(3)

«¡Baño!»

Entré a trompicones en el vestíbulo, estrujándome el agua de la ropa, y me resbalé en la que yo mismo chorreaba. Tropecé, maldiciendo, con la puerta de mi antiguo camarote, recordé a Zenobia, enferma y silenciosa, trastabillé al otro lado del vestíbulo hasta el camarote de Colley y entonces recordé que seguía alojado en el camarote de la cámara de oficiales que me habían prestado. Bajé cuidadosamente las escalas. Webber tenía la puerta abierta.

—Me llevaré su ropa, caballero.

También estaba Phillips.

—¡Con los saludos del primer oficial, caballero!

Era una toalla enorme, áspera como una estera y más seca que una piedra. Desnudo, me envolví en ella tras sacarme la ropa empapada. Empecé a reír, y después a silbar, mientras me pasaba la toalla en redondo, hacia abajo, arriba y abajo, desde el pelo hasta los pies.

—¿Qué es eso?

—De parte del primer oficial, caballero.

—¡Dios mío!

Uno: una camiseta, aparentemente de hilaza. Dos: una camisa áspera, como la que podría ponerse un suboficial. Tres: un jersey de estambre de lana de un grosor de una pulgada aproximadamente. Cuatro calcetines para botas de agua, casi igual de gruesos. Cinco: un par de calzones de marinero, ¡debo decir que no calzoncillos, calzones! Por último: un cinturón de cuero.

—¿Se cree que voy a…?

De pronto me sentí lleno de un magnífico humor y de animación. Era como cuando de niños nos «disfrazábamos» con un gorro de papel y una espada de madera.

—Muy bien, Webber y Phillips: llevaos toda esa ropa mojada y ponedla a secar. Esta vez me vestiré solo.

No cabía duda. Uno no estaba acostumbrado al contacto con aquel tipo de prendas en la piel, pero por lo menos estaban secas y, al contrario que las otras, daban calor. Sospeché que si no regulaba el número de capas de ropa que llevaba ahora, aquel calor se iba a hacer insoportable. Pero cuando me quedé completamente vestido, me reconcilié totalmente con el cambio. ¡Naturalmente que nadie podía tener un porte elegante con tales atavíos! Una ropa así obligaba a quien la llevase a comportarse con poca formalidad. De hecho, yo dato mi propio escape de una cierta rigidez antinatural, e incluso una cierta hauteur, de aquel día exactamente. También comprendí por qué, aunque los soldados de Olmeadow siempre formaban en líneas muy rectas y parecían tener insertada la baqueta en la espalda, cuando formaban nuestros buenos marineros, aunque lo hicieran regularmente y mantuvieran unas filas aproximadas, nunca podían imitar el aire entrenado y ceremonioso de los soldados con sus uniformes imponentes. Lo que yo llevaba era ropa de marinero, de hecho la de «faena». Tantas curvas y arrugas desafiaban a toda organización geométrica.

Salí hacia la cámara. El primer oficial estaba sentado a la mesa grande, con un montón de papeles extendidos ante él.

—¡Charles!

Me miró y sonrió al verme.

—¿Qué te parece esa ropa?

—Es cálida y está seca, pero, por Dios, ¿qué aspecto tengo?

—No estás mal.

—Un marinero corriente… ¿Qué diría una dama? ¿Qué van a decir las damas? ¿Cómo lo has logrado? ¡En este barco empapado! ¡Pero si no puede haber ni un rincón seco ni una pulgada seca de ropa!

—Bah, siempre hay soluciones… un cajón o una caja con sacos de un material adecuado. Pero no hablemos de eso. No se puede hacer lo mismo para toda la tripulación y no es cuestión de andar diciéndolo por ahí.

—Jamás me ha emocionado tanto la amabilidad de nadie: es exactamente como la historia de Glauco y de Diomedes en Homero. Ya sabes que cambiaron de armaduras: la armadura de oro del uno contra la de bronce del otro; mi querido amigo, yo te he prometido la armadura de bronce de la protección de mi padrino y tú me has dado la tuya de oro.

