(14)

Lo que me despertó de un sueño de cuestas arriba y abajo, fue un golpe brutal. Me hallé sobre las planchas junto a mi litera, de la cual había caído o me habían tirado, y mientras trataba de levantarme, la silla de lona se me derrumbó encima, de forma que fuimos resbalando juntos hasta golpear la amura junto al tablero de escribir. No sé cómo logré ponerme en pie, y el ángulo que ahora marcaba mi fanal, con su base lastrada, me aterró tanto que durante un momento me quedé casi inmóvil. No pude interpretar aquel ángulo sino como información de que en ese momento nos íbamos deslizando hacia atrás —¡cayendo a popa!— al mar, y que allí íbamos a desaparecer. Me resbalaron los pies y quedé colgando de la litera, con aquel fanal idiota proyectado por encima de mí, como si se hubieran suspendido las leyes de la Natura del señor Benét. A partir de aquel momento creo que no supe exactamente lo que hacía. Se me ocurrió que el barco ya había naufragado y que en cualquier momento empezaría a entrar agua por todos los orificios. Junto con esto se confundía la idea de que ya era la hora de la guardia del media, yo me había retrasado y Charles no disponía de un guardiamarina. Y, a medida que fui aclarándome las ideas, tampoco fueron mejorando las cosas, pues era evidente que nos hallábamos en una emergencia. Se oyeron ruidos. Las niñas de Pike lanzaban chillidos agudos, y lo mismo hacia otra mujer, probablemente Celia Brocklebank. Se oían gritos de marineros. También se oían otros ruidos, el tronar y el golpeteo de velas, los choques de motones entre sí, cristales que se rompían y caían. Salí al vestíbulo y me encontré colgado de ambas manos de la barandilla… literalmente colgando, como si el barco hubiera volcado. Aparté una mano de la barandilla e inmediatamente un tirón repentino me arrancó la otra. Salí dando volteretas por el vestíbulo y aterricé con un golpe que me atontó contra la amurada de proa. Alguna fuerza me tuvo sujeto allí durante un momento, de modo que pude ver cómo Oldmeadow trataba —sin éxito— de salir del salón de pasajeros. Después disminuyó algo la presión y aproveché un respiro para ir como pude al combés y quedarme aferrado a mi asidero habitual, los estayes de babor —como si buscara la tranquilidad en las cosas conocidas—. Pero nada era igual que antes y lo que logré ver no me tranquilizó en absoluto. Alguien maldecía cerca de mí, pero no puede ver quién. Las velas que nos quedaban brillaban ahora ante mí, a medida que la vista se iba acostumbrando a la escasa luz ambiente. Era otra vez aquella luz fantástica de la tempestad, que no servía para iluminar tanto el barco como lo que parecían ser unas murallas sólidas de nubes que nos rodeaban por todas partes y ascendían hasta un espacio en el cual las estrellas flotaban erráticamente juntas. ¡Las velas brillantes estaban vacías! Bajo ellas, aquel mundo de agua no tenía ningún sentido, pues no había más que montañas apenas visibles a proa y popa de nosotros: montañas negras. Después, en los primeros momentos de mi contemplación, la que había a popa cambió de forma, se hundió y quizá desapareció: ¡Digo «quizá», pues no la vi irse! Cuando la montaña se hundió, sentí un tirón cada vez mayor en las extremidades, de manera que me pareció estar colgado, esta vez de los obenques. Todo el combés desapareció bajo mis pies bajo otra montaña que había surgido ante la proa, que había surgido ante nosotros y amenazaba caer sobre nosotros. Las gavias se hincharon con restallidos y la vela mayor siguió su ejemplo con explosiones como de artillería. Subimos a la cima del mundo.

Fui corriendo hacia las escalas y llegué a ellas, aferrándome a la barandilla. Cuando el barco se enderezó, llegué a la cumbre de las escalas y levanté la cabeza por encima del nivel de cubierta. ¡No vi a nadie!

¿Fue aquél el momento más aterrador de mi vida? No… ya llegarían otros. Pero aquél, que habría podido ser el principal candidato, quedó enmudecido y matizado por mi absoluta incapacidad para creer en él. La toldilla desierta… ¡ay, Dios, el timón! Bajé a trompicones por la escala, que de pronto había quedado en posición horizontal, y me enderecé —¿me erguí?, ¿me puse de lado?— para dirigirme hacia el timón.

—¡Edmund! ¡Ay, gracias a Dios! ¡Ayúdame!

