(10)

Salí con cuidado a la cámara de oficiales. Webber estaba limpiando una esquina de la mesa larga con una aplicación desusada y de hecho inútil, pues la madera estaba demasiado manchada y rayada para sacarle brillo. Subí al vestíbulo y celebré llegar al combés y agarrarme a los estayes. Efectivamente, íbamos avanzando. Las cosas debían de haber sido todavía más propicias mientras yo estaba allá abajo con Charles, pues estaban arriando las arrastraderas en el palo mayor, en previsión de que siguiera arreciando el viento. Vi mucha luz a proa, pero a popa había unas nubes irregulares que no parecían tanto avanzar hacia nosotros como erguirse en forma de absurdos castillos en la tormenta. Podría haberme dado otro baño, pero no lo hice. Me mantuve a resguardo, pero contemplando aquello, hasta que vi que llegaba el primer golpetazo de lluvia a cubierta y salté para protegerme. A ello siguió al cabo de menos de un minuto una granizada de forma que los que estaban de guardia se refugiaron donde pudieron o se protegieron la cabeza con los brazos. Vi que uno de los hombres había saltado hacia la campana y estaba agachado allí, riéndose de los demás. El granizo desapareció incluso con más rapidez de con la que había llegado. Lo siguió, como si alguien hubiera descorrido el telón en una representación teatral, el viento, no la lluvia. En unos minutos el mundo quedó en tinieblas y el mar de color gris sucio. Después, asombrosamente, todo aquello desapareció y nos encontramos en medio del viento y del sol, de un sol esplendoroso, un sol de atardecer, un sol duro, amarillo brillante, sin rayos y yacente en el horizonte como una moneda de oro de una guinea. Pero fue desvaneciéndose al caer, al interponerse entre él y nosotros unas nubes pálidas, de modo que al mirar hacia atrás por el costado del buque, por el castillo de popa, vi que el sol se iba poniendo por un ángulo hacia el norte. Advertí unas finas nubes, justo en el cenit, que parecían avanzar lentamente mientras el viento soplaba moderado pero constante, aparentemente en su plenitud y anunciando que iba a soplar más.

Sonó la campanada del final del primer cuartillo. Se realizó el ritual en medio del viento y con el barco balanceándose otra vez. El señor Smiles y el señor Taylor bajaron de la toldilla.

—Bien, señor Smiles. ¿Qué le parece a usted este tiempo?

Pero, aparentemente, el señor Smiles no tenía opiniones en absoluto.

Me dirigí, como de costumbre, al salón de pasajeros.

Bowles y Pike estaban sentados a la mesa larga, bajo el ventanal de popa. Por la fuerza de la costumbre, el puesto central, mirando a proa, se había convertido en el mío, no sé por qué. Me había sentado allí al principio y así había seguido siendo siempre. Bowles, de forma parecida, se sentaba siempre al extremo de estribor de la mesa, que se extendía ante él. En cambio, Pike era un objeto móvil y se sentaba donde podía. ¡Y ahora estaba ocupando mi asiento!

—Cámbiese de sitio, señor Pike.

Tenía los codos apoyados en la mesa y la barbilla en las manos. Llevaba el sombrero ladeado. Cuando me oyó empezó a deslizarse en el banco, con los codos todavía en la mesa. Iba moviendo todo el cuerpo torpemente hacia Bowles.

—¿Qué le pasa, Pike… quiero decir Richard?

Bowles respondió en su lugar.

—Señor Talbot, por desgracia, el señor Pike se excedió un poco anoche.

—Le duele la cabeza ¿eh? ¡Dios mío, antes usted no bebía en absoluto! ¡Bueno, algo le hemos enseñado! Richard, cuando le duele a uno la cabeza, lo mejor es echarse…

Pero el señor Bowles estaba negando con la suya.

—¿Qué pasa, Bowles?

—No es el mejor momento. ¿Qué opina usted de este tiempo, señor mío?

—No sé si me creerá, pero el señor Smiles no ha tenido nada importante que decir.

El señor Bowles meneó la cabeza malhumorado.

—¡Nunca creí que fuera posible tener tanta hambre y sin embargo resignarme! ¡Nunca creí que pudiera soportar un estado constante de temor!

—Igual que Wheeler.

—No le envidio a usted su camarote, señor mío.

—A mí no se me aparta de mi deber por temor a las supersticiones.

—En un caso así puede venir bien la insensibilidad. ¿De qué deber habla?