—No había leído esa historia. Pero celebro que estés contento.

—¡Bendito seas!

Sonrió un poco inseguro, me pareció.

—No es nada, o en todo caso no es mucho.

—¿Quieres acompañarme al vestíbulo para darme apoyo en mi primera aparición en público?

—¡Vamos, vamos! ¿Ves estos papeles? Agua, galleta, carne de vaca, de cerdo, alubias… quizá tengamos que… y después tengo que ir a ver cómo le va a Coombs con sus hierros, y después tengo que hacer la ronda…

—No digas más. Me voy yo solo. Bien. ¡Ahí vamos!

Salí de la cámara de oficiales, subí la escala sin mirar a un lado ni a otro y entré en el salón de pasajeros. Allí estaba Oldmeadow, nuestro oficial del ejército. Se quedó mirando durante un momento antes de reconocerme.

¡Dios mío, Talbot! ¿Qué has hecho, hombre? ¿Te has enrolado en la marina? ¿Qué van a decir las damas?

—«Dicen… lo que dicen… ¡Que digan lo que quieran!»

—Lo que van a decir es que los marineros deben quedarse en la parte de proa y no entrar en la sala destinada a quienes son sus superiores. Más vale que te quedes en esta parte del barco, o algún suboficial te va a pegar un latigazo por andar perdiendo el tiempo.

—¡Ah, no, nada de eso, señor mío! Los caballeros no necesitan un uniforme para que se los reconozca como tales. Me siento cómodo, presentable y, lo que es más, seco, señor mío. ¿Puedes tú decir lo mismo?

—No. Pero, claro, yo no soy uña y carne con los oficiales de a bordo.

—¿Qué significa eso?

—Demasiado tiempo me lleva cuidar de mis hombres para andar pidiendo a la marina que me vista con la ropa del almacén. Bueno, tengo que marcharme.

Salió del salón, defendiéndose bastante bien contra los balances y los cabeceos. Me pareció que se marchaba para evitar una discusión. Era, y quizá siga siendo, una persona bastante tranquila. En sus palabras había advertido yo una nota de aspereza. Pero claro que con la creciente decrepitud de nuestro buque y la evidencia cada vez mayor de que nuestras vidas estaban en peligro, se había ido produciendo el cambio correspondiente en el carácter de los pasajeros y un cambio en la relación entre nosotros. Por así decirlo, nos irritábamos los unos a los otros. El señor Brocklebank, que antes era un mero objeto de diversión, también se había vuelto irritante. Los Pike —padre, madre, hijas pequeñas— parecían estar divididos entre ellos. Oldmeadow y yo…

—Edmund. Domínate.

Miré por el ventanal de popa. El mar había cambiado, estaba más oscuro hasta la línea del horizonte, pero también sembrado de crestas blancas que trataban de seguirnos, pero que se quedaban rezagadas respecto de sus propias olas y desaparecían de la vista. En medio del viento constante soplaban rachas más rápidas, pues de repente había rayas de gotas que cruzaban la dirección de las olas que se iban reuniendo para seguirnos y alcanzarnos.

Temblé involuntariamente. Con los nervios producidos por el cambio en el atavío de un marinero, no había advertido que el aire, incluso en el salón, estaba más frío que antes.

Se abrió la puerta del salón. Me di la vuelta. La pequeña señora Brocklebank se me quedó mirando, después avanzó y se quedó con los brazos en jarras.

—¿Dónde se cree usted que está?

Me puse de pie. Dio un chillido.

—¡Señor Talbot! No sabía… No quería…

—¿Quién creyó usted que era, señora?

Durante un momento se quedó mirándome con la boca abierta. Después se dio rápidamente la vuelta y se marchó corriendo. Al cabo de un momento empecé a reírme. Era bastante atractiva y podría darse uno con un canto en los dientes si… Claro que si no fuera por… Evidentemente, el hábito hace al monje.

