(4)

Así que me quedé contemplando los océanos de la separación hasta que se me pasó la ira… ¡pero persistió la pena! Oí que detrás de mí se abría y se cerraba una puerta, los pasos rápidos de Benét, y que se abría y se cerraba otra puerta cuando salió de la cámara de oficiales. No me di la vuelta. Evidentemente, aquel hombre quería provocarme, y además era de la otra facción. Aunque Charles prohibiese el término, no me podía impedir que lo utilizara en su nombre para mis adentros. Necesitaba mi apoyo. Con aquella idea llamé a Webber y le hice ayudarme a ponerme el capote de hule y las botas de agua. Después me abrí camino hasta el combés y traté de encontrar a Charles, al cual no se veía por ninguna parte. Pero lo que resultó evidente de inmediato fue que habíamos cruzado alguna frontera invisible en la mar abierta. El agua tenía un tono verde claro, en lugar de azul o gris. El aire se había enfriado mucho y unas gotas de espuma que me dieron en las mejillas parecieron quedarse heladas en ellas. Ahora el viento soplaba del suroeste y nosotros avanzábamos hacia el sureste. Ya no era una borrasca, sino un ventarrón que nos lanzaba las olas contra el costado. Bajo las nubes a ras de agua empezaban a acercarse a nosotros hilachas de niebla desde el invisible horizonte occidental. Nuestro barco había vuelto a iniciar aquel cabeceo rápido que era el resultado de llevar unos palos tan acortados y de no tener suficiente velamen. Pero, por lo menos, no parecía cabecear y los cables que Charles había hecho pasar por la quilla seguían tensos e inmóviles. La tripulación estaba ocupada. No me refiero a la parte de la guardia que estaba disponible para cambiar las velas y que comprendía los vigías y los timoneles. Me refiero a la otra parte, que estaba echando apresuradamente barloas de mal tiempo desde el saltillo del castillo de proa hasta las bitas del palo mayor, y después desde allí hasta el castillo de popa y las escalas que llevaban a la toldilla. Aquello era sugerente. Mientras lo contemplaba, vi que Charles Summers salía del castillo de proa y se quedaba hablando con el señor Gibbs, que al cabo de un momento se llevó la mano a la frente y volvió a entrar en el castillo de proa. Charles vino hacia popa hasta el trinquete, examinó las cuñas y después habló con el suboficial que dirigía a los hombres que montaban las barloas. Después examinó los cabos, apoyándose en ellos acá y acullá. Hubo una charla acerca de uno de los puntos de amarre, pero por fin Charles pareció estar satisfecho. Subió y habló con alguien que estaba junto a la campana del castillo de proa, me vio y levantó el brazo a modo de saludo. Respondí de igual modo, pero no fui a proa. Charles habló con otra gente en el castillo de proa. Después les volvió la espalda y vino rápidamente hacia mí, en el combés.

—¿Sigues estando seco?

—Como puedes ver, y este hule lo llevo tanto para que me aporte calor como para seguir seco. El aire está mucho más frío.

—Es la zona de los huracanes. Por fin la hemos encontrado, pero mucho más al sur de lo que debería estar.

—El cambio ha sido muy repentino.

—Según dicen, siempre hace frío. Las aguas tienen sus propias islas, sus continentes y sus caminos. Esto es un continente.

—Estas barloas son ominosas.

—Es una precaución.

—Pareces muy animado.

—No debería estarlo, pero sí. Pues… ¿puedo hablarte en voz baja? Ahí a proa, en el puente inferior, Coombs está haciendo carbón, lo cual le va a llevar varios días. Suma a eso el tiempo, que al ir empeorando hará que resulte demasiado peligroso hacer la faena del trinquete…

—¡Nuestra facción va ganando!

—¡No uses esa palabra!

—Lo siento. Se me olvidó.

—¿Con qué clase de reputación llegarías al gobernador si el capitán Anderson le dijera que habías creado problemas en el barco?

—¡No hará tal cosa mientras recuerde mi diario, que va a leer mi padrino!

—Se me había olvidado. ¡Es como si todo eso hubiera pasado hace años! Pero, te lo pido por favor, evita palabras que pudieran sugerir que existe una división entre nosotros. No quería decir más que celebro que se haya aplazado un peligro innecesario.

—Reconozco que yo deseaba que aumentara nuestra velocidad. Pero eso era antes de que comprendiera lo que podría costamos.

—¿Me permites un consejo? No te pongas el hule más que cuando haga falta: para seguir seco. Te da mucho calor y sudas. Y después, antes de que te enteres, se borran los efectos de aquel baño.

Hizo un gesto de amonestación y después volvió hacia el castillo de proa. Me dije para mis adentros:

—Basta con una sugerencia. Antes olía que apestaba.

