—Señor Talbot.
Phillips llevaba unas velas en una mano y un farol encendido en la otra.
—Aquí, Phillips.
—¿Quiere usted una luz, señor?
—Sí… ¡no! Todavía no. Bien, Phillips, llévate la vela y déjame el farol.
—¡Ay, eso no puede ser, señor Talbot! Ya sabe usted que los pasajeros no pueden tener fanales; sólo velas, porque…
—¿Porque si las velas se caen se apagan solas? Sí, ya lo sé. Y ya me conoces, ¿no? Espera un momento. Ten. Con eso te pago el farol. Quiero quedarme un farol como recuerdo del viaje.
Una expresión de comprensión cambió el gesto habitualmente adusto de Phillips.
—Sí, señor.
—Cuelga el farol de ese gancho. Apaga la mecha.
Naturalmente, un barco nunca duerme. Siempre hay, como mínimo, una parte de la guardia de servicio, por no hablar del oficial de la guardia y de su compañero. Me puse el capote de hule y me dirigí ayudado por la luz de la luna a la toldilla. El teniente Benét estaba acodado en la barandilla de proa.
—¡Suba usted, señor Talbot! ¿Qué le parece este viento? Nos viene fenomenalmente, ¿verdad?
—¿Cómo lo toma el barco?
—Está haciendo más agua, naturalmente. Es lo lógico. He estado pensando. Deberíamos montar una especie de molino de viento para bombearla.
—¡Ay, no! ¡Basta ya! ¡No nos aterre con más trucos! Sondas, planchas, barras al rojo… Tenga compasión de nosotros, señor Benét. ¡Somos muy frágiles!
El señor Benét se quitó el gorro de hule y abrió los brazos en cruz.
—¡Mire a su alrededor, señor Talbot! ¿No es magnífico este panorama? ¡La luz de la luna sobre estas aguas en movimiento, las nubes plateadas, las distancias inimaginables ahí arriba… esos cuerpos brillantes que centellean sobre nuestras cabezas! ¿Dónde está su sentido de la poesía? ¿No infunde el peligro, el temor que todos sentimos, un sabor mejor a esta delicia embriagadora?
—Si de eso hablamos, ¿dónde está su poesía? ¡En los últimos días no hace usted más que atosigarme con ella!
—Es usted un crítico severo. Entonces, adopte un punto de vista utilitario. Esta luna significa que posiblemente al amanecer el horizonte se habrá aclarado y podremos medir la latitud por las estrellas, cosa que no nos vendría mal.
—Creía que había algún problema con la navegación… unos cronómetros erráticos, o no sé qué.
—Es usted muy detallista, ¿verdad, señor mío? Pero por lo menos podemos averiguar la latitud, que es casi como ganar la mitad de la batalla, aunque no toda.
—¡Es ése de ahí el señor Willis! Espero que te hayas recuperado, mozo. Señor Benét… ¿no le puede ayudar el señor Willis con la navegación?
—Prefiero tomar eso como una broma, señor mío. ¿Me permite ahora? Estoy ocupado con una Oda a Natura, tema de tal magnitud y profundidad que apenas puedo introducirme en él… ¡ni salirme de él!
—Más vale eso que hacernos naufragar de golpe.
—Supongo que habla usted del palo de trinquete. Iniciaremos la operación cuando dispongamos de suficiente carbón y cuando se haya apaciguado esta mar.
En aquel momento el extraño joven se sacudió los rizos y preparó:
—Espíritu de la Naturaleza…
—¿Está usted seguro, señor Benét? La última vez… no, la penúltima, fue Espíritu de la Mujer; es usted muy ahorrativo.
El señor Benét no me hizo caso.
—Espíritu de la Naturaleza, cálido, ardiente o frío. Solidez…
—¡No, no, señor Benét! No merezco yo tamaño honor… ¡ni tampoco el señor Willis! Permítame que le prive a usted de la compañía de Willis. Él habla en prosa.
—Lléveselo. Haga lo que quiera con él. Después haga el favor de devolverme lo que quede de él. Nunca se sabe lo que se puede aprovechar.
Willis me siguió, malhumorado, a la toldilla.