—¿Insensibilidad? Permítame decirle, señor Bowles…

El barco cabeceó de repente y volvió a erguirse con igual prontitud. Al señor Pike se le cayó el sombrero de la cabeza. No intentó recuperarlo.

—¿Qué deber, señor Talbot?

—¡Eso es asunto mío, señor Bowles!

Tras aquello quedamos los tres en silencio. El único movimiento lo hizo el pequeño Pike. Cerró los ojos.

Entró Bates, abriendo mucho las piernas para contrarrestar el movimiento del buque, que ahora era incesante.

—¿Qué te parece este tiempo, Bates?

—«Tiene que empeorar antes de mejorar, caballero.»

Recogió los dos fanales y desapareció con ellos. Sonó el tamborileo de la lluvia en el ventanal.

—Todos dicen lo mismo.

—¿Quiénes, Bowles?

—Todos… Cumbershum, Billy Rogers, ahora Bates.

—O sea, que nos espera una buena.

Se produjo una larga pausa. Volvió Bates con los dos fanales. Uno de ellos estaba encendido.

—¿De qué lado lo quieren, señores?

Bowles tenía un codo apoyado en la mesa. Señaló hacia arriba con un dedo de esa mano. Bates llevó el fanal encendido al lado de estribor y lo colgó, después tomó el otro y lo colocó enfrente. Nuestras sombras iniciaron sus movimientos implacables sobre aquella mesa nada festiva. Parecía como si el movimiento fuera en aumento a cada minuto.

—Por lo menos los mástiles…

—Aguantan. Sí, señor Talbot. Fue una idea brillante y brillantemente ejecutada por parte de un oficial joven. Creo que los pasajeros deberíamos asegurar que no se quede sin recompensa.

—Dejemos que la armada cuide de sí misma, señor Bowles.

—¿Ha pensado usted siempre lo mismo, señor Talbot?

El barco dio un salto. Reapareció Bates.

—Tengo que servir a las damas en sus camarotes, señores. ¿Quieren ustedes comer sus alubias con cerdo como de costumbre?

—¿Qué crees tú, Bates? ¡Tráelo aquí!

Me di la vuelta en el asiento, me protegí la vista del fanal y traté de ver qué aspecto tenía el mar. Había mucho oleaje. Ninguno de nosotros tuvo nada que decir.

Volvió Bates con platos de alubias con cerdo. Pike se levantó tembloroso, fue tambaleándose y cayó en el banco colocado detrás de la mesa más pequeña. Clavó en él los codos y volvió a adoptar la misma postura que antes. Examiné mi plato con desagrado.

—¡Esto es poquísimo, Bates!

Bates hizo una pequeña pirueta de baile, gracias a lo cual se mantuvo en donde estaba.

—Ah, señor, es verdad, pero está muy duro y le llevará el doble de tiempo comérselo que si le dieran a usted la misma cantidad en su casa.

—¡Vete al diablo!

—A la orden, caballero. ¿Qué pasa, señor Bowles?

—Más vale que te vuelvas a llevar este cerdo, Bates. No estoy en condiciones.

—Con su permiso, señor Bowles, sería mejor que lo comiera. Es lo único que tenemos, señor, y mientras pueda usted retenerlo, tanto mejor.

—Para mí coñac, Bates.

—El coñac está bien, caballero. Tenemos mucho coñac. Pero se nos ha acabado la cerveza fuerte y tendremos que conformarnos con la ligera, señor. ¿Quiere usted coñac para mejorar el gusto del agua, señor Talbot?

—Suponiendo que sea posible.

—El señor Cumbershum utiliza el coñac para reforzar algo la cerveza, caballero.

—Pues voy a probar su sistema. ¡Dios mío! ¡Este cerdo debe de ser de hierro!

Para mi gran asombro, Bates se fue corriendo hacia atrás. Al final de su carrera, cuando estaba un poco más elevado que los que estábamos sentados a la mesa, volvió a correr hacia adelante. Bowles se llevó las manos a la boca, se puso en pie y volvió a sentarse de golpe.

—¿Está usted bien, Bowles?

Bowles gruñó:

—¡Qué pregunta más idiota!

Volvió a ponerse en pie y se fue tambaleando. Bates le abrió la puerta.

