(8)

Charles Summers no dijo nada. Las máscaras de luz de luna que nos ocultaban los rostros hacían que aquella confesión nocturna fuera inevitable. Se me había escapado sin que yo lo quisiera.

—No dices nada, Charles. ¿Te he molestado? Te pido perdón por mezclar algo que debe parecer trivial en medio de todo lo que está ocurriendo en nuestro derredor… por introducirlo también en una charla sobre religión, que es algo tan importante para ti. De hecho, no sé por qué has de tener la gentileza de escucharme. Pero la tienes.

El primer oficial fue al timón y habló con los hombres que había allí. Se quedó contemplando la bitácora un rato. Me pregunté si algo iba mal, pero al cabo de unos minutos volvió lentamente hacia mí.

—Es la damisela que conociste a bordo del Alcyone.

—¿Quién iba a ser si no?

Pareció reflexionar. Después…

—Efectivamente, ¿quién? No me cabe duda de que será tan virtuosa como encantadora…

—¡No hables de la virtud como si fuera cosa de ancianos! Pero, ¿será alegría o carcoma?

—No comprendo.

—Cierta persona estuvo fornicando con cierta mujer… Ella, Marion Chumley, hizo de centinela, debe de haber consentido, debe de haber visto, debe de haber participado en… ¡Ay, me parte el corazón pensar en ello!

—No te referirás a…

—Si participó, aunque fuera pasivamente, es totalmente distinta de la persona a la que vi, a la que conocí, con la que hablé. ¡Y encima yo voy rumbo a Sydney y ella a Calcuta! Difícilmente se las podría arreglar el mundo para separar más a dos personas. No sabes lo que siente uno.

—En todo caso, conozco a la damisela. La he visto. Recordarás que, como no sé bailar, preferí hacer la guardia durante las horas de la función y el baile. Os vi bailar.

—¿Y?

—¿Qué quieres que diga?

—No sé.

—También la vi al día siguiente, a primera hora. Había venido al costado de estribor del Alcyone y miraba hacia nosotros como si pudiera ver lo que pasaba en nuestro barco. Tú estabas a bordo, inconsciente o delirante. Se estaba preguntando por ti.

—¿Cómo lo sabes?

—¿Y por quién si no?

—¿Benét?

Hizo un gesto despectivo.

—Ni en un millón de años.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Nadie. Lo sé, ¿comprendes?

—¡Ay, no lo dices más que para consolarme!

La voz de Charles era sonriente, por así decirlo.

—Entonces es la señorita «que tenga diez o doce años menos que yo, de buena familia, rica…».

—¿He dicho yo eso? Antes de conocerla, desde luego eso era lo que pensaba yo de forma fea y calculadora. Debes despreciarme.

—No.

Se acercó a la barandilla y se quedó allí un rato, mirando por encima. Después regresó y se apoyó en el castillo de popa.

—Está bajando la luna.

Se volvieron a oír canciones desde el castillo de proa, muy bajas. Hablé yo también, en voz igual de baja.

—¿Sabes? Por muchos años que viva recordaré la guardia de media. Pensaré en ella como una especie de… isla, fuera de este mundo, hecha de luz de luna, una hora para las confidencias, cuando los hombres pueden decir a… a una cara transformada lo que jamás dirían durante el día.

Siguió en silencio.

—¡Imagínate, Charles! ¡Si Deverel no hubiera bajado a tomarse una copa, no habríamos perdido nuestros masteleros y ella habría pasado toda su existencia sin conocerme!

Rió abruptamente.

—¡Os habríais pasado la vida sin conoceros! Acabo de vislumbrar otra vez al antiguo «lord Talbot».

—¿Estás riéndote ahí, al abrigo de la toldilla? Pero eso no tiene sentido. Podríamos habernos conocido como es debido, en un salón. En lugar de lo cual… ¿Volverá ella a caer en ese sueño de niñez hasta que algún otro…? ¡Ah, no, es imposible!

