(13)

Cuando por fin consulté el reloj de repetición, hallé que ya eran las diez menos cuarto. Saqué el instrumento de debajo de la almohada y lo examiné con una cierta incredulidad, pero, desde luego, las agujas confirmaban el mensaje sonoro. Llegué a la conclusión de que efectivamente había dormido, pero no podría imaginarme cómo ni cuándo. Tampoco sentí los efectos benéficos del sueño. Estaba completamente vestido y me reproché a mí mismo este abandono de mis propias normas. ¡Cuando uno empieza a meterse en la cama «todo aparejado», por así decirlo, no se sabe dónde va a terminar! A partir de ahí se puede caer en las normas, o más bien en la falta de normas, del Continente. Sin embargo, ya no cabía reparar aquella omisión. Me levanté de la litera, me puse las botas de agua, que ya estaban dispuestas, y fui primero al excusado y después al salón de pasajeros. Aunque todavía no era mediodía, allá estaba el pequeño Pike con un vaso de coñac en la mano. De hecho, pronto resultó evidente que, en lo que a él respectaba, no era temprano, sino tarde. Después me enteré de que su poco amante esposa lo había echado del camarote —aunque parece más probable que se hubiera echado él mismo— y que él había despertado a Bates para que le diera de beber a una hora verdaderamente improcedente. Estaba muy bebido y no le preocupaban los rugidos del viento ni el mar. Me ofreció «invitarme a una copa», lo cual rechacé claramente, al mismo tiempo que le preguntaba cómo iba su familia.

—¿Familia, señor Talbot? Me fashtidian lash familiash.

Me contempló parpadeante.

—Me odia.

—Creo, señor Pike, que no está usted bien y que no debería decir cosas que después va a lamentar.

Pero el señor Pike había apartado la mirada y parecía reflexionar. Después, como si hubiera llegado a una conclusión satisfactoria, se volvió hacia mí, ayudado por un desplazamiento del barco.

—Pero no he dicho malo, ¿verdá? Me fashtidia. Me fashtidia. Que le den. Mejorando lo presente.

—Creo que…

—A ellash no. Pero ellash me odian porque ella lesh dice, lesh dice…

Me irrité y me cegué. Lo digo conscientemente. Después empecé a ver, pero lo veía todo rojo. Lo veía rojo. Literalmente rojo. Abrí la boca y me puse a darle gritos. Le solté todo tipo de improperios, todos los insultos que pude recordar, y cuando terminé, no sabía lo que había dicho. Aquello me dejó sumido en un estado de debilidad momentánea. Apenas podía soportar el movimiento del barco, aunque estaba sentado. Pike estaba con los codos apoyados en la mesa, riéndose débilmente y lagrimeando. Me señaló con el índice derecho, con el codo todavía apoyado en la mesa. Tenía la mano caída, como si tuviera que soportar el peso de una pistola pero apenas lo consiguiera. Entre el movimiento del barco y la borrachera, por no mencionar su risa idiota y débil, trazaba círculos con el dedo como… ¡como las cacholas de un trinquete con la base rota! Recuperé el aliento. En lugar de sentir que debería pedirle excusas por mi estallido de ira, consideré que éste estaba plenamente justificado.

—De hecho, Pike, eres un individuo repugnante.

Pero él seguía riéndose débilmente.

—¡Esho mishmo dice ella!

Más risas. Apareció lealmente Bates, el camarero, con mi jarra de cerveza ligera en mano y una servilleta al otro brazo. Entró como pudo, resbaló en el agua, evitó hábilmente la caída y después bajó por el salón debido a una «force majeure» para terminar colocando la jarra equilibrada a mi alcance. La tomé y me la bebí de un trago, pero Bates se había ido con tanta habilidad como había llegado. Ahora Pike reía a carcajadas.

—¡Batesh! ¡Batesh!

Después, como si hubiera cambiado de opinión, el pobre idiota apoyó la cabeza en la mesa y pareció dormirse. Se le cayó la copa, que fue rodando hasta el otro lado del salón, donde quedó tintineando un rato antes de volver hacia nosotros. Traté de pararla con el pie, pero sin éxito. Dio en el otro lado del salón y por fin se rompió. Se abrió la puerta. Entraron trabajosamente Bowles y el joven oficial del ejército, Oldmeadow, seguidos de agua por todas partes cuando una ola golpeó el calzo de la puerta. Bates, como si lo hubiera previsto, llegó con tres jarras de cerveza, dos en una mano y una en la otra. Se quedó balanceándose y gesticulando junto a la mesa, como si estuviera a punto de hacer un ejercicio de prestidigitación. Quizá, de hecho, la hiciera, pues logró servirnos a los tres y volvió a marcharse sin romper un vaso ni partirse una pierna. Pike fue resbalando hacia Oldmeadow.

