El capitán Anderson me volvió la espalda, hizo bocina con las manos y urgió:
—¡Tamborete!
El hombre que estaba a caballo del palo junto a la figura inmóvil del joven Willis levantó una mano para indicar que había oído. Anderson se apartó las manos de la boca y «gritó» en lo que era, para él, un tono casi normal de voz:
—¿Ha muerto el chico?
Aquella vez el hombre debió de gritar una respuesta, pero no tenía la voz tan fuerte como el capitán, y con el viento y las olas, por no hablar del movimiento irregular del buque, no pude oírlo. A treinta pies o más debajo de él, en la cofa mayor, el teniente Benét —en una voz tan alta como la del capitán, pero de tenor, frente a la de bajo de este último— repitió lo que había dicho el hombre.
—No sabe, pero dice que parece estar frío.
—¡Entonces, bajadlo!
Willis era el guardiamarina incompetente cuya torpeza había contribuido a que perdiéramos los mastelerillos. Se le había condenado a pasar una guardia de cada dos a caballo en la verga de gavia que habían montado en el frágil palo improvisado como sustituto. Después se produjo una larga pausa y algo parecido a un combate de lucha libre en el tamborete, mientras subía otro marinero, que llevaba consigo un aparejo. Willis se tambaleó, y yo contuve el aliento al ver que se caía. Pero rápidamente lo ataron a una especie de asiento. Mientras lo bajaban, girando y retorciéndose al extremo del cable, tan pronto salía fuera de la vertical del barco cuando nos balanceábamos, como se golpeaba contra el propio mástil. El teniente Benét gritó:
—¡Tira para acá a ese hombre, zángano!
Agarraron a Willis y lo pasaron de mano en mano. La guardia de servicio, o la parte de la guardia que se había colocado junto al aparejo del palo mayor, lo manejó como si se tratara de un bebé. El teniente Benét bajó deslizándose sesenta pies por un cable desde la cofa y aterrizó blandamente en cubierta.
—¡Despacio y con calma!
Se arrodilló junto al muchacho. El capitán Anderson habló desde la barandilla de proa de la toldilla:
—¿Ha muerto, señor Benét?
Benét se descubrió con un gesto elegante, revelando al hacerlo lo que a mí me había empezado a parecer un pelo demasiado amarillo.
—No del todo, mi capitán. Bien, mozos. ¡Bajadlo a la santabárbara, y rápido!
El grupito desapareció por la escala —o las escaleras, como cada vez estaba yo más decidido a llamarlas— con el teniente Benét tras ellos, tan seguro como si tuviera la misma experiencia en materia de medicina que en todo lo demás.
Me volví hacia el señor Smiles, el navegante mayor, que estaba a cargo de la guardia.
—A mí me pareció que estaba muerto.
El capitán lanzó un siseo feroz. Una vez más, yo había vuelto a violar sus sagradas «órdenes permanentes», al hablar con el oficial de guardia. Pero aquella vez, como si tuviera conciencia de que él era el culpable de haber llevado el castigo del muchacho hasta el punto de ponerlo en peligro, se dio la vuelta con una mueca que, de haber estado en el escenario, habría comportado un gruñido, y se fue a su camarote.
El señor Smiles había oteado toda la línea del horizonte. Ahora examinó nuestras escasas velas.
—A algunos les ha llegado la hora de morir.
Me sentí al mismo tiempo irritado y horrorizado. No me considero supersticioso en absoluto, pero aquellas palabras eran inquietantes, dichas en un buque desarbolado y posiblemente a punto de irse a pique. Me había sentido animado por una mejora del tiempo. Pues aunque ahora estábamos inexorablemente rumbo sur, hacia los mares polares, el tiempo no parecía peor de lo que hubiera podido ser en el canal de la Mancha. Estaba a punto de manifestar mi desacuerdo con aquel hombre, pero apareció desde el vestíbulo de los pasajeros mi amigo, el primer oficial Charles Summers, que subió a la toldilla.
¡Edmund! ¡Me han dicho que has rescatado al joven Willis!