—No te va a olvidar.

—Es muy amable de tu parte que lo digas.

—No. Yo comprendo a las mujeres.

Aquello me hizo reír.

—¿Lo dices de verdad? ¿Cómo es posible? Tú eres un auténtico lobo de mar de la cabeza a los pies, un hombre que domina una profesión honorable y que sabe todo lo que se puede saber de un barco.

—Y ya sabes que los barcos son femeninos[1]. Pero comprendo a las mujeres, comprendo su pasividad, su amabilidad, su forma de recibir impresiones como la cera… sobre todo su apasionada necesidad de dar…

—¿La señorita Granham? ¿La señora Brocklebank? ¡Por no hablar de las «literatas»! ¡Ése no es ningún rasgo de la personalidad femenina!

Se quedó callado un rato y después habló en tono sombrío, como si lo hubiera derrotado en una discusión y lo hubiera desanimado.

—Supongo que no.

Se alejó y al cabo de un rato los del alcázar estaban ocupados echando la corredera otra vez.

—Cinco nudos y medio, Edmund, anótalo.

—Cuando recuerde este viaje, si vivo para contarlo, pensaré que, pese a todos los peligros, también tuvo sus compensaciones.

—Sean las que sean, te han ayudado a pasar la mitad de él, o casi.

—¿A qué viene decir ahora eso?

Pero se había dado la vuelta y, evidentemente, por el momento le interesaban más los asuntos del buque que los míos. Sonaba un silbato y se movían hombres acá y allá. La guardia siguiente estaba empezando a formar en la toldilla del castillo de proa. El señor Smiles, el navegante mayor, apareció con el señor Tommy Taylor, que bostezaba como un gato. Smiles y Charles hicieron su intercambio ritual. La guardia de servicio rompió filas y se dispersó hacia el timón, la toldilla y otros lugares por toda la cubierta superior. La guardia fuera de servicio iba dispersándose y desapareciendo en el castillo de proa. Sonaron ocho campanadas en cuatro series de a dos.

Charles volvió hacia mí.

—Bien, señor guardiamarina Talbot, puede usted quedar fuera de servicio hasta medianoche de mañana.

—Entonces buenas noches, o buenos días. Recordaré esta guardia durante todo el resto de mi vida… ¡cincuenta años o más!

Se echó a reír.

—¡Veremos lo que dices cuando las hayas hecho durante un año o dos!

Pero la razón la tenía yo, no él.

Así que salí de guardia, repentinamente vencido por el sueño a las cuatro de la mañana y bostezando igual que el señor Taylor. Abrí la puerta de mi conejera y vi que el fanal se había apagado, bien consumido, bien por un golpe de viento. Pero era como si siguiera hablando con Charles. Me quité el capote de hule y las botas de agua como pude en la conejera sin luna, me dejé caer en la litera, me di un golpe en una vigota y la maldije adormilado. Nada podía impedirme caer en un sueño profundo.

Pasaron muchos días antes de que, en mi ignorancia, comprendiese lo que había ocurrido. ¡Charles, que tanto cuidaba de mí, había aceptado la carga de la guardia de media en parte, quizá, para dar descanso a los demás oficiales, pero, sobre todo, estoy convencido, para evitar que yo pasara las horas de tinieblas en aquel terrible camarote! Era como cuando me había proporcionado ropa seca. Aquel individuo extraordinario, cuando se consideraba apreciado, respondía con tanta generosidad, con unas atenciones tan cálidas y viriles, como no había experimentado yo desde la época de la «vieja Dobbie», o incluso antes. Era capaz, por así decirlo, de unas atenciones que lograban grandes resultados con cosas aparentemente prosaicas. Era una especie de ciencia o estudio de la generosidad doméstica, de cosillas conservadas, economizadas, de pequeños planes, pequeñas maniobras, que por nada del mundo habría dado a conocer a otros, pero que al fin un beneficiario sensible había de reconocer. Era un aspecto extraño en un marino de guerra, pensé; pero no tan extraño cuando se piensa que la mayor parte de su carrera había transcurrido como oficial ejecutivo de un barco, que es un tendero y agente para el aspecto «doméstico» de un buque en puerto o el oficial del barco más responsable de la economía interna de éste y que más se ocupa de ella.

