(9)

¡Y después me dormí! El motivo era el comportamiento totalmente inesperado de nuestro mundo. Vivíamos en medio de ruidos de un tipo u otro. Siempre oyendo el sonido del mar contra el casco, los ruidos del barco, las pisadas en la cubierta, los silbatos, acá o allá una voz alta y viril que maldecía, chirridos y golpes del aparejo, gruñidos del maderamen; en aquellos días con demasiada frecuencia los ruidos de una pelea en una u otra parte del barco; una vez, una pelea de verdad. Pero lo que me ayudó a caer profundamente dormido fue sencillamente el silencio. Quizá en nuestra parte del barco la gente estuviera agotada por la boda, pero no sé si ése era el motivo. Charles dio a la tripulación un respiro y mantuvo el menor número posible de marineros de guardia. Como suelen hacer ellos en estos casos, el resto se fue a dormir y yo también.

¡Lo que me devolvió al mundo de la realidad fue el ruido que hacían al ponerle los grilletes a Deverel! Me desperté alarmado y después comprendí que aquel golpeteo metálico procedía del extremo de proa, de los ojos del barco, y que debía tratarse de Coombs, el herrero, que trabajaba en su forja. ¡Había llegado el momento! Como estaba totalmente vestido, salté de mi litera, me puse las botas de agua y fui corriendo al combés. El mar se extendía ante mí como una capa de moaré, de un azul claro, y cierta neblina reducía el sol a un redondel blanco, muy parecido a la luna llena. No había ni un soplo de viento. ¡Benét y el capitán habían hallado su calma chicha! Saqué el fanal del camarote, lo encendí y después fui bajando la llama. Bajé las escalas, más allá de la cámara de oficiales y volví a dirigirme a la santabárbara. Por primera vez la encontré vacía, salvo por la presencia del anciano guardiamarina Martin Davies, que me sonrió vacuamente desde su hamaca. Le devolví la sonrisa, dado que era imposible no hacerlo, y después me fui abriendo camino hacia proa. Inmediatamente tuve que subir la luz del fanal. Fue un avance goteante y húmedo, pero aquella vez, por fortuna, constante. Incluso aquellos fanales que bailaban en la santabárbara estaban inmóviles y ahora, entre el fanal y la calma chicha, podría haber ido corriendo por las estrechas tablas entre los montones de provisiones. Vi cosas que hasta entonces solamente había sentido, u olido o escuchado: una enorme columna que debía de ser el cabrestante de arrastre, el brillo empavonado de cañones de veinticuatro libras, todos ellos «con sus tapabocas, engrasados e inclinados hacia abajo», y, más allá de ellos, pues no se trataba más que de tubos de hierro, el brillo calmo del agua y el barro de nuestras sentinas. Dos muros, en su mayor parte de madera e irregulares, de cajas de embalaje, cajones, sacos y bolsas de todos los tamaños, algunos aparentemente suspendidos sobre mi cabeza… pero no hay forma de describir aquella bodega, apenas entrevista, parcialmente comprendida, con un camino estrecho de tablas que llevaba desde allí hasta la sobrequilla. A mi derecha había una escala que el señor Jones había fijado con cuerdas como entrada a aquella especie de desván que había confiscado para utilizar como dormitorio, sala de estar y oficina. Preferí no hacerle caso y me fui abriendo camino hacia la inmensa mole del palo mayor y las bombas…

—¡Alto ahí! ¿Quién va?

—¿Qué diablo?

—¡Rediez! Pero si es lord Talbot, quiero decir el señor Talbot, caballero. ¿Qué hace usted aquí, caballero? Casi le hago un agujero en la barriga, con su permiso, señor.

—Voy a…

Sonó un ruido atronador por encima de nosotros. Tuve que gritar:

—¡Voy a proa!

El cabo también tuvo que gritar:

—Órdenes, señor, ¡lo siento, señor!

Cesaron los ruidos durante un momento.

—Mira: el primer oficial debe de estar ahí a proa. ¡Ve a preguntarle!

El suboficial parecía dudar, pero el cabo que estaba con él tenía algo más de sentido y envió a uno de sus dos hombres a decirle a Charles que me había presentado yo. Volvió diciendo que tenía que esperar, lo cual me bajó un tanto los humos, pero me apoyé en algo que había a mano —no sé lo que era— y esperé, tratando de adoptar el aire más despreocupado posible. Sin darme cuenta, apagué el fanal. El grupito no hizo ningún comentario.