Me volví a sentar y a contemplar el mar. La lluvia golpeaba en el ventanal y las olas ya habían empezado a seguir una nueva dirección. Las crestas eran más abundantes y galopaban durante un período más largo en las olas que las habían engendrado. Me pareció que había aumentado nuestra velocidad. Se oyó un golpe al otro lado del ventanal.

Estaban largando la corredera. El cable se fue alargando cada vez más a nuestra popa. Se abrió la puerta del salón y entró Bowles, el pasante. Se sacudió las últimas gotas de agua del capote. Me vio, pero no manifestó mucha sorpresa al ver cómo iba vestido.

—Buenos días, señor Bowles.

—Buenos días, caballero. ¿Ha oído usted la noticia?

—¿Qué noticia?

—El palo de trinquete. El señor Benét y el herrero se están retrasando en la preparación de los hierros. O sea, que hay que aplazar la peligrosa tarea de devolver su antigua eficacia al mástil.

—Créame que celebro saberlo. Pero, ¿por qué?

—El carbón para calentar los hierros. El barco no lleva suficiente. El primer oficial verificó por casualidad esa parte de las provisiones y ha averiguado que se ha utilizado más de lo que se creía.

—Pues puede ser una buena noticia y darle tiempo al capitán para reflexionar. ¿Qué van a hacer?

—Pueden hacer más carbón. Me han dicho que la carlinga del trinquete se ha agrietado y desean utilizar la enorme fuerza del metal cuando se encoge al enfriarse para volver a juntar la madera.

—Eso me dijo el señor Summers.

—Ah, sí. Bueno, usted no podía dejar de saberlo, ¿no? Algunos creen que el señor Summers no lamentó tener que informar de que había tan poco carbón. Al señor Benét no le agradó y pidió que se le permitiera volver a verificar la cantidad por si el primer oficial había cometido un error. Se le negó tajantemente.

—¿No se da cuenta Benét de lo peligroso que es eso? ¡Es un imbécil!

—Eso es lo malo, señor Talbot. No es un imbécil… precisamente.

—Sería mejor que se quedara con su poesía, que no puede hacerle daño a nadie, salvo quizá a un crítico sensible. Dios mío, un barco averiado, un capitán malhumorado…

—No tan malhumorado, señor mío. El señor Benét, creo —y no pretendo disculparlo—, le ha alegrado la vida.

—¡Señor Bowles! ¡Favoritismo!

—No pretendo disculparlo, señor. Cumbershum no es partidario del hierro al rojo.

—Ni el señor Summers.

—Ni nuestro viejo carpintero, el señor Gibbs. Naturalmente, es partidario de la madera y cree que lo mejor es mantenerse lo más lejos posible de un hierro al rojo. El señor Askew, el artillero, lo aprueba. Dice: «¿Qué más da un poco de metal caliente entre amigos?»

—Cada uno habla según su carácter, igual que en una comedia antigua.

De pronto me sentí inquieto y me puse en pie.

—Bueno, señor Bowles, tengo que dejarlo.

Salí del aire frío del salón al viento del vestíbulo y volví a bajar la escala hacia la cámara de oficiales, donde el aire estaba algo más caliente. Charles se había ido y Webber me trajo un coñac. Me quedé con las piernas abiertas mirando por el ventanal. ¡Con qué rapidez acepta uno como normal un estado que antes se deseaba desesperadamente! ¡Se me había olvidado el picor!

Un golpe en el ventanal. Estaban sacando la corredera del agua.

—¡Ese hombre es un imbécil!

Era el señor Benét. Había entrado en la cámara sin hacer ruido.

¿El contramaestre?

—Tendría que echar la corredera al largo. Si sigue así va a romper todos los cristales.

¿Cómo va el carbón?

—¡Así que también usted se ha enterado! ¡Este barco resuena como la caja de un violonchelo! De eso se está encargando Coombs. Yo tengo que esperar. Depende de él.

—¿No de usted?

—Yo llevo el control general. De lo único que me alegro es de que Coombs supiera exactamente cuántas plantas de hierro tenía antes que alguien que yo me sé pudiera medirlas.

—En todo caso, debe usted de alegrarse de tener un tiempo libre en medio de tantas actividades.