De forma que me quedé dormido y la luna se puso y salió el sol, aunque no en mi conejera oscura. Phillips tuvo que sacudirme para despertarme. No me dejó volver a dormir, sino que siguió dándome sacudidas.

—Vete ya. Déjame en paz.

—¡Caballero! ¡Despierte, caballero!

—¿Qué diablos te pasa?

—Tiene usted que levantarse, caballero. El capitán le llama.

—¿Para qué?

—Van a casarse esta mañana.

¡Una boda en el mar! Evidentemente, esa idea provoca inmediatamente una serie de comentarios, y fue lo que ocurrió en nuestro barco, creo. ¡Comentarios! ¡Ya se habían producido bastantes cuando se comprometieron! Pero ahora… si el propio lector no hubiera tenido sino la más elemental información del hecho, su primera idea podría ser: «¿No podían esperar?» La siguiente sería la contraria: «¡Ah, de forma que no podían esperar!» Pero todo el barco sabía algo más que ese mero hecho. Todos sabían que un hombre (¡respetado a proa!) estaba muriéndose. Los motivos por los que se casaba no podían provocar comentarios jocosos. Pero a popa, descubrí que las opiniones tendían a ser neutrales o favorables a él. Claro que la dama con la que se casaba había cambiado mucho. La señorita Granham, educada en circunstancias que algunos habrían considerado acomodadas, se había visto forzada, a la muerte del canónigo Granham, a adoptar el comportamiento y las apariencias de una mera institutriz. Expuesta inesperadamente a la perspectiva de una alianza con un hombre más acomodado que un canónigo de la Iglesia de Inglaterra, se había despojado tanto del aspecto como del comportamiento de institutriz a toda la velocidad posible. O ¿puedo estar tan seguro en lo que respecta al comportamiento? Creo que era por naturaleza una mujer de gran dignidad, inteligencia y… austeridad. También, como estaba empezando yo a descubrir, tenía una cierta calidez, tan imprevista como digna de celebrar. ¡Dado todo aquello, el que hubiera cedido a los asombrosos avances de aquel hombre me hería más de lo que podía yo comprender! Creo que había sido la primera dama que me había dado una visión correcta de la dignidad que podían tener las de su sexo y yo me sentía… desilusionado. ¡Ah, aquel joven! Sin embargo, el matrimonio podía dar pocos motivos de celebración. Quizá provocara esas lágrimas que las hembras de más baja condición están siempre dispuestas a derramar.

Informaré como pueda del acontecimiento. Pues desde luego ha de ser un informe como el del capitán Cook, aunque los participantes fueran blancos en lugar de negros salvajes, y algunos de ellos personas de buena familia. Era como si todo el barco estuviera decidido a exhibir como mínimo un poco de la naturaleza humana en su estado natural: ¡su innata superstición, su ceremoniosidad, su alegría cuando se ve obligada por la necesidad de la procreación a celebrar lo que tiene de animal el hombre!

