Yo seguía de invitado en la cámara de oficiales cuando llegó la siguiente borrasca en medio de la noche y me despertó con una sensación de que el barco se balanceaba con más fuerza, por no decir con más violencia. Me quedé echado un rato calculando la dirección del viento por los balanceos del barco. Éste se inclinaba casi siempre a estribor y cuando se desplazaba a babor no pasaba de la vertical. De vez en cuando se encabritaba como un caballo. A veces también caracoleaba pero no como lo habría hecho de tener el viento por la amura. Razoné, soñoliento, que el viento estaba del lado de babor y que avanzábamos hacia el sur a más velocidad. ¡En un barco nada resulta tan agradable como avanzar en el sentido que se desea! El nuestro era el este, pero, en su defecto, no nos venía mal avanzar hacia el sudeste en busca de los vientos de poniente que, según se dice, dan la vuelta a la Tierra en las altas latitudes meridionales. O sea, que me quedé despierto, pensando en nuestra tripulación, una parte de la guardia bombeando y la otra en cubierta con la mirada fija en la arboladura y el velamen, con un teniente y un guardiamarina al mando de la guardia, con nuestro malhumorado capitán saliendo de vez en cuando de su camarote para vigilarlo todo ¡y con nuestra proa chata hendiendo las ondas a más velocidad de lo que puede andar un hombre! Avanzábamos. La vida habría sido más que tolerable de no haber sido por el picor… y bajé la mano casi sin darme cuenta. A veces, aquel picor parecía peor que todos nuestros peligros.
El barco cabeceó mucho, quizá por el efecto de una ola más fuerte. Me senté en la litera de golpe, pues a aquel movimiento había seguido un grito que me llegó desde arriba, desde una cubierta más próxima al aire libre, del vestíbulo de los pasajeros o de uno de los camarotes que había a cada uno de sus costados. Esperé a ver si se repetía, pero no llegó, de forma que volví a echarme. Pero el contacto del aire más fresco fuera de mi cama hacía que ahora el calor húmedo dentro de ella resultara menos tolerable. Volvía a sentir picor.
Me levanté de la litera y me quedé balanceándome en una oscuridad casi total. Del camarote junto al mío llegaba un leve ronquido, pues el señor Cumbershum se había ido a dormir tras hacer su turno en la guardia de media. Tanteé y me puse el capote, el de las tres esclavinas y que ahora ya no era en absoluto la elegante prenda con la que había empezado yo este viaje aparentemente interminable. ¡Un camisón y un capote! Me puse unos calcetines de lana y después me calcé las botas de agua. Salí a la cámara de oficiales. Por el gran ventanal de popa se vislumbraba el horizonte, que formaba un ángulo. La aurora en sí no era visible, y una luz más difusa no me permitió más que detectar la frontera entre el mar y el cielo. Volvimos a cabecear, esta vez de forma un poco más violenta, como si nuestro barco hubiera tropezado con una ola dejada por un viento que circulase en otro sentido. A ello volvió a seguir aquel grito que llegaba desde encima de mi cabeza: un grito de angustia, de eso no cabía duda. Sin saber apenas lo que hacía, casi dormido, quizá relacionando aquella angustia con mi propio picor —aunque uno se despierta de forma involuntaria y sigue medio tendiendo a volver a la cama—, subí como pude las escaleras que llevaban al vestíbulo de pasajeros. Pero apenas había asido la barandilla que corría junto a nuestras «conejeras» cuando volvimos a cabecear y volvió a sonar aquel grito ¡y procedía del camarote de nuestro filósofo cómico, el señor Prettiman!
Entonces se abrió la puerta de al lado, la de la señorita Granham, su prometida, y apareció la dama en persona. Asió la barandilla, abrió su puerta y desapareció en el interior. Atravesé el vestíbulo corriendo, ¡hazaña a que contribuyó el barco, que volvió a inclinarse a estribor y durante un momento me hizo tener la sensación de que resbalaba por una pendiente! Lo que había comenzado como una tentativa espontánea de ofrecer ayuda se convirtió en una carrera al final de la cual tropecé violentamente con la puerta del camarote del señor Prettiman, y apenas había logrado despegarme de ella cuando la propia señorita Granham abrió desde dentro. Se quedó mirándome. Llevaba un camisón blanco. Tenía el pelo decorosamente oculto bajo un gorro de noche, o como se llame, y en los hombros un gran chal. Su expresión no era de bienvenida.
—¿Señor Talbot?
—Lo he oído gritar. ¿Puedo… es decir…?
