Cuando amaneció me vestí bastante pensativo. ¡Pero la vida ha de seguir adelante, y ni siquiera la tristeza del autoconocimiento puede interponerse totalmente entre uno y su estómago!
En el salón de pasajeros no había nadie más que el pequeño Pike. Estaba sentado bajo el ventanal, con los brazos cruzados sobre la mesa y la cabeza apoyada en ellos. Pensé que estaba bebido otra vez, pero cuando entré levantó la cabeza, sonrió adormilado y volvió a bajarla. ¡O sea, que había otro camarote en el cual le resultaba difícil a la gente hallarse a gusto! Le pedí a Bates una jarra de cerveza —no había nada más— y me bebí el «desayuno» al antiguo estilo. Volví a mi conejera, me puse el capote de hule y las botas de agua y estaba a punto de ir al combés cuando vi que allí, a la sombra de las cadenas de mayor de babor, estaba el señor Brocklebank. Me había usurpado el sitio. Entonces me senté en mi silla de lona, con el capote y todo, y contemplé los pocos libros que tenía en el estante al pie de la litera. Recordé a Charles y cómo me había regalado el traje de faena que ahora yo llevaba. En consecuencia, saqué la Ilíada y leí en el libro zeta la historia de Glauco y Diomedes. Habían intercambiado armaduras temerariamente, según parecía, al cambiar una de bronce por otra de oro. No podía decidir si mi determinación de conseguirle un ascenso a Charles era de oro o de bronce… ¡desde luego, la forma en que había cuidado de mí, haciendo que me bañara y cambiara de ropa como si fuera mi antigua niñera, era de oro en aquellas circunstancias! Seguí leyendo, pero de pronto vi que se me borraban las palabras. Había sido una noche breve e inquieta. Recordé que Charles me había dicho que no me pusiera el capote de hule más que para protegerme del agua, así que volví a poner el libro en su sitio y salí al combés. Me quedé bajo la protección de las cadenas de mayor para dejar que el viento me refrescara.
Salió el señor Benét rápido desde el vestíbulo.
—¡Bien, señor Talbot, seguimos adelante!
—Supongo que sigue haciendo un tiempo demasiado malo para que pueda usted hurgar en el trinquete… o debería decir arreglarlo.
—De momento. Pero el viento va amainando. Y, afortunadamente, estos movimientos no impiden a Coombs preparar carbón.
—Quédese, señor mío. Un momento. He oído decir que en situaciones de emergencia se pueden cortar los palos.
—¡Ha estado usted hablando con el primer oficial!
—Desde luego, pero él no ha dicho nada de eso. Es idea mía: se corta el trinquete y se ahorra usted el trabajo de arreglar la carlinga. Sabrá usted que a veces también yo tengo ideas propias.
—No me cabe la menor duda, caballero. Pero si cortamos el trinquete, probablemente tendríamos que cortar el palo mesana para equilibrar las cosas. Y los mástiles no caen exactamente donde uno pretende. ¡Imagínese que el trinquete cayera por la borda, todavía amarrado al navío, y lo perforase haciendo una vía de agua! Podríamos zozobrar y naufragar en unos segundos. Bravo, señor Talbot, pero no, señor mío. Ésa no es una solución. En cuanto sea posible encajaremos la carlinga. Puede usted seguirse mordiendo las uñas una guardia o dos más.
No me agradó aquel tono, pero no parecía que pudiese hacer nada al respecto. Sin embargo, era cierto que teníamos intereses en común: intereses centrados en dos damas que ahora estaban en ruta hacia la India en otro barco. Benét se marchaba. Corrí tras él.
—Señor mío, quería pedirle que explicara cierto episodio en el cual usted y lady Somerset y la señorita Chumley…
—Más adelante, señor Talbot. ¡Ay, qué tiempo! ¡Le dan a uno ganas de echarse a cantar!
Fue corriendo por cubierta y desapareció en el castillo de proa entre un balanceo y el siguiente. Charles apareció desde el vestíbulo. Con él venían un suboficial y dos marineros. Al verme se detuvo.
—¿Bien, Edmund?