A proa de nosotros se veían luces y se oían ruidos. Parte de las luces eran del día, como si se hubieran abierto escotillas y claraboyas dada la importancia de la operación. Otras luces echaban humo y de vez en cuando emitían un resplandor rojo. Incluso vi cómo saltaban una o dos chispas al otro extremo del espacio abierto, donde estaba realizando el trabajo. Éste se convirtió en un golpeteo constante de martillo sobre hierro, como si estuvieran poniéndole herraduras al barco. Entre aquella luz humeante y los ruidos metálicos me sentí volver repentinamente al mundo de establos y arneses y caballos, y al calor del fuego de un herrero. Pero aquello pasó rápidamente, pues lo que hacían empezó a producir otro tipo de sonido: un golpeteo monótono, como el de un mallete sobre madera. Guiñando los ojos hacia la luz, y elevando tontamente el fanal apagado —es imposible no alzar un fanal al mirar, cuando se lleva uno—, logré ver entonces algunas de las estructuras que se habían levantado para impedir que el mástil se desplazara. Aquellas enormes cuerdas que iban tan tensas desde el mástil hasta los pernos al costado de la bodega estaban adrizándolo. Los tablones apoyados en el ángulo contra él actuaban como cuñas de apuntalamiento. Mientras miraba, paró de repente el golpeteo monótono, se oyó un grito y cayó uno de los tablones, con una reverberación atronadora. Me asustó y asustó a todos los que lo oyeron, pues surgió un clamor repentino en torno al mástil, pero quedó sencillamente reducido por el famoso «rugido» del capitán, que, a decir verdad, celebré mucho oír, pues sugería la seguridad y la conciencia de lo que se debía hacer. Al cabo de un momento —con un resplandor más brillante y más golpeteo sobre hierro y después sobre madera— cayó otro tablón, pero esta vez sobre algo más blando, pues no sonó más que un leve choque. Después esperé largo rato, mientras primero aumentaba y después disminuía la luz llena de humo, que por último desapareció.

Entonces empezaron los chirridos y los crujidos del metal que golpea sobre metal. Se repitieron una vez tras otra. Después, silencio. Estaba empezando a desaparecer la luz.

¡Bang! Era metal que se contraía, creo. A ello siguió otra vez el chirrido del metal y después otro golpetazo.

Oí un repentino clamor interrumpido por otro «rugido» del capitán. Estaba allí: ¡podía verlo, podía verle la cabeza con el tricornio! Estaba junto al pie, la carlinga, la coz, la espiga, o lo que fuera, y una vez más, al caer el último tablón, su rugido fue superior al ruido que hizo aquél.

—¡Silencio!

Bang.

Bang.

¡Bang!

Silencio.

El capitán habló con su voz normal:

—Adelante. Sí, señor Benét, adelante.

La voz de Benét:

—¿Qué te parece, Coombs?

—La última l’ha hecho un bujero, mi comandante.

Un nuevo silencio. El quejido de un metal que se contrae y enormes chirridos y rozaduras del palo.

La voz de Benét:

—Agua. ¡Inmediatamente!

¡Un chisporroteo enorme y constante! Surgía vapor en el espacio abierto.

Se produjo otra pausa, que pareció interminable a medida que iba elevándose y desapareciendo el vapor. El mástil chirrió y crujió.

—Bien, muchachos. Adelante.

Una tras otra, las sombras oscuras de los marineros treparon por las escalas. Entonces se oyó la voz del capitán. Hablaba en voz alta y quería que todos los oyeran.

—Bien, señor Benét, puede uster estar contento. Creo que ésta fue idea suya. También tú, Coombs.

—Agradecido, mi capitán.

—Mencionaré a ustedes en el diario de navegación.

—Muchas gracias, mi capitán.

—Señor Summers. Venga conmigo.

Vi cómo sus formas oscuras ascendían la escala justo a proa del palo de trinquete. Llegó un marinero en mi busca:

—El señor Benét dice que ya puede usted venir a proa, señor.

—¿Ah, sí? ¿De verdad?

