Y así era. Por mucho que las olas nos persiguieran y trataran de alcanzarnos, cuando llegaban a aquella franja plateada ésta las domeñaba más de lo que hubiera podido hacer un peñasco o —de haber sido posible— un rompeolas o un muelle. ¡Es una maravilla del mundo físico cómo un aceite vegetal, exprimido de la más tierna y efímera de las invenciones de Natura, puede someter la ira de una tempestad, igual que Orfeo hizo dormir a Hades! Ya sé que se opina de esto que es un lugar común, ¡pero sólo lo opinan aquellos cuyas vidas no se han visto salvadas por una capa tan fina y tan frágil! El sendero de plata se extendía ya hasta unas cincuenta yardas de nuestra proa, y el maligno mar no tenía tiempo en aquellas cincuenta yardas de agua sin aceite para organizar su furia. Seguíamos subiendo y bajando. El agua seguía elevándose sobre nuestros flancos y convirtiendo en una bañera el combés, encima del cual vibraban y se retorcían las negras barloas de seguridad, pero nuestro movimiento se había suavizado de una forma que salvaba nuestras vidas.
—¡Charles! ¡No lo hubiera creído!
Me hizo una seña para que bajáramos del castillo a la toldilla. Bajé y me condujo al refugio del mamparo.
—Quería que vieras que también yo tengo mis ideas.
—¡Jamás lo he dudado!
Se rió nervioso.
—Normalmente, tendríamos que ponernos al pairo y lanzar el aceite sobre las amuras, ¿comprendes? Entonces el barco se quedaría más o menos quieto y tendríamos una enorme superficie de aceite a barlovento, pero ahora no nos podemos permitir tanto tiempo. Tenemos que seguir adelante. He de decirte que nuestras reservas de aceite vegetal son limitadas, pero mientras duren, podemos correr a salvo la tormenta que nos sigue, aunque esta seguridad sea relativa.
—¿Mientras dure el aceite?
—Exactamente.
—¿Y el bombeo?
—El bombeo tendrá que aumentar, naturalmente. Pero no demasiado.
Hizo un gesto con la cabeza, avanzó laboriosamente por la toldilla, habló con el contramaestre y después, impulsado por el viento, descendió rápidamente y a trompicones al combés y desapareció de la vista. Yo hice lo mismo, a mi vez, sin decirle nada al oficial de guardia, por una vez con rara obediencia a las órdenes permanentes del capitán. Entré en el salón de pasajeros y llamé a gritos a Bates, que me trajo alubias y un poco de cerdo.
—Y también coñac, Bates.
Se fue a buscarlo y yo seguí sentado, protegiendo la comida, pero volviéndome a un lado para contemplar nuestro aceite, nuestra senda de plata. A lo lejos volvía a escuchar aquel grito terrible del moribundo Prettiman. Le deberían haber dado como regalo de boda el láudano, pensé. Todos lo necesitábamos. Aceite o no, lo mejor para todos nosotros sería la inconsciencia. Me quedé sentado varias horas, atontado por el mar, hasta que por fin la oscuridad me hizo ir a la litera. ¡Ahora parecía como si la regularidad misma de nuestros movimientos, por inmensos que fueran, nos dieran tiempo para la reflexión! No puedo decir que durmiera. Tenía conciencia de que el barco seguía cabeceando y de que estábamos vivos. Nada más. Creo que la falta de sueño casi me hizo perder la cabeza.
Es poco lo que recuerdo de la guardia de media de aquella noche, aunque para mí fue breve. Cuando me llamaron, me fui abriendo camino en medio de aquel viento constante hasta la toldilla y me acurruqué al refugio de popa. Sí recuerdo la luz, pues era una luz de tormenta e indescriptible, que es uno de los motivos por los que la gente que nunca la ha visto, no cree en ella. ¡Parecía algo inherente a la atmósfera misma!
Al cabo de un rato Charles se me acercó y se acurrucó también.
—Vuelve al camarote, Edmund. Aquí no puedes hacer nada.
—¿Cuándo va a parar?
—¿Cómo voy a saberlo? Pero tienes que bajar. Cumbershum se ha caído.
—¡Ah, qué terrible! Si hasta Cumbershum…
—No se ha hecho daño. Quiero decir que si alguien tan acostumbrado a este tipo de cosas… ¿comprendes? Vamos. Iré contigo al castillo. A ti lo que más te conviene es la litera. ¡Quédate en ella!