Seré preciso. Aquí queda más constancia de la mujer que del hombre. La señorita Granham recibió visitas a primera hora de las señoras East, Pike y Brocklebank. Me han dicho que hubo que persuadirla para que se quitara su ropa de marinero, de faena. ¡Todo el sector femenino de nuestra compañía estaba decidido a que estuviera correctamente ataviada para el sacrificio! ¡Sí, aquello era una representación! El hombre estaba muriéndose y, aunque no lo supieran, el sacrificio ya se había… pero eso es más complicado. En todo caso hubo un estallido de observaciones pícaras, risqués, incluso claramente lascivas, amén de algunas copas, como es de costumbre en esas ocasiones. Como era inevitable, fue el joven señor Tommy Taylor el que se sobrepasó más allá de lo correcto, incluso en una boda. Pues, contemplando una luna de miel hipotética, imposible, observó con una voz sin aliento e interrumpida por su habitual risa de hiena (la llamo habitual, pero a medida que iban pasando los meses parecía que empezaba a desaparecer el muchacho y a sustituirlo la «hiena»)… pero me he perdido. Observó, y en presencia de por lo menos una dama, que la señorita Granham estaba a punto de quedar igual que la fusta de un almirante. Cuando se le preguntó osadamente en qué consistía ese parecido, replicó que la dama estaba a punto de quedar «preparada, enfundada y desenfundada». Me repugnó tanto que me encargué de darle un golpe en la cabeza que debió de resonarle en toda ella y que, según celebré observar, lo dejó bizco durante nada menos que un minuto.

La congregación reunida en el vestíbulo era al mismo tiempo galante y patética. Apareció una procesión de emigrantes por el camino que les estaba prohibido, la escala que llevaba de la cubierta de baterías al vestíbulo de pasajeros. Se mezclaron, sin que nadie los invitara, con los pasajeros, entre ellos el señor Brocklebank, que llevaba un corbatín de color de rosa ¡y se había despojado de su capa de viaje! Los hombres llevaban prendas festivas, algunas, según creo, que databan de la «función». Las mujeres se habían esforzado e iban muy aseadas, aunque nada más. Como es natural, yo me puse un traje adecuado para la ocasión. Bowles y Oldmeadow siempre habían mantenido un atuendo correcto. No se veía al pequeño señor Pike. Todo el mundo charlaba y reía.

Entonces se produjo el cambio más extraordinario, ¡como si «el Cielo hubiera sonreído» a la ceremonia! Pues se produjo un ruido totalmente nuevo. La guardia de cubierta estaba quitando la cobertura de lona y después las planchas de la claraboya. Las tinieblas del vestíbulo cambiaron de modo que durante un momento quedamos en esa especie de luz diurna modificada que se encuentra en las viejas iglesias de los pueblos. Estoy seguro de que aquel cambio, aquel recordatorio de lugares remotos, provocó tantas lágrimas como sonrisas.

Sonaron las seis campanadas de la guardia de la mañana. Se sacó la silla de lona del camarote de Prettiman. El ruido que hacían los reunidos disminuyó de pronto. El capitán Anderson apareció, tan sombrío como siempre, o incluso más. Lo seguía Benét, que llevaba bajo el brazo un gran volumen de cubiertas marrones que supuse, con razón, era el diario de navegación. El capitán llevaba aquel uniforme bastante espléndido que se había puesto para comer en el Alcyone. Tuve una visión mental del señor Benét (imagen perfecta de ayudante de almirante murmurándole: «creo, mi capitán, que lo procedente sería que se pusiera usted su uniforme de gala»). Desde luego, Benét se había puesto el suyo, y quizá estuviera pensando en hacer un homenaje cortés y poético a la novia. El novio, naturalmente, seguía acostado y no podía hacer nada. El capitán Anderson entró en la conejera de Prettiman.

Apareció la señorita Granham. Se escuchó un respingo general y un murmullo y después se volvió a producir el silencio. ¡La señorita Granham iba de blanco! Es posible que el vestido fuera suyo, aunque naturalmente no lo puedo saber. Pero el velo que le ocultaba la cara era el que había llevado la señora Brocklebank para protegerse el cutis. De eso sí estoy seguro, pues había sugerido entonces una ocultación incitante. Tras la señorita Granham y saliendo de la conejera de ésta —¿cómo habían logrado hacinarse en ella?— se acercaron las señoras East, Pike y Brocklebank. La novia cruzó los pocos pies que separaban su conejera de la del novio con una cierta gracia serena, nada disminuida por el hecho de apoyar la mano cautelosamente por la barandilla. A su paso, las mujeres le hacían una reverencia o inclinaban la cabeza; los hombres se inclinaban o saludaban llevándose los dedos a la sien. La señoría Granham cruzó el umbral y entró en el camarote de su prometido. Benét se quedó al lado. Oldmeadow y yo nos abrimos camino hacia la puerta. Benét contemplaba la espalda de la señorita Granham, sumido en una especie de trance. Lo agarré de la manga.

