Fui yo el primero en salir del camarote. Salí a trompicones, sin osar enfrentarme con aquella mirada ni con lo que aquella mujer pudiera decirme. Al salir no le vi la cara a ella, sino únicamente a Benét, estupefacto, pálido y preocupado. Llegué a mi camarote y me metí en la litera como si fuese una urna en la que me pudiese refugiar. Creo que me tapaba las orejas con las manos. Lo ha matado usted. Inútil describir la angustia que sentía yo. Durante la travesía había sufrido varias conmociones y averiguado acerca de mí mismo unas cuantas cosas que no me agradaban demasiado. Pero aquel nuevo acontecimiento era como caer en las tinieblas de un pozo insondable. La verdad es que al final, en algún punto de aquellas tinieblas, me encontré articulando unas plegarias espontáneas, que según me salían de los labios sabía que eran inútiles, pues se dirigían a un Dios en el cual yo no creía. Supongo que fue así como se inventaron los dioses, pues me encontré rezando para que ocurriese un milagro: ¡que no hubiera ocurrido aquello! No creo que deban interpretarse de ningún modo aquellas «plegarias», salvo que se considere que la única respuesta adecuada es ridiculizarlas. Contenían muy poca consideración por Prettiman, alguna por la señora Prettiman, viuda incluso antes de lo que ella esperaba; ¡pero, en suma, aquellas «plegarias» eran por Edmund Talbot! Éste llegó incluso a pensar en la ley tal como se aplica a conceptos de asesinato, homicidio, lesiones y premeditación. No fue sino con gran lentitud, mientras el viento atronador iba sonando con notas todavía más bajas, como vi que legalmente nada de aquello era aplicable y que la pena más grave que podía sufrir yo sería la desaprobación de los pasajeros y los oficiales y el desagrado implacable, la enemistad femenina enconada de la señora Prettiman. Que sea éste un relato cabal de mi locura: ¡incluso me vi, tras la muerte de aquel hombre, ofreciendo mi mano, el último sacrificio de todos los imaginables, a aquella dama! Pero incluso en mi desesperación, aquello no encajaba. Sería una viuda acomodada y podría elegir donde quisiera, y, desde luego, su elección no sería la de Edmund Talbot. ¡Podría ser —y con un relámpago de percepción positiva me sentí seguro de que así sería— Benét! ¡Compraría a Benét, con su pelo amarillo!
Cuando osé salir de mi camarote ya atardecía. Me deslicé al salón vacío y fui a buscar a Bates, lo encontré y le pedí agua con un susurro. En el camino de vuelta, tras bebérmela, hice una pausa furtiva junto al camarote de Prettiman, pero no oí nada. No había oído su voz, ni un grito ni un gemido, desde aquella ocasión fatal. Fui a mi camarote y me senté en mi silla de lona. La verdad era que no quería hacer daño a la dama. Por mucho que censurase su moral, no quería que sufriera. De hecho, me dije que quienes tienen el techo de cristal no deben lanzar piedras, pero esto no es sino un indicio de la confusión de ideas y de sensaciones en que me hallaba. Si yo había «mariposeado» no era más que lo previsible en un joven, mientras que la señora Prettiman… ¡ah, cuán diferente era aquello!
Más adelante, hacia las once de aquella misma noche, osé salir una vez más. Seguía sin oírse ningún ruido en el camarote de Prettiman. Tabaleé suavemente en la puerta, pero ni la señora Prettiman vino ni Prettiman respondió. Fui al salón, pensando que podría beber algo, lo cual a su vez me permitiría enfrentarme con algún alimento, pues sabía que tenía que comer, pese a mi estado de ánimo y a lo que había pasado. Abrí la puerta del salón y allí me quedé sin poderme mover. La señora Prettiman estaba sentada en mi sitio de costumbre, junto al ventanal de popa. Bates le estaba retirando un plato y un cuchillo. Éste me miró al darse la vuelta, pero no dijo nada. Tampoco yo.
—Entre, señor Talbot.
Bates cerró la puerta detrás de mí. Avancé cuidadosamente hasta la mesa más cercana y me senté en el banco, dándole la cara. De los dos fanales que se balanceaban juntos del techo, sólo estaba encendido el del lado de babor. Le iluminaba el lado izquierdo de la cara. Ella esperó.