—¿Ha muerto?

—Una borrachera mortal.

Oldmeadow hizo a un lado aquel hombre, que se desplazó un pie o dos y volvió hacia él.

—Ojalá estuviera yo así, Talbot, se lo juro.

—¡Ah, no! Ya tenemos bastantes problemas. Cumbershum se ha caído y creo que debemos tratarnos como si fuéramos objetos preciosos y ayudarnos los unos a los otros.

Oldmeadow le dio a Pike un empujón verdaderamente malintencionado, que lo dejó en una postura en la cual le caía un brazo al extremo de la mesa y le impedía volver con los cabeceos del barco.

Bowles me miró por encima de su jarra.

—Según la señora Prettiman, el señor Prettiman está muy mal. Está en unas condiciones terribles y no puede durar. Ya ni siquiera grita.

—Entonces, Bowles, está muriendo en paz. Celebro que por lo menos sea así.

—Señor Oldmeadow: ¿ha visto usted a la señora Prettiman?

—No, no la he visto, Bowles. La evito desde que se ha empezado a vestir como si fuera un marinero. Es una indecencia.

—¡Bates! ¡Bates! ¿Dónde diablos estás? ¡Llévate estas jarras!

—¡Calma, Talbot! ¡Todavía no he terminado la mía! ¡Dios mío… como si no bastara con Summers!

Como generalmente Oldmeadow es tan sosegado, me resultó fácil perdonar su irritación.

—¿Qué pasa? ¡Qué ha hecho Charles!

—Me ha quitado a mis hombres para siempre, eso es lo que ha hecho. Le dije que no me parecía bien que empleara a mis hombres cuando había tantos emigrantes. ¿Por qué no puede obligar a trabajar a esa partida de vagos? No quiso ni oírme. «Sus hombres tienen disciplina», me dijo. «Son jóvenes y fuertes, y muchas veces se ha quejado usted de la dificultad de encontrarles algo que hacer para que no se metan en jaleos. Le prometo que si pasan unas horas al día en las bombas van a quedarse más mansos que corderitos.»

—¿Y quedó ahí la cosa?

—¿Qué cree usted, Talbot? ¡Cómo iba yo a permitir que un maldito marino me quitara el mando! Le dije que antes que eso le desafiaba y le propuse que fuéramos a ver al capitán para dejar constancia de mi protesta en el diario de navegación.

—¡Esa amenaza es terrible para un oficial de la marina! ¡Podría poner en peligro toda su carrera!

—¡Bueno, eso ya lo sé! Pero no pasé de ahí, pues me dijo tan tranquilo: «Si sus hombres, caballero, no siguen ayudando con el bombeo, nadie se va a enterar de su protesta». De manera que las cosas están bastante mal.

Bowles nos sonrió a ambos.

—Nos han dicho muchas veces que el peligro hace que la gente se sienta más unida. No percibo ninguna muestra de ello.

—Usted y yo somos civiles. ¿Por qué va a preocuparse la Armada de nosotros? Este barco no es de la Compañía, y los oficiales no saben exactamente qué actitud deben adoptar. Los hombres de Oldmeadow no son infantes de marina. Willis me ha dicho… pero supongo que debería decirle que yo ya no soy civil. Lord Talbot se ha visto ascendido a guardiamarina.

—Lo dirá usted en broma, caballero.

—¡Dios mío, Bowles, bromas ahora! Colley, Wheeler y ahora Prettiman… ¡Ah, bueno! Volvamos a los hechos: la realidad es que estoy haciendo de guardiamarina del primer oficial durante la guardia de media. La guardia de media es la que…

Para mi gran sorpresa, Bowles, aquel hombre tan tranquilo y calmoso, me interrumpió a gritos:

—¡Sí, señor, ya sabemos lo que es esa guardia! Dios se apiade de nosotros. ¡Se convierte a los soldados en marineros y ahora se deja el barco en manos de los pasajeros!