—Bien, señor Willis. ¿Se ha recuperado usted del todo?
—Estoy sordo de la oreja derecha, donde me arreó el capitán. Y si alguien me dice que vuelva a subirme a un palo, tendrá que llevarme por la fuerza.
—¡Dios mío, muchacho, le ha cambiado la voz! Supongo que debería felicitarlo. ¿Que no va a volver a subir a un palo? ¿Ha perdido usted el valor, muchacho?
—¿A usted qué le importa? Es asunto mío, no suyo, y ya me ocupo yo de eso.
—¡Le agradecería que se sirviera usted ser más educado, jovenzuelo!
—¿Por qué? Es usted un pasajero. Lo que llamamos en la marina un «cerdo». No tengo que aguantarle insolencias. Ya lo ha dicho el señor Askew, el artillero. «Son pasajeros», dice, «nada más». «No estamos en un barco de la compañía», va y dice, «y no tiene que hacerles caso, ni siquiera a los señoritos como el lord Talbot ese», dice.
—Sin embargo, le pido que sea educado, señor Willis, aunque sólo sea porque soy mayor que usted. Lamento saber que se ha quedado usted sordo, pero supongo que es un estado pasajero. ¡Por Dios! Tommy también se quedó un poco ensordecido cuando yo le pegué. No creo que haya un escolar ni un guardiamarina del mundo que no haya visto alguna de sus facultades perturbadas en un momento u otro. ¡Así son las cosas, jovencito, y no tiene usted por qué quejarse!
—Bueno, pues me quejo. Ojalá estuviera en casa. Y allí es donde estaría si Papá no tuviera una cuenta con uno de los jefes de los muelles y no hubiera querido convertirme en un caballero. Seguiría sirviendo azúcar y tan contento con las mozas de los almacenes. Ahora que ha terminado la guerra, tendrán que desguazar todo este maderamen podrido y entonces lo único que van a ver de mí es el culo.
La luna se escondió tras una nube, y con el cambio, pareció más oscura la noche. El señor Benét gritó desde la toldilla, bajo nosotros.
—Señor Willis, hágame el favor de hacer que enciendan los fanales del través. Después, podrá contarme lo que pasa media hora antes del amanecer.
—A la orden, señor. Ayudante de contramaestre…
Agarré a Willis de la manga, y le murmuré:
—Media hora antes del amanecer es el principio del Crepúsculo Náutico.
—¡Ya lo sabía! ¿Me cree usted idiota?
Evidentemente, aquel chico no sabía lo que es un comportamiento amable. Por eso estaba a punto de despedirlo cuando llegó todo un grupo de hombres a la toldilla. Charles venía con ellos. Llevaron a popa un montón de cosas, entre las cuales parecían figurar una vela perigallada a una gruesa verga, un enorme montón de hierro para transportar el cual hacían falta tres hombres y varios rollos de cable grueso.
—¡Edmund! ¡Todavía no te has acostado!
—Evidentemente. ¿No paras nunca de trabajar? ¿Qué es todo eso?
—Es un ancla de capa.
—Primera vez que lo oigo.
—Cuando hace muy mal tiempo, un barco puede aguantarse a una ancla así…
—¡Pero esto es la popa!
—Nuestras circunstancias no son muy normales. Eso es todo. Quizá necesitemos montar el ancla por la popa para frenar el avance y ver que no se viene abajo. Claro que no con un tiempo así… ¡Está amainando! Pero más al sur, donde verdaderamente hace mal tiempo… es una precaución.
Los marineros estaban perigallando el aparejo a la barandilla de popa.
—¿Son órdenes del capitán?
—No, esto es algo que puedo hacer yo solo. Mira, mi profesión es muy antigua y sus deberes están bien definidos. Pero ya son casi las seis campanadas de primera… ¿Por qué no te has acostado?
—Es que… ¡esto de dar explicaciones es muy aburrido! Estoy muy contento de tener ropa seca y hacía luna, por no mencionar que estamos meneándonos menos, etcétera.
Charles me miró atentamente.
—¿Has vuelto a la zona de pasajeros?
—Sí.