—Lo siento terriblemente, señora.
Se mantuvo en silencio.
—Señora, ¿qué puedo decir?
Me contemplaba y seguía sin decir nada.
—¡Por el amor del cielo, señora! ¿Está… ha…?
Seguía inmóvil como un juez.
—Respira.
—¡Ay, gracias a Dios!
—Sigue inconsciente. Casi no tiene pulso.
Ahora me tocaba a mí permanecer en silencio, imaginando cómo el corazón se le iba parando cómo el pecho apenas se podía levantar para introducir el aire rancio del barco. La señora Prettiman juntó sus manos, manos pequeñas, en la mesa ante ella. Era más una postura enjuiciadora que de oración.
—Está con él la señora East. Ahora vuelvo yo allí. El señor East ha dado a conocer la noticia por todo el barco.
—¿La noticia, señora?
—El señor Prettiman está muriéndose.
Creo que lancé un gemido o un suspiro. No hablé.
La señora Prettiman volvió a hablar. Pero le había cambiado la voz. Ésta vibraba con una ira enorme y apenas controlada.
—Usted no comprende, ¿verdad? Nunca lo ha comprendido, ¿verdad? Este viaje, señor Talbot, será famoso en la historia… no por usted, no por ninguno de ellos, sino por él. Usted creía que era una comedia, señor Talbot. Es una tragedia… ¡Ah, no por usted! Lo es por el mundo, por este nuevo mundo al que nos acercamos y al que esperamos llegar. Las preocupaciones de usted quedarán olvidadas y desaparecerán, igual que desaparece la estela de un barco. ¡Yo vi cómo llegaba usted a bordo, con todos sus privilegios, con un aura de gloria ficticia! Ahora ha entrado usted con sus torpes pasos en un lugar que no comprende y donde no es usted bien recibido. Él lo considerará a usted con indiferencia, no como un hombre, sino como un agente de su muerte, igual que una percha caída del mástil. Estará por encima de negarle a usted el perdón. Pero yo estoy por encima de ello, señor mío, ¡y jamás, jamás, lo perdonaré!
Se puso en pie tambaleándose. Traté de erguirme, pero me detuvo con un gesto.
—No me insulte usted poniéndose en pie en mi presencia. Una vez, recuerdo, cuando el barco se movía demasiado para mis débiles extremidades, me ayudó usted a llegar a mi camarote. No se ponga en pie, señor Talbot. ¡Y, sobre todo, no me toque!
Esto último lo dijo en un tono tan mortífero que me puso los pelos de punta. Se marchó rápidamente. Oí cómo se abría y se cerraba la puerta, pero no me di la vuelta. Me quedé caído sobre la mesa —que ni siquiera era la mía de costumbre—, aplastado por la humillación y el dolor. Todo lo que hubiera podido decir, mis excusas, incluso quizá la osadía del desprecio, habían caído con mis «torpes pasos».
No sé cuánto tiempo pasó hasta que sentí una mano en el hombro y una voz conocida al oído.
—Tenga usted, caballero. Coñac, caballero. Lo necesita.
La amabilidad de aquel hombre era demasiado para mí. Entre las manos me cayeron en la mesa lágrimas ardientes.
—Gracias, Bates… gracias…
—No se ponga usted así, caballero. Da miedo, ¿verdad? ¡No me gustaría ser un niño a su cuidado!
Aquello me hizo reír, aunque después me atraganté.
—A mí tampoco, Bates. ¡Pero te aseguro que me hizo sentirme como un niño!
—Así son las señoras, caballero. Las mujeres corrientes son distintas. Si una mujer se pone tonta, siempre se le pueda dar una guantada.
—Hablas como un experto.
—Estoy casado, señor.
—Gracias, Bates. Puedes retirarte.
Volví a quedarme solo, con la copa en las manos. Me pareció que, si acaso, el barco se movía más, pero no me importaba. Puedo decir sinceramente que en aquel momento no me importaba que nos hundiéramos o no.