—Después de todo, Bowles, no puede hacer mucho más daño al barco que ese nuevo oficial, como se llame… Benét. Ese tipo se ha cargado la quilla del barco y prácticamente ha incendiado la parte delantera. Ahora quiere averiguar dónde estamos sin utilizar los relojes y todo eso. Le voy a decir una cosa, Talbot: ¡deberíamos hacer que todo esto se planteara en la Cámara! ¡Dios mío, qué barco! En la toldilla está ese imbécil de Smiles que sonríe al ver el tiempo que hace como si éste fuera favorable, y ese viejo imbécil de Brocklebank apostado junto a la puerta del vestíbulo en medio del viento y de la lluvia, con el agua hasta las rodillas y esperando a tirarse el primer pedo de la mañana…

—¡Ah, es por eso! Ya me preguntaba yo… todos los días se queda ahí en el combés, haga bueno o malo…

—Bueno, pues es eso. ¡Las muchachas no le dejan quedarse en el camarote hasta que pega el cañonazo de salvas, como un cañón de ceremonia!

Bastó con aquella imagen para que los tres nos echáramos a reír como hienas.

—¿He oído a alguien pronunciar mi nombre?

Era el tipo en persona. Las planchas se nos hundieron bajo los pies mientras él se agarraba al picaporte. Después de todo, era un anciano. Oldmeadow y yo nos acercamos a él antes de que cayera y lo arrastramos hacia la mesa, mientras Bowles cerraba la puerta para que nos protegiera contra los caprichos del mar. Creo que el viejo recuperó el aliento antes que ninguno de nosotros.

—Caballeros, no lo he podido aguantar más tiempo, de verdad. Empapado por encima de la cintura, golpeado, casi lanzado al mar, con este buen capote de viaje que me ha protegido tan bien, y que ahora está tan mojado por dentro como por fuera…

—¡Pero, señor Brocklebank, debería estar usted en su camarote… en su litera de ser posible!

—La verdad es que necesito estar entre hombres.

—Dios mío, caballero, cualquiera que tenga el privilegio de la compañía de la señora Brocklebank…

—No, señor Talbot, no es así. Trata de animarme, pero la verdad es que ya me mira con ojos de viuda.

—¡Vamos, señor mío! He visto muchas veces a la señora Brocklebank en el barco y nunca deja de sonreír, ¡siempre tan alegre!

—A eso me refiero, señor Talbot, aunque usted exagera un poco. Quizá esté alegre con usted, pero conmigo no. Señor mío, no me gustan las viudas y siempre he tratado de evitarlas de la única forma auténticamente lógica. Pero, pese a ello, Celia, en la intimidad de nuestro camarote, siempre tiene ese aire de triunfo entristecido, esa sonrisa casi santurrona con la que una viuda contempla un trabajo bien hecho, una cuenta pagada, y eso —y el anciano adoptó un aire apasionado—, ¡eso es algo a lo que no tiene derecho!

—¡Señor Brocklebank!

—Ahora va usted, señor Talbot, a acusarme de adoptar una conducta indigna de un caballero. En todo caso, no voy a decir nada más al respecto. Pero les comunico que no puedo soportar el volver allí, aunque hubiera hecho lo que me ha exigido Celia. ¡Sí, Bates! ¡Mi buen Bates, soy yo! ¿Le has puesto el coñac?

Bates le entregó la jarra, pero pareció preocupado por lo que decía el señor Brocklebank.

—Una gotita, caballero, como si dijéramos una chispa.

—Bates, maldito, le has estado dando coñac de la cámara de oficiales mientras que yo…

—¡El suyo venía de mi ración, señor Talbot!

—Por mí, señor Talbot, compartiría mi jarra con usted, pero padezco la manía del temor al contagio.

—¡Al diablo! ¡Creo que el contagio sería más bien al revés!

La cubierta se hundió monstruosamente bajo nosotros. Me aferré a la mesa, pero vi que a quien me había agarrado era a Bowles. Éste se liberó de mí justo en el momento en el que volvía a alzarse la cubierta y lo golpeaba. Juró de una forma que jamás habría creído posible en un hombre así.

—Y la comida —dijo el señor Brocklebank, siguiendo una corriente de ideas que hasta entonces no había expresado—, la comida es igual de mala. Pero si el otro día, cuando traté de morder, o debería decir fracturar como un ladrón, un pedazo de cerdo frío, ¿qué hubo de ocurrirme más que esto?