—Una mala noche, me temo.
—Estás muy pálido. ¿Es este movimiento?
—No. He pasado una mala noche, nada más.
—Podrías volver a la cámara de oficiales.
Sentí que me ruborizaba, pues era evidente que él comprendía hasta cierto punto en qué había consistido mi «mala noche».
—¿Y que se rieran de mí? No.
—Cuando se está inquieto y en peligro, la gente celebra tener algo de lo que reírse.
—O sea, que seguimos en peligro.
Se volvió hacia el suboficial y le dio una orden. Aquél se llevó la mano a la frente y el grupillo fue corriendo —supongo que debería decir a paso ligero— por cubierta hacia el castillo de proa.
—Sí, Edmund. Seguimos en el mismo peligro que antes.
—Por lo menos está mejorando el tiempo.
—¡Mi querido amigo! Esto no es más que una pausa y dará tiempo a Benét para hurgar en el trinquete. No me gusta nada este tiempo. Ahí arriba hay algo que nos está buscando. Bueno, tengo que seguir.
—Permíteme ir contigo.
—No, no. Imposible. No puedes acompañarme en la ronda.
Me hizo un saludo al estilo naval y avanzó a proa por cubierta. Las barloas de seguridad vibraban ahora blandamente, en lugar de agitarse. Charles no los utilizó.
—Señor Talbot.
Me di la vuelta. La señorita Granham, con su ropa de faena y unas botas de agua demasiado grandes para ella, estaba a la entrada del vestíbulo.
—Buenos días, señora. ¿En qué puedo servirla?
—Quería llevarlo a usted a ver al señor Prettiman. ¿Le viene bien?
La señorita Granham abrió ligeramente la puerta de su prometido, miró y volvió a cerrarla.
—Ha vuelto a dormirse. Es el láudano. Quizá…
Pareció titubear. Pero yo no advertí ningún motivo de demora.
—¿No puedo entrar y esperar?
—Si lo desea.
Entré en el camarote de Prettiman y cerré la puerta detrás de mí. El camarote era igual que todos los demás, una litera, un estante para libros, un lavabo de lona con un espejito y, al otro extremo, una mesita para escribir con los aditamentos de rigor. Bajo el lavabo había un cubo y delante de la mesita una silla de lona. El señor Prettiman había señalado su excentricidad durmiendo del revés: tenía la cabeza hacia popa y los pies hacia proa. En consecuencia, tenía la cabeza justo encima del cubo, lo cual quizá fuera su intención inicial al dormir así. Desde luego, yo tenía recuerdos vívidos y lamentables de nuestras primeras semanas a bordo y de las náuseas que me habían invadido, al igual que a los demás pasajeros.
Prettiman dormía tan profundamente que resultaba difícil creer que hubiera podido estar despierto aquella mañana. El aire era denso, como debe serlo en todas las habitaciones de enfermos, supongo, dado que el aire libre es tan nocivo para un cuerpo enfermo. Aunque no cabía imaginar que nuestras damas, acostumbradas como debían de estar al tratamiento de enfermedades infantiles, dejaran al paciente sin lavar, de aquel hombre emanaba un hedor evidente que hacía desagradable su proximidad. Comprendí, con resignada determinación, que me había tocado una experiencia bastante desagradable. Sin embargo, oso decir que los acontecimientos apenas descriptibles de la noche me habían hecho comprender algo más mi capacidad no deliberada para causar la destrucción. En consecuencia, me senté cuidadosamente, con una vaga sensación de que mientras él durmiese yo estaba haciendo lo que quería la señorita Granham, con sólo estar presente. El hedor de su cuerpo competía con otro que no me costó trabajo identificar con el paregórico, o láudano. No era raro que durmiese. Tenía la ropa de la cama subida hasta el cuello. La cabeza calva la tenía hundida en una almohada mucho más blanda que la que me habían dado a mí. Por encima de la barba rubia y los escasos mechones de pelo, tenía la cara muy pálida. Era una cara que yo había visto muchas veces enrojecida cómicamente por una cólera