Avancé hacia el palo y miré en mi derredor. Allí estaba Benét. Incluso con aquella luz vi que tenía la expresión de triunfo más absoluta que jamás había visto yo en rostro humano. Miré en torno a mí con profunda curiosidad. Evidentemente, la operación había tenido éxito. No podía hacer más que examinar y tratar de comprender el método seguido. El enorme cilindro del palo de trinquete atravesaba el techo de cubierta y parecía penetrar en un bloque cuadrado de madera. Como el palo tenía una yarda de diámetro, cabe imaginar las dimensiones del bloque de madera en el que se asentaba. Supongo que tendría algo así como seis pies cúbicos. ¡Qué árbol! No había visto un bloque de madera así en mi vida. A su vez, éste descansaba en un madero que recorría el barco a todo lo largo por encima de la quilla: la sobrequilla. Frente a mí, al lado de popa de la carlinga, había una plancha de hierro de la cual sobresalían unos pernos enormes. O sea, que aquéllos eran los pernos puestos al rojo vivo, o al blanco, en medio de toda aquella madera seca como yesca con peligro de convertir a todo el barco en una hoguera. En la superficie de la madera ya no se veía la enorme grieta causada por el balanceo del palo. ¡Como mínimo estaba cerrada y bien cerrada! ¡Dios mío, la mera fuerza del hierro al enfriarse había aplastado aquel enorme bloque de madera, de forma que la superficie se había elevado en todas partes en forma de arrugas paralelas! Era impresionante. Me salieron las palabras sin que yo lo quisiera:

—¡Dios mío! ¡Dios mío!

La expresión del señor Benét no había cambiado. Contemplaba el hierro. No movía más que los labios:

Bellísima forma, velóse tu faz,

Con calor y frío secó la humedad,

Son modos… son modos…

Se le fue apagando la voz. Por fin pareció verme y no creo que su abstracción fuera fingida. Adoptó un gesto de persona sociable.

—Bien, señor Talbot. ¿Comprende usted lo que está viendo?

—Supongo que existe otra placa como ésta al otro lado del bloque… de la carlinga.

—Y los pernos atraviesan las dos.

—¡Dentro tiene que estar ardiendo!

Desechó mi comentario con un gesto de la mano.

—Durante un momento, nada más.

—¿Pretende usted hacernos morir a todos en un incendio antes de que terminen con nosotros los demás peligros? ¿O se propone usted mantener éste en reserva por si logramos superar los otros riesgos que corremos?

Tuvo la amabilidad de sonreír.

—Cálmese, señor Talbot. El capitán Anderson padeció el mismo error, pero gracias a nuestra maqueta, Coombs y yo logramos convencerlo. Los conductos son mucho más anchos que los pernos. No puede entrar el aire. Cuando al aire se le priva de oxígeno (que es su aire vital, señor mío) comienza a enfriarse y dentro de los conductos no queda más que una capa de carbón. Pero, ¿ve usted de cuánta fuerza disponemos?

—Es aterrador.

—No hay nada que temer. Raras veces he visto algo tan majestuosamente hermoso. ¡El palo quedó tieso en cuestión de minutos!

—De forma que ahora podemos utilizar el mástil. Y el palo mesana. Aumentará nuestra velocidad. Llegaremos antes.

Me sonreía amablemente.

—Está usted empezando a comprenderlo.

Tuve en la punta de la lengua una respuesta irritada, pues empezaba a molestarme su condescendencia, pero en aquel mismo momento llegó del interior del hierro o de la madera un ruido fuerte que me alarmó.

—¿Qué ha sido eso?

—Algo que se ajusta. No importa.

—¡Sin duda ya estaba previsto!

Mi sarcasmo no tuvo éxito.

—Ese ruido era el final de una fuerza moderada. Bellísima forma, velóse tu faz

Era evidente que el señor Benét ya no estaba dispuesto a seguir conversando. Apoyé la mano descuidadamente en la plancha de hierro y la aparté inmediatamente.

—¡Eso debe de estar ardiendo todavía!

—No, no. Hay espacio de sobra. Mi primer verso es un tetrámetro. ¿Cómo diablo llegué a pensar que era un pentámetro yámbico? ¡Nos falta un pie! ¡Natura, se vela tu faz, tu admirable Forma! Ahora me va a costar trabajo la rima, porque tras personificar a Natura y mencionar a la «Forma», todo ello es platónico, que no era lo que yo deseaba.