Aquella conversación no fue precisamente heroica. Lo único que puedo aducir es que si me atreví a salir a cubierta durante aquellas veinticuatro horas, eso fue más de lo que lo hizo ningún otro pasajero. Dudo que tuvieran más miedo que yo. Quizá es que sencillamente tenían más sentido común. En el salón de pasajeros Bates me dijo que los emigrantes y los marineros que no estaban de guardia habían recibido permiso de Charles para seguir teniendo las hamacas tendidas y para yacer en ellas. No puedo imaginarme en qué estado se hallaba aquel puente hacinado, pues de vez en cuando las olas parecían invadir el combés y bajar al castillo de proa como una cascada. Cabeceábamos algo, pero, aparte de eso, el barco parecía moverse arriba y abajo sin hacer guiños, como si fuera recorriendo un estrecho canal que le negara cualquier otro movimiento.
Por fin fui a mi camarote, caí en la litera y me quedé en ella, agotado, aunque no había hecho nada. Incluso logré dormir y me desperté en medio de una gris luz matutina mientras el viento seguía atronando. ¡Cómo me oprimió el pobre corazón aquel despertar a un ruido implacable y con aquel movimiento! ¿Qué efecto les estaría haciendo a las niñas? ¿O podrían sus padres y amigos persuadirlas de que todo iba bien? ¡Ah, no! Las pálidas caras, las temblorosas bocas hablaban en un idioma más claro que las meras palabras. La voz que trata de susurrar, que después se vuelve repentina e imprevistamente alta, los ataques de ira, las lágrimas, la histeria… ¡no, no creo que las niñas dejaran de darse cuenta, pobrecillas!
Empezó la tarde sin que se modificara nuestra situación antes de que lograrse animarme lo suficiente para salir de la litera. Lo hice impulsado por la más baja de las necesidades; después, con capote y todo, fui al salón. Allá estaba el señor Bowles, sentado bajo el ventanal y contemplando el vacío. Me senté a su lado y empecé también a contemplar el vacío, pero el sufrimiento ante aquel vacío tenía un matiz de camaradería. Al cabo de un rato habló:
—Bombeo.
—Sí.
—Dentro de poco nos necesitarán también a nosotros.
—Sí.
—Francamente…
Se produjo otro largo silencio. Después Bowles carraspeó y volvió a hablar:
—Francamente, me pregunto si debería abandonar toda esperanza, irme a rastras y agazaparme en mi litera…
—Yo ya lo he hecho. No sirve de nada.
Se abrió de un golpe la puerta del salón. Entró tambaleándose Olmeadow, el joven oficial del ejército, que se lanzó hacia el banco que había ante nosotros. Jadeaba. Tenía toda la cara manchada.
—Supongo… que ustedes creen que el barco entero está a su servicio.
—¿Eso es un insulto?
—¡Eso es digno de usted, Talbot! ¡Cuando tenga usted las manos así, entonces podrá hablar!
Las abrió para enseñárnoslas. Tenía las palmas llenas de ampollas y de sangre.
—Es del bombeo. ¡Se ha llevado a mis hombres sin ni siquiera pedirme permiso! «Sus hombres a bombear», fue lo que dijo.
—¡El señor Summers!
—Su compadre, el maldito teniente Summers…
—¡Retire usted lo dicho!
—¡Señores, señores!
—¡Estoy harto de usted, Oldmeadow! ¡Tendrá usted que responder de esto!
—¿Cree usted, Talbot, que le voy a pegar un tiro, para evitarle la molestia al mar? Le dije a Summers: «¿Por qué no puede usted llevarse a los pasajeros, Bowles, Pike, Talbot, Weekes, Brocklebank?» Hasta ese viejo borracho podría aguantar un minuto o dos. Yo estoy…
Oldmeadow se derrumbó sobre la mesa. Bowles se levantó y se dirigió trabajosamente hacia él. Oldmeadow gruñó:
—¡Déjeme en paz, maldito sea!
Se irguió y se dirigió a trompicones a su conejera. Bowles subió la pendiente, después la bajó hacia su asiento y cayó en él cuando el barco subía y lo golpeó. Allí nos quedamos sentados los dos sin decir nada.
A media tarde me separé de Bowles y fui al excusado, donde me senté junto a la cuerda vibrante que ayudaba a arrastrar tras nosotros los pellejos de aceite. Pese a aquella senda, el lugar parecía pasar tanto tiempo bajo el agua como sobre ella. Cuando volví al salón en medio de una cascada de agua, Bowles se había ido. Apenas había llegado a mi asiento cuando se abrió la puerta y entró Pike. Tenía muy poco que lo hiciera agradable a la compañía de otros hombres, pero no cabía duda: su diminuta estatura lo ayudaba claramente a no caerse. Esta vez llegó patinando, o quizá levitando, por la inquieta cubierta, y aterrizó en el banco frente a mí como un pájaro en una rama. Estaba pálido, pero parecía sereno.
—Buenas tardes, Edmund. Es una tempestad terrible.
—Ya pasará, señor Pike.