apasionada. Aquella máscara de carne y hueso en la cual se exhibían tan a menudo sus emociones para que todos pudieran verlas era muy irregular. La nariz puntiaguda distaba tanto del largo labio superior como la de un irlandés de caricatura, un paddy. Tenía la boca ancha y firme, de manera que allí se veían grabadas las arrugas tanto de la decisión como de la cólera. La enfermedad le había ido haciendo adelgazar y eliminando buena parte de los aspectos cómicos. Aquellos ojos que podían fulminar con la locura del fanatismo social estaban tapados por unos párpados oscuros y hundidos bajo unas cejas frenéticas. Quizá resultara posible reírse del hombre despierto. Pero aquella efigie, yacente como si descansara en la losa de una tumba, no tenía nada de risible. ¿Dónde estaba el Prettiman ridículo, terco, a veces frenético, indignado al lado de su extraña prometida? Pero ésta había experimentado un cambio radical sin necesidad de sufrir una caída, había pasado de ser una solterona severa a convertirse en alguien hermoso, digno, sensato… ¡y femenino! Incluso aquel hombre… Debió de llegar fuerte en medio de aquel viento una ola que se iba calmado, pues el camarote padeció una brusca sacudida. Aquel mismo grito que había oído yo cuando estaba despierto en el camarote junto a la cámara de oficiales… aquel grito que me había llamado… la angustia… el temor… me puse en pie. Aquello era insoportable. Me vi condenado a seguir sentado en medio de aquel hedor y a crisparme una vez tras otra cada vez que aquel hombre se despertara y soltara aquel grito. Agarré el picaporte.
—¿Quién es?
Era una voz débil a mis espaldas. Me di la vuelta.
—Soy Edmund Talbot.
Aquel hombre volvía a hundirse en el estupor. Me sentí exasperado. Y había dicho que esperaría. ¡Y sólo esa noche había averiguado, sabido, a lo que tenía que enfrentarme! Volví a dejarme caer en la silla de lona. Él tenía la ropa de cama hecha un lío en torno al cuerpo, cuya silueta escondían las sábanas. Más abajo, los pies y las piernas levantaban las mantas. El olor a paregórico era mayor que cuando había gritado. El espíritu que se había semidespertado en aquel cuerpo atormentado había vuelto a sumirse en las profundidades. Durante un momento le temblaron los párpados y después se detuvieron. Se le abrió la boca, pero aquella voz no emitió más ruido que el de un suspiro.
Me recosté y lo contemplé yacente en la litera. Bajo los párpados se le movían los ojos de un lado a otro. Respiraba de forma irregular, jadeaba. Pensé que iba a abrir los ojos, pero no lo hizo. Murmuraba en sueños, o como desmayado. Hablaba con gran lentitud:
—… John Laity durante todo el resto de su vida. Hamilton Moulting, baronet, como coronel de dragones ligeros, emolumentos de masita… gastos de regreso a su destino… Mungo Fitz-Henry, procurador de Cancillería vitalicio, cuatro mil seis libras…
Dios mío… ¡era mi primo, aquel pelmazo perfecto! ¿Qué diablo quería decir aquel hombre? Me puse en pie de un salto. Agarré el picaporte y vi que giraba desde el otro lado. La señorita Granham asomó la cabeza. Susurró:
—¿Señor Talbot? ¿No ha despertado todavía?
—No.
Se volvió a oír aquella voz débil:
—¿Letitia? ¿Eres tú?
—Ha venido a verte el señor Talbot, Aloysius.
—William Collier, catorce años por reunión ilegal…
—Soy yo, señor Prettiman, Edmund Talbot. Me han dicho que quería usted verme. Bien, aquí me tiene usted a su disposición.
Detrás de mí, la señorita Granham cerró la puerta.
—¿Letitia?
—La señorita Granham ha salido. Ha supuesto que quería usted hablar conmigo, aunque no sé qué he hecho yo para merecer un honor tan imprevisto.
Estaba girando la cabeza inquieto y rechinaba los dientes.
—No logro sentarme.
—No se incomode. Si me pongo aquí podrá usted verme.
—Siéntese, muchacho. ¡Siéntese!