—¿Si puede usted ayudar? Gracias, no.
—Un momento, señora. El paregórico…
—¿El láudano del sobrecargo? Ya tengo.
Hizo una pausa. De pronto adquirí conciencia de estar con las piernas medio al aire y de que entre los faldones de mi capote se me veía el camisón. La señorita Granham sonrió glacialmente y me cerró la puerta en la cara. Otro balanceo me mandó a trompicones junto a la barandilla, y cerré los ojos cuando aquel pobre diablo volvió a soltar un grito. Podría resultar cómico… ¡pero la gente cómica sufre tanto como nosotros! Avancé junto a la barandilla hasta la entrada del vestíbulo y me quedé contemplando el combés, tratando de establecer alguna distancia entre sus gritos y yo, pero no estaba lo bastante lejos. Salí al aire frío del amanecer y me refugié bajo los obenques de babor de la mayor. Por encima de mí estaban largando la corredera, pues escuché una voz que daba la orden:
—¡Vire!
Después, tras una larga pausa:
—Cinco nudos y medio, mi teniente.
—Márcalo.
Después oí el chirrido de la tiza en la pizarra de bordadas. ¡Cinco nudos y medio! Más de ciento treinta millas al sudeste en veinticuatro horas, y todo con las velas de un solo mástil. Sin duda, dentro de poco encontraríamos los vientos de poniente y llegaríamos de una tirada a la Sydney Cove.
Había hombres formando a proa. Siguió un período de ritual automático con el cambio de la guardia. El señor Smiles y el joven Tommy Taylor traspasaron la guardia del castillo de popa al señor Askew, el artillero. Eran las ocho de la mañana y al este ya había amanecido del todo. Después vi a mi amigo, el teniente Summers, y al teniente Benét, que subían las escaleras desde el castillo, y era evidente que se había producido un desacuerdo entre ellos. Charles, que era la persona más tranquila del mundo, parecía encolerizado. En cambio, el señor Benét parecía todavía más animado y dinámico que de costumbre. Tras ellos aparecieron el señor Gibbs, el carpintero, y Coombs, el herrero. ¡Aquello era algo nuevo! Benét dio un paso atrás con un gesto de aparente cortesía para dejar al primer oficial la precedencia en las escaleras, pero en su sonrisa y en la cara malhumorada de mi amigo no se advertían ninguna amistad ni consideración. No cabía duda. El astuto señor Benét estaba triunfando. Llevaba en las manos un objeto pequeño y bastante complicado. Parecía estar hecho de madera y metal. Charles avanzó a grandes zancadas hasta el vestíbulo y bajó las escaleras sin mirarme. El señor Benét y el herrero se quedaron hablando con el señor Gibbs, que se llevó los nudillos a la frente y después siguió al primer oficial. El señor Benét dejó el modelo en manos del herrero y le indicó que fuese a proa.
Aquello era demasiado. Tenían que informarme, y además…
—Buenos días, señor Benét. ¿Se está preparando algo?
—Efectivamente, señor Talbot.
—¿Puede decírmelo? ¿Va usted a conmemorarlo en versos?
—No estoy muy seguro de que se le deba comunicar a usted, señor Talbot. Después de todo, es usted del partido del primer oficial, ¿no es verdad?
—¿Partido? ¿Quiere usted decir «facción»? ¿Qué es todo esto?
—Ya sabe usted que nosotros somos muy absurdos, pero así son las cosas. Desde que logré quitar las algas con la sonda y en contra del consejo del primer oficial…
—¡Le arrancó usted un trozo de maderamen a la quilla!
—Y le añadí más de un nudo de velocidad.
—Sólo un nudo, como dijo el primer oficial.
—Pase lo que pase, ahora él y yo estamos destinados a seguir en bandos enfrentados, respaldado yo por quienes creen que estoy salvando nuestras vidas, y él por quienes creen que he corrido un riesgo demasiado grande.
Yo no quería pelearme con aquel hombre. Después de todo, en cierto sentido era el único vínculo que todavía me quedaba con cierta jovencita.
—¡Pero habla usted de «facción», señor Benét! ¡Como si el barco fuera un país en miniatura!
—¿Y no es así?
—Él es su superior. Lo que es más, esos cables que hay tensados por cubierta (atortorados, como dice él) son lo que impide que este barco se haga pedazos.
—Esa idea es más vieja que el andar a pie, señor Talbot. Atribuye usted demasiada imaginación al primer oficial.
—Y ese objeto que le ha dado usted a Coombs. ¿Tiene algo que ver con la discusión?