Charles asintió y se volvió hacia sus hombres. Se dio la vuelta, según vi, y verificó personalmente la seguridad de las ligaduras que mantenían en condiciones de disponibilidad todo aquel aparejo pesado. ¡Si nuestra supervivencia dependía de su atención y su previsión, podíamos sentirnos a salvo! Comprendí de repente la diferencia entre Benét y Charles, el uno poniéndonos brillantemente en peligro, mientras que el otro, serena y constantemente, cuidaba de nosotros.
Charles volvió a hablar.
—Muy bien, Robinson. Hemos terminado.
Se volvió hacia mí.
—¿Vas a bajar?
—¿Tú no?
—Bueno, tengo más cosas que hacer. No creo que pueda acostarme antes de medianoche.
—Bueno, entonces… sí, voy a bajar. Buenas noches, Charles.
Fui de mala gana hacia el vestíbulo. Ahora había un fanal puesto en el palo mesana, justo encima del ejemplar de las órdenes permanentes del capitán, en su vitrina de vidrio. Alguien había dejado debajo dos montones enormes de cabos. Abrí la puerta de mi conejera y entré en ella. Si la dejaba abierta, del fanal del vestíbulo me llegaba luz suficiente para ver las cosas. Revolví en el cajón de arriba, saqué la caja del pedernal y conseguí encender el fanal que le había comprado a Phillips. Cerré la puerta y me senté en mi silla de lona. He de confesar que ya me sentía como cuando está uno a punto de lanzarse al agua fría… a un agua muy fría. Me quité el capote de hule y las botas de agua con más lentitud que si fuera un anciano. Recuerdo haberme inclinado para descalzarme como si aquel esfuerzo fuera doloroso y se tratara de algo que hubiera de llevar mucho tiempo. Pero por fin me quedé en ropa de faena. Todavía quedaba otra forma de aplazar el desagradable momento. Fui a nuestro excusado del lado de estribor, ajusté la lamparilla azul de aceite que había en el mamparo, me ajusté los calzones y me senté en el agujero más cercano a la puerta. Apenas acababa de sentarme cuando se abrió la puerta y entró un suboficial gigantesco.
—¡Vaya, maldita sea!
—¡Perdóneme, señor!
—¡Fuera!
—Orden del primer oficial, caballero.
El hombre insertó el extremo de un cabo en el agujero de más allá y procedió a bajarlo. Me subí airado los calzones, me abroché la hebilla y salí. En el vestíbulo había más marineros. Una de las cuerdas del montón que había junto a mis pies iba desenrollándose. Otra iba entrando del mismo modo en los excusados «femeninos» del lado de babor. Aquello era un manicomio. Un marinero joven, vestido de faena como yo, salió rápidamente del excusado de babor corriendo hacia la puerta de la señorita Granham. ¡Aquello ya era demasiado! Llegué a su lado con dos zancadas y lo agarré del hombro.
—¡Ni hablar de eso, mozo!
Le di la vuelta… ¡Dios mío! ¡Era la señorita Granham! Incluso a la pálida luz del fanal tenía la cara de un rojo escarlata.
—¡Suélteme usted inmediatamente, señor mío!
—¡Señorita Granham!
Le solté la mano del hombro huesudo, como si hubiera tocado con ella una serpiente. Un cabeceo imprevisible me hizo perder el equilibrio. La señorita Granham asió el pomo de su puerta. Yo caí hacia atrás y sólo me salvé de una herida mortal gracias a aquellos rollos de cuerdas que, aunque ya habían disminuido, bastaron para frenar mi caída. Me puse de rodillas y avancé hacia ella.
—Por favor, señorita Granham… por favor señorita Granham… perdone… Creí que era usted un marinero que quería hacerle daño… permítame… le cerraré…
—No podré cerrarla yo, señor Talbot, mientras tenga usted la mano en la jamba. ¡Se cae usted con mucha facilidad, señor mío! No es que quiera dar consejos…
—Pero no me hago daño, señora. De todos modos, siempre le agradezco su consejo acerca de lo que usted desee.
Se detuvo, dándome la espalda, con la puerta entreabierta.
—¿Es eso un sarcasmo, señor Talbot?
Aquella caída me había encendido los ánimos.
—¿Por qué siempre se me comprende mal?