Aquel hombre pretendía darme órdenes, no cabía duda al respecto. Podría decir que me senté para darle el gusto a un enfermo, pero la verdad es que mi cuerpo se sentó antes de que yo me diera cuenta de lo que ocurría. Un leve balanceo del camarote hizo que volviera a rechinar los dientes de forma audible. Poco a poco se le fue despejando el gesto. Hablé abruptamente, irritado por mi involuntaria obediencia.
—Como ya le he dicho, espero saber qué es lo que usted desea.
—Ya sabrá usted que la señorita Granham y yo…
Volvió a callarse. No supe si lo que le habría interrumpido era algún dolor o si sentía una vergüenza natural en cuanto a plantear el tema con un desconocido. Creí que lo mejor sería ayudar a aquel enfermo en lo que pudiera, pues de lo contrario aquella irritante entrevista se iba a prolongar eternamente.
—Estoy al tanto, al igual que todos los presentes en este buque, de que la dama ha consentido en convertir a usted en el más feliz de los hombres. Creo que ya he presentado mis parabienes a la dama. Permítame felicitar…
—¡Deje usted de andarse con circunloquios necios!
—¡Perdóneme usted, señor mío!
—Ha consentido en casarse conmigo.
—¡Eso es lo que estaba diciendo yo!
—Ahora mismo, quiero decir. ¿Se ha vuelto usted imbécil?
—¡Pero si no tenemos cura!
—El capitán Anderson puede celebrar la ceremonia. ¿Es que no sabe usted nada de nada?
Me callé. Evidentemente, la forma más breve de llegar hasta el final era escuchar y no interrumpir. El señor Prettiman se pasó la lengua por los labios y después los chasqueó.
—¿Quiere usted beber algo? Esta agua…
Entonces volvió la cabeza y me miró directamente a los ojos, examinándome el rostro igual que había hecho yo con el suyo. Un simulacro de sonrisa, bastante amarga, hizo que se le marcaran las arrugas en torno a la boca y a los ojos.
—No estoy siendo justo, ¿verdad?
Sonreí, aunque de mala gana, ante aquel repentino vuelco de las cosas.
—Lo que ocurre es que está pasando usted por un momento muy malo, eso es. Cualquiera… quizá cuando mejore el tiempo pueda usted salir…
—Estoy muriéndome.
—¡Pero señor Prettiman! Una fractura…
Me gritó:
—¿Podría usted renunciar a ese necio hábito de contradecirme? ¡Cuando digo que me estoy muriendo quiero decir que me estoy muriendo y que voy a morirme!
El final de aquel exordio vociferante se confundió con otro grito que surgió de las profundidades de sus sufrimientos, que estoy persuadido de que en aquella ocasión se había infligido a sí mismo con algún movimiento prohibido. El grito no era sólo la expresión de una angustia desesperada, sino de un resentimiento furioso.
—¡Señor Prettiman, se lo ruego!
Volvió a yacer en silencio, pero la transpiración le surcaba el rostro. Detrás de mí se abrió la puerta y volvió asomar la señorita Granham. Cruzó el umbral, introdujo la mano bajo la almohada, sacó un pañuelo y se lo pasó por la cara. Ésta recuperó su sonrisa. Con una voz mucho más suave que la que había utilizado conmigo murmuró:
—Gracias, gracias.
Cuando la señorita Granham se retiraba, volvió a hablar él:
—Letty, no hace falta que sigas de vigilia. Estoy bastante bien y la dosis todavía me alivia algo. Por favor, vuelve al camarote y trata de dormir. Estoy seguro de que lo necesitas. Me inquieta pensar que sigues despierta sólo por mí.
Ella me miró, luego le sonrió a él, asintió y cerró la puerta al salir.
—Señor Talbot, deseo que sea usted testigo.
—¿Yo?
—Usted y Oldmeadow. De la ceremonia… del matrimonio.
—¡Eso es absurdo! ¿No tenemos ningún cargo oficial en el barco? En cambio, Charles Summers o el señor Cumbershum… estoy dispuesto a hacer de padrino si lo desea usted… ¡lo que usted quiera!