—Todo. Es un modelo del peralte de sobrequilla, el calzo del trinquete, y la parte inferior del trinquete en sí. Ver para creer. He ideado un plan no sólo para asegurar el palo —pues ya sabe usted que sigue moviéndose hagamos lo que hagamos—, sino también para devolverlo a su estado anterior. Si tengo éxito, lograremos desplegar sus velas otra vez, y en consecuencia equilibrarlo con velas en el palo mesana. ¡Otros dos nudos, señor Talbot, con un viento moderado!
—¡Y le ha enseñado usted el modelo al capitán Anderson!
—Ver para creer. Está convencido.
—¡Pero Charles no! ¡Yo tengo fe en él, señor Benét!
—Ah, sí. Pero es un… bueno; es amigo de usted y no voy a decir más.
Como para indicar su resolución de no hablar por una vez, el señor Benét se tapó la boca con una mano, esbozó un saludo marinero con la otra y después se fue corriendo, saltando sobre los cables del atortoramiento, y desapareció en el castillo de proa. Bajé a toda prisa las escaleras que llevaban a la cámara. Allí estaba Charles, mirando por nuestro ventanal de popa, con su indiferencia habitual a nuestros balanceos. Cuando me oyó abrir la puerta se dio la vuelta.
—¿Qué es todo esto, Charles?
Se abstuvo de fingir ignorancia.
—Esta vez Benét quiere devolvernos un par de mástiles, nada más.
—¿Y el capitán está de acuerdo?
—Ah, sí. El señor Benét es un joven muy persuasivo. Si sobrevive llegará muy lejos.
—¡Si no lo mata alguien antes! ¿Pero qué arriesgamos?
—En resumen, el palo de trinquete ha partido la carlinga, el bloque de madera en el que se apoya. Por eso se mueve la base del mástil. Lo hemos fijado en los puentes inferiores con aparejos de fuerza, calzos, cuñas y codales para reducir un poco sus desplazamientos. Benét quiere reducirlo totalmente.
—¿Qué peligro hay?
—Al más mínimo error, la base del mástil puede resbalar y perforar la quilla del barco. Sencillamente.
—¡Hay que impedirlo!
—Lo que es más, su método implica utilizar fuego, metal al rojo… ¿Comprendes mis objeciones? Es igual que lo de la sonda. Puede tener éxito, pero el peligro es demasiado grande.
—¿Quién más está en tu facción?
—¿A eso hemos llegado?
—¡Yo también soy de tu facción!
—No debes hablar así. ¿No comprendes? ¡No tienes derecho a emplear ese término!
—Lo empleó Benét.
—No debería haberlo hecho. Sobre todo, no debería haberlo empleado contigo. Tú eres un pasajero y no tienes derecho a tener opinión en este asunto.
No se me ocurrió una respuesta. Él se dejó caer en la silla frente a mí. Sonrió amargamente.
—Harías que todo el mundo se enterase.
—Que tú me reproches…
—No quiero reprocharte nada, sólo advertirte. El capitán ha escuchado nuestros argumentos en torno a una cuestión profesional y ha tomado su decisión. Hemos de obedecerla.
—Me huele que hay problemas.
—No te metas en ellos.
—Somos amigos, ¿no? ¡Tengo que ayudarte!
Negó con la cabeza.
—Creo que voy a llegar hasta formular una protesta oficial en su momento. Coombs ya está preparando los hierros. Son dos placas grandes (para las que apenas tenemos metal suficiente), cuatro barras de hierro terminadas en forma de tornillo con tuercas para fijarlas…
—¡No me cuentes más, porque lo entiendo todo! Va a hacer lo mismo que hizo mi padre con las casitas viejas junto al río: unas barras de hierro al rojo para juntar unas paredes que se estaban separando. Lo recuerdo bien, porque lo vi cuando era niño: cómo las cruces que había a los extremos de las barras hicieron juntarse las paredes cuando se enfrió el metal caliente. ¡Fue más divertido que un día de feria!
—¿Eran de madera las casas?
—De ladrillo.
—Supongo que te habrás dado cuenta de que nosotros somos de madera. Sus barras van a clavarse al rojo vivo en cuatro pies de madera… ¡Casi he oído cómo se te desencajaba la mandíbula! Naturalmente, hará que perforen agujeros más anchos que las barras y jura que el calor no producirá nada dentro de la carlinga, salvo una delgada capa de ceniza. Debo reconocer que su modelo ha funcionado. También produjo mucho humo.