Señor Benét, comprendo que está usted absorbido por la marinería, la ingeniería y la poesía, pero celebraría que tuviera usted la amabilidad de continuar nuestra conversación anterior. Ya sé que nadie debe entrometerse en los asuntos privados de un caballero, mas en cuanto hace a su servicio en el Alcyone, cuando conoció usted a la señorita Chumley…

Pero aquel extraño individuo había vuelto a quedar arrebatado.

—Norma, forma, horma. Ésa sería una rima consonante. O calma, salma, alma, rimas populares insoportablemente vulgares. El seco frío, el calor húmedo… ¿por qué no la seca humedad, el caliente frío…?

Era inútil. Los hierros volvieron a golpear y se oyó un eco apagado desde arriba. Empecé a subir las escalas hacia aquella luz diurna modificada y después salí a cubierta, donde el sol estaba ahora totalmente oscurecido por las nubes, y el mar más que rizado. La parte de proa del combés estaba llena de gente. Allí estaban los soldados de Oldmeadow, agrupados junto a la barandilla del lado de babor. Tenían en las manos sus mosquetones. Oldmeadow tiró una botella vacía lo más lejos que pudo al agua, ante lo cual un tipo disparó, produciendo un volumen prodigioso de humo y de ruido, y levantó un chapoteo de agua de mar. Ello le valió grititos de temor y de admiración de las muchachas que los contemplaban, mientras la botella iba alejándose lentamente. ¡Así que avanzábamos! Miré hacia arriba y vi que las velas del palo mayor estaban henchidas. Unos marineros estaban ajustando una gavia en el trinquete. Oldmeadow lanzó otra botella, se produjo otra explosión y otro chapoteo de agua cuando la segunda siguió a la primera. Sugerí entonces a Oldmeadow que echara las botellas al agua con una cuerda, de forma que le bastara cada vez con una sola, pero no me hizo caso. La compañía de la soldadesca ignorante no estaba haciendo ningún bien ni a su inteligencia ni a sus modales. No había pasajeros por allí. Evidentemente habían decidido que la mejor forma de pasar aquel momento de tranquilidad y sin problemas era dormir en sus literas.

Me acarició la mejilla algo de viento. Volví al vestíbulo a ver quién había en el salón. No había nadie sentado a ninguna de las mesas; ni siquiera el pequeño Pike.

—¡Bates! ¿Dónde se halla el primer oficial habitualmente a esta hora del día?

—No sé decirle, caballero. A lo mejor ha ido a echarse.

Bajé a la cámara de oficiales.

—Webber, ¿dónde está el señor Summers?

Webber hizo un gesto con la cabeza hacia el camarote de Charles y habló en susurros:

—Ahí, señor.

Fui corriendo al camarote y llamé.

—¡Charles! ¡Soy yo!

No oí respuesta. Pero, ¿para qué son los amigos? Volví a llamar y después abrí la puerta. Charles estaba sentado en el borde de la litera. Agarraba con ambas manos el canto de madera. Estaba contemplando el mamparo de enfrente, o algo más allá. No cerró los ojos ni me miró. Bajo la piel curtida se advertía un color cetrino y pálido.

—¡Dios mío! ¡Por el amor del cielo! ¿Qué pasa?

Entonces volvió la cabeza, descompuesto.

—¡Charles, amigo mío!

Le temblaron los labios. Me senté inmediatamente a su lado y puse la mano en el dorso de la suya. Le surcó la frente una gota de sudor que me cayó en los dedos.

—¡Soy yo… Edmund!

Alzó la otra mano, se la pasó por la cara y la volvió a bajar.

—¡Cuéntame, por el amor de Dios! ¿Te pasa algo?

Siguió en silencio.

—Oye, Charles, ¡hay buenas noticias! ¡Están izando velas en los tres mástiles!

Entonces dijo:

—Obstrucción.

—¿Qué obstrucción?

—Obstrucción. Es lo que ha dicho. Tengo que desistir de mi obstrucción.

—¡Anderson!

Tembló como si tuviera frío. Aparté la mano.

Murmuró algo.