Me di cuenta de que el viejo señor Brocklebank estaba a unas dos yardas de mí. Se refugiaba (en la medida de lo posible) junto a los obenques de estribor y había pasado el brazo derecho por un seno de un cabo. Había encontrado o alguien le había dado un gran capote de viaje antiguo, gastado y sucio. Se lo había embozado de tal modo que sugería un efecto escultural. Tenía el sombrero atado con un trapo que pasaba por encima de la copa y se anudaba bajo la barbilla. ¡Creo que era una media de señora! Tenía un gesto melancólico en la cara regordeta mientras miraba al vacío, o quizá a su interior. Decidí que no quería tener una conversación con él, pues, como mínimo, no podría añadir nada a lo que ya sabía yo de la señorita Chumley. En consecuencia, pasé a su lado con sólo un gesto y entré en el vestíbulo de los pasajeros. La puerta de la «conejera» a la cual había yo proyectado con tanta nobleza regresar estaba abierta. Cuando me acerqué, salió Phillips con una escoba y un cubo y fue al combés de babor.

No había entrado en aquel camarote desde que Wheeler lo escogió para su último, trágico y criminal acto. Con una repentina decisión de terminar con el asunto, abrí la puerta y entré. El lugar parecía estar igual que antes, salvo que todo estaba más limpio y más claro. Pues los mamparos, el costado del buque y el lado de cubierta —o, mejor dicho, las paredes y el techo— ya no estaban pintados de aquel tono mostaza que parecía ser lo mejor que se le ocurría a la marina cuando llevaba pasajeros, sino de esmalte blanco y brillante. Resultaba bastante animado. Lo toqué en unas cuantas partes y vi que estaba seco. Ahora ya no había excusa para no volver. Me senté en la silla de lona y traté de hacer como si aquel lugar fuera normal y no tuviera ninguna relación con su propia historia. No lo logré. Pese a mis esfuerzos, mi mirada se volvía al perno en el costado del buque tan cerca de la cabecera de la cama. Allí había colgado la mano derecha del muerto, ¡allí había estado su cuerpo, como fundido con la ropa de cama! Intenté olvidarme de Colley, pero lo único que logré fue ver inmediatamente a Wheeler a mi lado, con la cabeza levantada, con el extremo dorado del trabuco a sólo una pulgada o dos de la cara… ¡No había forma de olvidar aquello! Era como si el valor absurdo de aquel hombre al enfrentarse con el disparo de su autodestrucción también me sostuviera a mí, con la barbilla levantada, mirando al techo, como si lo último que él había visto fuera lo último que fuera a ver yo, únicamente las tablas enormes y gastadas del techo.

Sentí frío, pese a mi vestimenta de marinero y mi capote de hule, frío por algo que no tenía que ver con la temperatura que hacía. Por muy cuidadosamente que se aplique una pintura blanca, puede disimular una rozadura, pero no una deformación. La viga central del techo tenía unos profundos agujeros por encima de donde había estado la cabeza de Wheeler. Los sesos y el cráneo oponen poca resistencia a una carga impulsada por la pólvora a una distancia de una pulgada o dos. En uno de aquellos agujeros, pintado de blanco con un pincel, no se podía ocultar, sin embargo, la punta de un objeto pequeño, como un cuchillo, que sobresalía del fondo del agujero. El marinero que había aplicado cuidadosamente el pincel en el agujero había pintado, al hacerlo, la superficie de aquel horrible memento mori. Vi otras huellas y pronto la mirada me dio un conocimiento detallado del que podría haber prescindido perfectamente. Me quedé impregnado de la explosión y de las trayectorias y comprendí íntimamente cómo le había estallado la cabeza. Aquél no era sitio para dormir. ¡Pero tenía que dormir allí, o ser objeto de la irrisión de todo el barco y, después, de toda Nueva Gales del Sur!

Se movió la cubierta bajo mis pies, un movimiento sinuoso que me levantaba una de las botas y hacía deslizarse a la otra. Llegó un gemido del camarote de Prettiman. Pese a lo angustioso que era, casi celebré que me recordara el mundo fuera de aquella conejera. ¡El idiota de Prettiman! ¡Menudo filósofo! «Bueno», pensé apartando mis pensamientos de los muertos, «ahora está purgando su estupidez». ¿A qué facción pertenecerían él y su prometida, la señorita Granham? Empecé a dividir mis pensamientos entre los dos camarotes. Si una dama de ideas tan firmes consentía en convertir a Prettiman en el más feliz de los hombres… Pero, por otra parte, él era persona acomodada, y esa gente siempre corre peligro de que se casen con ellos por su dinero. En todo caso, si ella tuviera que dormir aquí, lo haría sin plantearle problemas. Esa idea me reanimó en aquel entorno morboso, de forma que me puse de pie y salí al vestíbulo. Por la abertura que daba al combés vi que por lo menos parte de la cubierta estaba inundada y el agua se deslizaba de un costado al otro. ¡Por fin hacía el tiempo que tanto habíamos deseado! Empecé a dirigirme, con las piernas abiertas y apoyándome en la barandilla del vestíbulo y después en la de las escaleras, hacia la cámara de oficiales.