—El trabajo me permite olvidar la pena, señor Talbot. No lo envidio a usted, que tiene veinticuatro horas de ocio al día en las cuales sentir el dolor de la separación.

—Muy amable por su parte recordar mi situación. Pero, señor Benét, dado que ambos sufrimos el mismo dolor… recordará usted aquellas brevísimas horas en que el Alcyone se vio obligado por la calma chicha a quedarse junto a nosotros…

—Cada momento, cada instante, lo llevo grabado a fuego en el corazón.

—Y yo en el mío. Pero debe usted recordar que después del baile yo estaba delirante en mi camarote.

—No lo sabía.

—¿No lo sabía? ¿No se lo habían dicho? Me refiero al momento en que volvió el viento y el Alcyone se vio obligado a abandonarnos…

—«A toda vela». No sabía que le hubiera pasado nada, señor mío. Yo tenía mi propia pena. La separación del Objeto Bienamado…

—¡Y también la señorita Chumley! ¡Debe de haberse enterado de que yo estaba… yacente en el Lecho del Dolor!

—La verdad es que con mi repentina… partida… de un barco y la llegada a otro… mi intercambio por uno de sus tenientes…

—Jack Deverel.

—Y con mi separación de la que representa más para mí que todo en el mundo… pese a la calidez de la bienvenida de su bondadoso capitán…

—¡Bondadoso! ¿Podemos estarnos refiriendo al mismo hombre?

—… No tuve más solaz que mi Arte.

—¡No podía usted saber que iba a tener una oportunidad para su afición a la ingeniería!

—Mi musa. Mi poesía. La partida hizo brotar en mi interior versos igual que el hierro hace saltar chispas del pedernal, o viceversa.

El señor Benét puso la mano izquierda en la mesa grande y se apoyó en ella. Se llevó la otra mano a la parte del pecho donde me han dicho que yace oculto el corazón. Después alargó esa mano hacia el mar, cada vez más atormentado.

La despedida que me hizo, separados por la mar:

¡Ay, aquella despedida sí que fue un adiós fatal!

Por su rostro resbalaba una lágrima furtiva,

Que vislumbré desde cerca y que cayó fugitiva.

Se limitó con gran calma a contemplar altanera

Cómo la marinería retiraba la escalera.

¡Y yo sentí el corazón hendido por una daga,

Mientras a nuestras dos naves el océano alejaba!

Se iban izando las velas, se aflojaban los motones,

Y el viento que ya soplaba hendía los corazones.

Nos separaba una vara de la procelosa mar

¡Mas para mí todo aquello era, por siempre, el final!

—Estoy seguro de que todos los versos parecerán muy bonitos, señor Benét, cuando estén bien escritos y corregidos.

—¿Corregidos? ¿Hay algo que le parezca mal?

—He podido detectar un cierto enjambement, pero eso no importa. Ella estaba con la señorita Chumley. ¿No dijo nada la señorita Chumley?

—Lady Somerset y la señorita Chumley estaban hablando. Fueron corriendo a ver a Truscott, el cirujano, en cuanto llegó del barco de ustedes.

—¿No oyó usted lo que decían?

—Inmediatamente después de separarse el Alcyone, sir Henry abandonó la cubierta. Entonces lady Somerset vino a popa y, apoyándose en la regala, hizo este gesto.

El teniente Benét se irguió. Se llevó la mano abocinada a la boca y depositó algo en ella. Después, con un giro femenino del cuerpo, se pasó la mano derecha sobre el hombro y, abriendo la palma, pareció tirar algo por nuestro ventanal de popa.

—Parece una forma complicada de deshacerse de un escupitajo, señor Benét. Por lo general, la gente hace lo que el joven señor Tommy Taylor califica de «echarlo al agua».

—Bromea usted, señor mío. ¡Ése fue el Saludo!

—Pero la señorita Chumley… ¿no pudo oír lo que dijo?

