(7)

Me encontré junto a la salida al combés contemplando la prenda andrajosa con la que se arropaba el señor Brocklebank. No sabía cómo había llegado allí. Hacía un viento frío que me penetraba incluso a través de mi ropa de marinero.

¡Aquella confluencia sexual furtiva entre personas de mediana edad tenía algo especialmente repelente! Él podría tener más de cincuenta años y ella…

—¡Asqueroso, bestial, vicioso!

Aparentemente el anciano no oyó nada, sino que estaba sumido en alguna contemplación que debía de ser melancólica a juzgar por su expresión. Empecé a razonar conmigo mismo. ¿Por qué debía importarme? Contemplé la nota sellada que llevaba en la mano. Aquello, por lo menos, por despreciable que me pareciese, era un deber que tenía. Lo llevé a mi camarote, abrí la puerta de golpe y la cerré igual. Lancé el documento al cajón de abajo y después me dejé caer en la silla de lona con tal fuerza que, de haber tenido la corpulencia del señor Brocklebank, la habría partido por la mitad.

Llamaron a la puerta.

—Pase.

Era Charles Summers.

—¿Tienes un momento?

—Naturalmente. ¿Quieres sentarte ahí? O en la litera, si prefieres. Lamento que Phillips no la haya hecho todavía. ¡Todo está tan sucio, tan desordenado, tan horrible! ¡Ay, qué cansado estoy de esta travesía! ¡De tanta agua! Ojalá pudiera caminar sobre ella. ¡Bueno, lo siento, lo siento! Bien, ¿en qué puedo complacerte?

Se sentó cuidadosamente en la cama desarreglada.

—Tengo una proposición que hacerte. ¿Te gustaría ser guardiamarina?

—¿Hablas en serio?

—Medio en serio, digamos. Permíteme explicártelo. Con sólo otros dos tenientes, Cumbershum y Benét, y un oficial de cubierta en condiciones de desempeñar las mismas funciones que ellos… me refiero al señor Smiles, el navegante…

—Nunca he comprendido qué puesto es ése.

—Es una especie de… ¿digamos anomalía? Es el último de su especie, con un despacho concedido por el Almirantazgo en una época en que la navegación estaba pasando a ser cada vez más función de los oficiales de Su Majestad. Pero no es más que el tercero. El señor Askew puede hacer una guardia de vez en cuando. Ahora, si yo tomo una guardia, podemos dividir las guardias entre cinco, en beneficio de todos…

—¡Salvo el tuyo! ¡Dios mío, te pasas la vida recorriendo el barco! ¿Cuándo duermes? Estoy convencido de que esa actividad incesante tuya no es necesaria.

—Pues te equivocas. ¿No dicen los campesinos que el ojo del amo engorda el caballo? Pero resumamos: si yo hago la de media, que ya deberías saber que es…

—… De medianoche hasta las cuatro de la mañana.

—Exactamente. Un oficial de guardia tiene que hacer una de cuartillo. ¿Desearías hacerla conmigo como guardiamarina?

—¿Y te gustaría a ti dejar el barco a mi cargo?

—Mejor que el pobre Willis ya lo harías. Bien. ¿Lo aceptas?

—¡Pero has sumado cuatro horas a tus funciones! Es demasiado. ¡Pese a eso me has animado inmensamente!

—¿Por qué necesitas ánimos? ¿Por el peligro que corremos?

—¡Ah, eso! No. Me han… dicho cosas. Hay una jovencita por la cual yo… parece que estaba más al tanto de una relación delictiva de lo que debiera y… hoy alguien ha dicho algo que me lo ha recordado de manera tan dolorosa… bien. ¿Cuándo empezamos?

—Voy a decirle al contramaestre que te despierte a las doce menos cuarto.

—¡Para hacer una guardia! ¿Me vas a asignar alguna función?

—Quizá te encargue la bordada.

—¡De verdad que no me he sentido tan nervioso desde que salí de casa! «Señor Presidente. Quienes entre nosotros hemos tenido el honor de estar encargados de la guardia de media de uno de los navíos de línea de Su Majestad…»

—¿Y si cuando estás de guardia cometes una equivocación bestial? «Señor Presidente. Quienes entre nosotros hemos tenido el honor de haber sido pasados por la quilla en uno de los navíos de línea de Su Majestad…»

—Ya veo que si es necesario puedes convertirte en un tirano terrible.