El viejo repulsivo buscó entre la multitud de pliegues que lo envolvían y sacó de algún lugar recóndito un diente negro.

—¡Dios mío, verdaderamente esto es demasiado!

Me puse en pie de un salto y fui a la puerta, donde me vi sometido a un diluvio de espuma llegada de la tabla que debía impedir la entrada del agua en el salón. Allí estaba Benét. Al igual que todos los pasajeros y tripulantes, estaba agarrado, aunque sólo con dos dedos, a la barandilla que discurría entre las puertas de camarotes. Contemplaba el del señor Prettiman. Movía los labios, y supongo que estaba sumido en lo que se califica de los dolores de la composición. Aquella visión me airó. Todavía no sé por qué.

—¡Señor Benét!

No pareció verme más que como algo molesto.

—¡Señor Benét, deseo recibir una respuesta clara!

Fruncía el ceño, perplejo.

—¿He aceptado yo sus excusas?

—¡Es usted quien debe presentarlas! La relación entre usted y una determinada señora ha hecho que otra determinada señora… es decir, ha hecho que yo… que mi opinión de ella… yo mencioné su apellido…

—¿Tiene usted algo contra mi apellido, señor mío? ¿Lo dice usted en son de burla?

—Mencioné su apellido…

—¡Y van dos! Me siento muy orgulloso de mi apellido, señor Talbot, y si mi padre lo utilizó con pesar, como recuerdo de su huida…

—¡Me está usted dando largas! Me importa un higo su apellido, que supongo es francés. Quiero una respuesta clara. ¿Qué fue lo que vio? ¿Existió algún vínculo culpable?

—Vamos, señor Talbot, tras nuestras recientes diferencias…

—¡Quiero saber con toda claridad cuál ha sido la relación entre usted y una cierta dama!

—Se refiere usted a la señorita Chumley, supongo. Ay, Dios. Bueno, como ya le he dicho, hizo cave por nosotros, si no conoce usted la lengua latina…

—¡Le aseguro que sí!

Ahora se está usted ruborizando como el pobre Prettiman.

Combatí mi irritación, que era cada vez mayor.

—¡Me preocupan mucho más usted y una dama de edad más madura!

—¡Así que me ha descubierto usted! Es… ah, es…

El señor Benét pareció quedarse sin palabras. Cerró los ojos y empezó a recitar:

Desde que te despojaste

De tus femeninas prendas

Y al aire dejaste

Tu hermoso cabello,

Mis ojos llorosos

Y mi amor son riendas…

—¡Así que existió una relación culpable! ¡La señorita Chumley lo sabía efectivamente! ¡Lo vio efectivamente!

—¿Qué relación?

—¡Lady Somerset!

—La comprensión mutua es buena para los sentimientos. Pese a lo profunda que es mi estima de esa dama…

Grité. Quizá fuera una suerte que con aquel tiempo nadie más que él pudiera oír mis palabras.

—¿La poseyó usted? ¿Lo presenció la señorita Chumley?

Le iluminó el rostro un gesto de comprensión compasiva.

—Señor Talbot, podría yo lamentar sus palabras, tanto en nombre de ella como en el mío. Evidentemente, no puede usted levantar la mirada más allá del nivel de los establos.

—¡No me hable usted de establos!

—Le embarga la pasión y no es responsable de lo que dice. Me arrodillé ante la dama. Me ofreció la mano derecha. La tomé en la mía y osé imprimir un beso en ella. Después (y le ruego comprenda que en aquel gesto estaba implicada una castidad apasionada), recordando mi infancia y cómo mi bien amada mamá venía a darme las buenas noches en el cuarto de los niños, con una llama irresistible de emoción, di la vuelta a aquella blanca mano, deposité un beso en la palma inmaculada y cerré en torno a ésta aquellos finos dedos.

—¿Y después? ¿Después? ¡Calla usted, señor mío! ¿Fue aquello todo? ¿Fue aquello todo, señor Benét?

—Vuelve usted a adoptar un tono enemistoso, señor Talbot. ¡Es la segunda vez, igual que cuando se ha referido a mi apellido de forma insultante!

—¡Una respuesta clara, por favor, a una pregunta clara!

