahora recuerdo la forma en que le golpeé en la pierna (aunque quizá sin saberlo lo haya ayudado a recuperarse) como un momento que me perseguirá toda la vida: el momento en que le infligí tal agonía que se desmayó.
—¿Y…?
—No sería yo humano si no deseara felicitarlo por su mejoría, condolerme por su impedimento y manifestarle mi hondo pesar por los sufrimientos que le causé.
—Imposible decir palabras más justas, señor Talbot. ¿Es que ha estado usted pensando esos períodos tan graves y los había dejado en reserva?
No dije nada. De pronto empezó ella a hablar, no sé de qué, pues ahora me tocaba a mí levantar una mano.
—No diga más, señora Prettiman. Mi carácter me lleva a hablar así a veces. Por lo general hace que la gente me crea de más edad que la que tengo.
—Eso supongo. Pero ya se le pasará.
Me quedé un momento callado. ¿Quién era ella para criticarme? ¡Una dama, una mujer, que se había comportado como una vulgar mujerzuela!
—No deseo que «se me pase». Y ahora, señora, ¿puedo visitar al paciente?
Me miró inexpresiva mientras manifestaba su asentimiento.