—Efectivamente.

—A propósito, ¿qué tal le va a Coombs con el carbón?

—Ya tienen suficiente. El capitán Anderson sólo espera a que la mar se calme un poco más y dará la orden de que se arregle el calzo.

—Tengo que ver ese palo de trinquete con su calzo.

—Ahora quieres ir a meterte donde nadie te llama. ¿Quieres recibir una orden directa?

—Eso me tentaría. Pero, ¿esperas que el tiempo mejore todavía más?

—Sí. Ya. Durante el día te recomiendo que duermas por lo menos cuatro horas para compensar las que vas a pasar en vela de noche. De hecho, creo que ésa va a ser mi primera orden.

—¡A la orden, señor!

Hizo un gesto de asentimiento y se fue. Me quedé sentado un rato y me sentí absurdamente nervioso. Aquella perspectiva era como esas de la niñez en las que la idea de quedarse despierto toda la noche tiene algo de misteriosamente atractivo: la experiencia de cómo un día va convirtiéndose gradualmente en otro. Aquello tenía algo de… ¡de adulto! Era una invitación al mundo de los hombres que hacen cosas tan raras no por desafío ni como un descubrimiento, sino porque es su deber. Son quienes dominan las horas tenebrosas. ¡Tiene algo así como el atractivo de una sociedad secreta! De hecho, mi mayor problema en aquel momento parecía ser el de cómo encontrar una ocupación entre entonces y la medianoche. Comí algo y oí a Bates hacer una serie de comentarios de cómo dentro de poco no iba a quedar nada de comer. Dirigí una sonrisa helada a la señorita Granham en el vestíbulo, pero pareció que no la veía. Obedecí a la «retreta», dado que me había convertido en un marino sometido a prueba, por así decirlo, con un derecho prescriptivo al idioma del mar, y dormí nada menos que dos de las cuatro horas que Charles había estipulado. Me puse a escribir cartas. Traté de componer una para la señorita Chumley, cuya mera visión había vuelto del revés mi mundo y mi futuro, pero no logré decir lo que quería. Pues no podía decir sin más: «¿Eres una persona corrupta?» Cada vez que se me aparecía ante los ojos del corazón aquella imagen encantadora e inocente, se negaban a ver la conjunción odiosa que trataba de presentarles. Además, ¿por qué hacerlo? No existía garantía alguna de que la carta le llegara jamás. Abandoné la tentativa, pensé en escribir unos versos en su lugar, pensé en los del señor Benét, en Glauco y Diomedes, revolví entre mis libros, vi que el lomo de las Meditaciones entre las tumbas se había agrietado y me pregunté cómo habría ocurrido. Leí la Ilíada hasta que se me cerraron los ojos. Me tendí en la litera y volví a dormir y no me desperté hasta que sonó una voz en mi oreja y el contramaestre me dio una sacudida. La lámpara estaba baja de luz, la bajé al mínimo y salí.

La nave era un fantasma, un espíritu de plata y marfil. Ante mí, el combés era como una charca que vadear. Salí, y al darme la vuelta para subir las escalas la luna cerosa me resplandeció en la cara. Las velas eran insoportables, su blancura parecía invadirme hasta las niñas de los ojos. Subí y me vi alcanzado por marineros que trotaban a proa para ponerse a la rueda del timón o para actuar como mensajeros de los oficiales de guardia. Charles subió la escala y relevó formalmente al señor Cumbershum. La campana del buque tañó Ocho veces.

—Se presenta el señor guardiamarina Talbot, mi comandante.

—Celebro que hayas venido, Edmund. Con una luz así podríamos hasta leer, ¿no crees?

—Sin duda. Se han apagado todos los fanales.

—Se ha apagado el central, pero los de la toldilla están sólo rebajados. Hemos de preservar el aceite, igual que tantas otras cosas.

No supe qué responder a aquello, pues como poseedor ilegal y comprador nominal de una lámpara de aceite que aquel mismo momento estaba ardiendo en mi camarote, me pareció que se trataba de un tema delicado.

—¿Dónde estamos?

—¿Quieres decir cuál es nuestra posición? ¡Ojalá pudiera decírtelo! Si te vale de algo, sabemos a qué latitud. El propio Colón nunca llegó a saber más que eso.