—Webber, por favor, ayúdame a quitarme este capote. Después puedes llevar mis cosas al camarote para volver con los demás pasajeros.

—Caballero, el primer oficial ha dicho…

—Lo que haya dicho el primer oficial no importa. Ya está seca la pintura y esta noche voy a dormir allí.

Sonó un golpetazo de agua contra los paneles del ventanal de popa.

—Se está poniendo feo, ¿eh, señor? Y todavía se va a poner peor.

—Sí. Ahora, Webber, haz lo que te he dicho.

—Es el camarote en que se mató, ¿no? ¿Y antes que él el cura?

—Sí. Ahora, en marcha.

Webber se detuvo un momento y después hizo un gesto de asentimiento, creo que más bien para sí mismo que para mí.

—Ah.

Desapareció en el camarote que me habían prestado. No cabía duda. Todo se combinaba para inquietarme. Pero, despojado ya de mi capote, decidí ir al salón de pasajeros, aunque era demasiado temprano para comer. ¿A quién me iba a encontrar más que al pequeño Pike, caído de bruces en la mesa? Con el cabeceo del barco, cayó al suelo un vaso de vino.

—¡Pike! ¡Richard! ¿Qué pasa?

No replicó y se tambaleó con el movimiento del barco. Su intoxicación me pareció repulsiva, ¡pues nadie es tan crítico de las bebidas fuertes como un bebedor reformado! Pero eso no importa.

—¡Richard! ¡Repórtate!

Apenas decirlo lo lamenté. La verdad es que una vez que ya se había intoxicado, lo mejor era dejar al pobre diablo sumido en el triste olvido que había escogido. ¿Quién era yo para decidir si había de dormir o despertar? Un pasante que de algún modo había logrado pagar su pasaje, el de su mujer y el de sus hijas, a los antípodas… dos hijas que probablemente estaban muriéndose y una mujer que, según parecía, se estaba convirtiendo en una arpía o en algo peor… No. Que hiciera lo que quisiera.

Se abrió la puerta y entró Bowles, siempre tan respetable.

—¿Bien, señor Bowles? ¿Qué noticias hay del palo de trinquete?

—Más bien debería usted preguntarme qué pasa con el carbón, señor mío. No pueden destilarlo, o reducirlo o quemarlo (o lo que sea que se hace con la madera para convertirla en carbón) más que a trocitos. En el castillo de proa no se oyen más que voces a favor o en contra.

—Entonces ha ido usted allá.

—Créalo o no, me pidieron que diera mi consejo sobre la redacción de un testamento. Después, supongo que en pago de ello, me llevaron abajo para enseñarme la base rota del trinquete en la carlinga.

—¿Hay división de opiniones?

—Ah, sí. Hay una gran discusión, que no se lleva a cabo con el debido procedimiento legal, o quizá debiera decir parlamentaria.

—¿Está usted de acuerdo con el primer oficial o con el señor Benét?

—Con ninguno de los dos. Me asombra la facilidad con la que personas no informadas adoptan una opinión fija y apasionada cuando no tienen elementos de juicio.

—Yo creo que no lo deberían intentar. Es demasiado peligroso.

—Sí. Es lo que opina el primer oficial. ¡Debería ver usted la carlinga! Es gigantesca. Y me temo que también lo es la grieta, y resulta aterrador. Lo mismo digo de los ruidos que hace el mástil al moverse y hundirse en la madera y trazar ese círculo pequeño, irregular, imparable. No sé qué es lo que deben hacer. En todo caso, no hacen más que tomar un cúmulo de medidas provisionales. Algunas las puede comprender un profano y otras son totalmente inescrutables. Hay vigas clavadas entre el eje del mástil y el maderamen más grueso del costado. Hay cabos retorcidos en torno al mástil, tan tensos que parecerían hechos de metal. Y sin embargo, el mástil se mueve, pese a las vigas, a los cabos, los motones y aparejos, los pies de cabra, los bordones y los flechastes. Es un espectáculo aterrador. Pero cuando se ve ese pequeño movimiento, resulta todavía más aterrador.

—¿Todavía más?

—Es pavoroso.

No dijo nada más, sino que se quedó mirando las olas por el ventanal de popa.