—Ya veo cómo avanzamos. Ha tenido suerte, ¿no? Calma chicha para hacer el trabajo y ahora… otra vez sopla el viento. Dos nudos más, dice Anderson. Me ha dado razones. Fríamente.

—¿Razones?

—Para lo que ha dicho. Obstrucción. Estoy… no sabía que fuera posible quedar tan aplastado. La sonda… pero arrancó parte de la quilla. ¿Quién sabe? Y ahora, por un nudo y medio, por dos nudos, Benét ha clavado hierros al rojo vivo en el maderamen y los ha dejado puestos.

—Dice que no harán más que revestir de carbón el interior de los conductos.

Me miró a los ojos.

—¿Has visto a ese hombre? ¿Has hablado con él?

—He…

—No debo obstruirlo, ¿entiendes? Un oficial joven y brillante… ¡mientras que yo! Gris, demasiado viejo…

—¡No puede haberte dicho eso!

—¡Dirá cualquier cosa si se trata de defender a su favorito! Todavía no va a adoptar medidas, pero tengo que andarme con cuidado… —hizo una pausa momentánea y después dijo con furia sibilante de la cual jamás habría yo pensado que era capaz—: ¡Andarme con cuidado!

—¡Te juro que lo vamos a aplastar! Voy a… voy a levantar a todo el gobierno de la colonia en contra suya. Voy a…

Dio un respingo y después susurró:

—Calla. Nada de motines.

—¡Es lo justo!

Se produjo una pausa. Se llevó la cara a las manos. Casi no oí lo que decía, por la pena que su voz expresaba.

—No deseo justicia.

Durante un momento, ninguno de los dos dijo nada. Después…

—Charles, ya sé que no soy más que un pasajero, pero esta monstruosa…

Rió amargamente.

—¡Ah, sí, no eres más que un pasajero, pero todavía puedes ponerte en peligro! Y, si fuera posible hacer lo que acabas de decir, ¿supones que me volverían a dar un destino alguna vez, por no hablar de un ascenso?

—Benét es una especie de meteoro, un resplandor pasajero. Los meteoros siempre caen.

Charles se enderezó y se cruzó de brazos.

—¿No ves cómo avanza incluso con tan poco viento? Casi va a doblar nuestra velocidad. Y, no lo olvides, ¡cada nudo que añada duplicará la entrada de agua!

—Está escribiendo una Oda a Natura.

—¿Ah, sí? Bueno, pues dile que la Naturaleza nunca hace favores gratuitamente.

—Se lo diré, aunque tal afirmación le resultará extraña viniendo de mí. Creo que reconocerá la fuente.

Los labios de Charles habían recuperado algo de su color.

—Bendito seas, viejo amigo… ¿puedo seguirte llamando así?

—¡Cielos! Puedes llamarme lo que quieras.

—Eres un amigo de verdad. Es típico tuyo venir a buscarme para tranquilizarme cuando nadie… bueno. Perdona. No me estoy portando como un hombre.

—Vales más que cien Benét… ¡que doscientos Anderson!

—¿Es ése mi fanal?

Aquella pregunta me desconcertó. Seguí su mirada y levanté la mano derecha con el fanal en ella.

—No, de hecho…

No tenía ganas de seguir. Al cabo de un momento, Charles se encogió de hombros.

—Viene de los arsenales. Bueno, ¿qué más da?

De pronto se golpeó una mano con el puño de la otra.

—¡Ha sido un reproche tan humillante, tan vergonzoso! Ha sido tan injusto… ¡porque lo único que he hecho yo ha sido manifestar una opinión diferente de un subordinado mío!

—¿Lo oyó alguien?

Negó con la cabeza.

—Ha observado las normas. Por eso no puedo hacer nada, ¿comprendes? Cuando llegamos a la toldilla me habló en tono formal: «Hágame usted el favor de venir a mi camarote, señor Summers». Allí me hizo frente. Se me quedó mirando fijo bajo esas gruesas cejas y lanzó la barbilla adelante.

—¡Entiendo! ¡Ya he visto eso!

—«Dios castiga sin piedra ni palo». Eso es para niños. Lo que me dijo ha sido peor que una paliza.

—Cuéntamelo, te hará bien. Te está destrozando, lo veo. Pero he jurado que se va a hacer justicia… ¡juego limpio! ¿Recuerdas?