—¿La longitud?

—Los cronómetros (y te ruego que no se lo digas a nadie) ya no son dignos de confianza. Al cabo de tanto tiempo, la acumulación de sus movimientos diarios es absurda. Además, les ha entrado agua muchas veces.

—¿No habías subido uno a cubierta?

Me pareció que Charles se sentía un tanto incómodo al recordarlo.

—Yo… nosotros… quizá hubiera sido lo mejor. Pero quizá hubiera sido lo peor. En cuanto a la longitud, hemos de considerar lo que podrías calificar de «estima en punto muerto».

—¡Subrayando el «muerto»!

Alargó una mano para asir la barandilla y después la apartó como si aquélla hubiera estado ardiendo.

—¡No hubiera debido hacerlo! ¡En un adulto es una superstición vil!

—Mi querido amigo, eres demasiado escrupuloso. Si el tocar madera te reconforta, ¿por qué no tocarla?, digo yo.

—Bueno, pues eso. La navegación sigue siendo un arte inexacto, aunque quizá mejore. Pero no se me ocurre cómo.

—¿No podría el Almirantazgo designar al señor Benét para eso? ¿O examinar más de cerca las obras del reverendo Swift?

—No sé qué tiene que ver el reverendo Swift con la navegación. En cuanto al señor Benét, te sobra la razón. ¡Cree que puede averiguar nuestra longitud sin contar con nuestros tres cronómetros mojados!

—¡Entonces estamos perdidos!

—No, no. Nos hallamos en una zona que mide unas diez millas de ancho y unas cincuenta millas de largo.

—¡Para mí, eso es estar perdidos!

—Bueno, es lógico. Te ocurre lo mismo que a mí cuando empecé de guardiamarina y consideré que tenía el pie en el peldaño de una escala, por corta que fuera, pues en aquellos momentos el llegar a teniente me parecía algo notable…

—Y lo es, lo es.

—El conocimiento de la mar ya lo tenía, pues era poco lo que había de la administración de un barco que no supiera ya. Conste que no presumo.

—Es lo que me dijo el señor Gibbs el otro día: «Es el hijo de la mar; tiene los pelos de estopa; en los dedos lleva plomo; no tiene sangre en las venas, sólo brea de Estocolmo».

Charles se echó a reír.

—¡Nada de eso! Pero de lo que no sabía nada era de los aspectos teóricos y de cómputo de la navegación. Una mañana apareció el primer oficial con su propio sextante. Se llamaba señor Bellows. Estábamos en el estrecho de Plymouth… Era antes de que construyeran el rompeolas, de manera que nuestro horizonte al sur estaba totalmente despejado. El señor Bellows me mostró cómo manejar el instrumento. Al terminar me dijo: «Bien, señor Summers. Hágame usted el favor de utilizar este sextante para averiguar dónde estamos a mediodía hora local». «Bueno, señor Bellows», dije yo, pensando que estaba jugando conmigo, «estamos en el estrecho de Plymouth». «Pues demuéstrelo», dijo. «Ahí tiene usted el sextante, en la bodega están los cronómetros y sin duda el señor Smith tendrá la amabilidad de prestarle a usted su reloj de bolsillo.» «Pero, señor Bellows mi comandante», dije, «¡estamos anclados!» «Ya me ha oído», dijo y se fue.

—¡Lo recuerdas palabra por palabra!

—De hecho lo tengo grabado en el corazón. No puedes ni imaginarte con qué cuidado sostuve aquel precioso instrumento en mis manos… ¡No, Edmund, no puedes! No era sólo un sextante. Era… no sé cómo expresar lo que quiero decir.

—Puedes creerme si te digo que te entiendo.

—No sé. Estoy seguro de que quieres comprenderme. Pero tomé la altura del sol… bueno, docenas de veces, creo, antes y después del mediodía. No soy un personaje nervioso, Edmund…

—¡Desde luego que no!

—De hecho, creo que soy bastante imperturbable. Pero cuando las mediciones iban aumentando y después disminuyendo entonces vi que me resultaba verdaderamente difícil contenerme, no llorar, no temblar, no dejar que me castañetearan los dientes, no echarme a reír a carcajadas por cualquier cosa… No, es imposible que lo comprendas.

—Habías hallado tu vocación.