—Yo estaba abajo, colocando mis cosas. Cuando oí los silbatos de los contramaestres supe que había llegado el momento… le di un empujón a Webber… subí las escalas corriendo… demasiado tarde. Ya se habían retirado los esprines y las amarras de través. Señor mío, no dudo que tendrá usted sensibilidad para comprender la totalidad de la separación entre dos barcos cuando se han largado las amarras. Podrían ser dos continentes separados; los rostros más familiares se convierten inmediatamente en los de desconocidos. Su futuro es diferente e incógnito. ¡Es como la muerte!

—¡Creo ser tan sensible como el que más, señor mío!

—Es lo que he dicho.

—Pero la señorita Chumley ¿no dijo nada?

—Acudió a la borda y allí se quedó mientras se alejaba el Alcyone. Parecía compungida. Yo diría que se volvía a sentir mareada, pues ya sabe usted, señor Talbot, que según se dice el mareo era un martirio para ella.

—¡Ah, pobre niña! Se lo ruego, señor Benét. No voy a explicar las noches bañadas en lágrimas, los deseos, los temores de que haya otro hombre, la necesidad de comunicar con ella y la actual imposibilidad de hacerlo. Ella va rumbo a la India y yo a Nueva Gales del Sur. Sólo la conocí unas horas de aquel día milagroso en el que nuestros dos barcos estaban inmovilizados por la calma chicha; después bailé con ella a bordo de aquel barco; ¿se ha celebrado alguna otra vez un baile así en mitad del Atlántico? Y después me derrumbé… conmoción… caí enfermo… estuve delirante… pero nos habíamos separado… si pudiera usted comprender cuán preciosa sería para mí alguna descripción de los días que pasó en el Alcyone cuando usted estaba… cortejando a lady Somerset…

—Adorando a lady Somerset.

—Y ella, la señorita Chumley, me refiero a su conocida, incluso su aliada en aquel reprensible… ¿qué estoy diciendo?… Aquel tierno afecto…

—El amor de mi vida, señor mío.

—¡Pues sepa usted que aquel día me hizo iniciar una nueva vida! En el instante que la vi me sentí golpeado, atacado, o, si conoce usted la expresión, fue el coup de foudre

—¿Qué es eso?

—Coup de foudre.

—Sí, la expresión me resulta conocida.

—Y antes de separarnos me declaró que me estimaba más que a nadie a bordo de los dos barcos. Todavía después recibí un billet doux

—¡Por Dios, un billet doux!

—¿No era eso darme aliento?

—¿Cómo voy a saberlo si no sé qué contenía?

—Tengo las palabras aquellas grabadas en mi corazón. Una jovencita recordará durante el resto de sus días el encuentro entre dos barcos y ruega que algún día puedan echar anclas en el mismo puerto.

El señor Benét negó con la cabeza.

—Señor mío, no considero que sea ningún aliento.

—¿Ningún aliento? ¡Vamos! ¿Cómo…? ¿Ninguno?

—Muy poco. De hecho me parece algo así como un congé —si es que conoce usted el término—. Probablemente usted lo pronunciaría «conyé», o algo así.

—¡Una despedida!

—Quizá con un cierto matiz de alivio…

—¡No lo creo!

—Una determinación de que el asunto terminara de la forma menos dolorosa posible.

—¡No!

—Repórtese, señor Talbot. ¿Me oye usted a mí quejarme o lloriquear? Y sin embargo no tengo esperanza alguna de volver a ver al Objeto Bienamado. Lo único que me consuela es mi inspiración.

Con estas palabras, el señor Benét se dio la vuelta y desapareció en su propio camarote. Me sentí abrumado por una oleada de indignación furiosa.

—¡No creo ni una de las palabras que ha dicho!

Pues allí estaba, vívidamente, ella… no la Idea de una jovencita cuyas facciones no podía yo recordar por mucho que lo intentase mientras me retorcía en mi litera, sino allí, con un aroma a lavanda, con los ojos brillantes en la oscuridad y aquel susurro bajito pero apasionado…: «¡Ah, desde luego que no!».

Benét no la había visto así, no la había oído así.

—¡Ella sentía lo mismo que yo!