—¡Ah, sí! Hace mucho tiempo, cuando vivía Colley.

—Ahora, ¿qué hacer en este momento? ¡Creo que te veo sonreír!

—¿Tú crees? Está arreciando el viento. Bueno, el capitán y el oficial de guardia… que se las arreglen ellos. Pero imagínate, Edmund, si este viento hubiera llegado dos horas antes… ¡apenas puedo creer en mi propia iniquidad! Me he encontrado deseando… no, no. ¡El mástil está reparado, ha aumentado nuestra velocidad y yo lo celebro!

—Todos debemos celebrarlo.

—Pero te digo, Edmund, que con ese fuego en el calzo voy a hacer que se mantenga una guardia ahí mientras queden rastros de calor en el hierro. Es lo único que se puede hacer. Habré de tragarme todo y obedecer las órdenes hasta el final… ¿por qué habrá personas a quienes unas cuantas frases de un hombre airado nos importan más que la perspectiva de la muerte?

—Nadie debe saber, cueste lo que cueste…

—¿Qué? ¿En este barco? ¡Nunca he visto otro tan lleno de ecos y tan plagado de rumores!

—Esto debe quedar olvidado.

—Sin duda, esta travesía se recordará, pues promete ser la más larga de la historia.

—Bueno, en todo caso, a ti no se te debe recordar más que como el teniente que con el tiempo se convirtió en el capitán Summers, y después, en un famoso contraalmirante.

Charles se había ruborizado.

—Eso es un sueño, y me temo que debe seguir siéndolo.

—Cuando me salvaste la cordura al proporcionarme ropa seca (¿sabes que ya no siento picor?), hablé de Glauco y Diomedes. Dudo que te hayas tropezado con esa historia, igual que yo no me he tropezado con lo que son las partes de un mástil ni los detalles de la navegación por las estrellas. Bueno. Hubo una batalla y, en ella, aquellos dos enemigos se encontraron con que eran parientes…

—Como ya te he dicho, no tengo ningún pariente, ¡y lo prefiero a tenerlos como Benét o Anderson!

—¡Vamos! Así está mejor. Eso es una amargura muy humana. ¡Cuánto mejor sería si te encontraras con que, además, Benét era un gabacho! Pero yo comparo a esos dos guerreros contigo y conmigo.

—¡Ah! Perdona.

—Dejaron de combatir y se intercambiaron las armaduras para recordarse mutuamente. ¡Los dioses los privaron de los sentidos, de modo que nunca advirtieron que la armadura de bronce se había cambiado por la de oro! Yo creía que aquello no era más que para animar el relato, pero, ¿sabes, Charles? ¡Ahora comprendo que es una profunda alegoría de la amistad! ¡Los amigos se dan los unos a los otros cualquier cosa que haga falta y no le prestan la menor atención!

—¡Efectivamente!

—¡Yo creo que tu regalo de un traje de faena de marinero fue como una armadura de oro! ¡Pues recibe la mía de bronce! El primer navío que regrese de Sydney Cove no llevará sólo mi diario, en el cual se te describe con tanta admiración, sino una carta para mi padrino con explicaciones y en la cual declararé que mereces que te den «un mando» inmediatamente.

Primero se ruborizó y después palideció.

—Te lo agradezco de todo corazón. Naturalmente, es imposible. La suerte y los ascensos me han dejado de lado. ¿Estás en condiciones de hacer algo así?

—Exactamente como te he dicho.

—Bueno… trataré de creerlo. ¡Voy a creerlo! No sé, estoy tan poco acostumbrado a… ¿qué? A los privilegios… a…

—A llevarte lo que mereces.

Se puso en pie.

—¡Es como cuando el almirante Gambier me hizo guardiamarina!

Llevó la mano al estante y tocó un libro; parecía ser de oraciones.

—Creo que todavía no puedo enfrentarme con mis colegas.

—¿Qué vas a hacer? ¡Ah, ya veo! Deseas meditar.

—Y tú, Edmund… ¿harás la guardia de media?

—Naturalmente. ¡Pero si ya he dormido una siesta en previsión!

De pronto me tambaleé y caí en la litera. Rió:

—¡Ya ves que hace viento! ¡Eso va a someter su trinquete a buena prueba!

—Creo… sí, creo que más vale que salga al aire libre.