Era evidente lo que había que hacer. Pisé el cuerpo de alguien, muerto o inconsciente. Charles estaba colgado del lado de estribor del timón, empujándolo.

—¡A estribor!

Aquél fue el principio de un período durante el cual no tuve tiempo para sentir temor. Durante lo que en realidad fueron minutos, pero me pareció eterno, utilicé todas las fuerzas a mi disposición para contribuir a los esfuerzos que hacía Charles por manejar el timón en aquella mar por sí solo, y aumentarlos. Y sí que ayudé. Sentí que el timón se movía con mis esfuerzos y en varias ocasiones lo que el propio Charles no podía sino iniciar, le ayudé yo a llevarlo a su conclusión. ¡El comienzo del movimiento del timón es fácil! ¡De eso se encarga el pinzote! Pero después, tras utilizar la fuerza para moverlo, siempre llega un momento en el cual parece que nada, sino la mera determinación ciega de derrotar a un monstruo invisible, permite que los músculos de uno lo lleven a su final. No sé cuántas veces movimos el timón entre los dos. Nuestros movimientos eran torpes, pues el barco no se quedaba un momento inmóvil, dado que los soplos de aire que le henchían las velas en las cumbres de aquellas montañas eran suficientes para no darnos sino un instante la arrancada necesaria para gobernar. Al cabo de un momento Charles dejó de darme órdenes, pues era evidente que yo podía hacer lo que él necesitaba sin necesidad de palabras. Las necesidades del timón me hablaban con su propio idioma.

—Ya estamos aquí, señor.

Era un marinero. Otros dos tomaron el timón de nuestras manos. Alguien estaba de rodillas, sacudiendo el cuerpo inconsciente que había pisado yo. El capitán estaba en el combés. Tenía la cara ensangrentada y una pistola en la mano. Estaba destocado y contemplaba las velas.

—¡Timón al medio!

Y después, con voz calmada:

—Tomo el mando, señor Summers.

Fui arrastrándome del timón a las escalas. El señor Summers se reunió conmigo, a gatas.

—¡No me han llamado para la de media!

Habló agotado:

—No es la de media. Es la de mañana. No puedo hablar.

—¿En nombre de Dios, qué…?

Meneó la cabeza. Me quedé callado, contento de tener una barandilla a la que aferrarme.

—¿Estás bien, Charles?

Asintió. Me sentía lleno de la sensación de ser útil, de ser capaz de hacer algo más que quedarme aterrado en la litera.

—Voy a ver qué hay que hacer. Quizá…

Fui como pude hacia la toldilla. El capitán y el teniente Cumbershum estaban junto a la barandilla de proa. Fui avanzando por allí y grité innecesariamente a Cumbershum:

—¿Puedo ayudar en algo?

Todavía estaba en el aire el gruñido con el que me respondió cuando alguna fuerza me arrancó de la barandilla y me tuvo suspendido durante un momento en auténtica levitación.

—¡No se meta en problemas!

Caí sobre, no contra, las escaleras que subían a popa. Gatee y me enredé en la barandilla de aquella parte del buque, que era la más alta. Soplaba un viento flojo, pero suficiente para henchir las velas cuando tenía la oportunidad. Por lo demás, aquella visión era suficiente para mandarlo a uno corriendo a la sentina, con objeto de no ver el final que se le acercaba. Las olas escondidas, o incluso batidas por la furia de la tempestad, se acercaban ahora. Al amainar el viento les había permitido formar filas. Vi que nuestro mundo se limitaba a tres olas, tres oleadas, una a popa, y otra que nos sostenía entre las dos. Después, cuando nuestra popa se hundía, las dimensiones y las direcciones se confundían. La proa se erguía sobre nosotros y después caía hasta que parecíamos estar colgados sobre ella. Aquella visión era insoportable y cerré los ojos. En consecuencia, y como dicen los libros, me hice «todo oídos». Cuando la popa se hundió debajo de mí escuché el gualdrapeo y el restallido sucesivos de una vela tras otra según iban perdiendo el viento. Aquel tronar como de cañones pesados era el de nuestras velas que se henchían cuando nos levantábamos una vez tras otra en el más leve de los aires… ¿de proa?, ¿de popa? Los que iban al gobernalle debían tener en cuenta aquellos movimientos, pues éstos podrían hacer que el timón funcionara del revés, circunstancia que los timoneles no podían permitir. Y, sin embargo, el más pequeño error en aquella mar permitiría que el buque zozobrara, naufragara, se hundiera… ¡O sea, que por eso un oficial tenía que pasar hora tras hora ejercitando su juicio y minuto a minuto arriesgando las vidas de todos nosotros en función de él!