—No hace falta que haga usted de padrino. El padrino será el señor East.
—¿El señor East? ¿El impresor?
—¿Quiere usted escuchar? ¿O pretende usted que esta entrevista se prolongue indefinidamente?
Eran muchas las respuestas que podría haber dado yo a aquella pregunta, pero mientras elegía la mejor, perdí la oportunidad. Él había vuelto a cerrar los ojos y siguió hablando:
—Los oficiales de a bordo se perderán por el mundo. ¿Quién sabe adónde irán a parar? En todo caso, correrán peligros. Desde luego, no irán muy lejos con este viejo buque. Usted y Oldmeadow se quedarán en Sydney Cove. ¿No comprende usted, señor Talbot? Por modesta que sea mi fortuna, la señorita Granham la heredará. Pero si no existen testigos irrecusables, y a una distancia de dieciocho mil millas de nuestros tribunales, con lo corruptos que son…
—¡No, no lo son! ¡Eso es inadmisible! La justicia británica…
Abrió los ojos de golpe.
—¡Sostengo que lo son! Bueno, en lo que respecta al dinero, puede uno fiarse de ellos, pero son corruptos en todo lo demás debido al privilegio, al sistema de tenencia de tierras, a un sistema perversamente inadecuado de representación…
Todo aquello lo había dicho en voz cada vez más alta. Pero, como si supiera lo cerca que estaba de él el ángel de la agonía, bajó la voz repentinamente de un modo que podría haberme parecido cómico hacía solo unos minutos.
—Huelga entrar en todo eso, Talbot. Después de todo, estoy hablando con un representante de… bueno, basta. En resumen: usted y Oldmeadow garantizarán la herencia de ella en virtud de su condición de testigos de la boda.
—Celebraré hacer a la dama cualquier favor que esté en mi mano —¡y mientras lo decía advertí que era cierto!—… Sí, efectivamente, señor mío. Pero confío en que pasen muchos años antes de que…
Le había aparecido en las mejillas el color de la ira.
—¡No diga usted necedades! No me quedan muchos días, ni quizá horas.
—Las amonestaciones…
—En estas circunstancias se puede prescindir de ellas. Baste con lo dicho. Nos quedamos en silencio un rato. Después se agitó inquieto. Yo medio me levanté de la silla, pero él levantó la mano.
—No he terminado. No me gusta pedir favores. Pero ahora…
—Puede usted hacerlo, señor mío. Por la dama.
—El señor Summers me ha dicho que usted sostenía creer al menos en el «juego limpio». Es un término infantil…
—Es un término concreto, señor Prettiman. Lo que es «juego limpio» en lengua de los niños es la «justicia» entre los adultos.
—Cree usted en la justicia.
Se produjo otra pausa. Contemplé el estante de libros que había sobre su cabeza. Eran muy serios.
—Soy inglés.
—La señorita Granham me ha hablado en términos favorables de su progreso…
—¿Mi qué?
—No sé hasta qué punto serán civilizadas las mores de una colonia, pero sospecho lo peor. Creo que será difícil hallar una conducta civilizada. Le pido que se encargue de que se trate a la dama como debe hacerse en una sociedad civilizada.
—El contar con la amistad de la dama sería un privilegio para mí, señor mío. Le doy mi palabra de que haré todo lo posible por protegerla.
Sonrió fatigado, pues iba perdiendo fuerzas.
—En muchos sentidos no necesita protección alguna. Pero hay cosas en las cuales una dama, debido a la injusticia de la Naturaleza, estará siempre en desventaja. Creo que la colonia quizá no se haya acostumbrado a lo que es la actitud correcta para con el carácter femenino.
—No lo sé.
—Otra cosa.
Esperé un momento, pero él permaneció en silencio.
—¿Otra cosa, señor mío?
No dijo nada, pero parecía hallarse algo incómodo.
—¿Me permite que lo ayude a ponerse más cómodo, señor mío? Este revoltijo de ropa de cama que tiene usted en la cintura…
Él movía la cabeza de forma inquieta en la almohada.
—No es un revoltijo de ropa, sino una enorme inflamación del abdomen inferior y de la parte superior de las extremidades inferiores.