—¡Pero hace sólo un rato que el capitán Anderson elogiaba a Benét por no emplear hierros, cables de cadenas ni vapor! ¡Un buen tipo, todo cabos, motones y lonas!
El primer oficial pegó un golpe en la mesa con la palma de la mano.
—¡Escúcheme, Edmund! ¡Seguimos corriendo un peligro mortal, aunque el mástil no perfore la quilla! ¿Has visto alguna vez la chapa trasera de un horno cuando va apagándose el fuego? ¿Cómo se mueven las chispas en la capa de hollín que hay en el metal, como si estuvieran vivas? ¿No has visto nunca cómo un incendio que aparentemente estaba apagado revive y vuelve a estallar? El fuego se va a quedar encerrado ahí: en la carlinga. ¡Y tenemos que seguir navegando alegremente, con ese problema además de los demás! Además de esa quilla podrida, del aparejo de fortuna, de la distancia, del tiempo terrible hacia el que nos vamos acercando como podemos y que necesitamos porque es la única fuerza que nos llevará a tierra y a buen refugio antes de que nos quedemos sin agua dulce e incluso sin comida…
Hizo una pausa para tomar aliento y en aquel silencio se oyó claramente el ruido del agua que corría y golpeaba en los costados de nuestro casco.
—Perdóname, Edmund. Ese muchacho me resulta insoportable. Cree que puede averiguar nuestra longitud por la distancia lunar… Cree que… ¡Ay, cree todo género de cosas! No debería haber hablado tanto. He caído en el mismo error en contra del que…
—A mí me puedes decir lo que quieras y me sentiré muy honrado de proteger tus secretos con mi vida.
Aquello le hizo sonreír.
—No, no. Basta con que no digas nada, amigo mío. Olvídate de todo. Es lo único que te pido.
—No diré nada. Pero no puedo olvidarlo.
Se puso en pie y fue al ventanal de popa.
—¡Edmund!
—¿Qué pasa?
—¿Confías en mí?
—Pareces nervioso… ¿Otro peligro? ¡Claro que sí!
Volvió rápidamente a la mesa.
—Ve y vístete normal (nada de impermeables), vete al combés y quédate allí al aire libre; no te muevas pase lo que pase… ¡Aprisa!
Fui corriendo a mi camarote prestado, me quité el capote y el camisón, me puse a toda velocidad la ropa y volví a salir tras cambiarme a más velocidad que en toda mi vida. Llegué al combés totalmente sin aliento y tuve que agarrarme a los obenques para recuperarlo. Vi al señor Brocklebank que se arreglaba su raído capote de viaje y avanzaba tambaleándose hacia el vestíbulo. En el combés no parecía haber nada que justificara el nerviosismo de Charles. Me apoyé en la barandilla y miré a popa.
—¡Bien!
Lo que teníamos a popa y con el viento de cara era la nube más negra que he visto en mi vida. Acá y acullá mostraba pinceladas de un gris agrio, que la daban el mismo aspecto que el agua sucia cuando ya ha hecho uno todo lo que se le ha ocurrido con ella y el camarero viene a retirarla de la incómoda vista. Además, aquella nube se acercaba rápidamente y traía con ella su propio viento, como pude advertir ahora. Pues nuestras velas restallaron y volvieron a henchirse mientras nuestras amuras se balanceaban frente al horizonte de estribor a babor. La nube parecía llegar hasta el agua y al cabo de un segundo pareció que nos envolvía. El agua estaba mortalmente fría y siseaba sin cesar, como si la corriente de todo un río me cayera encima y me dejara sin aliento una vez tras otra. Me empapó la ropa totalmente de manera que solté mi asidero en los estayes y fui a trompicones hacia el vestíbulo, pero recordé la prohibición de Charles y volví, también a trompicones, pues lo comprendí en parte, aunque lo maldije por primera y última vez en mi vida. El torrente me seguía cayendo encima, la ropa empapada se me pegaba al cuerpo y el agua me salía a chorros por la ropa interior, como si ésta fuera una serie de tuberías. De pronto sentí más frío, cuando un nuevo viento me pegó todavía más la ropa al cuerpo. Luego, como por arte de magia, el agua cesó de atronar en cubierta. Levanté la cabeza. El viento me daba fuerte en la cara, y el mar y el cielo estaban igual de oscuros: en la entrada del vestíbulo de pasajeros estaba Webber, el camarero de la cámara de oficiales. Sonreía como una gárgola.
—Saludos del señor Summers, caballero. ¡Puede usted entrar ahora que ya se ha dado el baño!