—Bueno, señor Bowles, creo que nos hemos convertido en una serie de débiles mortales. Pike está borracho y es incapaz de nada. Oldmeadow está consumido por el mal humor y prefiere la compañía de sus hombres en lugar de la nuestra. Nos hemos convertido… ¿en qué?

—En unos seres aterrados.

—Prettiman prefiere seguir en la cama…

—No es eso. No puede salir de ella. He sufrido una caída muy mala. Como no tenemos un cirujano a bordo, y no hay más que la comadrona de los emigrantes para cuidarlo…

—¡No puedo imaginar que eso le sirva de algo!

—Yo tampoco. Pero los marineros y los emigrantes se empeñaron en que hiciera lo que pudiera, y creo que se ha limitado a murmurar unos encantamientos y a ponerle al pobre hombre un collar de ajos.

—¿La enviaron los marineros y los emigrantes?

—Prettiman goza de gran predicamento entre ellos.

—¿Me habré equivocado al considerarlo un payaso? ¡Ah, no, seguro que no!

Llegó Bates, el camarero, a servirnos la comida que todavía quedaba para quienes seguían con apetito… Cerdo salado, frío, porque había que conservar combustible para hacer carbón, alubias empapadas también frías y la infame galleta del barco, que puedo atestiguar que todavía no tenía gusanos, una cerveza ligera o agua salobre mejorada con una gota de coñac. Comí, y lo mismo hizo Bowles. Pike siguió durmiendo hasta que Bates llamó a Phillips y entre los dos lo llevaron a su camarote. Según me dijeron, Oldmeadow se comió la ración de la marinería en el castillo de proa junto a sus hombres. El mar se agitó y empezamos a movernos más. Por encima de nosotros resonaban las faenas diarias del barco, que debían continuar pasara lo que pasara: los cambios de la guardia, las llamadas de los contramaestres, las campanadas, las pisotadas de los oficiales con sus botas de agua y las pisadas de los marineros descalzos en el maderamen, interminables como el viaje, como el tiempo mismo, mientras iban pasando las horas preñadas de ansiedad. Bates —no sé si era su servicio o no— llevó platos de comida a las damas confinadas en sus literas.

Bowles fue a su camarote. Entró el señor Brocklebank, envuelto en su capote de viaje, y se sentó a mi lado. Me hizo una descripción de los procesos que intervenían en los grabados en piedra, cobre, zinc, junto a las diversas dificultades que entrañaba cada una de esas operaciones. No escuché ni la mitad y por fin el anciano se levantó y se fue. De vez en cuando una ola golpeaba explosivamente el costado del barco.

Hacia las nueve de una noche oscura me puse en pie y me dirigí cuidadosamente a mi camarote recién pintado. Allí estaba Webber, haciendo como que me alisaba la colcha, pero en realidad esperando para que le diese algo de dinero por cumplir con su deber.

—Gracias, Webber. Eso es todo.

Para mi sorpresa, no se fue.

—O sea, que aquí fue donde lo hizo. No me extraña.

—¿Qué significa eso, Webber?

—Los sitios tienen hambre después de probarlo y éste se lo quería tragar, ya me entiende, cuando se enteró de lo que pensaba…

—¿De qué hablas?

—Wheeler. Nosotros le llamábamos Joss. Era mi compañero.

—¡Fuera de aquí!

—Cuando les viene a la cabeza no hay forma de pararles, ¿verdad? Me dijo que era como un consuelo. Era raro, el Joss. Creo que debe de haber vivido entre señores antes de venir a la mar. Hablaba muy raro… decía que había vivido en la universidad hasta que dejó el empleo.

—¡A mí nunca me dijo nada! Y ahora…

—Me dijo que había una especie de agujero. «Siempre está ahí, Webber», me dice. «Es como un agujero y sabes que si se pone mal la mar puedes usar el agujero, meterte en el agujero, esconderte y dormir», me dice. «Siempre está ahí. Porque no voy a volverme a ahogar.»

—¡Dios mío! Algo así dijo… algo de…

—Pero, ¿por qué fue aquí? La verdad es que el camarote le llamaba. Lo sabía, ya me entiende.

—¡Largo, Webber!

—Ya me voy, caballero. Yo no me quedaría aquí de noche, aunque me pagaran, caballero… Pero ya se ve que usted no me va a pagar.

Se quedó parado un momento, esperando algo, pero no le di nada y se fue. Sin embargo, me resultó difícil cuando cerró la puerta. Volví a salir y me abrí camino hasta el combés para mirar por la borda. Las olas estaban organizadas en líneas tan rectas que parecían trazadas a cordel. La luz de una luna pálida iluminaba aquellas crestas tan ordenadas y las convertía en escuadrones de acero.