—Imagíname allí, tomando la altura del sol una vez tras otra, mientras el joven Smith anotaba la hora de cada toma con su reloj de bolsillo: primero los segundos, después los minutos, después la hora, y después el ángulo, los segundos, los grados. Y después, yo… ¿para qué seguir? Me leí entero el Epítome de la Navegación, de Norie. Es el libro que más respeto después de la Biblia.

—Me siento mareado, literalmente.

—Entonces me puse a buscar nuestra posición, y, ¡sí, estábamos en el estrecho de Plymouth! Lo puse en la carta de marear, una serie de líneas cruzadas, cada una de ellas aproximadamente una décima de pulgada de largo, y tracé un círculo en medio de ellas con el lápiz más fino que había a bordo. Cuando el señor Bellows volvió a bordo, salí de un salto del camarote del navegante, me puse en posición de firmes y saludé. «A sus órdenes, señor Bellows, he hallado nuestra posición mediante el sextante, los cronómetros y el Norie». «Vamos a ver», dijo él, metiéndose en el camarote que tenía la carta de marear encima de la mesa. «Dios mío, señor Summers, ¿tiene usted un microscopio? Esto apenas se puede ver a simple vista. Tendré que conformarme con unas gafas, supongo.» Se puso las gafas y volvió a mirar. «Esto debe de ser nuestra toldilla», dijo. «No me extrañaría que fuera exactamente este camarote. ¿Estaba usted arriba cuando tomó la altura?» «No, mi comandante», respondí yo. Después rebuscó en sus bolsillos y se sacó de ellos lo que quedaba de un lápiz tan grueso como su pulgar. Lo sostuvo como si fuera un puñal, más bien. Trazó un enorme círculo en torno a mi «posición». «Y ahora», dijo, «creo que podemos decir que no estamos en Dartmoor ni más allá de cinco millas fuera de los acantilados de Eddystone, pero sólo Dios sabe dónde nos hallamos dentro de ese círculo».

—No fue nada amable.

Charles rió:

—Ah, no. Fue una lección que no me agradó, pero con el tiempo la aprecié. Se la he transmitido al joven Tommy Taylor, que la necesita, y que se imagina que conocemos nuestra latitud con un margen mínimo, aunque en todo lo demás es un auténtico marinero y hará mejor carrera en el servicio que cualquiera de nosotros.

—Supongo que aquella lección te reveló la necesidad de actuar con cautela.

—Exactamente. Y raras veces he hallado en este servicio circunstancias en las que la cautela no me permitiera detectar cuál era exactamente mi deber.

—¿Por eso no quieres que se repare el trinquete?

—¡Pues claro que quiero que se repare! Y si cayera poco a poco el viento hasta llegar a la calma chicha…

—¿Por qué poco a poco?

—Si cae de repente queda una mar tan agitada que no hay medio de controlar un barco. No sería un momento para ponerse a apuntalar y reforzar mástiles.

—Qué luna… podría uno bañarse en ella, nadar en ella. ¿Has visto jamás algo más bello? La Naturaleza está tratando de atraernos hacia la Fe de todos los modos posibles, hacia todos los anodinos filosóficos posibles.

—No conozco ese término.

—¿Cuándo voy a aprender a navegar por las estrellas?

—Me temo que para eso habrá que esperar.

—Lo estudiaré en tierra. Pero entonces no tendría horizonte. Bueno… me ajustaré al tiempo.

—No hace falta. Puedes tomar la altura al medir el ángulo entre, digamos, el sol y su reflejo en un baño de mercurio.

—¡Y dividir el ángulo por la mitad! ¡Qué ingenioso!

—¿Cómo es que lo has comprendido inmediatamente?

—Bueno, es evidente.

—Al joven Willis no le parece tan evidente una cosa así, ni, ahora que lo pienso, al joven Taylor.

—Naturalmente, el señor Benét no necesitaría un sextante. Se limitaría a hacer una estimación aproximada o a hacer un baño de mercurio para él solo.

—Las estimaciones no tienen nada de malo si sabes lo que estás haciendo. El señor Bellows era capaz de hablar como un libro cuando quería y tenía una frase muy idónea para eso. Me la hizo escribir en un cuaderno y aprendérmela de memoria: «Han sido más los marinos sorprendidos por la precisión de las estimaciones que los desconcertados por sus imprecisiones».