—¡Dios mío! ¡Dios mío!
—¿Ha de comenzar usted cada frase con una imprecación? No puede usted moverme. El moverme el cuerpo, incluso para los fines más necesarios, es una tortura que está acabando conmigo, terminando conmigo.
Volvió a quedarse en silencio un rato. Después:
—Esta otra cuestión. Es confidencial. He preguntado a mi conciencia y creo que lo que hago es lo correcto. Acérquese.
Aparté la mano con la que me estaba apoyando en el mamparo y acerqué la silla de lona a la litera. Bajé la cabeza hacia la suya. El hedor de la litera y de su cuerpo era de lo más desagradable. ¿Se trataba ya del terrible comienzo de la putrefacción? Yo no sabía lo suficiente al respecto.
—Tengo un documento para usted.
—¿Ah?
—Un documento firmado por mí. Ya ve usted en qué situación me encuentro, indefenso y moribundo. Habrá gente que impugne el testamento… Siempre la hay, parientes lejanos que nunca se han dado a conocer. Podrían argumentar que el matrimonio no se había… no se había podido consumar, que era nulo y que, en consecuencia, la dama no tenía derecho a nada.
Siguió una larga pausa.
—No entiendo qué he de hacer yo, señor Prettiman.
Pareció sentirse muy inquieto.
—He escrito una declaración explícita de que he tenido conocimiento carnal de la dama durante el viaje y antes del matrimonio.
—¡Dios…!
—¿Iba usted a decir, señor mío?
—Nada. Nada.
Exclamó:
—¿Cree usted, muchacho, que un rito supersticioso como la ceremonia de matrimonio significa algo para personas como ella y como yo?
Abrí la boca para hablar, aunque no sé lo que hubiera dicho. Pues tal era su ira que había vuelto a hacerse daño en todo el cuerpo. ¡Juro que rugió de dolor, como si se estuviera viendo castigado por su blasfemia! Ahora me resulta divertido, pues yo no creía en ninguno de aquellos ritos supersticiosos y consideraba que sólo servían para mantener el orden. El bautizo, la boda y el entierro: son las señales que distinguen a los hombres de los animales y nada más.
Pero él se iba recuperando.
—En el cajón de arriba hay una cartera de cuero verde. Por favor, démela.
Lo hice. Se la llevó al pecho, sacó un papel doblado y sellado que se llevó a los ojos.
—Sí. Éste es.
—¿Para qué hace falta este documento? Igual daría que fuera yo a un tribunal y jurase que me había dicho cómo estaban las cosas entre usted y la dama.
—No me fío de ellos… eso es todo.
¡Tuve en la punta de la lengua hablar como un moralista! Sentí deseos de decir con todas las fuerzas de que podía disponer un miembro de la sociedad que él detestaba: «¡Debería usted haberlo pensado antes!» O: «¡Entonces, los ritos supersticiosos valen para algo, señor mío!», pero no lo hice. Aquello era tanto más extraño cuanto que me sentía cada vez menos solidario con él y con ella, y en especial con ella. ¡Una dama, una dama a quien yo tenía en cierta estima, comportarse así, como una cualquiera! No sabía si reír o qué hacer. Aquella mujer me irritaba. Era algo muy triste. Su… caída me inspiraba tristeza y cólera.
—Creo, señor Prettiman que no tenemos nada más que decirnos. Supongo que me comunicará la fecha del rito supersticioso.
Giró la cabeza y me contempló con un gesto como de sorpresa.
—¡Naturalmente!
Volví a colocar la cartera de cuero verde en el cajón y me puse en pie.
—Acepto guardar este documento y presentarlo en las circunstancias que contempla usted. No tengo deseo alguno de leerlo.
—Gracias.
Me costó trabajo hacerle una reverencia. No había llegado a abrir la puerta cuando volvió a hablar.
—Señor Talbot.
—¿Señor mío?
—La señorita Granham no conoce la existencia de ese documento. Deseo que siga desconociéndola todo el tiempo que se pueda.
Volví a inclinarme y salí a trompicones de aquella conejera fétida.