—Ay, Dios. Bowles, Oldmeadow… ¡y ahora tú! Sea: Richard.
—Parece más natural, Edmund, ¿no crees?
—No, no creo.
—Como más amistoso.
—Bueno, en… ¿cómo está tu familia… Richard?
—La señora Pike… quizás hayas sabido, Edmund, que hemos tenido unas palabras. Ocurre en todas las familias, Edmund, entre los casados…
—Lo dudo.
—Pero es que tú no estás casado, ¿o sí?
—¿Qué diablos quieres decir con eso?
—Los casados lo comprenden. Desde que el señor y la señora East han empezado a ayudar a la señora Pike, nuestras niñas van mejor, no cabe duda.
—Ya era hora de oír buenas noticias.
—Sí. ¿Sabes?, estoy convencido de que hace unas semanas, cuando la sonda arrancó un pedazo de la quilla de balance…
—Señor Pike, habla usted como un marino profesional.
—… Yo estaba convencido de que iban a morirse. Pero desde que adoptamos la idea del señor Benét, han mejorado inmensamente.
—¿Otra de las ideas del señor Benét?
—Dijo que se estaban debilitando por el mareo y por el movimiento continuo. Dijo que a Nelson le pasaba lo mismo.
—¡Ay, no!
—Dijo que Nelson hizo que le preparasen un catre de forma que se desplazara con el movimiento del barco. Dijo…
Me había puesto en pie y caí de lado.
—¡Pero esa idea la tuve yo!
—Dijo que si las poníamos en hamacas, los movimientos les resultarían más soportables y creerían que se trataba de un juego…
—¡Pero ésa fue exactamente la idea que tuve yo!
—No importa quién tuviera la idea, Edmund. Ha funcionado y desde entonces no cesan de mejorar.
—Fui allí, fui al camarote. Llamé y abrí la puerta. Estaba la señorita Granham. Me miró cuando abrí la boca para contarle esa misma idea, pero antes de que pudiera decir una palabra me… ¡me hizo callar! ¡Aquella mirada acerada! «Váyase, señor Talbot. No diga nada.»
—Como te digo, Edmund, no importa quién tuviera la idea, ¿no? Lo que importa es que están mejorando.
—¡Voy a estrangular a esa mujer!
—¿A quién, Edmund?
—Sólo porque él tenga el pelo amarillo y cara de niña… ¡que Dios fulmine y condene mi alma a la eterna perdición!
—¡Edmund, Edmund!
Me senté de golpe. Sentía calor bajo el capote y saltaba en el asiento. Volví a maldecir y me abrí el capote.
—¡Se ha dedicado deliberadamente a humillarme desde que nos conocimos!
—¿Por qué te enfadas? ¡Están mejor!
—Me alegro, Pike…
—Richard.
—Sea, Richard. Me alegro mucho. Tus niñas están mejor y eso es lo único que importa. Voy a…
—La señora East es muy amable. Les canta canciones y se las enseña. Creo que Phoebe no está dotada para la música, pero Arabella canta como un jilguero. Yo también tengo muy buena voz, ya sabes.
—Lo supongo.
—Estás hablando muy raro, Edmund. ¿Has estado bebiendo?
Supongo que siguió hablando. No le hice caso. Era muy difícil no hacerle caso. Cuando volví en mí, estaba solo.
—¡Bates! ¿Dónde diablo está mi coñac?
—Tenga, caballero. Me lo ha dado Webber. Tenemos que administrarlo con cuidado.
—Tráeme más.
—¿Caballero?
Le alargué la copa vacía y se la llevó. Allí empezó todo. Se trata de un período que todavía me avergüenza y que seguirá haciéndolo, creo. Una rabia alimentada por la rabia. Naturalmente, era culpa de la señora Prettiman… pero él, Benét, con aquel robo descarado de mi idea para ayudar a las niñas… la había aceptado de él, había aceptado de él lo que no quería aceptar de mí. «Váyase, señor Talbot. No diga nada.» Los dos coligados…
Llegó un momento en el que me encontré en pie en el vestíbulo sombrío, con el agua trazando diagonales y triángulos que se consumían contra las puertas y los mamparos. Tuve la idea de enfrentarme con ellos, pero, ¿dónde estaba Benét? Por eso fui a buscarlo y salí torpemente al aire, donde los pasamanos negros temblaban sobre el agua y bajo ella, y allí, como ordenado por el Destino, llegó precisamente él, quizá saliendo del castillo de proa, donde había estado, quizá, haciendo algo con su obra de hierro. No pareció verme, sino que se quitó el sombrero, se sacudió el pelo amarillo con aparente alegría al verse liberado del hedor de las cubiertas inferiores y, justo cuando estaba yo a punto de dirigirme a él, pasó apresurado a mi lado como si yo no existiera. Lo seguí inmediatamente al vestíbulo. Benét estaba examinando gravemente las órdenes permanentes del capitán, balanceándose al mismo ritmo que el barco mientras el agua de mar le bañaba las botas.