En alguna parte sonó el silbato de un ayudante de contramaestre. Era mi guardia, la hora de hacer la de media con Charles en aquella oscuridad que nos aislaba. Llevé la copa al vasar, la coloqué en un hueco adecuado y salí al vestíbulo. Había gente, pero no era la de la guardia de servicio. Cuatro de los emigrantes —tres mujeres y un hombre— esperaban junto al camarote de Prettiman. Vi de qué se trataba. ¡Habían venido, al cabo de tan poco tiempo de felicitarlo por su boda, para decir adiós a un moribundo! Aquello era demasiado. Fui a tientas hasta el combés y después me agaché para protegerme del viento. Otros estaban haciendo lo mismo, entre ellos Charles. Relevé al señor Cumbershum de la guardia. Me apoyé en el mamparo bajo el castillo. Al cabo de un rato llegó Charles, que hizo lo mismo a mi lado.
—Ha amainado algo el viento. Creo que seguirá bajando poco a poco. Pero quizá tarde bastante.
Se separó del mamparo con un esfuerzo, fue al costado del barco y contempló nuestra estela. La luz del farol había bajado. Volvió otra vez.
—Todavía nos queda aceite. De hecho, creo que de momento casi ni lo necesitamos. Pero seguro que si subimos los pellejos, el viento se vuelve a levantar y tendremos que volverlos a echar. Es un problema. Lo importante, además de rebajar las crestas de las olas, es que estamos seguros de que no sube el aceite a bordo. Por eso insistí en este sistema tan complicado de echar los pellejos de aceite bajo la popa, y no por la proa. Si los hubiéramos echado por la proa, cada vez que nos entrara agua, o incluso espuma, habría quedado una película de aceite en cubierta. ¡Imagínate, con este tiempo, tratar de mantenerse en pie si tuviéramos que pisar en una capa de aceite!
Se quedó callado un momento, fue al otro lado del barco, miró a popa y a proa y regresó.
—Por lo menos avanzamos bastante para un barco casi sin velamen. ¡Casi cinco nudos! A mí me bastaría… pero eso lo sabes tú igual que yo. Bueno, mantengamos el ánimo hasta que pase algo.
Se acercó el ayudante del contramaestre.
—Un mensaje del señor Cumbershum, señor. Hay mucho movimiento en la cubierta de baterías, señor. Es gente que trata de ir a popa para ver al señor Prettiman y casi no pueden pasar por culpa de las hamacas. El señor Cumbershum pide que se prohíba el paso por el combés a todos los que no sean de la guardia, por si a esa gente se les ocurre pasar por allí, señor.
El hombre dejó de hablar y soltó una bocanada de vapor.
—¡Lo has dicho muy bien, ayudante!
—Gracias, señor.
—Dile al señor Cumbershum que estoy de acuerdo. No tiene que haber en cubierta más hombres de los necesarios con este tiempo.
—Y mujeres, señor.
—Con más razón. Adelante.
El marinero se fue corriendo a llevar el mensaje. Durante un instante nos llenamos de espuma blanca, en medio de la cual se veían las barloas que cruzaban tensas el combés.
—No dices nada, Edmund.
Tragué saliva, pero no hablé.
—Vamos, Edmund. ¿Qué ha pasado?
—He matado a Prettiman.
Charles no dijo nada durante un momento. Fue hacia proa, contempló la bitácora, fue a un costado a contemplar nuestra brillante estela y después volvió a mi lado.
—Estás hablando de la pelea que has tenido con Benét.
—Mato lo que toco. Mato a la gente sin saberlo.
—Eso me parece un tanto teatral.
—Colley, Wheeler y ahora el tercero… Prettiman.
—Que yo sepa, no has matado a nadie. Si de verdad hubieras matado a alguien, como hacen a veces los marineros, no hablarías de ello.
—Ay, Dios.
—Vamos. ¿Estás seguro de que ha muerto?
—Está inconsciente. Casi no tiene pulso ni respira. La gente corre a verlo. Ella…
—¿Estabas borracho? ¿O «achispado», como tú dices?
—Me había tomado dos copas de coñac. Nada excesivo. Estaba cambiándolo de popa a proa…
Para mi gran asombro, Charles soltó una carcajada. Se controló inmediatamente.
—¡Perdona, amigo mío, pero, verdaderamente, «de popa a proa»! ¡Dominas el idioma del mar mucho mejor que un marinero! Ahora ten calma. No has matado a nadie y no tienes por qué organizar una tragedia.