Abrí los ojos y apenas me resultó posible mantenerlos abiertos. En las mejillas me soplaba la más suave de las brisas. Estábamos, según vi, encima de una cresta, aunque en la oscuridad tras los párpados me había parecido que nos estábamos hundiendo. Volvimos a caer y pareció que se abría un golfo bajo la popa… no había luz en aquel abismo hacia el que nos lanzábamos y apreté los ojos para mantenerlos cerrados, mientras aquellas aguas tenebrosas volvían a dejar al barco nivelado, después lo inclinaban y lo lanzaban hacia el otro lado, hasta que quedó hendiendo las aguas con el bauprés.

Por fin logré volver a abrir los ojos. La huella de nuestro aceite brillaba a popa por encima de una cordillera que era lo único que se podía ver incluso cuando estábamos en la cima de la siguiente. Aquellas cordilleras no echaban espuma, no lanzaban rocío. Eran una masa de pedernal negro.

Una vez tras otra.

De vez en cuando se veían brillos y resplandores, de la luna sobre el agua o de alguna extraña cualidad de la propia agua.

Una vez tras otra.

Se detectaba un sonido. No era un sonido del barco, de las velas, del viento. Era un choque al que después seguía un rugido prolongado pero en disminución. Yo no podía comparar aquel sonido con nada que jamás hubiera experimentado, pese a todo el tiempo, todos aquellos meses, que habíamos pasado con el limitado repertorio de las perspectivas los ruidos del agua…

¡Naturalmente! ¡Era algo sólido! ¡Era una de aquellas cordilleras horribles que nos golpeaban con sus peñas! Me puse en pie, abriendo la boca para gritar… pero las botas de agua resbalaron bajo mis pies y en un momento recorrí deslizándome la escasa extensión de la toldilla y tropecé con la barandilla de popa bajo el final de babor. Había abierto la boca para gritar algo, o para aullar, pues la inferencia de solidez de toda aquella agua era algo terribilísimo, pero me había quedado sin aliento por el golpe. No sé si estuve a punto de romper la barandilla y acabar mi carrera desesperadamente en un manchón de agua oleaginosa, pero al menos el barrote con el que tropecé no estaba podrido, dijeran lo que dijeran del resto del barco. Volví aprisa al lugar que ocupaba anteriormente, como si fuera más seguro. Aquello era un pánico que me dejaba sin ningún sentido del honor ni del heroísmo, además de sin ningún aliento.

Miré en mi derredor. Íbamos ascendiendo otra cordillera —debían de distar un cuarto de milla las unas de las otras— y no vi nada más que un pedernal negro y horrible por encima del cual había un cielo opaco de amanecer, un pedernal opaco, un pedernal líquido… ¿Cómo expresar el mero horror que inspira el tamaño? Pues, después de todo, las tres montañas móviles entre las que estábamos viviendo no eran más que rizos, ¡pero ampliados, multiplicados en tamaño más allá de lo enorme, de lo colosal, hasta el punto de resultar abrumadoramente monstruosas! Era una nueva dimensión en la naturaleza del agua. Aquella naturaleza parecía permitirnos vivir… apenas; no era nuestra enemiga, no iba, por así decirlo, a molestarse en hacernos daño. Durante un momento de locura creí que si pudiera acercar una oreja a aquella negrura brillante y móvil, podría escuchar su mero ser, escuchar, quizá, el movimiento fricativo de una partícula contra la otra. Pero entonces recordé cómo estábamos literalmente vinculados por nuestras ataduras, y en mi alma no quedó espacio más que para el terror. Pues escuché el mismo choque repentino, después una disminución crujiente de alguna parte en el horizonte más amplio —el que podría ver uno si osaba escalar un mástil, idea que me ponía enfermo imaginar—; digamos, pues, un horizonte visible para algún gigante que estuviera hecho a la misma medida que nuestras cordilleras líquidas. ¿Acaso estábamos cerca de tierra?