—Creo, Bates…

También yo me puse en pie y fui cuidadosamente hacia la puerta. Logré llegar al camarote sin vomitar, pero después cambié de idea y me acerqué a trompicones al combés. Me agarré a los obenques de mayor… a veces los llamo obenques y a veces cadenas, términos ambos que son imprecisos, aunque no contradictorios. Nunca me he molestado en comprender la complejidad de aquella parte del aparejo, salvo el hecho de que mantenía tieso el palo mayor y que hasta cierto punto se podía ajustar según las circunstancias. Siempre me agarraba a lo que pudiera. Aquella vez fue una cosa enorme de madera que tenía un agujero, creo que lo llaman vigota ciega, o algo así. Me quedé agarrado a aquello y vi ante nosotros un horizonte que unas veces se inclinaba de un lado y otras de otro. Había arreciado el viento, pero no mucho. Llevaba varias horas aumentando, pero lentamente, y empecé a percibir aquel aumento inexorable como el motivo de la respuesta malhumorada y aprensiva a la pregunta que hacíamos siempre los pasajeros.

«Tiene que empeorar antes de mejorar.»

Una vez más, es cosa de la marinería, de ese idioma tan económico y expresivo. Lo mismo podrían decir: «¡parece que sopla!» «¡Parece que va a moverse!» Pero en la frase de advertencia se advierte un reconocimiento de ignorancia, como si esos seres cubiertos de sal reconociesen que el mar siempre puede hacer más de lo que uno espera y dentro de nada va a hacerlo.

Me di la vuelta y miré, entornando los ojos, hacia el castillo de proa del lado de babor. Lo que se avecinaba estaba allí, sobre aquel horizonte ya invisible. El viento era constante como el propio fluir del tiempo, e igual de inexorable. De pronto, me sentí muy cansado. No era el hambre ni el mareo. Era una terrible conciencia del peligro que corríamos y de la prueba todavía mayor a la que estaba a punto de hacer frente nuestro viejo barco absurdo. No deseaba nada más que lograr la inconsciencia, y para ello no había más que un lugar al que ir. Volví a trompicones, bajé por el vestíbulo y me dejé caer en la litera.

Cuando me desperté ya no sentía náuseas, pero me quedé donde estaba, pues el movimiento había aumentado mucho. Por fin me hice fuerte, fui al salón de pasajeros y comí como pude lo poco que había. Estaba solo. No me aventuré hacia el combés, pues veía cómo corría el agua por cubierta. Unos minutos antes de medianoche, cuando me abrí camino hacia la toldilla, me había recuperado del peligro de sentir náuseas. Supongo que aquellas horas de inmovilidad, o de relativa inmovilidad, si es posible tal cosa, habían recordado en demasía a mis extremidades lo que era estar en tierra, y ahora tenían que readaptarse a la triste realidad de nuestra situación. La noche no estaba oscura, pues aunque la luna estaba tapada por las nubes, éstas no eran lo bastante densas para impedir que aquella luminaria derramase su luz por todas partes. No era una noche blanca como la anterior, pero sí una noche clara. Aquel viento constante que soplaba interminablemente desde el oeste había ido aumentando su fuerza, y las olas sucesivas quedaban silueteadas, con espuma en las crestas. Charles estaba delante de mí y me hice a un lado mientras se realizaba el pequeño ritual del cambio de guardia. Una vez entrada en servicio la nuestra, Charles se acurrucó al abrigo de la popa. Fui a apoyarme en la escala a su lado.

—¿Te sientes algo mejor?

No respondió durante un momento. Miraba hacia las amuras, pero no creo que viese el barco en absoluto.

—Sé buen chico, Edmund.

—¡Claro! Pero, ¿cómo?

—Olvídate de este asunto. Totalmente. A mí me resulta doloroso y para ambos resulta peligroso.

—¿Pero cómo puedo…?

—¡Déjalo!

—Sí, claro. Si lo deseas.

Tenía la escala a mi lado. Subí lentamente por ella a la parte superior de la toldilla. Aquel brillo difuso iluminaba ahora nuestra nube de velas en los tres palos. No cabía duda de que nuestro viejo barco estaba haciendo todo lo posible por llevarnos hacia Sydney Cove. Repelió una ola con una amura, y otra al nivel aproximado del palo de mesana. La estela era visible, un agua al mismo tiempo lisa y agitada ante la cual morían las olas al ir llegando éstas hacia nosotros. Debajo de mí, Charles salió de su refugio y fue a la regala de la toldilla de proa. Allí se quedó, con las manos metidas en los grandes bolsillos de su capote de hule y las piernas muy separadas. Evidentemente, esta guardia de media iba a ser diferente de la otra, y no sólo por el tiempo que hacía. Me pareció que Charles necesitaba ánimos.

—¿A qué velocidad vamos, Charles?