Se dio la vuelta. Continúe:
—No dice usted nada, señora. Durante este viaje lo que cada uno opinamos acerca de nuestros compañeros y conocidos se ha modificado… ¡debe de haberse modificado! Y eso se aplica tanto para mí como para los demás. Lo que he dicho ha sido una simple expresión de la verdad acerca de… de mi respeto y de su… su…
—¿Mi edad, joven?
Se dio la vuelta para mirarme de frente. Con aquella luz pálida, los estragos del tiempo no eran visibles en su bello rostro. Sonreía y un mechón de pelo se había escapado del pañuelo con que se tapaba la cabeza, y le cubría la cara. Lo levantó y un juego de aquella media luz le hizo parecer tan joven como yo, ¡incluso más joven! Abrí y cerré la boca. Tragué saliva.
—No, señora.
—Entonces, volvamos a hacer como que nos conocemos por primera vez, señor Talbot. De hecho, sería lo procedente. Quizá le hiciera a usted menos indiferente a dónde y cómo se cae… ¡Ahora no me haga gestos, señor mío! ¡Escúcheme! Quizá tenga usted más cuidado si ve cuál puede ser el resultado de una caída. El señor Prettiman desea verlo. Yo… la verdad es que le recomendé que preguntase por otra persona. Veo que quizá me equivoqué.
Creo que me eché a reír.
—¿El señor Prettiman desea verme? ¡Dios mío!
—Así que, si está usted de acuerdo, mañana por la mañana le llevaré a usted a verlo.
—Sí que estoy de acuerdo, señora. ¡No puedo concebir mayor placer!
Se le había vuelto a escapar el mechón de pelo. Lo volvió a recoger, frunciendo el ceño.
—¿Por qué dice usted eso, señor Talbot? ¿Es ése el tipo de observación que hace a las personas de mi sexo?
Hice un gesto negativo. Pero rápidamente recuperó aquella sonrisa.
—No responde, señor Talbot. Ni tiene por qué. Yo le intimido a usted. Ya veo lo que se le está ocurriendo: «Quien nace institutriz muere institutriz». He cometido un error, señor mío, y le hago una reverencia, observará usted, como la más humilde de las criadas.
Con esas palabras cerró la puerta. Me quedé donde estaba, aferrándome a la barandilla, divertido. No cabía duda. La señorita Granham tenía la capacidad de anonadarle a uno, ¡y sin el más mínimo esfuerzo aparente! Pero volvíamos (¡lo había dicho ella misma!) a ser amigos. No me considero belicoso, y aquel cambio me colmó de un alivio y un placer desusados. Fui a la puerta que daba al combés y miré. La cubierta estaba bañada por la luna, blanca. Las estrellas que la luna no apagaba trazaban grandes curvas entre el aparejo, como abejas plateadas. Me las quedé mirando hasta marearme. Parpadeé y miré hacia abajo. Unos marineros, aferrándose a una barloa de seguridad que no paraba de agitarse, venían trabajosamente hacia popa, pues transportaban una pesada carga que parecía obstaculizarlos. Se abrieron camino hasta la toldilla con algo que parecía ser el cadáver de algún animal recién muerto, y muy grande. Charles llegó corriendo sin nada en las manos, no me vio y subió rápidamente las escaleras tras los marineros. Me di la vuelta, entré en mi conejera y cerré la puerta tras de mí. Contemplé con desagrado la litera recién hecha. No cabía duda. Volver a aquella conejera iba a ser toda una prueba. Era como aquella vez, cuando yo era un muchacho, y fui al cementerio al atardecer montando un pony indiferente que me llevó demasiado cerca de las tumbas. Igual que ahora. Aunque yo había supuesto que el mundo y la vida humana estaban organizados, vi que aquella conejera a la que me había condenado tenía un aire, una atmósfera. Me pareció oler a inquietud. Cierto que, en comparación con la luz de la vela a la que estaba acostumbrado, mi lámpara de aceite, colgada fija en la pared, resultaba positivamente brillante, en tanto la pared, acompañando a los movimientos del barco bajo nosotros, se movía a su vez y proyectaba sombras que se dibujaban en tinta negra sobre mí y las blancas paredes. Bajé la llama hasta que no quedó más que un leve brillo. Me dije que no me desvestiría hasta después de un rato, sino que esperaría para que la familiaridad hiciera que el lugar fuera un poco más mío que de ellos. ¿No dicen que la mejor forma de curar un dedo quemado es sostenerlo junto a un fuego para que éste le extraiga el calor? Y Colley había estado sentado allí. Su codo, su pluma, su tintero, su salvadera… Allí había conocido él los extremos del temor y del dolor, de la humillación, la mortificación… ¡Había experimentado unos sufrimientos muy superiores a mi capacidad de imaginación! Si aquellos sufrimientos, aquel torbellino de dolor humano, habían desaparecido sin dejar huella, como me decía mi razón, ¿por qué de pronto sentía yo el invierno en la piel? Volví en mí desde aquel estado, murmurando algo acerca de un pobre muchacho que había sido demasiado sensible… ¡O, dicho en otros términos, demasiado sensiblero! Aquello me hizo sonreír, pero con algo que debió de ser algo más que una mueca. «¡Compartir el destino común de los demás pasajeros que algún día formarían parte de quienes estaban a mi cuidado!» Aquél era un sentimiento noble. Me encontré hablando en voz alta.