¿Yo, Charles? ¡No creas nada por el estilo! Soy un pasajero y por nada del mundo me injeriría en el gobierno del buque. Me limité a decir al teniente Benét que a mi juicio el muchacho parecía estar verdaderamente comatoso. Benét hizo el resto… Como de costumbre.
Charles miró en su derredor. Después me llevó a la barandilla, lejos de Smiles.
—Escogiste al único oficial que podía aventurar una discrepancia con el capitán sin sufrir una reprimenda.
—Eso es la diplomacia.
—No te gusta Benét, ¿verdad? También yo tengo diferencias con él. El trinquete…
—Admiro a Benét. Pero es demasiado perfecto.
—Tiene buenas intenciones.
—¡En la arboladura es tan ágil como un guardiamarina! Pero, Charles… ¿te das cuenta de que al cabo de tantos meses embarcados, nunca he subido a un palo? ¡Aunque hoy nos movemos mucho, resulta poco en comparación con lo que nos hemos movido!
—Ah, ¿sí? Uno está tan acostumbrado a los movimientos de los barcos…
—Bueno, estoy seguro de que tú podrías subirte por las paredes sin perder el equilibrio. Pero va a arreciar el viento, ¿no? Quizás sea ésta mi única oportunidad de averiguar cómo trabajan los marineros.
—Te puedo llevar hasta la cofa cruceta.
—Será una experiencia muy valiosa. Supón que —como puede ocurrir— llegue a ser miembro del Parlamento. «Señor presidente: quienes hemos subido a la cofa cruceta de un buque de guerra en la mar…»
—El honorable diputado por Tombuctú debe callar la boca, agarrarse a los obenques y subir con calma. ¡Con calma! ¡No eres un guardiamarina jugando al escondite por entre el aparejo!
—¡Dios mío, aquí no se puede andar con botas de agua!
—Tienta el peldaño con la bota antes de apoyarte en él. No mires hacia abajo. Si te resbalas, te agarro yo.
—«A salvo en brazos del Señor.»
—Esas irreverencias…
—Con su permiso, señor obispo. Esa exclamación me salió sola. Fue mi bota de agua la que la dijo, como podría haber dicho Eurípides, aunque no lo dijo. No acertó con el peldaño.
—Bueno. Nada de subir por fuera. Subamos por la boca de lobo.
—Si de verdad he de elegir el camino fácil… ¿insistes?
—¡Arriba!
—Dios mío. Esto sí que es cómodo. Aquí podría aposentarse media docena de individuos, siempre que pudieran utilizar el enorme agujero por el que me he metido yo impulsado por la necesidad. Se vende mansión. Lujosos aposentos, construcción en madera, vistas al mar… ¡y un caballero de la armada que vigila el horizonte!
—Fawcett. Ahora que el señor Willis ha… evacuado el tamborete, puedes seguir tú de vigía en esa posición.
—El marinero larguirucho se llevó la mano a la frente, se pasó el tabaco de mascar de un carrillo a otro y desapareció.
—Bien. ¿Qué te parece?
—Ahora que me atrevo a mirar hacia abajo, veo que aunque nuestro buque es un setenta y cuatro, se ha encogido. ¡De verdad, Charles! ¡Unos árboles monstruosos como este mástil no deberían clavarse en una barquichuela así! ¡Es imposible que no zozobremos! No quiero mirar… cierro los ojos.
—Si miras al horizonte tendrás una perspectiva mejor.
—Se me han puesto los cabellos tan de punta que está a punto de caérseme el sombrero.
—No hay más que sesenta pies hasta cubierta.
—¡Sólo! Pero nuestro amigo el del cabello amarillo bajó deslizándose por un cabo.
—Benét es un muchacho muy activo, animoso y lleno de ideas. Pero ¿qué harías tú si te mandaran al tamborete?
—¿Como al pobre Willis? Creo que me moriría. Smiles ha dicho que a algunos les había llegado la hora de morir.
Me erguí cautelosamente y me agarré con ambas manos a los tranquilizadores obenquillos que adrizaban la cofa. La sensación resultaba agradable.
—Esto va mejor, Charles.