—¡Desde luego que era capaz de hablar como un libro!

Nos vimos interrumpidos por la necesidad de hacer que largasen la corredera. Era algo que hacían a cada hora y se me asignó la función de levantar solemnemente la cobertura de lona del cuaderno y escribir los resultados. Pero en aquel momento me interesó mucho el proceso, aunque al cabo de poco tiempo se convirtió en algo tan habitual que apenas me daba cuenta de lo que hacía. En aquella primera ocasión se vio seguido de un largo silencio en el cual ninguno de nosotros sintió la necesidad de hablar. De vez en cuando, unas nubes gruesas oscurecían la luna, pero tenían los bordes desflecados y nos dejaban casi tanta luz como cuando no cubrían la luna. Subí a la toldilla y contemplé nuestra débil estela. Aquel «órgano» que había visto subir tan laboriosamente hasta la toldilla yacía ahora atado a la barandilla del lado de estribor. De él pendía una cuerda, de hecho dos cuerdas, que llevaban a la regala y caían a popa. ¡Naturalmente! Una era la cuerda del excusado, pero la del otro lado resultaba muy misteriosa. De pronto, nuestra débil estela estalló en un esplendor de diamantes. De pronto, nuestra débil estela estalló en un esplendor de diamantes. La luna iba saliendo del extremo de una nube. Me di la vuelta y bajé a la toldilla, donde Charles estaba junto a las escaleras de popa. Estaba a punto de preguntarle algo cuando me interrumpieron.

—Charles, ¿qué es eso?

—Es la guardia de servicio.

—¿Cantando?

Podía ver a los marineros, que no estaban agachados bajo la barandilla ni bajo la protección de un mástil, sino agrupados junto al cabrestante del castillo de proa. Se apoyaban contra él. La música —pues tal era aquello, con armonía y todo— nos llegaba, tan suave como la estela y el viento, tan mágica como la luz de la luna. Me adelanté a la barandilla de la toldilla y me incliné sobre ella para escuchar. Como si hubieran visto que tenían público y lo celebrasen, parecieron darse la vuelta (o al menos me dio la impresión de que había muchos rostros blanqueados por la luna que me miraban) y aumentó el volumen del sonido.

—¿Qué pasa, Edmund?

Charles se había acercado, y ahora estaba a mi lado.

—¡Esa música!

—No es más que la guardia de servicio.

Se habían callado. Del castillo de proa había salido alguien que los hablaba. Evidentemente, había terminado el concierto, pero se seguían viendo la luna y las estrellas y el brillo del mar.

¡Qué impresionante pensar que de hecho utilizamos todo eso, que utilizamos las estrellas y hablamos del sol con toda tranquilidad como si no fueran más que balizas!

Charles habló con voz titubeante y, según me pareció, un tanto tímida.

—Nadie puede contemplarlo sin recordar a su Creador.

Una nube volvía a comerse la luna. El agua y el buque quedaron oscurecidos.

—Sin duda ese concepto es ingenuo. ¡Cuando yo consulto mi reloj no pienso invariablemente en el hombre que lo hizo!

Se dio la vuelta para mirarme. Llevaba una máscara de luz de luna, al igual, supongo, que yo. Habló con bastante solemnidad:

—Cuando veo Tus cielos, obra de Tus dedos, la luna y las estrellas que Tú formaste…

¡Pero eso es poesía! ¡Ni Milton podría escribirla mejor!

—Y los salmos son prosa.

—Sin embargo, ¿por qué el poner algo en términos poéticos lo hace más cierto que decirlo con cifras, como hacía tu señor Norie?

—Edmund, eres demasiado culto para mí.

—No pretendía serlo… ¡ay, qué grosero acabo de ser! ¡Perdóname!

—¿Me has insultado? No me había dado cuenta. Existe una cierta diferencia entre el cielo y un reloj de bolsillo.

—Sí, sí. Es verdad. Estaba tratando de hallar un objeto de debate, que supongo es uno de los resultados más detestables de la educación de los señoritos. La poesía en sí es un misterio… lo mismo cabe decir de la prosa, de todo. Antes pensaba que la poesía era una diversión. Es algo más, mucho más. ¡Ay, Charles, Charles, estoy tan profunda, tan desesperada, tan profunda, tan profundamente enamorado!