La aurora se estaba nublando. La luz se levantaba de la tierra, de modo que el propio mar iba recogiendo las tinieblas dondequiera que se lo permitía un hueco temporal. Trataré de hallar las palabras que describan lo que sucedió en aquel momento de suspensión entre el día y la noche. Estábamos en la cumbre de una cordillera cuando empezó a ocurrir algo nuevo a la cordillera que nos perseguía. Ni siquiera ahora puedo decir cuál fue la causa. No estábamos en aguas poco profundas, de eso no cabe duda. En todo nuestro derredor, y a una distancia de centenares quizá millares de millas hacia abajo, la tierra sólida estaba a millas de profundidad bajo la majestad del líquido elemento. ¿Se produjo quizá alguna confusión, o incluso alguna contrariedad en aquella corriente con sus ondulaciones incesantes que pasaban de una era a la otra al girar en torno al fondo del mundo? Fuera de lo que fuese, la cordillera que nos perseguía empezó a agudizarse e intensificarse. Salvo el hueco trivial en el que yacía nuestro aceite, toda la ola —y la llamo «ola» porque no conozco palabra mejor— se levantó frontalmente. ¡A lo largo de una milla, quizá a ambos lados, se mantuvo dispuesta, después trazó una lenta curva y cayó! Escuché el sonido sibilante del agua en el aire cuando descendía, y después el golpe de agua sobre agua, a lo largo de acres, de millas, con un ruido que era algo más que un ruido. Pues aquella caída fue una sensación, un golpe en cada oído, después del cual no pude oír nada. Pero me quedaban los ojos. En el momento de la caída, como si el aire invisible fuera algo sólido, por todo el mar se fue difundiendo una línea de espuma y de salpicaduras. Era aire, era el aire desplazado por la caída de la montaña y lanzado en todos los sentidos, a tanta velocidad como una bala de mosquete. Pero ahora, a ambos lados, el mar enloqueció, rugiendo a nuestros costados más alto que el combés, más alto que la barandilla de la toldilla, que la del castillo de proa. Lo único que había por encima del agua era el castillo de popa, en el cual estaba yo abrazado a la barandilla. Pero entonces, como si el aceite la hubiera frenado, el agua que había yacido en nuestro surco de seguridad, pese a no espumarajear, se irguió y saltó también por encima de la popa. Supongo que fue un momento en el cual un ave marina que se deslizara sobre aquellos golfos sin sol, no habría visto más que la espuma y tres mástiles proyectados por encima de ella. Miré hacia proa en cuanto me abandonó el agua y vi que nuestro barco empezaba a levantarse, con el agua deslizándose desde el castillo de proa, antes de que reapareciese el combés. Había dos velas más desgarradas. ¿Había sido aquel terrible golpe de viento?

Ya no era posible seguir allí solo. Me moví y me resbalé. Era un peligro nuevo y ridículo. Pese a todo el cuidado que se había tomado Charles, su precaución de colgar los pellejos de aceite a popa en lugar de a proa, nuestra senda oleaginosa había llegado por fin a bordo. Me deslicé hacia la escala siguiendo la barandilla, o más bien me arrastré, pues la mayor parte del tiempo fui resbalando y deslizándome sobre las rodillas. Por encima de mí «hablaban» las velas.

El capitán Anderson estaba gobernando el buque. Estaba justo a popa del timón. Cumbershum se tambaleaba junto a la barandilla de babor, un brazo pasado por ella, las piernas abiertas sobre la cubierta. Miró hacia el capitán. Decía algo, pues vi que movía los labios. Hasta entonces no comprendí que me había quedado literalmente ensordecido por la caída de la ola. Me quedé al resguardo de la popa hasta que poco a poco recuperé el oído. A proa vi que el señor Benét tenía a unos marineros ya subidos en el aparejo entre velas desgarradas, aunque pensé que no había nada que hacer. ¿No habíamos sufrido un golpe mortal? Atribuí, supongo, a nuestro barco unas sensaciones y supuse que en cualquier momento podría decidir que iba a abandonar aquel desigual combate con un océano en el que jamás había previsto nadie navegar, y especialmente que navegara una carraca lista para el desguace que calaba como una bota vieja.

Miré hacia las velas. Las que habían escapado a la destrucción estaban henchidas, y los hombres de Benét estaban cambiando las vergas. Había viento, suficiente para gobernar el buque, incluso para tener seguridad. Hasta las cordilleras, como si aquella monstruosa elevación que había roto en torno a nosotros como algún cataclismo marino fuera lo máximo posible, la ola definitiva más allá de toda ola definitiva, se estaban viendo sucedidas por otras más pequeñas.

Oí que Charles hablaba con voz ronca, como si hubiera sufrido algún daño en la boca.

—El viento está pasando a un largo, mi capitán. Podríamos poner escotes.

El capitán miró a lo largo, y después volvió a mirar a Charles.

—¿Está usted bien?

Charles se puso en pie.

—Creo que sí, mi capitán.

—Entonces, escotes… El capitán se volvió hacia mí y pareció estar a punto de decir algo, pero cambió de opinión y se adelantó a la barandilla de proa.