—¿Estabas preocupado por lo que dijo Smiles?
—¿Se refería a las niñas de los Pike?
—De hecho, van algo mejor.
—¿A Davies, ese pobre guardiamarina senil? ¿A la señora East? Debe de ir mejor, pues la he visto con la señora Pike. Me pregunto si se referiría a la señorita Brocklebank.
—El señor Brocklebank dice que está muy mal. Una recaída.
Se me ocurrió una idea que me hizo reír.
—¿Se referiría al señor Prettiman, nuestro malhumorado teórico político? La señorita Granham me dijo que su prometido había sufrido una caída muy grave.
—¿Te parece un hombre cómico?
—Bueno. No puede ser totalmente detestable, o una dama tan estimable como la señorita Granham no habría consentido en hacerlo el más feliz de los hombres. Pero ¿cómico? ¡Es un malvado! Pero si… se opone al gobierno de su propio país, a la Corona, a nuestro sistema de representación… de hecho, a todo lo que nos hace ser el país más importante del mundo.
—De todos modos, está grave.
—Si nos abandona, no lo sentiré. Sólo lo siento por la señorita Granham, pues si bien en varias ocasiones me ha echado un rapapolvo, repito que es una dama estimable y parece auténticamente encariñada con ese hombre. Las mujeres son muy raras.
Otra persona subía por el aparejo. Era el señor Tommy Taylor, que se presentó con una agilidad digna de un mono, saltando a la cofa por fuera, en lugar de subir, como era más fácil y más seguro, por el agujero del centro.
—Saludos del señor Benét, mi comandante, y el señor Willis parece estar bien. Duerme y ronca.
—Muy bien, señor Taylor. ¿Está usted de guardia?
—Sí, señor. El señor Smiles, señor.
—Puede usted volver a la toldilla.
—Con su permiso, señor. Está cambiando la guardia, señor.
Efectivamente, la campana del buque estaba dando la hora.
—Muy bien, ya no está usted de guardia. Haga usted de maestro. Aquí el señor Talbot cree que le convendría aprender todo lo que se puede saber de un buque.
—¡No, no, Charles! ¡Pax!
—Por ejemplo, señor Taylor, al señor Talbot le interesaría saber qué tipo de mástil es éste.
—Es un palo mayor, señor mío.
—¿Está usted tratando de hacerse el ingenioso, señor Taylor? ¿Cómo está construido?
—Es un palo «compuesto», señor mío. Eso significa que está hecho de pedazos separados. No de «lampazos», naturalmente. De pedazos.
El señor Taylor se rió tanto que concluí que pretendía decir algo ingenioso. De hecho, aquel muchacho estaba siempre de tan buen humor que me parecía que consideraba nuestra desesperada situación en un buque desarbolado y posiblemente a punto de irse a pique una experiencia divertida.
—Ahora, señor Taylor, dígale usted al señor Talbot cómo se llama cada uno de eso pedazos.
—Bien, señor mío; los redondos de cada lado son las almohadas de cabeza de palo. Después están los baos de los palos, que nos sostienen. Bajo ellos están las cacholas para impedir que los baos resbalen por el mástil. El señor Gibbs, el carpintero, dice…
El muchacho se echó a reír al recordarlo.
—Dice: «cada palo compuesto tiene dos preciosas cacholas, muchacho, o sea, dos menos que tú, ¿no?»
—Después de esa salida, jovenzuelo, puede usted marcharse. Siempre está pensando en lo mismo.
—A la orden, señor. Gracias, señor.
El muchacho se marchó con una agilidad natural muy adecuada para su edad y sexo. La visión de cómo iba disminuyendo de tamaño al bajar por el mismo cabo que había utilizado el señor Benét, me mareó un poco. Miré hacia arriba, tratando de obtener un centro de orientación en el trinquete que se erguía entre nosotros y la proa.
—¡Charles! ¡Se mueve! ¡Mira… mira! No, ahora se ha vuelto a parar. Por arriba, me refiero… ahí va, está trazando un círculo pequeño, un círculo desigual…
—¿Seguro que no lo sabías? Creíamos que estaba combada, una especie de fractura incompleta, pero de hecho la base del palo ha roto el calzo y hemos tenido que adoptar medidas. ¡Vamos, Edmund! No hay nada que hacer.