—Es que ellos (los emigrantes y, según creo, los marineros) van todos a verlo para decirle adiós.
—Se han adelantado tanto como tú. Que yo sepa, tú estabas tratando de ayudar…
—¿Cómo lo sabes?
—Dios mío, ¿acaso crees que la noticia de vuestra pelea y su resultado no se conoció inmediatamente en todo el barco? Por lo menos, hizo que dejaran de pensar en nuestra situación.
—Me caí encima de él.
—Verdaderamente, manejas bastante mal tus extremidades, amigo mío. Prefiero creer que aprenderás a controlarlas cuando… seas mayor.
—¿Cuánto falta?
—¿Para qué?
—Para que muera.
—Me conmueve la fe que tienes en mí, Edmund. No sabemos si va a morir. El cuerpo humano es algo misterioso. ¿Te sentirías más tranquilo si enviase a alguien a preguntar cómo está?
—Te lo ruego.
Charles llamó al ayudante de contramaestre y le ordenó que bajase. Esperamos en silencio. Charles contemplaba el aparejo con aire preocupado. Desde la última vez que había estado yo en cubierta habían aparecido nuevas velas. Había incluso una gavia nueva en sustitución de la que había visto yo salir volando de las relingas. También había algo distinto en lo que podía yo distinguir del agua en nuestro derredor: las formas de las olas, donde, antes, parecía que la superficie estaba aplanada y alisada.
Volvió corriendo el ayudante del contramaestre, inclinado contra el viento.
—La señora dice que no ha habido ningún cambio, señor.
—Muy bien.
El marinero volvió a su puesto junto al cairel de proa de la toldilla. Charles se volvió hacia mí.
—¿Has oído? O sea, que no hay que preocuparse antes de que sea necesario.
—No puedo evitarlo.
—¡Buena la he hecho! Muchacho, has sido torpe, impulsivo, un poco tonto. Si se muere, o más bien cuando se muera…
—¡O sea, que se va a morir!
—¡Ya se estaba muriendo antes de que tú le cayeras encima! Dios mío, ¿creías que en unas circunstancias así un hombre puede sobrevivir con el cuerpo hinchado como un melón y con el color de una remolacha demasiado madura? Está reventado por dentro, donde dudo que ni un cirujano pudiese hacer nada. Quizá hayas acelerado el proceso, nada más.
—Ya basta con eso. Ella me odia, me desprecia. ¿Cómo puedo seguir en el mismo barco que ella?
—No te queda otro remedio. Sé sensato. Por Dios santo, ojalá tuviera yo tan pocas cosas que lamentar como tú.
—Eso es una bobada. Nunca he conocido hombre tan bueno como tú.
—¡No digas eso!
—Puedo decirlo y lo he dicho. Me he dado cuenta de que la guardia de media es un buen momento para el intercambio de confidencias de hombre a hombre. Creo que cuando recuerde esta travesía, estas guardias de media serán para mí unos recuerdos preciosos, viejo amigo.
—También para mí, Edmund.
Después de esto ninguno de los dos habló durante un rato. Por fin, Charles rompió el silencio entre nosotros.
—De todos modos, hemos vivido en mundos tan diferentes que resulta asombroso que tengamos algo que decirnos.
—Yo he reconocido tus cualidades, que no tienen nada que ver con ningún «mundo», aunque tú te empeñes en mezclarlo en la conversación…
—Bueno. Creo que eso es algo todavía más misterioso que el cuerpo. No hablemos más de eso. Además —con voz sonriente—, ¿quién no se haría amigo de un joven caballero que le promete la luna y las estrellas?
—El ascenso es algo mucho más terrenal.
—Y ¿cómo definirías tú la forma en que yo ascendí (pues eso pareció ser, y de hecho fue) de marinero a guardiamarina? Y todo se ha debido a mis problemas.
—¡No puedo creer que jamás hayas tenido problemas!
—¡Qué aburrido me haces parecer! Bueno, quizá lo sea.
—Cuéntame.
Me miró con un rostro que resplandecía en la oscuridad.
—¿No te reirás de mí?
—¡Deberías conocerme mejor!
—¿Tú crees? Bueno… ya sabes que en el castillo de proa hay que vivir y dejar vivir, pues apenas hay sitio para tender la hamaca. A nadie le importa que alguien se ponga a leer un libro, sea el que sea. ¿Me escuchas?