—No había oído que me acercaba, pues se alarmó al oír mi voz.

—No lo sé. Siete nudos. Quizá siete y medio.

—Aproximadamente ciento ochenta millas en veinticuatro horas. ¿Nos está entrando más agua?

—El arca de bomba se llena en una hora. La naturaleza nos está metiendo prisa y cobrándonos la cuenta por su ayuda.

—¿No deberíamos, pues, reducir velamen?

—¿No tienes hambre tú igual que todos?

—Ya entiendo. Claro. Verdaderamente nos hallamos en una situación infernal.

—Y todavía falta lo peor, Edmund. Detrás de este viento hay algo.

—¿Cómo puedes saberlo?

—Me refiero a una cuestión de escala. Esta vez el viento va en aumento… y también la calidad del viento.

—Ahora me preocupas de verdad.

Lo dije para darle una oportunidad de olvidar sus propios problemas al tratar de que yo me deshiciera de los míos. Pero no lo logré. Siguió sin mirarme a mí, sino a las amuras que, en la medida que yo pudiera ver, no necesitaban para nada su atención, y se limitó a asentir. Aquello se parecía extrañamente a lo que el señor Benét habría llamado un congé. Fui al cuaderno y examiné las cifras escritas en él. Ocho nudos, siete y medio, ocho y medio. Abajo estarían bombeando, no por guardias, sino por horas. Como si hubieran sentido lo que yo estaba pensando, el personal de la toldilla realizó el ritual de largar la corredera. Ocho nudos. ¡El contramaestre me comunicó a mí sus cifras! Se las repetí solemnemente a Charles, que de hecho debió de oírlas con tanta claridad como yo.

—Anótelas, señor Talbot.

—A la orden, señor.

¡En el castillo de proa la campana del barco sonó dos veces y después otra!

—¡Charles! ¡Se ha equivocado! ¡Debería ser una sola campanada!

—Por el amor del cielo, hombre, ¿no has oído nunca hablar de la «distancia navegada al este?» Avanzamos una hora cada quince grados de longitud que corremos hacia el este. Aproximadamente una vez por semana perdemos una campanada en la de media, con lo cual hemos de iniciar la guardia de salida con tres campanadas.

—Supongo que la gente que está ahí en el castillo de proa piensa que pierden una parte de sus vidas, igual que cuando se sustituyó el calendario juliano por el moderno.

—No me interesa lo que piensen. ¡Que cumplan con su deber y piensen lo que quieran!

—¡Señor Summers! ¡Charles! ¡Eso no es digno de ti! ¡Vamos! ¡No me desilusiones, viejo amigo! ¡Pero si yo te considero la personificación de la ecuanimidad!

Quedamos ambos en silencio durante un rato. Después se apartó de la borda y se irguió.

—El hierro sigue caliente.

Ahora me correspondió a mí quedar en silencio, pues era evidente que él no podía dejar de pensar en el trinquete y en Benét. No supe qué hacer y me dediqué a pasearme sin rumbo por la toldilla para matar el rato. Al cabo de una hora se volvió a largar la corredera y todo se repitió, sólo que ahora el barco avanzaba algo más de ocho nudos, dijo el hombre, pero no lo suficiente para apuntarlo. Anoté ocho nudos y volví a apoyarme en la escala de popa. Aquella guardia duró tres horas, en lugar de cuatro. Charles pasó la mayor parte de ella sin hablar y sin ni siquiera mirarme. Aquello me irritó y me preocupó tanto que cuando salíamos de la guardia y bajábamos de la toldilla se lo reproché.

—El silencio lo puedo soportar, Charles. Pero que no se me mire… ¿Qué he hecho yo?

Se detuvo en el escalón más alto de la escala de bajada a la cámara de oficiales, pero seguía sin mirarme.

—Tú no has hecho nada. Me siento humillado, y nada más.

Siguió bajando, como abrumado. Yo, tan abrumado como él, me fui a la litera, pero la pena no bastó para mantenerme despierto.

Era casi mediodía cuando sonó un golpe a mi puerta y me desperté en la litera, totalmente vestido, ¡con capote y todo! ¡Me había bastado con poner la cabeza en la almohada!

—¡Pase!

Era Charles, pero ahora más alegre, con el rostro animado en la mañana.

—¡Repróchame lo que quieras, Edmund! Pero he estado dando vueltas al barco, mirando a la gente a la cara, mirándolos a los ojos. ¡Anderson, Cumbershum, incluso Benét! ¡Pero si está medio dormido! ¡Ven!, tengo que enseñarte algo.