—¡No debería moverse así!
—Claro que no. Por eso no hemos desplegado velas en el trinquete ni en el palo mesana, dado que el uno equilibra al otro. ¿Ves las cuñas donde entra el trinquete en cubierta? No, imposible… Pero el movimiento no hace más que sacarlas de su sitio. Hemos asegurado e inmovilizado el palo en todo lo posible.
—Me da mareo.
—Entonces, no mires. Debería haber recordado lo claramente que se ven los bandazos desde aquí. ¡Ay, no! ¡Mira! ¡No al mástil, sino hacia el horizonte! ¡El viento, el viento sur, el que no queríamos!
—¿Qué significa?
—Frío. Podremos caer hacia el este, que naturalmente es adonde queremos ir, pero también queremos ir hacia el sur, donde están los vientos fuertes y constantes. Tenemos que bajar. Vamos. Yo primero.
Bajamos a cubierta y me quedé al socaire de los obenques de estribor, contemplando cómo nuestra vieja carraca viraba pesadamente hacia la amura de estribor cuando nos alcanzó el viento sur, que no tenía nada de la suavidad que relacionamos con el «sur» en climas más suaves. Charles se quedó en cubierta para ver cómo el señor Cumbershum y el capitán Anderson realizaban el cambio de rumbo. Estaba a punto de dirigirse a proa cuando lo volví a detener.
—¿Puedes pasar un momento más conmigo? Sé lo ocupado que estás y no quiero entrometerme en tu escaso tiempo libre…
—¡Un primer oficial tiene más tiempo libre en medio de un viaje que al principio o el final! Pero tengo que hacer que me vean por el barco y detectar crímenes tan terribles como una hamaca que se han dejado tendida o un cabo mal amarrado; para tu información, ese cabo está bien amarrado. Bien. Démonos un paseo por el combés como antes.
—Con sumo gusto.
Entonces, Charles y yo nos pusimos a recorrer a paso vivo el combés. Pasamos por encima de los tensos cables que lo aseguraban, pasamos más allá del palo mayor con su raya blanca, su combinación de cuñas, cables, motones y bitas, hacia el castillo de proa, ante el cual el palo de trinquete desenvergado trazaba su círculo casi invisible en el cielo. La primera vez que llegamos a él me detuve y miré. Allí las cosas estaban tan complicadas como en el palo mayor. El de trinquete medía como mínimo tres pies de diámetro, y allí donde se unía a la cubierta estaba cercado por una abrazadera hecha de grandes cuñas. Al mirar vi que se movían ligera y desigualmente. Había un marinero de pie junto al mástil, apoyado en un enorme mazo. Vio que el primer oficial lo miraba y se echó aquello al hombro, esperó un momento y después lo hizo caer sobre una cuña que estaba un poco más salida que las otras.
Charles hizo un gesto de aprobación. Sentí que me ponía la mano en el brazo al apartarme de allí y reanudar nuestro paseo.
—¿Vale eso de algo?
—Probablemente no. Pero la sensación de que se está haciendo algo es mejor que nada. Por lo menos, tranquiliza a los pasajeros.
—Eso es muy à propos. Charles, aprecio mucho la cortesía de los oficiales al permitirme que utilice una de vuestras conejeras… ¡debería decir camarotes! Pero todo lo bueno ha de acabar y tengo que volver a la zona de los pasajeros, o sea, a mi conejera frente al vestíbulo de los pasajeros.
—¿Es que no lo sabes? La señorita Brocklebank se la ha apropiado. No he dicho nada porque la pobre dama se siente muy enferma. ¿No irás a tener el mal corazón de desalojarla?
—Tiene derecho de ocupación. Me refiero a mi otra conejera.
—¿Donde Colley se dejó morir y Wheeler se suicidó? ¡No debes dormir ahí! ¿Es que te aburre nuestra compañía —mi compañía— en la cámara de oficiales?
—¡Ya sabes que no!