—Somos los testigos, háganos el favor de retroceder.

Benét obedeció por fin y de la multitud surgió un murmullo que fue apagándose. La señorita Granham estaba junto a la litera, a la altura de los hombros de Prettiman, y de pronto se me ocurrió una idea muy sencilla, tan sencilla que parecía que nadie había pensado en ella. ¡Prettiman yacía con la cabeza hacia popa!

La señorita Granham se retiró el velo. Creo que no es lo habitual que la novia se ponga de frente a la congregación, pero es que allí no había nada de habitual. Tenía la cara muy sonrojada, creo que por el apuro. Aquel color no parecía ser producto de afeites.

Ahora he de informar sobre una serie de conmociones que experimentó Edmund Talbot. Para empezar, tras retirarse el velo, la novia meneó la cabeza. Eso hizo que se le movieran los pendientes. Eran granates. La última vez los había visto ornamentando las orejas de Zenobia Brocklebank durante aquel infortunado episodio en que tuve relación con ella. ¡Recordaba claramente aquellas cadenitas que giraban en torno a las orejas de Zenobia en los extremos de su pasión! Aquello era desconcertante, pero he de reconocer, y debe de haber sido la influencia del ambiente general de lubricidad legalizada, que lo encontré halagüeño.

La señorita Granham llevaba un ramillete. No sabía qué hacer con él, pues no tenía damas de honor y la única receptora plausible públicamente era la señorita Brocklebank, que ahora estaba enferma en su camarote. El ramillete no era de tela, como los adornos que lucían algunos de los congregados. ¡Eran flores de verdad, con su verde y todo! Lo sé, pues, a falta de una dama de honor, la novia miró en su derredor y después ¡me alargó el brazo y me lo puso en las manos! Todo el mundo sabe lo que ocurre a la afortunada que recibe el ramo, y se produjo una exclamación de Oldmeadow y luego una risotada entre los congregados. Inmediatamente me sonrojé mucho más que la señorita Granham. Agarré aquello y sentí la suavidad y la frescura de hojas y flores de verdad. ¡Procedían, debían de proceder, del paraíso privado del capitán Anderson! Benét debió de ser el que indujo al sacrificio. «¡Creo, mi capitán, que todo el barco lo celebraría si honrase usted a la dama con una o dos flores de su jardín!»

La segunda y última conmoción se la produjo el capitán a todos quienes lo oyeron. Levantó el libro de oraciones, carraspeó y comenzó:

—El hombre nacido de mujer…

¡Dios mío, era el servicio funerario! La señorita Granham, siempre tan inteligente, pasó del sonrojo a una palidez mortal. No sé lo que hice yo. Pero cuando volvía a mirar las flores, estaban casi aplastadas. Si a aquel terrible error siguieron algunas palabras, no las oí entre los chillidos y las risas histéricas seguidos por el roce de las ropas cuando nuestro contingente irlandés empezó a persignarse una vez tras otra. Benét trató de ponerse delante de mí y tuve que echarlo atrás. El capitán Anderson empezó a pasar las hojas del libro, que había abierto de manera tan irreflexiva o que se había abierto por sí solo en la página fatal, lo dejó caer, lo recogió y volvió a mirar. Incluso sus manos, acostumbradas a todas las emergencias y todos los peligros, estaban temblorosas. Habían quedado al descubierto las raíces de nuestra naturaleza y teníamos miedo.