Estaba a punto de expresar mi sorpresa cuando nos vimos interrumpidos por un grito terrible lanzado por Prettiman. Incluso Charles, pese a que debía de estar inmunizado contra los sufrimientos de los otros, hizo una mueca al oírlo.

—Vamos a cubierta. ¡Vamos, Edmund! Tienes que ir con cuidado. El tiempo ha empeorado, como me sospechaba.

Avanzó delante de mí hacia el combés, donde el agua espumarajeaba a la altura de las rodillas y después desaparecía.

—¡Dios mío!

—¡Arriba!

Ahora empezaba por fin yo a comprender lo que era el Mar del Sur. No teníamos más que una fracción de velamen. Parecíamos cabecear menos. Subí la escala como pude en contra del viento y, cuando salimos al espacio abierto de la toldilla, experimenté algo que no me hubiera parecido posible. El viento, que en otras ocasiones me había parecido lo bastante fuerte para abrirme la boca con su impacto, ahora me hacía lo mismo en los ojos, y por mucho que apretase los párpados, los hacía abrirse un poco, de modo que no podía ver más que una luz confusa. Fui al refugio de popa y aprendí a hacerme una visera con las manos, lo cual me permitía ver con más o menos claridad.

—Arriba del todo. ¿Te atreves?

Subió trabajosamente la escala, y yo lo seguí. Eso era aire libre. Vibraban hasta los fanales en su obra de hierro pintado. Avanzamos aferrados a la barandilla, y después, con los ojos abiertos por la fuerza del viento, nos volvimos de lado y tratamos de percibir algo, pero sin éxito. No era extraño. No parecía haber nada que distinguiera el viento del agua, el agua pulverizada de la espuma, las nubes de la luz, el rocío de la lluvia. Bajé la cabeza y me examiné el cuerpo. Seguía teniendo una sombra. Pero no se debía a la ausencia o la disminución de la luz, sino a la ausencia de niebla, de lluvia, de agua pulverizada. Charles tenía la misma sombra, y ahora, al mirar yo de lado contra el viento, vi que todos los elementos de la barandilla, los soportes de carga, la propia barandilla, tenían la misma sombra.

—¿A qué hemos venido aquí? ¡No hay nada que ver! ¿No basta con la guardia de media?

No se dio la vuelta ni replicó, sino que hizo un gesto de silencio, quizá irritado. Los marineros arrastraban y levantaban aquellos mismos pellejos curiosos y tambaleantes que tanto se parecían a cuerpos humanos en la semioscuridad. Ahora vi que estaban llenos de un líquido y atados a cuerdas. Charles llevaba un gran punzón de velero en la mano y pinchó varias veces los pellejos.

—¡Al agua con ellos!

Los hombres apoyaron los pellejos en la barandilla y los echaron al mar. Surgió una ola, toda una meseta de agua en movimiento. En su superficie apareció una ola secundaria, se vio arrancada por el viento atronador y se lanzó contra nosotros como una tormenta de lluvia.

—¡Firmes!

Me di la vuelta y miré a proa a tiempo para ver cómo ésta se deslizaba hacia abajo desde la meseta, que había corrido más que nosotros. Sentí que se levantaba la popa. Me di la vuelta y vi que nos seguían otras mesetas, cada una de ellas ocultando en parte a la siguiente, una procesión monstruosa que iba cubriendo incesante el mundo y creando un lugar que desde luego no estaba hecho para los seres humanos.

—¿Qué has hecho?

—Mira.

Seguí la dirección que me indicaba. Una de las mesetas se había levantado lentamente, con toda la agitación del agua atormentada en su superficie, dispuesta para lanzarse contra nosotros. Después, en el extremo más distante de lo visible, vi un brillo plateado. Estaba extendiéndose, formando una especie de senda a nuestra popa, no muy distinto de la senda de luz que vemos en el agua bajo la luna o el sol. Pero era de un plateado muy suave, brillante y sin matices. Era tan clara como una senda en tierras arcillosas. Brillaba bajo las contorsiones de la espumilla, las olas sobre olas que volaban al aire como aves de pesadilla.

—¡Aceite!

Un lugar no hecho para el ser humano; quizá para los dioses marinos; para esa grande y última fuerza que sin duda debe apoyar a todo el universo y ante la cual los hombres no pueden hacer más que expresar las palabras que definen la vida y controlan la experiencia de los que viven.

—Aceite para calmar las aguas.