«En el futuro, muchacho, evita los sentimientos nobles. Son como sacar las cartas al azar. Se puede sacar cualquier cosa, desde el comodín hasta…»
Sin embargo, yo soy un ser racional.
Había sido un día muy largo. Debería de haber resultado fácil dormir. Pero no quise quitarme la ropa y meterme inmediatamente en la litera. Un hombre desnudo está indefenso. No se puede salir corriendo desnudo a una cubierta bañada por la luz de la luna. Salvo que se esté delirando. Bueno, pensé, para más seguridad, lo haré poco a poco. Me eché, con toda la ropa de faena puesta, encima de la colcha de la litera. Me puse boca arriba. Tenía el perno —aunque Charles me ha dicho que tengo que llamarlo «vigota»— a unas pulgadas de la cara. Cerré los ojos, pero las leves intimaciones de luces y sombras que me pasaban por encima me alteraban. En consecuencia, abrí los ojos, y decidido a no hacer caso de la vigota, centré la mirada en el techo pintado de blanco. Me encontré examinando detalladamente la herida superficie inferior de un bao de cubierta, un agujero del fondo del cual sobresalía algo puntiagudo.
Me di la vuelta para yacer boca abajo, pero los cabeceos del barco y sus balanceos irregulares me hacían rodar incómodamente. Busqué como pude el costado de la litera con una mano y el del barco con la otra. Agarré algo. Naturalmente, era la vigota. Se me pusieron los pelos de punta. ¡Hubo un momento en el cual podría haber saltado de la litera y salido corriendo en busca de Charles o de alguien, de alguien cálido y vivo, que respirase y hablara! Pero en aquel instante de miedo adopté una decisión y me quedé donde estaba, agarrado tan fuerte que me temblaba todo el cuerpo. Con los ojos cerrados, allí me quedé, en la misma posición que un moribundo, y tan frío como un moribundo.
El cambio fue gradual. La petrificación del miedo se fue convirtiendo en inquietud, y después en una aceptación gris. Así había sido. Así era.
Oí un quejido que llegaba de alguna parte, de Prettiman en su litera. Solté el perno y volví a ponerme boca arriba. La grieta en el bao de cubierta ya me decía menos. Cerré los ojos.
No me di cuenta del paso desde la vigilia al sueño. Pero parece que en algún momento antes de que llegara la luz, debí de caer en una especie de sueño, o de trance, o en algún lugar.
Él estaba diciendo algo. La voz sonaba distante. Una voz conocida, ahogada por sollozos. No podía saber de quién era, pero sabía que debía saberlo. ¿Quién, en nombre de Dios? Yo estaba en un lugar iluminado por una luz brutal que se encendía y se apagaba, una vez tras otra. La voz sonó más cerca:
«Podrías habernos salvado.»
Aquella voz era la mía. Estaba despierto, la llama chisporroteaba tras el cristal del farol. La apagué y volví a acostarme, esperando al amanecer.