—Eso fue «todo». Aunque para cualquier persona dotada de un mínimo de sensibilidad…

—Explique por qué se quitó la ropa. ¡Explique eso!

—¡Lady Somerset no se quitó nada!

—«¡Desde que te despojaste de tus femeninas prendas!»

Se produjo un estallido de agua. Nos quedamos bañados en espuma. Benét se la quitó de la cara.

—Ya lo entiendo. Sus groseros pensamientos impiden que usted lo comprenda. Claro que la dama se «despojó» de sus «femeninas prendas…».

Desde que te despojaste

De tus femeninas prendas

Y al aire dejaste

Tu hermoso cabello,

Mis ojos llorosos

Y mi amor son riendas,

Hallaron refugio

En tu alma tan tierna.

¡Letitia! Conozco de sobra

Que tu mano has dado,

Mas es mi consuelo

Viajar a tu lado…

—¡La señorita Granham! ¡La señora Prettiman!

—¿Quién iba a ser? Todavía hay que pulir los versos.

—¡Está usted escribiendo poemas a la señora Prettiman!

—¿Se le ocurre usted un objeto más digno? ¡Posee todo lo que siglos enteros han buscado!

—Señor mío, aspira usted a besarle la mano. No me cabe duda de que se lo permitiría. Después de todo, ya ha hecho favores a otros caballeros… El señor Prettiman, su marido… Pero, ¿qué tiene que ver eso con la poesía? Él está en su litera y no puede salir de ella. No me cabe duda de que si llamara usted a su puerta y se lo pidiera con buenas palabras, podría usted encontrarse besándole la mano, tanto en el dorso como en la palma, ¡y durante toda una guardia media por el reloj de arena!

—Me da usted asco.

Debí de gruñir:

—No cabe duda, señor mío. Pero por lo menos yo no voy babeando por los océanos dando besos en las palmas de las manos a mujeres que podrían ser mis madres.

Aquello pareció dolerle. Se apartó del mástil y se quedó balanceándose.

—Señor Talbot, más vale que se limite usted a las niñas de escuela.

—¡No acepto ese plural! ¡Para mí no existe más que una dama!

—Señor Talbot, usted no sabe amar. Ése es su defecto más grave.

—¿Que no sé amar? ¡Pues yo le digo, «ja, ja», señor mío! ¿Me ha oído?

—No está usted en sus cabales. Ya continuaremos esta conversación cuando esté usted sereno. Tenga usted un buen día.

Desapareció con lo que yo podría calificar de celeridad asistida camino de la cámara de oficiales, camino de la cual se cruzó con el señor Smiles. Le grité, cual un niño:

—Señor Smiles, ¿puede usted oírme? ¡Estamos enamorados de nuestras madres!

El señor Smiles pasó a mi lado con paso firme, sin mirarme ni hablarme. Igual podría haber sido un fantasma que tenía una cita en algún otro lugar del mundo.

Fui a mi camarote. El paso del tiempo, el mero paso del tiempo, resultaba insoportable. Me puse el capote y salí a cubierta. Inmediatamente, una ola me depositó en las cadenas de mayor y allí me habría dejado, de no haberme soltado yo. Aquello calmó mi furor insensato. Me quedé agarrado mientras el océano hacía su labor. A nuestros costados pasaban las crestas de las olas, me pareció, a una altura mayor que nuestras cabezas. A veces nos metíamos de lado en ellas, de modo que el combés se inundaba, a veces íbamos hacia el otro lado y se producía un golfo en el cual un ave solitaria quedaba suspendida sobre la oscuridad entre colinas de un verde espumeante. Después, la lluvia horizontal y la niebla borraban incluso al ave, y el agua caía en cascadas de la toldilla, como de los desagües de una catedral.

Aquello me enfrió y me calmó. Los cables que mantenían unido el barco y nos impedían ahogarnos estaban ante mis ojos como recordatorio de cómo y dónde nos hallábamos. Me reproché mi ira y el haber demostrado mi miedo hasta tal punto. No era lo que yo esperaba de mí mismo.

«Ahora vas a ir a tu camarote y a quedarte allí. Vas a leer.»

Y eso fue lo que hice. Sentado con el capote puesto, leí la Ilíada hasta que se me escurrió de las manos y cayó. Después la levanté y me recosté en la litera hasta que me fui quedando dormido.