—Soy todos oídos.
—Estábamos fondeados. Era un momento de respiro, pero yo formaba parte de la guardia del ancla. El que me pusiera a leer no tenía nada de malo, pero el oficial de guardia me pilló. Me estaba haciendo reproches para mostrar cuán estricto era, cuando de repente mandaron ponerse firmes a todos. Había llegado el almirante Gambier.
—¿Jimmy el Pelma?
—Es lo que le llamaban algunos. Ese sí que era un hombre bueno. Me preguntó qué había hecho de malo y le dije que leer cuando estaba de guardia. Me dijo que le enseñara el libro, así que lo saqué de detrás de la espalda y lo miró.
«Hay un momento y un lugar para cada cosa», me dijo, y se marchó. El jefe de la guardia le dijo al suboficial que me asignara un servicio de policía durante aquel tiempo, como castigo. Pero antes de que terminara el día, me mandó a buscar el capitán Wentworth.
«Summers, has sido muy listo», me dijo. «Prepara tus cosas. Te vas al buque insignia como guardiamarina. Me avergüenzo de ti, Summers. No vuelvas.»
—Pero, ¿qué libro era? ¡Ah, ya veo! ¡La Biblia!
—El capitán Wentworth no era muy religioso.
—Y ¿así fue como empezaste a ascender?
—Exactamente.
Me sentí estupefacto. ¡Nos separaban millas de distancia! No se me ocurría qué decir. Ahora me tocaba a mí avanzar hacia la borda y quedarme contemplando la estela. Volví e hice como si contemplara preocupado el estado de nuestro velamen.
—Tienes razón, Edmund. Podemos soltar un rizo.
Llamó al ayudante del contramaestre, que hizo sonar la orden desde la regala de la toldilla de proa, y después volvió a trompicones ayudándose de una barloa de seguridad, con el agua hasta las rodillas, e hizo lo mismo en el castillo de proa. Sombras oscuras de hombres subieron hacia los flechastes y por las gavias.
—¿Vamos más rápidos así?
—No más que antes.
Volví a callarme.
—Por lo menos, Edmund, no te has reído.
—No encaja contigo. ¡No te haces justicia!
—Ah, sí. Todo lo que soy se lo debo a aquel hombre bueno… ¡es decir, después de ti!
—¿A Gambier? Supongo que me consideras un cínico, pero creo que más vale que el relato de la actitud del capitán Anderson y de cómo Gambier te hizo guardiamarina quede entre nosotros.
—Lo primero, sí. Pero, ¿por qué lo segundo?
—¡Amigo mío! La recomendación de Jimmy el Pelma podría servirte de algo si hubieras optado por la Iglesia… ¿qué pasa?
—Nada.
—¡Pero no te va a servir de mucho en un servicio de combate! ¡Dios mío! Sería como si el pobre Byng fuera testigo de tu valor.
—¡Eso no dice mucho del servicio!
—¡No, no!
—Bueno, por lo menos hemos logrado que te olvides de tus problemas de momento. Ya puedes salir de guardia e irte a dormir.
—Tengo que terminar la guardia contigo.
Pareció sorprendido ante mi tono serio y decidido, e incluso se rió un poco. Como he dicho, creo que entonces no había comprendido todavía por qué me había dado una excusa para sacarme del camarote durante cuatro horas de la noche, ¡y yo creía de verdad que hacía un servicio útil! Ahora me río un poco, igual que él entonces. Pero, efectivamente, la guardia cambió poco después de que dijera él aquello. Fui a mi litera, vadeando entre aguas que corrían y cantoneaban de un lado a otro del vestíbulo. El viento rugía, pero por lo menos no atronaba. No puedo decir que durmiese, pues me quedé a la escucha de Prettiman, que creo debe de haber estado sumido en un sueño inducido por las drogas, pues no dio ni un grito.
El resto de la noche lo pasé mal. Por fin me dormí, pero a una hora en la que ya debía de ser pleno día fuera. Sin embargo, me desperté decidido a quedarme donde estaba y donde parecía que por lo menos no podría hacerle daño a nadie. Pensé que ahora podía dar un tipo de grito que Prettiman ya no podía dar.