—¡Pues entonces, mi querido amigo! ¡Un curtido lobo de mar, una persona sin desbastar tal como yo —como yo— podría dormir ahí! Pero tú… eso está contaminado.
—No me agrada la idea, es verdad.
—Entonces, ¿por qué?
—Es un caso que creo puedo afirmar haber estudiado más a fondo que tú… De hecho, más a fondo de lo que necesitas considerarlo tú, pues es asunto exclusivamente mío.
—¡Usted perdone!
—No… quiero decir que yo soy el único responsable. No me importa nada decírtelo todo. La cuestión es, compréndelo, que voy a pasar algún tiempo en la administración de la colonia. ¿Qué tipo de reputación tendría si se supiera que el miedo a los fantasmas me ha hecho abandonar mi camarote? ¿Entiendes? Es una forma de servicio que me propongo a mí mismo, igual que tú has prometido el tuyo al Rey.
—Es una actitud muy correcta y dice bien de ti.
—A mí también me lo parece.
Charles rió.
—De todos modos, no debes volver de momento. He dado órdenes de que el interior del camarote se limpie, se vuelva a pintar y se haga con él todo lo necesario.
—¿Todo lo necesario?
—Vamos, Edmund… cuando alguien se salta la tapa de los sesos en un espacio tan chico…
—¡No me lo recuerdes!
—Tienes un día o dos para pensarlo. Bien. Este viento de través significa que el movimiento disminuye, ¿no te parece? También significa que en esta carraca está entrando menos agua, lo cual significa menos bombeo.
—Hay algo que no logro entender. ¿Por qué, con este viento, no nos damos sencillamente la vuelta y vamos hacia África y El Cabo? Podríamos volver a avituallarnos de comida, bebida y otras provisiones… conseguir que nos arreglasen el trinquete, desembarcar a los enfermos; sobre todo, ¡podríamos estirar las piernas en una maravillosa tierra firme! ¡Cuánto la echo de menos!
—Este viento no va a durar. Es demasiado flojo y fuera de temporada. Navegar en su búsqueda equivaldría a lo que se llama «perseguir al viento». Cuando un barco lo hace se puede pasar el tiempo yendo adelante y atrás, dando vueltas, y no llegar a ninguna parte, como el Holandés errante. Confórmate con los tres nudos y medio que vamos avanzando hacia nuestro destino. Eso es mejor que nada… ¿Qué te pasa?
—Perdona. Es este maldito picor. De hecho, tengo una llaga entre las piernas.
—Una llaga. Eso nos pasa a todos, por la sal.
—Poco a poco me estoy quedando sin ropa que ponerme. Phillips se llevó mi camisa para lavarla y, aunque me puse serio con él, al final me la tuve que poner húmeda.
—Ah. Eso es el agua de lluvia.
—Yo creía que el agua de lluvia era dulce.
—¿Qué os enseñan a los jóvenes hoy en día? Naturalmente que no. Bueno, la lluvia puede ser de agua dulce en tu pueblo, si vives lo bastante lejos del mar. Por aquí es, como mínimo, salobre. ¿No te has estado lavando con ella igual que todos los demás?
—Claro que sí, pero la maldita no hace espuma. Se convierte en un barrillo.
—¿Qué jabón usas?
—¡El mío, naturalmente!
—¿No te ha dado Webber jabón del barco?
—Dios mío, ¿es que eso es jabón? Creía que era un ladrillo. Creía que era piedra pómez o algo para afeitarse cuando hace mal tiempo, como los antiguos.
—¡Es típico de ti saber lo que utilizaban los antiguos para afeitarse! ¡Pero es jabón, muchacho, jabón para usar con agua salada!
—No le noté ningún olor.
La risa del primer oficial fue casi tan estentórea y prolongada como lo habría sido la del señor Taylor. Después:
—Supongo que tú crees que el jabón tiene un olor natural.
—Bueno, ¿y no es así?
Pero de pronto Charles se había distraído. Había aguzado el oído. Se mojó el pulgar y lo alzó.
—¿Qué te había dicho? Ese viento no ha durado ni media guardia. ¡Vuelta a empezar!