Habló con voz firme y decidida:

—Hermanos míos…

El servicio se había puesto en facha y tardó algún tiempo en recuperar el norte. El señor East, murmurando algo que debió de ser una excusa, pasó por delante de Anderson y de mí y puso la mano de la novia en la suya. Benét estaba tratando de entrar y yo lo retuve, pero me susurró:

—¡El anillo lo tengo yo!

Y así se celebró la ceremonia. ¿Detecté yo una leve huella de burla en la cara de la novia cuando se encontró literalmente entregada? Quizá lo imaginé. Todo el mundo se mantuvo en el mayor silencio posible. Cuando nadie tuvo nada que objetar, aquella soltera y aquel soltero quedaban ya listos para los asuntos del mundo y podían hacer juntos lo que quisieran o pudieran. Anderson no felicitó al novio ni congratuló a la novia. Supongo que, en cierto sentido, aquella omisión era correcta, dada la poca felicidad que ambos podían esperar del matrimonio. Sin embargo, se inclinó sobre el tablero de escribir y empezó a revolver documentos. Abrió el diario de navegación, firmó unos papeles por encima de la página abierta y después pasó el libro abierto al enfermo. Prettiman se las arregló como pudo para firmar el nombre del revés. La señorita Granham fue en contra de la costumbre y firmó su nuevo nombre, Letitia Prettiman, con firmeza y letra clara. Firmé yo, firmó Oldmeadow. El capitán presentó sus «papeles» a la novia, como si le estuviera dando un recibo. Lanzó un gruñido a Prettiman, hizo un saludo general y se marchó con el diario de navegación, que a su juicio, sin duda, resultaba ahora un tanto ridículo con aquella anotación tan desusada.

Ahora teníamos que terminar nuestro asunto. Felicité a la señora Prettiman en voz baja y le tomé la mano al señor Prettiman. La tenía fría. Le corrían arroyos de sudor sobre los ojos cerrados. Cuando recordé mi gran idea para mejorar su condición abrí la boca para explicarla. Pero un empujón desde atrás me dijo que les estaba cortando el paso a Benét y Oldmeadow. Me di la vuelta malhumorado, esperando pelea, aunque es difícil comprender por qué. La congregación trataba de entrar y me costó cierto trabajo alejarme de la litera. Aquella gente no sabía lo que era correcto y parecía no desear más que darle la mano al moribundo. De hecho, el primero trató de besársela, pero aquél se lo impidió con un leve reproche:

—¡No, no, amigo mío! ¡Todos somos iguales!

Salí como pude. Necesitaba aire libre. Llevaba el ramito aplastado de hojas y flores en la mano. Una flor me pareció curiosamente extraña; creo que era de esas que llaman orquídeas. Salí al aire libre para tirar todo aquello, pero no pude. Phillips, mi sirviente, salía de la conejera de Prettiman.

—Phillips. Pon esto en agua. Después déjalo en el camarote de la señorita… de la señora Prettiman.

Abrió la boca, probablemente para objetar, pero me adelanté a él, entré en mi camarote y cerré la puerta. Volví a ponerme la ropa de marinero y me senté al tablero de escribir. No podía concebir qué estaba haciendo allí. Me llevé la cabeza a las manos un rato, después busqué un libro, lo hojeé y lo volví a dejar en su sitio. Me eché en la litera, totalmente vestido, pensando en nada y sin hacer nada.

Acabo de mirar estas últimas palabras. ¡Qué raras son, qué extranjeras! Podrían ser chinas o hindúes: sin hacer nada, sin hacer nada. Nada, nada, nada. Me eché a reír. Fue un auténtico «caquino» que me salió espontáneamente de los pulmones. Charles me había asegurado que la señorita Chumley no me olvidaría. La señorita Granham —la señora Prettiman— me había dado un auténtico augurio. ¡Me había lanzado sus flores! ¡Yo sería el primero que se casaría!

Sin embargo, mientras seguía allí, echado de espaldas, de las comisuras de los ojos me empezaron a brotar lentamente lágrimas que me humedecieron las orejas y la almohada.