—¿Es que no conoce usted ya las órdenes permanentes del capitán, señor Benét? Más vale que se vaya a ocupar de sus cosas: robar ideas, arrancar pedazos del barco o agujerear la quilla con uno de los mástiles.
El señor Benét me miró «de arriba abajo». Si lo logró, pese a mi estatura, se debió a que yo me aferraba a la barandilla junto a mi camarote.
—El que haya un agujero o dos en la quilla de un barco no tiene importancia, Talbot. Si saca uno la estopa de un bote y clava un cuchillo en medio, si el bote va lo bastante rápido, toda el agua que se cuela va desapareciendo.
—¿Dónde ha robado usted esa idea?
—¡Yo no robo ideas!
—No estoy seguro de ello.
—El que esté usted seguro o no poco importa.
—Las niñas corrían peligro. ¡Todos corremos peligro, idiota!
—¡No me llame idiota! ¡Señor mío, no me insulte!
—¡Pues es usted un idiota!
—¡No se lo consiento! ¡Tendrá usted que responder por eso!
—¡Escuche, Benét!
Fue en aquel momento cuando, al menos en lo que a mí respecta, toda la conversación se fue haciendo incoherente. No quiero decir ininteligible, pues cada observación o frase por sí mismas tenían sentido. Pero juntas resultaban confusas. El señor Benét parecía estarme relatando la historia de su familia en tono cada vez más acerbo, mientras yo lo acusaba de deshonestidad. Él replicó que yo era un pérfido, ¡como todos los de mi raza! Repliqué con una amenaza de violencia e hice concretamente la sugerencia de pegarle un tiro a un joven de origen francés. A ello replicó él con una breve descripción:
—¡Ah, los ingleses! Cuando los ve uno por primera vez los encuentra desagradables, ¡pero cuando llega a conocerlos, el desagrado se convierte en auténtico odio!
Se abrió la puerta del camarote de Prettiman y asomó la señora Prettiman. Había vuelto a ponerse en traje de faena. Vio quiénes estábamos allí y volvió a desaparecer rápidamente. La abundante cabellera de la señora Prettiman estaba totalmente despeinada. Casi no habíamos visto de ella más que la cara y los cabellos. En el silencio entre Benét y yo que siguió a aquella aparición y repentina desaparición oímos un grito del señor Prettiman. Pero el silencio aclaró nuestra confusión y exacerbó la disputa.
En resumen, Benét y yo seguimos discutiendo junto a la puerta. Yo lo acusé claramente de robarme la idea para tratar a las niñas de Pike: hamacas, al estilo de Nelson. Lo negó diciendo que había llegado a la misma conclusión que yo, pero por su cuenta. ¡Decía creer más bien que yo le había arrebatado la idea de él, en lugar de lo contrario! Llegamos a una situación absurda, de mutuos empujones, durante la cual afirmé saber cómo ayudar al señor Prettiman, en cuyo momento creo que afirmó saber lo mismo y que había ido al vestíbulo pensando en ello. En aquel momento apareció en la puerta la señora Prettiman, con los cabellos decentemente tapados, y nos hizo unos reproches que nos habrían hecho calmarnos de no haber estado tan furiosos. Discutiendo y empujándonos al mismo tiempo, con voces y golpes, entramos en el camarote. Dijimos al hombre y la mujer lo que nos proponíamos, pero ambos al mismo tiempo. Prettiman gritó:
—¡Cualquier cosa, lo que sea, para poner fin a esta agonía! ¡Sí! ¡Denme la vuelta si ustedes quieren!
Benét lo tomó de los hombros, mientras la señora Prettiman nos gritaba. Él tenía las piernas fuera de la litera y trataba de no gritar. Le pasé un brazo bajo la cintura hinchada… la piel resultaba repugnante al tacto, dura como la madera y ardiente como un plato de comida. Benét me dio un empujón gritando algo, y yo me caí sobre las piernas del pobre Prettiman. De no haberlo sostenido el reborde de la litera, lo habría tirado al suelo. Ante mis ojos, el hombre se puso blanco, como si se le hubiera retirado la sangre de la cabeza. Se desmayó. Benét y yo, ahora compungidos y avergonzados, dimos la vuelta a aquel cuerpo exánime, volvimos a colocar las almohadas, ajustamos la ropa de cama con el máximo cuidado… La señora Prettiman habló con aquella voz acerada de institutriz:
—Lo ha matado usted.
Es verdad que los ojos pueden relampaguear. Yo lo vi.